Juan Ramón Jiménez Selección y nota introductoria de Héctor Carreto VERSIÓN PDF |
Nota introductoria |
Dos años antes de su muerte, Juan Ramón Jiménez (Moguer, Andalucía, 1881-Puerto Rico, 1956) terminó de escribir su poema más extenso: “Espacio”. Ámbito diurno, donde la imaginación siempre parte de lo tangible, y compuesto por tres secciones —las dos primeras en verso y la tercera en prosa, y con una soltura fluvial en el discurso insólita en Jiménez— en “Espacio” resalta, más que en ningún otro texto del andaluz, su visión panteísta; fluir continuo en el que se manifiestan las preocupaciones juanramonianas de siempre: sed de totalidad; la trascendencia de la muerte a través de la eternidad del ser y de la conciencia poética; la mujer como astro luminoso a cuyo alrededor gira la vida; la soledad cósmica; el claroscuro de las ciudades y las huellas de la historia; y, sobre todo, la contundencia de la cambiante Naturaleza como algo que es ajeno a nosotros y que nos trasciende. “Es un poema donde predominan, como ya antes en la obra de Juan Ramón, la magia y cierto animismo que pone en movimiento al universo entero y a la totalidad del ‘yo’”, como escribiera sobre “Espacio” Ramón Xirau en Dos poetas y lo sagrado.
La Naturaleza también se manifiesta en lo microscópico, en la unidad atómica: “Grande es lo breve”, dice un verso de “Espacio”; inmensidad y pequeñez que se abren y cierran, unen y desunen, para volver al principio unitario; sistema en el que la Unidad nace de lo dual. En esa realidad que se desdobla, el poeta —el hombre— está, al mismo tiempo, dentro y fuera, es eterno y efímero. Consciente de su conciencia, a ésta interroga, al final de “Espacio”: “¿Y por qué te has de ir de mí, conciencia? ¿No te gustó mi vida? Yo te busqué tu esencia. ¿Qué sustancia le pueden dar los dioses a tu esencia, que no pudiera darte yo? Ya te lo dije al comenzar: ‘Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo’. ¿Y te has de ir de mí tú, tú a integrarte en un dios, en otro dios que éste que somos mientras tú estás en mí, como de dios?” Resulta incomprensible que un poema fundamental como “Espacio” sea prácticamente desconocido en nuestro medio. Si bien es cierto que, aunque la lectura de poesía es para unos cuantos, y que finalmente el tiempo pone las cosas en su justo sitio, también es cierto que ciertas obras se conocen mucho o poco debido, en gran parte, a los que dictan las políticas editoriales. Es por eso que decidí, en vez de rearmar una antología de brevedades de Jiménez (como no pocas que afortunadamente abundan en el mercado), ofrecer un Material de Lectura con la publicación única de este gran poema que merece salir de la omisión para ocupar un primerísimo lugar en la biblioteca de todo lector verdadero de poesía. |
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Espacio
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Fragmento primero Fragmento segundo Fragemnto tercero |
Fragmento primero |
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Fragmento segundo |
Cantada Para acordarme de por qué he vivido, vengo a ti, río Hudson de mi mar. Dulce como esta luz era el amor... Y por debajo de Washington Bridge (el puente más con más de esta New York) pasa el campo amarillo de mi infancia. Infancia, niño vuelvo a ser y soy, perdido, tan mayor, en lo más grande. Leyenda inesperada: dulce como la luz es el amor, y esta New York es igual que Moguer, es igual que Sevilla y que Madrid. Puede el viento, en la esquina de Broadway, como en la esquina de las Pulmonías de mi calle Rascón, conmigo, y tengo la puerta donde vivo, con sol dentro. Dulce como este sol era el amor. Me encontré al instalado, le reí, y me subí al rincón provisional, otra vez, de mi soledad y mi silencio, tan igual en mi piso 9 y sol, al cuarto bajo de mi calle y cielo. Dulce como este sol es el amor. Me miraron ventanas conocidas con cuadros de Murillo. En el alambre de lo azul, el gorrión universal cantaba, el gorrión y yo cantábamos, hablábamos, y lo oía la voz de la mujer en el viento del mundo. ¡Qué rincón ya para suceder mi fantasía! El sol quemaba el sur del rincón mío, y en el lunar menguante de la estera, crecía dulcemente mi ilusión, queriendo huir de la dorada mengua. Y por debajo de Washington Bridge, el puente más amigo de New York, corre el campo dorado de mi infancia... Bajé lleno a la calle, me abrió el viento la ropa, el corazón, vi caras buenas. En el jardín de St. John the Divine, los chopos verdes eran de Madrid, hablé con un perro y un gato en español, y los niños del coro, lengua eterna, igual del paraíso y de la luna, cantaban, con campanas de San Juan, en el rayo de sol derecho, vivo, donde el cielo flotaba hecho armonía violeta y oro, iris ideal que bajaba y subía, que bajaba... Dulce como este sol era el amor. Salí por Amsterdam, estaba allí la luna (por Morningside); el aire ¡era tan puro!, frío no, fresco, fresco; en él venía vida de primavera nocturna, y el sol, dentro de la luna y mi cuerpo, el sol presente, el sol que nunca más me dejaría los huesos solos, sol en sangre y él. Y entré, cantando ausente, en la arboleda de la noche y el río que se iba bajo Washington Bridge con sol aún, hacia mi España por mi Oriente, a mi oriente de mayo de Madrid; un sol ya muerto, pero vivo, un sol presente, pero ausente, un sol rescoldo de vital carmín, un sol carmín vital en el verdor, un sol vital en el verdor ya negro, un sol en el negro ya luna, un sol en la gran luna de carmín, un sol de gloria nueva, nueva en otro Este, un sol de amor y de trabajo hermoso, un sol como el amor… Dulce como este sol era el amor. |
Fragmento tercero |
“Y para recordar por qué he venido”, estoy diciendo yo. “Y para recodar por qué he nacido”, conté yo un poco antes, ya por La Florida. “Y para recordar por qué he vivido”, vuelvo a ti, mar, pensé yo en Sitjes, antes de una guerra, en España, del mundo. ¡Mi presentimiento! Y entonces, marenmedio, mar, más mar, eterno mar, con su alma y su sol eternos por desnudos, como yo, por desnudo, eterno; el mar que me fue siempre vida nueva, paraíso primero, primer mar. El mar, el sol, la luna, y ella y yo, Eva y Adán, al fin y ya otra vez sin ropa, y la obra desnuda y la muerte desnuda, que tanto se atrajeron. Desnudez es la vida y desnudez la sola eternidad... Y, sin embargo, están, están, están llamándonos a comer, gong, gong, gong, gong, en este barco de este mar, en esta eternidad de Adán y Eva, Adán de smoking, Eva... Eva se desnuda para comer como para bañarse; es la mujer y la obra y la muerte, es la mujer desnuda, eterna metamorfosis. ¡Qué estraño es todo esto, mar, Miami! No, no fue allí en Sitjes, Catalonia, Spain, en donde se me apareció mi mar tercero, fue aquí ya; era este mar, este mar mismo, mismo y verde, verdemismo; no fue el Mediterráneo azulazulazul, fue el verde, el gris, el negro Atlántico de aquella Atlántida. Sitjes fue, donde vivo ahora, Maricel, esta casa de Deering, española, de Miami, esta Villa Vizcaya aquí de Deering, española aquí en Miami, aquí, de aquella Barcelona. Mar, y ¡qué estraño es todo esto! No era España, era La Florida de España, Coral Cables, donde está la España esta abandonada por los hijos de Deering (testamentería inaceptable) y aceptada por mí; esta España (Catalonia, Spain) guirnaldas de morada bugainvilla por las rejas. Deering, vivo destino. Ya está Deering muerto y trasmutado. Deering Destino Deering, fuiste clarividencia mía de ti mismo, tú (y quien habría de pensarlo cuando yo, con Miguel Utrillo y Santiago Rusiñol, gozábamos las blancas salas soleadas al lado de la iglesia, en aquel cabo donde quedó tan pobre el “Cau Ferrat” del Ruiseñor bohemio de albas barbas no lavadas). Deering, sólo el destino es inmortal, y por eso te hago a ti inmortal, por mi Destino. Sí, mi Destino es inmortal y yo, que aquí lo escribo, seré inmortal igual que mi Destino, Deering. Mi Destino soy yo y nada y nadie más que yo; por eso, creo en Él y no me opongo a nada suyo, a nada mío, que Él es más que los dioses de siempre, el dios otro, rejidos, como yo por el Destino, repartidor de la sustancia con la esencia. En el principio fue el Destino, padre de la Acción y abuelo o bisabuelo o algo más allá, del Verbo. Levo mi ancla, por tanto, izo mi vela para que sobre Él más fácil con su viento por los mares serenos o terribles, atlánticos, mediterráneos, pacíficos o los que sean, verdes, blancos, azules, morados, amarillos, de un color o de todos los colores. Así lo hizo, aquel enero, Shelley, y no fue el oro, el opio, el vino, la ola brava, el nombre de la niña lo que se lo llevó por el trasmundo del trasmar: Arroz de Buda; Barrabás de Cristo; yegua de San Pablo; Longino de Zenobia de Palmyra; Carlyle de Keats; Uva de Anacreonte; George Sand de Efebos; Goethe de Schiller (según dice el libro de la mujer suiza); Ómnibus de Curie; Charles Maurice de Gauguin... Cualquier forma es la forma que el Destino, forma de muerte o vida, forma de toma y deja, deja, toma; y es inútil huirla ni buscarla. No era aquel auto disparado que rozó mi sien en el camino de Miami, pórtico herreriano de baratura horrible, igual que un sólido huracán; ni aquella hélice de avión que sorbió mi ser completo y me dejó ciego, sordo, mudo en Barajas, Madrid, aquella madrugada sin Paquita Pechere; ni el doctor Amory con su inyección en Coral Gables, Alhambra Circle, y luego con colapso al hospital; ni el papelito sucio, cuadradillo añil, de la denuncia a lápiz contra mí, Madrid en guerra, el buzón de aquel blancote de anarquista, que me quiso juzgar, con crucifijo y todo, ante la mesa de la biblioteca que fue un día de Nocedal (don Cándido); y que murió la tarde aquella con la bala que era para él (no para mí), y la pobre mujer que se cayó con él, más blanca que mis dientes que me salvaron por blancos; más que él, más limpia, el sucio panadero, en la acera de la calle de Lista, esquina a la de Velázquez. No, no era, no era, no era aquel Destino mi Destino de muerte todavía. Pero, de pronto, ¿qué inminencia alegre, mala, indiferente, absurda? Ya pasó lo anterior y ya está, en este aquí, este caso, aquí está esto, y ya, y ya estamos nosotros igual que una pesadilla náufraga o un sueño dulce, claro embriagador, con ello. La ánjela de la guarda nada puede contra la vigilancia exacta, contra el exacto dictar y decidir, contra el exacto obrar de mi Destino. Porque el Destino es natural, y artificial el ánjel, la ánjela. Esta inquietud tan fiel que reina en mí, que no es del corazón, ni del pulmón, ¿de dónde es? Ritmo vejetativo es (lo dijo Achúcarro primero y luego Marañón) mi tercer ritmo, más cercano, Goethe, Claudel, al de la poesía, que los vuestros. Los versos largos, vuestros, cortos, vuestros, con el pulso de otra o con el pulmón propio. ¡Cómo pasa este ritmo, este ritmo, ritmo mío, fuga de faisán de sangre ardiendo por mis ojos, naranjas voladoras de dos pechos en uno, y qué azules, qué verdes y qué oros diluidos en rojo, a qué compases infinitos! Deja este ritmo timbres de aires y de espumas en los oídos, y sabores de ala y de nube en el quemante paladar, y olores a piedra con rocío, y tocar cuerdas de olas. Dentro de mí hay uno que está hablando, hablando, hablando ahora. No lo puedo callar, no se puede callar. Yo quiero estar tranquilo con la tarde, esta tarde de loca creación (no se deja callar, no lo dejo callar). Quiero el silencio en mi silencio, y no lo sé callar a éste, ni se sabe callar. ¡Calla, segundo yo, que hablas como yo y que no hablas como yo; calla, maldito! Es como el viento ese con la ola; el viento que se hunde con la ola inmensa; ola que sube inmensa con el viento; ¡y qué dolor de olor y de sonido, qué dolor de color, y qué dolor de toque, de sabor de ámbito de abismo! ¡De ámbito de abismo! Espumas vuelan, choque de ola y viento, en mil primaverales verdes blancos, que son festones de mi propio ámbito interior. Vuelan las olas y los vientos pasan, y los colores de ola y viento juntos cantan, y los olores fuljen reunidos, y los sonidos todos son fusión, fusión y fundición de gloria vista en el juego del viento con la mar. Y ése era el que hablaba, qué mareo, ése era el que hablaba, y era el perro que ladraba en Moguer, en la primera estrofa. Como en sueños, yo soñaba una cosa que era otra. Pero si yo no estoy aquí con mis cinco sentidos, ni el mar ni el viento son viento ni mar; no están gozando viento y mar si no los veo, si no los digo y lo escribo que lo están. Nada es la realidad sin el Destino de una conciencia que realiza. Memoria son los sueños, pero no voluntad ni intelijencia. ¿No es verdad, ciudad grande de este mundo? ¿No es verdad, di, ciudad de la unidad posible, donde vivo? ¿No es verdad la posible unidad, aunque no gusten los desunidos por Color o por Destino, por Color que es Destino? Sí, en la ciudad del sur ya, persisten estos claros de campo rojiseco, igual que en mí persisten, hombre pleno, las trazas del salvaje en cara y mano y en vestido; y el salvaje de la ciudad dormita en ellos su civilización olvidada, olvidando las reglas, las prohibiciones y las leyes. Allí el papel tirado, inútil crítica, cuento estéril, absurda poesía; allí el vientre movido al lado de la flor, y si la soledad es hora sola, el pleno ayuntamiento de la carne con la carne, en la acera, en el jardín lleno de otros. El negro lo prefiere así también, y allí se iguala al blanco con el sol en su negrura él, y el blanco negro con el sol en su blancura, resplandor que conviene más, como aureola, al alma que es un oro en veta como mina. Allí los naturales tesoros valen más, el agua tanto como el alma; el pulso tanto como el pájaro, como el canto del pájaro; la hoja tanto como la lengua. Y el hablar es lo mismo que el rumor de los árboles, que es conversación perfectamente comprensible para el blanco y el negro. Allí el goce y el deleite, y la risa, y la sonrisa, y el llanto y el sonlloro son iguales por fuera que por dentro; y la negra más joven, esta Ofelia que, como la violeta silvestre oscura, es delicada en sí sin el colejio ni el concierto, sin el museo ni la iglesia, se iguala con el rayo de luz que el sol echa en su cama, y le hace iris la sonrisa que envuelve un corazón de igual color por dentro que el negro pecho satinado, corazón que es el suyo, aunque el blanco no lo crea. Allí la vida está más cerca de la muerte, la vida que es la muerte en movimiento, porque es la eternidad de lo creado, el nada más, el todo, el nada más y el todo confundidos; el robo por la escala del amor en los ojos hermosos que se anegan en sus aguas mismas, unos en otros, grises o negros como los colores del nardo y de la rosa; allí el canto del mirlo libre y la canaria presa, los colores de la lluvia en el sol, que corona la tarde, sol lloviendo. Y los más desgraciados, los más tristes vienen a consolarse de los fáciles, buscando los restos de su casa de dios entre lo verde abierto, ruina que persiste entre la piedra prohibitoria más que la piedra misma; y en la congregación del tiempo en el espacio, se reforma una unidad mayor que la de los fronteros escojidos. Allí se escoje bien entre lo mismo, ¿mismo? La mueblería estraña, sillón alto redicho, contornado, presidente incómodo; la alfombra con el polvo pelucoso de los siglos; la estantería de cuarenta pisos columnados, con los libros en orden de disminución, pintados o cortados a máquina, con el olor a gato; y las lámparas secas como camellos o timones; los huevos por perillas en las puertas; los espejos opacos inclinados en marco cuádruple, pegajoso barniz, hierro mohoso; los cajones manchados de jarabe (Baudelaire, hermosa taciturna, Poe). Todos somos actores aquí, y sólo actores, y el teatro es la ciudad, y el campo y el horizonte, ¡el mundo! Y Ótelo con Desdémona será lo eterno. Esto es el hoy todavía, y es el mañana aún, pasar de casa en casa del teatro de los siglos, a lo largo de la humanidad toda. Pero tú en medio, tú, mujer de hoy, negra o blanca, americana, asiática, europea, africana, oceánica; demócrata, republicana, comunista, socialista, monárquica; judía; rubia, morena; inocente o sofística; buena o mala, perdida indiferente; lenta o rápida; brutal o soñadora; civilizada toda llena de manos, caras, campos naturales, muestras de un natural único y libre, unificador de aire, de agua, de árbol, y ofreciéndote al mismo dios de sol y luna únicos; mujer, la nueva siempre para el amor igual, la sola poesía. Todos hemos estado reunidos en la casa agradable blanca y vieja; y ahora todos (y tú, mujer sola de todos) estamos separados. Nuestras casas saben bien lo que somos; nuestros cuerpos, ojos, manos, cinturas, cabezas, en su sitio; nuestros trajes en su sitio, en un sitio que hemos arreglado de antemano para que nos espere siempre igual. La vida es este unirse y separarse, rápidos, de ojos, manos bocas, brazos, piernas, cada uno en la busca de aquello que lo atrae o lo repele. Si todos nos uniéramos en todo (y en color, tan lijera superficie) estos claros del campo nuestro, nuestro cuerpo, estas caras y estas manos, el mundo un día nos sería hermoso a todos, una gran palma sólo, una gran fuente sólo, todo unido y apretado en un abrazo como el tiempo y el espacio, un astro humano, el astro del abrazo por órbita de paz y de armonía... Bueno, sí, dice el otro, como si fuera a mí, al salir del museo después de haber tocado el segundo David de Miguel Ángel. Ya el otoño. ¡Saliendo! ¡Qué hermosura de realidad! ¡La vida, al salir de un museo!... No luce oro la hoja seca, canta oro, y canta rojo y cobre y amarillo; una cantada aguda y sorda, aguda con arrebato de mejor sensualidad. ¡Mujer de otoño; árbol, hombre! ¡Cómo clamáis el gozo de vivir, el azul que se alza con el primer frío! Quieren alzarse más, hasta lo último de ese azul que es más limpio, de incomparable desnudez azul. Desnudez plena y honda del otoño, en la que el alma y carne se ve mejor que no son más que una. La primavera cubre el idear, el invierno deshace el poseer, el verano amontona el descansar; otoño, tú, el alerta, nos levantas descansado, rehecho, descubierto, al grito de tus cimas de invasora evasión. ¡Al sur, al sur! Todos de prisa. La mudanza y después la vuelta; aquel huir; aquel llegar en los tres días que nunca olvidaré, que no me olvidarán. ¡El sur, el sur, aquellas noches, de aquellas nubes de aquellas noches de conjunción cercana de planetas; qué ir llegando tan hermoso a nuestra casa blanca de Alhambra Circle en Coral Gables, Miami, La Florida! Las garzas blancas habladoras en noches de escursiones altas. En noches de escursiones altas he oído por aquí hablar a las estrellas, en sus congregaciones palpitantes de las marismas de lo inmenso azul, como a las garzas blancas de Moguer, en sus congregaciones palpitantes por las marismas de lo verde inmenso. ¿No eran espejos que guardaban vivos, para mi paso por debajo de ellos, blancos espejos de alas blancas, los ecos de las garzas de Moguer? Hablaban, yo lo oí, como nosotros. Esto era en las marismas de La Florida llana, la tierra del espacio con la hora del tiempo. ¡Qué soledad, ahora, a este sol de mediodía! Un zorro muerto por un coche; una tortuga atravesando lenta el arenal; una serpiente resbalando undosa de marisma a marisma. Apenas jente; sólo aquellos indios en su cerca de broma, tan pintaditos para los turistas. ¡Y las calladas, las tapadas, las peinadas, las mujeres en aquellos corrales de las hondas marismas! Siento sueño; no, ¿no fue un sueño de los indios que huyeron de la casa cruel de los tramperos? Era demasiado para un sueño, y no quisiera yo soñarlo nunca... Plegadas alas en alerta unido de un ejército cárdeno y cascareo, a un lado y otro del camino llano que daba sus pardores al fiel mar, los cánceres osaban craqueando erguidos (como en un agrio rezo de eslabones) al sol de la radiante soledad de un dios ausente. Llegando yo, las ruidosas alas se abrieron erijidas, mil seres, ¿pequeños?, ladeándose en sus ancas agudas. Y, silencio; un fin, silencio. Un fin, un dios que se acercaba. Un cáncer, ya un cangrejo y sólo, quedó en el centro gris del arenal, más erguido que todos, más abierta la tenaza sérrea de la mayor boca de su armario; los ojos, periscopios tiesos, clavando su vibrante enemistad en mí. Bajé lento hasta él, y con el lápiz de mi poesía y de mi crítica, sacado del bolsillo, le incité a que luchara. No se iba el david, no se iba el david del literato filisteo. Abocó el lápiz amarillo con su tenaza, y yo lo levanté con él cojido y lo jiré a los horizontes con impulso mayor, mayor, mayor, una órbita mayor, y él aguantaba. Su fuerza era tan poca para mí más tan poco, ¡pobre héroe! ¿Fui malo? Lo aplasté con el injusto pie calzado, sólo por ver qué era. Era cascara vana, un nombre nada más, cangrejo; y ni un adarme, ni un adarme de entraña; un hueco igual que cualquier hueco; un hueco en otro hueco. Un hueco era el héroe sobre el suelo y bajo el cielo; un hueco, un hueco aplastado por mí, que el aire no llenaba, por mí, por mí; sólo un hueco, un vacío, un heroico secreto de un frío cáncer hueco, un cangrejo hueco, un pobre david hueco. Y un silencio mayor que aquel silencio llenó el mundo de pronto de veneno, un veneno de hueco; un principio, no un fin. Parecía que el hueco revelado por mí y puesto en evidencia para todos, se hubiera hecho silencio, o el silencio, hueco; que se hubiera poblado aquel silencio numerable de inúmero silencio hueco. Yo sufría que el cáncer era yo, y yo un jigante que no era sólo yo y que me había a mí pisado y aplastado. ¡Qué inmensamente hueco me sentía, qué monstruo de oquedad erguida, en aquel solear empederniente del mediodía de las playas desertadas! ¿Desertadas? Alguien mayor que yo y el nuevo yo venía, y yo llegaba al sol con mi oquedad inmensa, al mismo tiempo; y el sol me derretía lo hueco, y mi infinita sombra me entraba en el mar y en él me naufragaba en una lucha inmensa, porque el mar tenía que llenar todo mi hueco. Revolución de un todo, un infinito, un caos instantáneo de carne y cáscaras, de arena y ola y nube y frío y sol, todo hecho total y único, todo abel y caín, david y goliat, cáncer y yo, todo cangrejo y yo. Y en el espacio de aquel hueco inmenso y mudo, dios y yo éramos dos. Conciencia... Conciencia, yo, el tercero, el caído, te digo a ti (¿me oyes, conciencia?): Cuando tú quedes libre de este cuerpo, cuando te esparzas en lo otro (¿qué es lo otro?), ¿te acordarás de mí con amor hondo; este amor hondo que yo creo que tú y mi cuerpo se han tenido tan llenamente, con un convencimiento doble que nos hizo vivir un convivir tan fiel como el de un doble astro cuando nace de dos para ser uno?, ¿y no podremos ser por siempre lo que es un astro hecho de dos? No olvides que, por encima de lo otro y de los otros, hemos cumplido como buenos nuestro mutuo amor. Difícilmente un cuerpo habría amado así a su alma, como mi cuerpo a ti, conciencia de mi alma; porque tú fuiste para él suma ideal y él se hizo por ti, contigo, lo que es. ¿Tendré que preguntarte lo que fue? Esto lo sé yo bien, que estaba en todo. Bueno, si tú te vas, dímelo antes claramente y no te evadas mientras mi cuerpo esté dormido; dormido suponiendo que estás con él. Él quisiera besarte con un beso que fuera todo él, quisiera deshacer su fuerza en este beso, para que el beso quedara para siempre como algo, como un abrazo, por ejemplo, de un cuerpo y su conciencia en el hondón más hondo de lo hondo eterno. Mi cuerpo no se encela de ti, conciencia; mas que quisiera que al irte fueras todo él, y que dieras a él, al darte tú a quien sea, lo suyo todo, este amor que te ha dado tan único, tan solo, tan grande como lo único y lo solo. Dime tú todavía: ¿No te apena dejarme? ¿Y por qué te has de ir de mí, conciencia? ¿No te gustó mi vida? Yo te busqué tu esencia. ¿Qué sustancia le pueden dar los dioses a tu esencia, que no pudiera darte yo? Ya te lo dije al comenzar: “Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo”. ¿Y te has de ir de mí tú, tú a integrarte en un dios, en otro dios que este que somos mientras tú estás en mí, como de dios?
(Por La Florida, 1941-1942-1954) |