Agustín Yáñez
Edición especial en el centenario del autor Selección y nota introductoria de Emmanuel Carballo |
Nota introductoria
Agustín Yáñez y las mujeres de Al filo del agua Por la edad, las fechas de los libros iniciales y ciertas afinidades técnicas se puede afirmar, en cierto sentido, que Yáñez pertenece a la generación de los Contemporáneos, quienes integran, después del Ateneo de la Juventud, el grupo más valioso de las letras mexicanas del siglo XX. Los distingue la conciencia artística, la cultura vasta y al día, la técnica y el estilo eficaces que emplean en verso y en prosa. Como todo grupo con fisonomía propia, concitó la ira y los denuestos de las banderías coetáneas. De todo se les acusó, menos de carecer de talento. La raíz de la semejanza entre Yáñez y algunos de los Contemporáneos, que además de verso escribieron prosa (Torres Bodet, Owen, Novo y Villaurrutia), se encuentra, quizá, en que uno y otros procedían de las mismas fuentes: Benjamín Jarnés, especialmente, y los escritores que podrían llamarse de la Revista de Occidente, los que, a su vez, descendían de narradores franceses como Jean Giraudoux.
Mauriac recuerda en el mismo libro (La province, 1926) que en oposición a la metrópoli, que impone como regla la uniformidad, la provincia cultiva las diferencias. Yáñez es un escritor de las diferencias. Éstas le conceden un sitio aparte entre los prosistas de su generación. Emmanuel Carballo
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Merceditas Toledo Merceditas Toledo, celadora de la Doctrina e Hija de María recién recibida, no supo cómo llegó a sus manos la carta. Cuando se dio cuenta de lo que se trataba, hizo intento de romperla; con los dedos temblorosos la estrujó, y como sonaran pasos en la recámara inmediata, como el llamado a cenar fuera perentorio, apenas tuvo tiempo de meterla en el seno, con la intención de que, acabada la cena, iría al excusado, la rasgaría en muchos pedacitos y se conjuraría todo peligro de que alguien diese con algún rastro del maldito papel, o de que pudiera conservarlo y leerlo ¡¡ave María!! Si como ella lo encontró junto a su cama, discretamente caído, al volver del rosario, hubiera sido su mamá, sus hermanas ¡horror! su papá o sus hermanos, ¿qué hubiera sucedido? ¡Ni pensarlo! Que la encontrara Chema su hermano, tan celoso e iracundo, ¡ave María! ¿Quién la puso allí? Una de las criadas —¿cuál?— andaría en el enredo, porque no era posible que si la hubieran aventado de la calle quedara tan bien colocada, ni era de pensar que de modo tan imprudente la comprometiera Julián... El nombre le quemó la cabeza y todo el cuerpo. La carta, en el seno, era como una brasa. Lo echarían de ver. Un sudor se le iba y otro se le venía, y la cena no terminaba nunca. Quiso disimular, contando las ideas que las muchachas tenían para adornar el Monumento del Jueves Santo; la voz le temblaba; toda ella temblaba, como si la estuviera viendo Julián con esas miradas de lumbre, tan extrañas, que no la dejan salir a ninguna parte sin que se le claven como alfileres ardiendo, esas miradas que la persiguen desde hace algunas semanas y que, sin haber dado motivo, cada día son más terribles, como carbones encendidos; la primera vez que se dio cuenta de ellas le corrió un escalofrío tan raro, que por poco se desmaya; era como si la hubieran sorprendido desnuda, como si la desvistieran a fuerza; qué asco, qué indignación contra el impertinente, qué deseo de acusarlo con el señor cura, con todo el pueblo, para ver si dejaba de mirarla; pero también qué horror al escándalo y cuánta fortaleza para salir lo menos posible y sólo para lo indispensable; qué tormento no hallar con quién quejarse, ni a quién pedir auxilio, sino a la propia virtud y al enojo contra el atrevido. ¡Haber llegado hasta a escribirle y conseguir que la carta estuviera en sus manos, en su seno! Ahora sí se quejaría de tamaño cinismo, para el que no dio ningún lugar... |
Marta y María
Huérfanas, desde muy chicas las recogió su tío don Dionisio, cuando estaba destinado en Moyahua. La madre de las niñas era hermana del eclesiástico; el quebranto de la viudez y el clima del cañón la mataron en breve, y aquéllas quedaron al amparo de la abuela, que tampoco les duró mucho, pues al venir al pueblo el asma de la anciana se recrudeció y la condujo al sepulcro. Fue grave crisis para don Dionisio el de su personal orfandad —siempre se sintió niño junto a su madre—, agravada con el problema de aquellas muchachitas, no sólo incapaces para hacerle casa, sino urgidas de cuidados especiales, de educación y de ternura. Sólo Dios sabe cómo ha ido saliendo de tal apuro, los esfuerzos de delicadeza y rigor, el equilibrio de circunspección y asistencia en todos los órdenes. |
Mercedes y Marta
Con cualquier pretexto, Mercedes y Marta se retiran a una pieza sola: |
Micaela
Anoche más de alguno me soñaría —piensa Micaela cuando despierta en la mañana del sábado—. ¡Lástima que Ruperto Ledesma no quiera venir de su rancho! Es mejor, ahora que aprovechando los días santos vendrá David, como me tiene ofrecido en sus dos últimas. Pero Ruperto tampoco dejará de venir para esos días y es tan carrascaloso, ¡Jesús me ampare! Cómo se ponen estos pollos de pueblo cuando ven a una mujer. Anoche querían comerme. ¿Y las mujeres? Echaban chispas. Los muchachos por poco me faltan al respeto. ¡Es divertido! ¡Inocentes! ¡Lo que van a sufrir cuando venga David! Para que aprendan lo que debe ser un muchacho elegante. ¿Y el buenazo de Julián que picó ya mi anzuelo? ¿No estaba tan enamorado de santa Merceditas? Me lo hacía sufrir mucho la altiva... * * * Los planes de Micaela (“el hombre propone y Dios dispone”) se dirigían a humillar las fachas de Damián para vengarse del desaire que Prudencia y Clementina le habían inferido; pero también se vengaría de las murmuraciones y desdenes colectivos; principalmente todos verían quién podía más: ella, o esa mujer aventurera, que pretendía conquistar, entre otros, a Damián. El menosprecio de David Estrada y más todavía el de Julián Ledesma —que había logrado ser correspondido por Mercedes Toledo cuando Micaela creía tenerlo seguro—, traían a ésta “como enyerbada”, según el decir común. Haría que Damián la pidiera y entonces, o en vísperas del matrimonio, arregladas todas las cosas, hechos todos los gastos, lo dejaría plantado. Sus agravios la llevaban a peores proyectos: insinuarse a don Timoteo, despertarle con fuerza una pasión senil, favorecerlo con esperanzas, provocar un choque entre padre e hijo; era rumor general que don Timoteo no le guardaría respeto a su mujer difunta más de seis meses y que se casaría tal vez antes. |
Mujeres arquetípicas
En la crónica que pudiera escribirse con este material —y son muchos los que reiteradamente se lo proponen al Padre Islas— vendría en el primer capítulo la ya legendaria existencia de Teo Parga, celosísima fundadora y primera presidenta de la Asociación; mujer de vida tibia y entregada a las comodidades de una excelente situación económica, en vísperas de contraer matrimonio con acaudalado vecino de Juchipila, oía en vano las amonestaciones públicas y privadas del recién venido Padre Islas, anheloso de fundar en la parroquia la Asociación de Hijas de María: —“Hay gentes que se obstinan en ser llamadas personalmente por la Divina Providencia, sin fijarse en que estos llamados suelen ser rudos...” —“Usted será llamada con dureza, si se obstina en no escoger de grado el camino que Dios Nuestro Señor le depara...” —“Teófila, ¿por qué abjura de su nombre, que quiere decir amante de Dios, y prefiere el vano y pasajero amor de un mortal?...” Pasaban los días, llegaban las donas, fue fijada la fecha del matrimonio, el novio se puso en camino con la compañía de parientes, amigos y músicos; pero el hombre propone y Dios dispone: fuera de tiempo, una tormenta se abatió sobre la caravana y un rayo mató al prometido de Teófila Parga; ésta, convicta, herida en lo más vivo del alma, trocó la tibieza en fervor, la riqueza en rigor; se quedó con lo indispensable para el sostenimiento de un asilo de muchachas huérfanas, que desde entonces fue su casa, repartió el resto de su fortuna, se consagró a la fundación de las Hijas de María, extremó la ejemplaridad de su vida y fue premiada por Dios con un don que puso espanto a la comarca: predecía la muerte de las gentes; y ello, con más frecuencia, por revelación en sueños: una mañana se levantaba con el anuncio: hoy en la madrugada, entre las dos y las tres, murió fulano. Fulano vivía lejos, a muchos días de camino, hasta en Estados Unidos; venida indefectiblemente la noticia del fallecimiento, coincidía la hora dicha por Teo. —“Encomienden a zutano —decía otras veces— porque no saldrá la noche.” Y en alguna ocasión zutano se había acostado en perfecta salud. El crujir de maderas —un armario, una petaquilla, una rinconera— le servía también de presagio; no era raro que leyese la proximidad de la muerte en el semblante: —“Mengano morirá este año... Sería bueno que perengano se fuera preparando: no puede vivir mucho tiempo, quién sabe si no salga el mes”... Teo no podía resistir vida tan extremada y, como es presumible, tuvo la gracia de conocer anticipadamente la hora de su muerte: —“Yo no saldré este año.” —“Hermanas —decía en las asambleas—, encomiéndenme a la Santísima Virgen: ya se acerca diciembre.” —“Pero si estás para dar y prestar salud”— le respondían. —“Yo sé la caridad que les pido. Encomiéndenme a Nuestra Madre y Señora.” El cuarto día de la Novena de la Inmaculada llegó al asilo con resfrío. Todavía se levantó a misa la mañana siguiente. Por obediencia le mandó el Padre Islas que se recogiera. —“Recomiende a las hermanas que pidan porque no cambie la fecha: el día de nuestra fiesta.” —“No diga cosas, no diga cosas: es un catarro que le pasará con cuidarse.” Por no contrariarla —pues no había gravedad alguna— le administraron los últimos sacramentos el día seis; el día siete amaneció sin calentura; comenzaban las chungas de los propensos al liberalismo; en la tarde, la enferma comenzó a agonizar hasta la una de la mañana en que murió y fue difundiéndose por el pueblo un olor de azucenas. |
Micaela y don Timoteo
Como a pesar de todo le corría sangre llena de apetitos, don Timoteo no fue insensible a las perturbaciones de Micaela, cuyas primeras leves muestras lo disgustaron porque le pareció que la muchacha quería granjearlo tratando de conquistar a Damián; se le agolparon los prejuicios comunes formados en torno de la coqueta y le chocó tan profundamente la idea de tener por nuera a la hija de don Inocencio, que hubiera hablado con Damián del asunto, si sus relaciones no amenazaran romperse definitivamente al menor choque, y el muchacho cada día estaba más irascible. —“Dicen que es una mujer deshonesta.” No se le apartaba este pensamiento, que llegó a ser obsesión. —“¡Deshonesta!” Quizá por la familiaridad con que la idea se le representaba, o porque las demostraciones de Micaela comenzaron a ser directas y reiteradas, el término fue perdiendo el carácter repulsivo y develando un mundo de atracciones oscuras. —“¡Deshonesta!” El viejo se sumergía en imaginaciones que lo hacían temblar de curiosidad y de miedo. Intimidades imaginadas al desgajarse la palabra como fruta caída de modo imprevisto, luego robada con sigilos y escondida por un avaro, en cuyos solitarios recreos la cáscara del vocablo desapareció e hizo sitio a la figura mentada, imaginada, desenvuelta y aferrada; inútilmente trataban de ahuyentarla los hábitos de oración y, con más fuerza, pero tan inútilmente, los lúgubres ecos de la campanita de San Pascual Bailón que, según don Timoteo, escuchó la madrugada del diez y siete de mayo, fiesta del Santo, quien anuncia de ese modo a sus devotos la proximidad de la muerte. |
Merceditas Toledo
Como casi todas las muchachas del pueblo y principalmente las que sostenían relaciones amorosas, Mercedes Toledo vio en la muerte de Micaela un aviso exclusivo de Dios. |
María
No todos los deseos fueron derrotados. La intrepidez —ávida— de algunas mujeres, venció a las legiones del espanto. María —¿por qué también María, la sobrina del párroco? ¡María, que como ninguna jamás logra desasirse del espectro y la voz de su amiga Micaela!, ¿fue despecho?, ¿fue desesperación por el comportamiento de Gabriel?— María se contó entre las que rompieron el cerco de temores. La dejó atónita el brusco vacío de Gabriel, cuyo paradero ignoraba; la tragedia de Micaela no le sirvió de lección: antes la exasperó, sintió frenéticos impulsos de huir o de ser muerta como su amiga, creyóse capaz de lo peor; en un momento la tocó el vértigo de la venganza no sobre Damián, sino sobre todo el pueblo, al que quisiera quemar, pulverizar, sepultar en el olvido de las generaciones por venir; deseó con vehemencia no pasajera visitar al preso, y reclamarle que la matara, y besarle las manos asesinas, y mordérselas, y arañarle la cara, y bendecirlo, y maldecirlo, llena de admiración por él, y de odio, y de menosprecio, y de lástima; gustosa se hubiera ofrecido a ser la que llevara del curato los alimentos que su tío mandó a Damián esos días de su prisión en el pueblo; fue de las que se levantaron a ver la partida del reo en la madrugada del treinta y uno; si hubiera tenido una pistola lo habría matado, para luego gritar vivas al héroe; cuando éste pasó, a María se le anudó la garganta y se le soltaron las fuentes de las lágrimas: ¡qué impulso de seguirlo para darle tormento y consolación! ¡tal vez, primeramente, por dejar al pueblo para siempre y jugar la probabilidad, en el camino, de recibir un tiro por la espalda! Negros resentimientos afluyen al corazón y a la cabeza de María, desde la sima del alma, por los vericuetos del cuerpo. Irascible, insufrible cada vez más. Día con día más amargada. —“¡Estoy de arrancar!” —siente, dice. ¡Arrancar! Un soplo, un insignificante soplo la levantaría. Un insignificante, quizá el más insignificante de los muchachos en vacación, logra sin esfuerzo ser atendido por la sobrina del cura. * * * Don Román Capistrán fue a despedirse del señor cura la víspera de salir a México. El dos de septiembre, para mayor precisión. María salió a recibirlo, porque don Dionisio estaba ocupado. |