A ti rosal, nevado por la cima... Elegía A las puertas de Sión
A ti rosal, nevado por la cima...
A ti, rosal, nevado por la cima de hielo ligerísimo, a ti, que en el rigor abres tu rosa póstuma, desplegada sobre tu vago verde, y que la agitas como una carta del verano ausente. A ti, esbeltez intrépida, que subes para estallar de tu mudez de espinas hasta tu coro de dispersa nieve, para mecer y para orear tu viaje, en ésa tu paloma de alas quietas, bajel de suavidad, vuelo de espumas. Para ti, que contigo la trajiste, que la sacaste de la tierra oscura como si nos subieras un diamante. Para ti, que una noche la tuviste en soledad, como se tiene un sueño, y luego, bajo el sol, su puerta abriste igual que desatando una celeste voz en tus espinas, lo mismo que si anclaras una pequeña nube en tus orillas. Para ti, tesorero de la nieve, silencioso arquitecto de la espuma, este poema de este triste día. Es que hablándote así, del frágil tallo hundido y doloroso de mi voz, desde mi noche que olvidó su estrella, desde mi soledad, desde mi enero y su granizo y sus perdidas aves, me parece, loándote en la gloria tardía y denodada en que terminas, que, como tú, levanto yo una rosa.
Elegía
Imaginad un árbol con las ramas por dentro, ahogado por su propia e imposible corona y que cautivo lleva ‒aniquilándole‒ el fruto no vertido de su sombra. Esto soy yo. La soledad sin brazos. Un mar que, despertando, ya es arena, muriendo solo bajo el mismo grito que imaginó poner entre sus ondas. Yo venía de ser raíz para subir a sueño, de ser oscuridad a dividirme en el sereno reino de mis hojas. Subiendo estaba y encontré esta muerte de no ser sino el árbol que encerrada lleva su irrealizable primavera, su fuerza inútil de imposibles ramas que no verán jamás a las estrellas. Esto soy nada más. Raíz desnuda. Un viaje que pensó que se movía hacia el diáfano fuego de la rosa y se quedó en su origen de ceniza, más que nunca en la planta desde donde creyó subir por la escalera angélica. Y estoy sintiendo lo que siente un sueño cuando va a florecer y es despeñado desde los mismos ojos que lo sueñan. Soy la que nada poseyó. La oscura desesperada soledad terrible, quien jamás conoció sus propios brazos ni los colmó de llanto y de dulzura. No se crea en la voz que se me escucha, que no es ésta mi voz. Y este poema no es siquiera una rama… No es siquiera una sospecha de mi oculta sombra. Tan sólo quedó aquí del mismo modo que en la orilla del mar a veces queda ‒testimonio de muerte y abandono‒ el lúcido esqueleto de una perla.
A las puertas de Sión
Jʼattends une chose inconnue Mallarmé
Ya sólo soy un poco de nostalgia que canta. Y a tus puertas estoy como una piedra gris en el lujo nítido de un prado. No traje nada aquí ni dejo nada. Tampoco sombra alguna ha descendido de mis propias tinieblas y mis brazos. Ninguna flor tomé sobre la tierra para no encadenarme a su hermosura ni por gracia mortal ser poseída. Ni traigo ni el fantasma de un perfume a tu jardín de límpidas esferas. La soledad te traigo que me diste. Óyeme aquí gemir, tu criatura del exilio y del llanto. Óyeme aquí, tu ciega enamorada que su muerte muriendo sin morirse, tu estrella ve temblando, suspendida, desde el hundido túnel de su canto. ¿Cuándo enviarás mi sombra a devorarme? ¿Cuándo podré marchar hacia tus prados, a tus puertas de oro, cuándo por tus jardines apartados iré ya sin mi muerte, ya robada para el ancla vencida de mi polvo? No más mi cuerpo ver, como un alcázar de música ruinosa, ni la noche circundando mi fiesta de amargura. No más hablar de ti desde mi boca que es sólo como muerte detenida, no hablarte con mi voz, que se levanta demorado desastre. Abre tus puertas y ciega con la vista mis dos ojos. Mátame de belleza, ya alcanzado el gran callar hacia donde navega la nave de nostalgia que es mi canto. Deja que en este punto mi ceniza se caiga desde mí, que me desnude y me deje a tu orilla, consumada. Qué con brazos de amor ‒no los que tuve‒ llegue por fin a la sortija de oro con que al misterio ciñen tus murallas.
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