Nota introductoria
Thomas Stearns Eliot (A1888-Ω1965) recibió de los cuatro puntos cardinales la historia, el dolor, la soledad. En el ensayo literario buscó la tradición y la cultura:
Shakespeare ofrece la mayor amplitud de la pasión humana; Dante, la mayor altura y la mayor profundidad. Se complementan el uno al otro.
En las calles de Londres —páginas de un libro pétreo acaso más difíciles y entrañables que los versos— aprehendió el envejecimiento de la ciudad y de la carne del hombre. Y en los cosmos oriental y cristiano unió la visión del fuego que desarma y purifica. Atento a la madurez personal y técnica del poeta, así como a la madurez de la sociedad, la cultura y el idioma, sólo en un caso celebra esa coincidencia: Virgilio. De aquí su obsesión por el tiempo, por la catástrofe de los minutos. La mecánica ritual de las oficinas es tiempo; la madurez y la soledad a que la conciencia conduce, es tiempo; la tolerancia a que la vida nos lleva, tarde o temprano, es tiempo. Y tales aguas fluyen en el Escamandro, en el Rhin o a la orilla intemporal de Cartago. Sediento de otra presencia, colmado ya del tiempo donde se purifica la tierra humana, Eliot sabe “que la experiencia pasada revivida en el significado no es la experiencia de una sola vida, sino de múltiples generaciones”, pues “el tiempo que destruye es el tiempo que conserva”. No obstante, “el conocimiento impone su molde y falsifica, porque el molde es nuevo a cada instante y cada instante es una nueva y espantosa valoración de todo lo que hemos sido”. Es en el tiempo donde las cenizas se elevan y vuelven a cantar.
Manuel Núñez Nava
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