Rangoon 1927
En Rangoon era tarde para mí. Todo lo habían hecho: una ciudad de sangre, sueño y oro. El río que bajaba de la selva salvaje a la ciudad caliente, a las calles leprosas en donde un hotel blanco para blancos y una pagoda de oro para gente dorada era cuanto pasaba y no pasaba. Rangoon, gradas heridas por los escupitajos del betel, las doncellas birmanas apretando al desnudo la seda como si el fuego acompañase con lenguas de amaranto la danza, la suprema danza: el baile de los pies hacia el Mercado, el ballet de las piernas por las calles. Suprema luz que abrió sobre mi pelo un globo cenital, entró en mis ojos y recorrió en mis venas los últimos rincones de mi cuerpo hasta otorgarse la soberanía de un amor desmedido y desterrado. Fue así, la encontré cerca de los buques de hierro junto a las aguas sucias de Martabán: miraba buscando hombre: ella también tenía color duro de hierro, su pelo era de hierro, y el sol pegaba en ella como en una herradura. Era mi amor que yo no conocía. Yo me senté a su lado sin mirarla porque yo estaba solo y no buscaba río ni crepúsculo, no buscaba abanicos, ni dinero ni luna, sino mujer, quería mujer para mis manos y mi pecho, mujer para mi amor, para mi lecho, mujer plateada, negra, puta o pura, carnívora celeste, anaranjada, no tenía importancia, la quería para amarla y no amarla la quería para plato y cuchara, la quería de cerca, tan de cerca que pudiera morderle los dientes con mis besos, la quería fragante a mujer sola, la deseaba con olvido ardiente. Ella tal vez quería o no quería lo que yo quería, pero allí en Martabán, junto al agua de hierro, cuando llegó la noche, que allí sale del río, como una red repleta de pescados inmensos, yo y ella caminamos juntos a sumergirnos en el placer amargo de los desesperados.
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