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Nota introductoria
OCTAVIO PAZ (1914) es hoy en día uno de los grandes poetas de lengua castellana. Me atrevo a decir que es el más grande. Su obra, que se inicia en la revista Taller, se contrapone, en buena medida, a la de los poetas de Contemporáneos (Gorostiza, Villaurrutia, Novo) y se contrapone a ella porque, aun cuando Paz sea un poeta de la soledad, no se queda en un mundo aislado y solitario como sus inmediatos antecesores, sino que busca constantemente la comunión, la comunidad, en cuatro experiencias fundamentales: la del amor, la de la imagen poética, la de lo sagrado y la de la presencia. Experimentador de soledades, Paz alcanza a ir más allá de ellas para encontrarse con los otros, con el otro que ya está, latentemente, en nosotros mismos. Es característico de la obra de Paz que después de una de sus "épocas" (en realidad toda su poesía muestra una honda continuidad) publique un gran poema extenso: así, después de Ladera Este (1962-1968), este poema que es Blanco (1966); así, en años recientes, este extraordinario libro en prosa, prosa que es tanto reflexión como poesía, que se llama El mono gramático (1972), y en 1974, Pasado en claro. Así, en 1957, Piedra de sol, este poema que el lector tiene en sus manos. Habría que decir que ninguno de estos poemas termina una época. De hecho son poemas que sintetizan mucho de lo que Paz ha escrito en años anteriores y que también anuncian nuevas modalidades dentro de la evolución de su poesía. Piedra de sol es un poema clave. En la primera edición, Paz hacía notar que el poema consta de 584 endecasílabos y que "este número de versos es igual al de la revolución sinódica del planeta Venus". Los seis versos que inician y terminan el poema son versos de pureza, versos de una realidad perfecta y hermosa. Con esta realidad llena de paz y de pureza, con este paraíso poético se abre y se cierra el ciclo de Piedra de sol. En el cuerpo del poema, encontraremos redenciones y caídas, nacimientos y muertes, negaciones y afirmaciones. Consideremos el amor. El amor aparece, en primer término como posibilidad de comunicación: "voy por tu cuerpo como por el mundo". Pero este amor mítico y perfecto se desmiembra en nombres: Melusina, Laura, Isabel, Perséfona, María —nombres todos ellos simbólicos. El amor se personaliza y al hacerlo entraña división, soledad, escisión. Melusina deja de ser mujer para convertirse en "atroz escama", su presencia es ausencia ("no hay nadie, no eres nadie…"). Sin embargo, en el acto amoroso existe la eternidad: "…el mundo cambia / si dos, vertiginosos y enlazados / caen sobre la yerba". Cuando Paz se refiere a España —aquella España en la cual estuvo presente, aquel Madrid bombardeado y asediado— está ante el desastre y sin embargo, el amor, aun en el cataclismo, puede ser una vía de salvación, de unión casi sagrada: "Los dos se desnudaron y se amaron / por defender nuestra ración de tiempo y paraíso." Soledad y ruina; también comunión, comunión en el amor. Y es que de hecho, lo que redime a los hombres, lo que da un sentido sagrado a sus vidas es siempre el amor, amor que es unión de los opuestos —como unión de los opuestos es la imagen poética cuando une plumas y piedras para que el poeta pueda decir: las plumas son piedras. Octavio Paz lo ha dicho muy claramente en uno de sus textos en prosa, texto de juventud que se encuentra en Las peras del olmo: "Creo que los poetas de todos los tiempos han afirmado lo mismo: el deseo es un testimonio de nuestra condición desgarrada; asimismo, es una tentativa por recobrar nuestra mitad perdida. Y el amor, como la imagen poética, es un instante de reconciliación de los contrarios." Esta reconciliación que los hombres pueden llegar a alcanzar a pesar de su aislamiento, a pesar de andar por el mundo como "mitad perdida", es siempre sagrado. Un texto más reciente de Octavio Paz, Conjunciones y disyunciones, libro por cierto insuficientemente leído, da una significación muy clara a esta experiencia fundamental: hay que vivir el presente, hay que vivir el amor, hay que vivir la "presencia amada". Es la única posibilidad de salvación para Occidente; lo es también, para todos los hombres. El lector tiene ante sus ojos —y en sus oídos— una de las obras capitales de la literatura contemporánea. Cada lector sacará sus propias conclusiones de un poema como Piedra de sol. Espero tan sólo que estas palabras iniciales y algo esquemáticas sirvan para orientar la lectura y para que el escritor tenga una perspectiva que no excluye —todo poema es móvil, todo poema corresponde a nuestras experiencias personales— otras lecturas posibles; otras recreaciones del poema. Ramón Xirau |