Entonces, en los atardeceres de verano, el viento traía desde el campo hasta mi calle un inestable olor a establo y a hierba susurrante como un río que entraba con su canto y con su aroma en las riberas pálidas del sueño. Ecos remotos, sones desprendidos de aquel rumor, hilos de una esperanza poco a poco deshecha, se apagan dulcemente en la distancia: ya ayer va susurrante como un río llevando lo soñado aguas abajo, hacia la blanca orilla del olvido.
(Juan Sebastián Bach)
Como la mano pura que graba en las paredes mensajes obsesivos de amor, sueños cifrados, así la trayectoria cruel de este cuchillo me está marcando el alma. Mas su caligrafía no es oscura ni inocente: bien claro deletrea la obscenidad del tiempo, sus siniestros designios. ¡Qué desgracia! Ahora, cuando salga a la calle, cualquiera podrá ver en mi rostro –lo mismo que en las piedras profanadas de un viejo templo en ruinas– los nombres, los deseos, las fechas que componen –abandonado todo a la intemperie– el confuso perfil de un sueño roto, el símbolo roído de una yerta esperanza.
A veces, en octubre, es lo que pasa...
Cuando nada sucede, y el verano se ha ido, y las hojas comienzan a caer de los árboles, y el frío oxida el borde de los ríos y hace más lento el curso de las aguas; cuando el cielo parece un mar violento, y los pájaros cambian de paisaje, y las palabras se oyen cada vez más lejanas, como susurros que dispersa el viento; entonces, ya se sabe, es lo que pasa: esas hojas, los pájaros, las nubes, las palabras dispersas y los ríos, nos llenan de inquietud súbitamente y de desesperanza. No busquéis el motivo en vuestros corazones. Tan sólo es lo que dije: lo que pasa.
Ya se dijeron las cosas más oscuras. También las más brillantes. Ya se enlazaron las palabras como cabellos, seda y oro en una misma trenza –adorno de tu espalda transparente–. Ahora, tan bella como estás, recién peinada, quiero tomar de ti lo que más amo. Quiero tomarte –aunque soy viejo y pobre– no el oro ni la seda: tan sólo el simple, el fresco, el puro (apasionadamente), el perfumado, el leve (airadamente), el suave pelo. Y sacarte a las calles, despeinada, ondulando en el viento –libre, suelto, a su aire– tu cabello sombrío como una larga y negra carcajada.
1 Nadie se baña dos veces en el mismo río. Excepto los muy pobres. 2 Los más dialécticos, los multimillonarios: nunca se bañan dos veces en el mismo traje de baño. 3 (Traducción al chino) Nadie se mete dos veces en el mismo lío. (Excepto los marxistas-leninistas.) 4 (Interpretación del pesimista) Nada es lo mismo, nada permanece. Menos la Historia y la morcilla de mi tierra: se hacen las dos con sangre, se repiten.
Noche estrellada en aceptable uso, con pálidos reflejos y opacidad lustrosa, vieja chistera inútil en los tiempos que corren como escuálidos galgos sobre el mundo, definitivamente eres un lujo que ha pasado de moda. Tras la fría superficie de las calles de luna, el alcanfor del sueño conserva en el almario de la ciudad oscura a los que duermen y no te verán nunca. Yo, sin embargo, te llevo en la cabeza, vieja noche de copa, y cuando vuelvo a casa sorteando imprevisibles gatos y farolas, te levanto en un gesto final ceremonioso dedicado a tus brillos y a mi sombra, y te dejo colgada allá en lo alto –¡hasta mañana, noche!–, negra, deshabitada, misteriosa.
Cuando estoy en Madrid, las cucarachas de mi casa protestan porque leo por las noches. La luz no las anima a salir de sus escondrijos, y pierden de ese modo la oportunidad de pasearse por mi dormitorio, lugar hacia el que –por oscuras razones– se sienten irresistiblemente atraídas. Ahora hablan de presentar un escrito de queja al presidente de la república, y yo me pregunto: ¿en qué país se creerán que viven?; estas cucarachas no leen los periódicos. Lo que a ellas les gusta es que yo me emborrache y baile tangos hasta la madrugada, para así practicar sin riesgo alguno su merodeo incesante y sin sentido, a ciegas por las anchas baldosas de mi alcoba. A veces las complazco, no porque tenga en cuenta sus deseos, sino porque me siento irresistiblemente atraído, por oscuras razones, hacia ciertos lugares muy mal iluminados en los que me demoro sin plan preconcebido hasta que el sol naciente anuncia un nuevo día. Ya de regreso en casa, cuando me cruzo por el pasillo con sus pequeños cuerpos que se evaden con torpeza y con miedo hacia las grietas sombrías donde moran, les deseo buenas noches a destiempo –pero de corazón, sinceramente–, reconociendo en mí su incertidumbre, su inoportunidad, su fotofobia, y otras muchas tendencias y actitudes que –lamento decirlo– hablan poco en favor de esos ortópteros.
C HILOÉ, SETIEMBRE, 1972 (Un año después, en el recuerdo)
Estuve en Chiloé junto a la primavera. (Sería otoño en España.) Humedad olorosa, praderas solitarias. Recuperé de pronto tiempo y tierra. (Tiempo perdido, tierra derrotada.) El mar mordía los acantilados con sus dientes de espuma verde y blanca. Veía el Norte en el Sur. ¡Espejismo de rostros y de muros iluminados con palabras puras: libertad, compañeros! (Y en el fondo, con nieve, las montañas.) ¿De dónde regresaba todo aquello? Surgidos de la bruma –¿era ayer o mañana?– albatros quietos, levitando arriba, serenaban el aire con sus extensas alas. Todo encalló en un tiempo amargo y sucio. Ahora, asomando sobre las aguas, la arboladura rota de esos días tan sólo exhibe buitres en sus jarcias
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