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(Segunda Parte) I Mientras los niños crecen, tú, con todos los muertos, poco a poco te acabas. Yo te he ido mirando a través de las noches por encima del mármol, en tu pequeña casa. Un día ya sin ojos, sin nariz, sin orejas, otro día sin garganta, la piel sobre tu frente agrietándose, hundiéndose, tronchando obscuramente el trigal de tus canas. Todo tú sumergido en humedad y gases haciendo tus desechos, tu desorden, tu alma, cada vez más igual tu carne que tu traje, más madera tus huesos y más huesos las tablas. Tierra mojada donde había tu boca, aire podrido, luz aniquilada, el silencio tendido a todo tu tamaño germinando burbujas bajo las hojas de agua. (Flores dominicales a dos metros arriba te quieren pasar besos y no te pasan nada.) II Mientras los niños crecen y las horas nos hablan tú, subterráneamente, lentamente, te apagas. Lumbre enterrada y sola, pabilo de la sombra, veta de horror para el que te escarba. ¡Es tan fácil decirte “padre mío” y es tan difícil encontrarte, larva de Dios, semilla de esperanza! Quiero llorar a veces, y no quiero llorar porque me pasas como un derrumbe, porque pasas como un viento tremendo, como un escalofrío debajo de las sábanas, como un gusano lento a lo largo del alma. ¡Si sólo se pudiera decir: “papá, cebolla, polvo, cansancio, nada, nada, nada”! ¡Si con un trago te tragara! ¡Si con este dolor te apuñalara! ¡Si con este desvelo de memorias —herida abierta, vómito de sangre— te agarrara la cara! Yo sé que tú ni yo, ni un par de valvas, ni un becerro de cobre, ni unas alas sosteniendo la muerte, ni la espuma en que naufraga el mar, ni —no— las playas, la arena, la sumisa piedra con viento y agua, ni el árbol que es abuelo de su sombra, ni nuestro sol, hijastro de sus ramas, ni la fruta madura, incandescente, ni la raíz de perlas y de escamas, ni tu tío, ni tu chozno, ni tu hipo, ni mi locura, y ni tus espaldas, sabrán del tiempo oscuro que nos corre desde las venas tibias a las canas. (Tiempo vacío, ampolla de vinagre, caracol recordando la resaca.) He aquí que todo viene, todo pasa, todo, todo se acaba. ¿Pero tú? ¿pero yo? ¿pero nosotros? ¿para qué levantamos la palabra? ¿de qué sirvió el amor? ¿cuál era la muralla que detenía la muerte? ¿dónde estaba el niño negro de tu guarda? Ángeles degollados puse al pie de tu caja, y te eché encima tierra, piedras, lágrimas, para que ya no salgas, para que no salgas. III Sigue el mundo su paso, rueda el tiempo y van y vienen máscaras. Amanece el dolor un día tras otro, nos rodeamos de amigos y fantasmas, parece a veces que un alambre estira la sangre, que una flor estalla, que el corazón da frutas, y el cansancio canta. Embrocados, bebiendo en la mujer y el trago, apostando a crecer como las plantas, fijos, inmóviles, girando en la invisible llama. Y mientras tú, el fuerte, el generoso, el limpio de mentiras y de infamias, guerrero de la paz, juez de victorias —cedro del Líbano, robledal de Chiapas— te ocultas en la tierra, te remontas a tu raíz oscura y desolada. IV Un año o dos o tres, te da lo mismo. ¿Cuál reloj en la muerte?, ¿qué campana incesante, silenciosa, llama y llama? ¿qué subterránea voz no pronunciada? ¿qué grito hundido, hundiéndose, infinito de los dientes atrás, en la garganta aérea, flotante, pare escamas? ¿Para esto vivir? ¿para sentir prestados los brazos y las piernas y la cara, arrendados al hoyo, entretenidos los jugos en la cáscara? ¿para exprimir los ojos noche a noche en el temblor oscuro de la cama, remolino de quietas transparencias, descendimiento de la náusea? ¿Para esto morir? ¿para inventar el alma, el vestido de Dios, la eternidad, el agua del aguacero de la muerte, la esperanza? ¿morir para pescar? ¿para atrapar con su red a la araña? Estás sobre la playa de algodones y tu marea de sombras sube y baja. V Mi madre sola, en su vejez hundida, sin dolor y sin lástima, herida de tu muerte y de tu vida. Esto dejaste. Su pasión enhiesta, su celo firme, su labor sombría. Árbol frutal a un paso de la leña, su curvo sueño que te resucita. Esto dejaste. Esto dejaste y no querías. Pasó el viento. Quedaron de la casa el pozo abierto y la raíz en ruinas. Y es en vano llorar. Y si golpeas las paredes de Dios, y si te arrancas el pelo o la camisa, nadie te oye jamás, nadie te mira. No vuelve nadie, nada. No retorna el polvo de oro de la vida. |