Sábado: el verano de la mariposa*
Para Raúl Flores
Estaba sentada junto a la ventana y de pronto se le ocurrió mirar: cielo, calle. Nada de importancia: cielo azul, sin una nube, su uniformidad interrumpida por las fachadas y las azoteas de las casas de enfrente —mal unidas por las antenas de televisión, por las ropas que se balanceaban una y otra vez, levemente y tranquilas, casi tocando el suelo, sin que se desplegara su blancura, sin que se hincharan como velas. La señorita Titina miró el cielo, lo siguió asombrada de que estuviese tan azul (pero así está todas las tardes, a esa hora). Calle: la miró, la siguió: solitaria, permitiendo que la sombra de las casas se quedara quieta y aplastada, soñolienta. Bajó los ojos, turbada, sabiendo que había enrojecido, que todo estaba igual y que sin embargo debía abrir completamente la ventana, asomarse, convencerse de que algo pasaba. La detuvo el presagio de la oleada de calor que sentiría sobre sus mejillas, el tufo a cuero curtido que iba a inundar el cuarto. Tomó el vaso y sorbió, lenta, delicadamente, mojándose apenas los labios, el agua de tamarindo. Pensó en los pescadores que dormían la siesta en el malecón, en rojos corales y rápidas embarcaciones. Pensó en los árboles de la otra orilla. La bebida tenía un sabor frío y extraño. Sentada junto a la ventana, terminando un vestido, moviendo los labios como si hablara —pero no dice nada: es un tic, una manía, algo que hace desde niña, sin darse cuenta, sin que lo sepa—, moviendo los labios y escuchando la radio —no puedo ser feliz, no te puedo olvidar—, la canción que parece recordarle algo que no recuerda exactamente qué es porque no hay nada, nadie, nada que le obligue a recordar algo —no puedo ser feliz, no te puedo olvidar—, sentirse cansada y estirar brazos y piernas, dejar el vestido a un lado, iniciar el ademán que conduce la mano hasta la altura de los ojos y quitar los lentes, dejar al descubierto los ojillos verdesucio (un tanto juntos, pero sin llegar a la bizquera, de movimiento lento —se van a la derecha tan despacio que parece que no llegarán nunca, y se van a la izquierda de la misma manera, perezosos y tranquilos, casi confiados, como si no tuvieran necesidad de ver algo importante), pasar el dorso de la mano por la frente —para quitar el sudor— y por los ojos —para borrar o quitar o por lo menos desvanecer el cansancio— y al fin quedarse mirando (primero el cielo, después la calle) mientras vuelve a oírse la canción que no suscita recuerdo alguno y ahora la voz gangosa del locutor que anuncia que son las tres de la tarde en punto, y que recita casi dormido el reporte meteorológico —treinta grados a la sombra—, y decir Uf, hace más calor que el año pasado aunque esté segura de haber dicho lo mismo el año pasado, y volver a renegar del verano, del sol, del sueño que le entra a uno a esa hora, de tener que terminar el vestido, de la mala suerte que tiene uno de haber nacido en esta ciudad y en este país en vez de esa otra ciudad y de ese otro país —en Argentina, por ejemplo, ahora es invierno mientras aquí nos asamos, qué chistoso, según le dijeron un día, no sé quién, y sentir ardiendo la frente, los ojos, el pecho, sentir rojas las mejillas a pesar del color que a uno se le pone por culpa de haber nacido en este lugar, color de enfermo, de no tener gota de sangre en las venas, color cenizo aunque se aplique colorete o se pellizque, imperturbablemente verdosas, pero ahora rojas, o mejor dicho y para ser exactos sonrosadas las mejillas por el calor que hace; ver cielo primero, calle después. Sábado. Sí, el agua de tamarindo sabe a otra cosa. No igual que siempre aunque en apariencia todo estuviera dispuesto de la misma manera: cielo azul y limpio, calle sola y sombreada, olor a cuero curtido y a pescado, audible la quietud de las cosas, el sol aplastante. Y ella: sudor en la frente, sudor pegajoso en la espalda, grasa en las aletas de la nariz. Y el vestido, vaso con agua de tamarindo, ventilador, la languidez que vuelve por el calor o por aquella voz que repite no puedo ser feliz no te puedo olvidar. Después querrá precisar, decir con palabras, asegurarse de que fue eso lo que pasó: un vuelco en el corazón, un repentino detenerse el ritmo enorme e invisible (hasta entonces); una sacudida inesperada, un darse cuenta del latir, del sofocar y el sonar con fuerza de su pecho, de la perturbación de los días otros todos aunque estén el mismo cielo sin nubes y la misma calle sin nadie. La señorita Titina se sintió capaz de ver el cielo y la calle —a sus años, muchos, demasiados, ya no sabe cuántos a fuerza de quitárselos o de querer olvidarlos, y sin embargo menos de los que aparenta o de los que creen los demás, lo mismo que le pasa a la señorita Ticha (la maestra de piano), que se ha ido secando—, ver cielo y calle a sus años ese día sábado y darse cuenta de que tienen (porque ella así lo ha adivinado ahora) nombres diferentes y de que a la hora de la siesta, cuando hace más calor, murmuran cosas que ella escucha y comprende, con las que juega bajando y esquivando la mirada para después ver y sentir el vértigo, el vuelco, la repentina sacudida que se alzó, brusca, dolorosamente, extinguiendo su respiración. Dejó el vaso en el suelo y se llevó las manos al pecho. Volvió la vista: el reloj marcaba los minutos penosamente: arriba, el gran espejo dorado no reflejaba nada. En un rincón, sonreía, como si jadeara, pequeña y multicolor, Santa Teresita del Niño Jesús. Aunque estuviera convencida de que ya no podía hacer nada para librarse de aquello que entraba por la ventana —primero entreabierta, luego permitiendo libremente el paso de lo que después dirá que fue la contaminación— la señorita Titina decidió seguir así, inmóvil, las mejillas sonrosadas, mirando y adivinando lo que hubieran visto sus ojos si tuviera puestos los lentes, descubriendo que las sábanas colgadas en las azoteas de enfrente parecían alas de ángeles iniciando un vuelo imposible (porque no hubo viento suficiente, eso dirá, porque estaban amarradas), pero de todas maneras era bonito simular el lanzarse hacia arriba y sentir ganas de librarse de las ataduras, de ser contempladas (hasta donde la miopía de la señorita Titina lo permite) flotando en el azul silencioso, desierto de nubes, tercamente limpio a pesar del calor que hace flotar todas las cosas, a pesar del cielo que murmura palabras indecentes, ay, hubiera sido mejor no oír nada, pero ¿qué? (eso explicará más tarde, a ella misma, frente al espejo, hablándose como si su imagen fuera otra persona), pero ¿qué? no pude dejar de oírlas (decir eso cuando todo pasó), las sábanas subiendo y bajando, elevándose y cayendo como pétalos, invadiendo el azul del cielo, todo invadido ya de blanco, de elegantes desvanecimientos blancos. Se recostó en el sillón, se frotó las mejillas, el dedo meñique recorrió sus labios. La señorita Titina sonreía, entre dormida y despierta. Estiró una mano tratando de alcanzar el vaso de agua de tamarindo. Todavía pudo decir que no aunque sintiera ardor en las mejillas y tumbos dentro del pecho, que no apretándose las manos en vano intento de contener el golpetear enloquecido, que no por más de que le temblaran las aletas de la nariz, que sacudiera la cabeza y siguiera moviendo los labios como si hablara —pero más aprisa, ya no movimiento ni tampoco temblor: deseos de hablar con alguien y ya nunca más con ella misma frente al espejo—, que no con la certidumbre de que lo único que hacía era demorar la contaminación, la invasión total, la imperiosa necesidad de levantarse, de sonreír y jadear como Santa Teresita del Niño Jesús, de ser imagen de santa en cuadro de marco dorado clavado en pared descolorida y húmeda, de retrasar todo para seguir formando parte de la calle y del cielo y del blanco vuelo desvanecido de las sábanas, que no por los últimos, inútiles pretextos de poner la radio más fuerte y de repetirse que la señora Lola llegará a buscar su bonito vestido encargado para su fiesta de esa noche. Que no porque sabía (estaba segura) de que en ese momento, a esa hora, ese sábado, podía esperar todo de Dios. Se levantó, el cuerpo reflejado en el espejo. Se levantó azorada de encontrar tan extraño el cuerpo que veía: flaco, torpe, cansado, sosteniendo el vestido terminado contra la bata pintada de florecitas azules y rojas que cubrían el su cuerpo en ese momento visto como ajeno en el espejo, el cuerpo que sólo comprende el susurro de la seda del vestido y un vocabulario mínimo: pinzas, sisas, tijeras, hilo, talle, cintura; un cuerpo idéntico al de su abuela, la del retrato que un día dejó de verse de tan viejo y amarillo y que hubo que tirar a la basura porque ya no era nada, ya no era nadie, ni pechos aplastados ni boca apretada, ni seda negra, ni nada ni nadie, igual que el su cuerpo ahora que empezaba a modelarse y a acostumbrarse al vestido de la señora Lola, el vestido que ocultó la bata y los ramilletes descoloridos, el vestido terminado para una señora que hoy festeja su aniversario de bodas, qué chistoso, hay gentes a las que les ocurre eso, y la señorita Titina trató de recordar si eso le había sucedido alguna vez, si ella tuvo la culpa de no haberse casado, si en alguna ocasión se le presentó alguien con quien casarse y tener una casa bonita y cuatro hijos, si hizo un viaje de bodas a la ciudad de México y luego festejó veinticinco aniversarios. Volvió a tratar de recordar y aceptar de nuevo que no, que no, que no, mientras el vestido de la señora Lola —tan bonito, tan escotado, última moda, copiado de un figurín, bonito gracias a sus manos, a ella, a la señorita Titina, alta costura, la mejor de la ciudad, buena para todo: ropa interior, traje de calle y de coctel, bata de estar en casa, equipo de novia, modas italianas y americanas—, de la señora Lola el vestido entraba en su cuerpo, sustituía a la bata de florecitas azules y rojas. Sólo cuando abrió los ojos y se vio con el vestido puesto advirtió que se había desnudado sin cerrar la ventana. Se asomó, presurosa, a la calle y escrutó las casas de enfrente tratando de ver alguna sombra furtiva, caras escondidas tras los cristales cerrados, ojos ocultos en la azotea; en el suelo, la bata se evaporaba, agotada, consumida por los rayos del sol. Sonrió y se dijo que sí, me queda muy bien, como si fuera mío. No se le ocurrió pensar que la señora Lola podría llegar en ese momento, abrir la puerta y sorprenderla frente al espejo, imitándola: —Buenas noches, pasa querida, chula, qué linda estás, pero más yo con este vestido, sí, nuevo, de hoy mismo, terminado hace unas cuantas horas, seda, claro, ¿quién otra que no fuera la señorita Titina podría hacerlo?, ella es la única, la mejor, ¡qué acabado!, mira aquí y aquí y aquí, sí, regalo de mi marido (¿cómo se llama?), de él, por y para nuestro aniversario, sí, feliz, felices, no todavía no, pero no tardará, los dos queremos, niño primero niña después, pero anda pasa linda chula, come algo, bebe algo, hay de todo, y apretarse las manos como la señora Lola debe apretar las manos de sus invitados, arreglarse el escote, bailar como si su mano derecha fuera la del marido que quién sabe cómo se llama de la señora Lola, bailar entre los vestidos de las otras señoras, entre las caras sonrientes, entre las luces, las flores, y sentarse —agotada y feliz— en una gran silla forrada de terciopelo rojo, y luego, de pronto, ser ella otra vez, ya no la señora Lola, sino la señorita Titina, Titina nada más, sin el calificativo irremediable, como era su nombre cuando aún no se le había ocurrido cumplir los años que ahora tiene, cuando no necesitaba de ese calificativo para responder a preguntas o a solicitudes de costura, Titina flaca pero más llenita, menos seca, los ojos más grandes, soñadora, segura de que si mamá y papá no hubieran muerto las cosas serían diferentes, de que ella pudo casarse, de que tendría vestidos hechos por una otra cualquiera señorita Titina, de que festejaría aniversarios de bodas y bautizos de hijos y nietos, Titi, Titina, Titinita, ¿verdad que sí?, diferente todo, te hubiera sucedido eso que le pasa a las demás, lo que cuentan en las novelas y en la radio, lo que cuentan las señoras en secreto, y a lo mejor, ay Titina, tan diferente hubiera sido todo que hasta hubieras tenido una aventura, un desliz, un amante, hubieras sido una de ésas, llena de pieles y joyas, humillando y despreciando a todos los que te cortejaran y solicitaran, ay Titina lo que hubiera a lo mejor pasado si papá y mamá estuvieran vivos, pero se murieron hace muchos años, uno después de otro, se fueron quedando chiquitos y secos, se murieron con todas las cosas que dejaron y que tuve que guardar en el armario, se murieron con las fotografías, igual que la abuela, y de ellos sólo quedé yo, la señorita Titina que ni se casó ni tuvo hijos, que no tuvo siquiera un novio o alguien que la mirara, que se la llevara a conocer los cines de la ciudad de México, que se volvió tonta, miope, fea, vieja, cursi y llorona como las solteronas que salen en esas películas que me dan tanta tristeza. Ponerse a llorar porque se quedó al margen, haciendo vestidos, hablando un vocabulario cada vez más reducido, inmóvil en este infierno, encerrada en la única casa en que ha vivido, la no mudable (dos recámaras, una que sirve de cuarto de costura porque no puede servir para otra cosa; la sala y el comedor, el baño con la tina y la regadera, y la cocina, y el pequeño patio con la ropa tendida y las macetas de rosas; radio, muebles, platos, el mosquitero; la casa a un paso del río, casi en el centro de la ciudad, cerca de cualquier punto menos de aquél que lleva lejos). Cerrada, intocable, muriéndose virgen sin saber que es virgen, sin tener la ocasión de comprobarlo, inhabitada como su casa y sus quiensabecuántos años, y sin embargo florecida al mismo tiempo que todas las niñas de la ciudad, a los once o los doce, en idéntica época del orden interior, de igual preparación para el triunfo y a pesar de todo irremediablemente esperando la oportunidad hasta la aparición del letargo, el acostumbramiento, la fácil doma de todos aquellos preparativos; sin acechar ya, sin tomar en cuenta los desplazamientos subterráneos, todo en silencio, como si ella fuera algo prohibido, descontenta y volviendo plano lo que debería conservarse cóncavo, secando y enfriando lo que debería permanecer húmedo y tibio, igual que todas y sin embargo no terminada. —Pero Titina, ya no, no llores, que se te corre el maquillaje, estropeas el vestido, ya no, anda, sé buena, ya no. Se inclinó y volvió a tomar el vaso de agua de tamarindo. Como una reverencia. Soltó la peineta de carey que sostenía el cabello pintado. Volaron las mechas grisnegras, ondularon los hilitos ignorados con las leves bocanadas calientes del ventilador. Se puso medias y zapatos de tacón alto. Se peinó. Colorete en las mejillas. Una gota de perfume. La señorita Titina abrió la puerta de su casa y volvió a mirar el cielo y la calle, a escuchar las cosas que decían. No había nadie. Ni un presagio. Dormida en la siesta, la ciudad era de ella, nada más de ella. Todo cerrado, callado: zumbido de ventiladores, es todo. Sonrió y tragó saliva. Se veía bonita mientras caminaba rumbo al río. Le hubiera gustado meter los pies en el agua, sentir el contacto (seguramente) frío y refrescante, los hilillos limpios correr, lavar su cuerpo. Pero tenía que quitarse los zapatos y las medias. Pero la miraban los pescadores acostados en la arena (el torso desnudo y lampiño, cubierto de gotitas de sudor). Sonrió como si estuviera agradecida de que el río fuera grande y hermoso. Pasó un cortejo de jacintos. Uno de los pescadores comenzó a cantar. Titina hubiera preferido no escuchar la melodía lenta y triste, no ver a ese hombre que cantaba únicamente para sí, como si ella no existiera, como si no estuvieran los otros. Sin embargo, escuchó y vio. Nunca supo que había sonreído. Una gaviota levantó el vuelo: en el cielo, a mitad del río, las alas quietas y extendidas, anunciaba, descubría, iluminaba la otra orilla. La señorita Titina se asombró de que (sin la ayuda de los lentes) pudiera distinguir lo que existía allá: juncos y manglares, la silueta de los cocoteros, el baño de las mujeres desnudas, el balanceo del verdor. Miró todo eso, lo guardó en sus ojos, dulce y dolorosamente, contagiada de lo que significaba, sabiendo que estaba perdido para siempre, inalcanzable, objeto sólo de admiración. Recordó que una vez, hace muchos años, cuando era niña (fue un domingo), paseando en compañía de sus padres, había visto aquello. “Me gustaría ir”, dijo. Sus padres habían respondido, sin añadir nada más, secamente: “Allá no vive nadie de los nuestros”. El pensarlo, nada más el volverlo a pensar, bastó para desencadenar lo que ella (ahora) asegura que fue la catástrofe. Dijo: sería bueno, sería bonito vivir allá, sería como nacer de nuevo y vivir de otra manera. Tirarse al río, nadar hasta la otra orilla, seguida, perseguida y alcanzada por los hombres que duermen en la arena, salir del agua hasta que los pies toquen el fondo transparente y recuperar el aliento a la sombra de los árboles, mimetizarse luego en el verdor reciente y espléndido, morder la fruta prohibida —jugosa, agridulce, empapadora de su carne toda— y quedarse dormida. Pensar, desear eso nada más, ocurrírsele de pronto y porque sí, porque se acuerda de que una vez lo pensó y lo deseó cuando era niña y supo que eso no le pertenecía, porque se está mirando, porque un hombre tararea una canción triste que sólo él escucha, porque el aire es ligero, porque está vestida con el traje de doña Lola. Se estremeció. Había dicho, en voz alta: Quiero, quiero. El pescador la miraba fijamente. Había dicho, repetido tres veces en voz alta: Dios lo quiere, Él lo ordena, soy Su sierva, Su imagen y semejanza, Su misma voz. El hombre la miraba y sonreía. Titina cerró los ojos, trató de moverse, de caminar, de irse. Será mejor que me vaya a casa. Todo quedó detenido, en silencio. Podía oírse el zumbido de las moscas, el suave golpetear del agua. Apretó los ojos, trató en vano de no abrirlos. Pero tenía que mirar como miró esta vez al pescador, pero tenía que sonreír y jadear como Santa Teresita del Niño Jesús. Estaba segura de que nada sucedería si daba media vuelta alejándose de los pescadores. Obedeció a la fuerza que la impulsaba a caminar por la playa, los rayos del sol cayendo sobre ella, sintiendo los ojos y los labios hinchados. Se dirigió al pequeño playón: apenas una delgada franja de arena ardiente. Sonrió otra vez, los dientes apretados. Se dejó caer de rodillas y se quedó mirando el sol hasta que le pareció que todo se incendiaba de rojo, que el agua hervía reventando jacintos, que las gotas de sudor atrapadas en las cejas y las pestañas latían desordenadamente (como las arterias en la frente, en el cuello), que en la otra orilla huían enloquecidos los animales y que las mujeres se quedaban desnudas y tiesas como estatuas de sal. Repitió tres veces en voz alta: Ayúdame, haz que no me sienta pequeña y humillada; dame fuerzas para destruir todo a fin de que yo sea joven y feliz; permíteme saber por qué no se puede vivir allá; haz que yo sea tu instrumento de castigo y que por conducto de mi mano desaparezca la causa de mi humillación, no exista ya la afrenta. Arrodillada, los ojos fijos en el sol, los brazos abiertos en cruz, la señorita Titina (todavía demasiado pequeña, figura insignificante, imagen sola en el playón desierto) se adueñó del paraíso, del río grande como mar. Vio que el cielo estaba rojo, que se incendiaba la arena, que se quemaban sus ojos, que se rompía el recuerdo de la canción. Repitió: Más, más, hasta que todo termine. Y besó tres veces la arena. Se levantó, sonriente, segura de su poder. Se repitió que había detenido el movimiento de la tierra, que ya nunca iba a envejecer, que nunca moriría. Titina igual a Dios, dueña de la otra orilla, sabedora del secreto. Asistió alegre, jadeando, golpeándose el pecho, sudorosa, los ojos llenos de sol y de tierra, a la muerte callada de los hombres de torso delgado. No le atemorizaron los repetidos aullidos de las bestias. Reía (sus dientes sucios de arena, reflejos blancos y rojos) con la certeza de que era ella la que favorecía la destrucción, la que terminaba con el mundo. Titina, ella, la que lava pecados, la que redime. Estaba segura de haber visto a una espada cruzar por el cielo y derrumbar árboles asfixiados, reducirlos a cenizas. Segura de que el río de fuego se desbordaba destruyendo residuos de supervivencia. Ciega, sudor, lágrimas, saliva bañando su cara, el cuerpo quemado por la arena, el vestido de doña Lola convertido en río que invade calles desiertas, que serpentea en las aspas de los ventiladores, que acaba con rostros y recuerdos, con ropas y muebles, con el estruendoso tic-tac de los relojes, con el zumbido de las moscas. Todo redimido, dignificado por el fuego no respetador de nada ni de nadie, ni de lo presente ni de lo ausente, destruyendo hasta lo no nacido (y lo muerto: el mínimo recuerdo dejado, casualmente, por un cuerpo en una cama o en una silla, en el paso de la mano sobre un objeto inútil). Titina levantó una mano y con el dedo índice extendido señaló el sol: luego, fiexionó el dedo y cayeron todas las constelaciones. Caminó, el desastre secándose a su paso, rítmicamente, de acuerdo con el taconeo lento y amplio. Supo que el mundo había terminado, que ella estaba sola, que era el único, el primer ser humano sobre la tierra. De otra manera, dijo, voy a nombrar las cosas de otra manera. No rosa, no sillón, no máquina de coser, no olvido, no memoria, no vuelo, no pájaro. De otra manera. Cambiar el nombre y el sentido de los colores, el color y el nombre de los sentidos: el tacto es rojo, la vista es azul, el olfato es verde, el oído es negro. De otra manera. No cielo, no sol, no fuego, no agua, no aire, no tierra. A fin de cuentas todo puede y debe llamarse Titina. Lo muerto y lo vivo. Las fotografías y lo que sucederá mañaña, mañana el primer día, el que sigue a la creación. La gaviota: Titina. La ciudad: Titina. El amor: Titina, Titina. Hacer la luz y la luz hacerse, separar el agua de la tierra, mover el sol y las estrellas, germinar la simiente de la hierba buena, inventar flores y fructificar los árboles, asistir a la modificación de los animales, crear al hombre a su imagen y semejanza, varón y hembra, reproducirse una y mil veces a partir de ella, la generadora, la matriz única e inagotable, la fuente siempre joven y renovada, el origen de todas las cosas, la madre primera, a la vez hombre mujer niño y acompañar vida y muerte con su mirada luminosa, desconocedora de lágrimas. Y vio todo lo que había hecho. Y vio que era bueno y hermoso. Era la tarde del día sexto. Sintió la primera gota, el repiquetear contra el asfalto y su cabeza, el mojarse de su vestido. La ciudad renació a su paso, la ciudad y sus habitantes que corrían a refugiarse de la lluvia. Titina sonreía mientras caminaba lentamente, sintiendo correr la lluvia por su cara, pegándole el vestido, metiéndose en sus zapatos. Nunca supo que estaba llorando. No le importó que la ciudad la mirara, que repitiera su nombre, subiéndolo y bajando, en carreras y cuchicheos, con asombro. Vista y reconocida la señorita Titina, objeto de exclamaciones, de qué barbaridad y de no es posible. Seguida desde lejos con los ojos diez, ojos cien, ojos mil ojos voraces hasta que ella también se refugió en un portal y se quedó quieta. Cuando advirtió la presencia del enemigo se retiró presurosa, al otro extremo, como si así estuviera ya protegida del ataque. Apoyada en la pared, buscó la sombra. Cerró los ojos. —¡Cómo llueve aquí! Ella asintió, claro que así llueve aquí: de pronto y cuando uno menos lo espera. —Un diluvio. Ella asintió: claro, el diluvio, el baño inmenso, la necesidad de lavar la tierra, el completarse el desastre para que todo vuelva a comenzar limpio. Sus pies tocaban los ríos de (ahora) agua fresca que se deslizaban por la pendiente de la calle. El enemigo la miró, la miró: —Soy turista. Ella se extrañó de que hubiera turistas en aquel infierno. Quiso decir eso, pero no le salió la voz. Intentó una sonrisa, un hacerle comprender: “Sí, entiendo: turista”. El enemigo la miraba, sonreía, la miraba, estaba cerca de ella, más cerca, casi a su lado. —No sé si peco de atrevido, pero me voy mañana y quisiera conocer el museo. ¿Sería usted tan amable de indicarme dónde se encuentra? Se va mañana. Eso es todo lo que he oído. Mañana, hasta allá, tan lejos. Eso es todo lo que he oído. Titina tragó saliva y contestó que “no tenga cuidado, con mucho gusto pero, fíjese usted, qué lástima, es sábado y los sábados el museo está cerrado”. El enemigo le ofreció un cigarrillo y ella se quedó mirando la mano extendida, la cajetilla, imposibilitados sus músculos para ordenar el movimiento y llegar al encuentro de la otra mano. El enemigo volvió a hablar del museo, le contó que estuvo en la mañana en el parque. Titina vio las enormes cabezas negras colocadas en los claros e imposibles de contemplar sin la protección de una sombrilla. Se vio, hace muchos años, en el parque, riendo, esperando que la sacaran a bailar, ya no riendo, aquella fiesta, aquella feria. Eso es todo lo que he oído. Mañana. Se va mañana. Si se quedara, si no se fuera le pediría que me contara cómo son los cines de México, el edificio de la Latinoamericana, la iluminación en Navidad. Si se quedara, le preguntaría esas cosas y así no me moriría sin saberlas. El enemigo traía lentes, la miraba con sus ojos chiquitos, hablaba muy rápido y ella no entendía lo que decía y ella era incapaz de responderle. Titina pensó que no era malo, que no le iba a hacer daño, que había sido una tontería no haber aceptado el cigarro, que debería tener veinte (no), treinta (no), casi cuarenta años, que debería estar aburrido, que el diluvio había estropeado su última tarde en la ciudad, su visita al museo, que estaba solo, que estaba junto a ella. No quiero que me vea así. Se pasó la mano por el cabello. El enemigo volvió la cara a la calle, se quedó mirando caer la lluvia. Eso es todo lo que he oído. Mañana. Hoy nada más, este único instante, este momento para verte, para no decirte que quiero hablarte, que puedo hacerlo, para contarte lo que me ha pasado en el río. Mañana, despacio, hacia arriba, al frío. Tú te vas y yo voy a quedarme aquí sin decirte nada. —No terminará nunca de llover. No nunca. Todo va a inundarse de lluvia y tú y yo moriremos ahogados. Y tú no te irás mañana. De pronto, el enemigo le tomó un brazo y ella sintió el estremecimiento. Ya no pudo volver la cara a lo oscuro. —Señora, ¿no quisiera usted tomar algo conmigo? La señorita Titina supo de una sed nunca antes conocida. —No sé, un helado, un refresco, un café tal vez. La sed igual al calor de esta tarde: una llama devoradora, inmóvil en su garganta. Lo miró. Y miró el portal, la calle, la plaza de armas, las casas que rodean el parque, las ventanas abiertas, la lluvia cayendo, la certidumbre del río a la vuelta de cualquier esquina. Respondió (sin decirle nada): tomar algo contigo. El enemigo sonrió y Titina se dijo que era la sonrisa de un niño, de un hombre bueno que está solo y aburrido y que se ha encontrado con ella porque llovía y porque así estaba escrito. Una sonrisa alegre y confiada, de alguien que dice la verdad. —¿Se atrevería? Claro: a cruzar la calle, corriendo, bajo la lluvia, saltando charcos, apoyada sostenida por el brazo del enemigo, ciega de agua resbalando por la cara, ante mil ojos asustados por su desafío. Correr, gritar, estar a punto de caer y sentir más fuerte el brazo contra el suyo y contra todo su cuerpo, bajando hasta la cadera, subiendo hasta rozar sus pechos. Nunca tan largo (pero tan corto) el atravesar el parque y llegar a la otra orilla, el caer extenuada en una silla. —Se le ha estropeado el vestido. Como si efectivamente hubiera nadado de una orilla a otra. —Será mejor que se quite los zapatos. Y despojarse de zapatos, alisarse el cabello, sentirse fresca, no muy cansada, apenas el corazón latiendo un poco más de lo acostumbrado. Y el paso del líquido caliente que había solicitado, el mismo que él, caliente para matar el incendio de la garganta, el líquido corriendo por todo su cuerpo y ampliando la pulsación firme y audible. Oírle hablar y estremecerse al conjuro de sus palabras, de sentir el contacto frío de sus manos apretando las suyas. Oírle hablar y de nuevo no poder responderle nada. Ver sus manos, sus labios moviéndose, los vellos que asoman por el cuello de la camisa, una mínima cicatriz en la frente, los ojos pequeños que la miran, que seguramente descubren sus arrugas y sus quiensabecuántos años, que la miran como a esos enfermos que se van a morir al día siguiente y que sin embargo les repiten que van a sanar, como a los condenados a muerte que gozan de alcohol y buena cena la víspera de su ejecución. Y de pronto dejar de llover, ponerse serios, terminar toda conversación posible (porque ya se dijo todo, pero nada), saber hasta su nombre (Eduardo, Eduardo, Eduardo) y repetirlo en silencio como si fuera el nombre de Dios, saber que de un momento a otro habrá que despedirse, decir adiós y mucho gusto, como si nada hubiera pasado, regresar sola, el vestido pegado a su cuerpo, el caminar imposible por los zapatos mojados, la aceptación de que la señora Lola tendrá que festejar su aniversario con otra ropa y de que ella es la misma exacta igual de antes. Regresar entre los ojos y las palabras que se ríen de ella, ser el tema de la conversación de esa noche, quedarse marcada para siempre, con otro calificativo, Titina a la que nunca más le solicitarán la confección de un vestido, su nombre convertido en ejemplo para que ninguna mujer sea bautizada con él. Pero Eduardo dijo que iba a acompañarla. No faltaba más, es un placer. Caminaron juntos, por la tarde refrescada, en el crepúsculo, tropezando con algunos paraguas, ella torpe y de nuevo tímida, muchas gracias, es usted muy amable, no es muy lejos, aquí nada más, a la vuelta, cerca del río, desconociendo la fealdad de la ciudad, asombrada de que todo tuviera el aspecto de antes, sintiendo el olor a cuero curtido, y él serio y callado, secos ya sus lentes de agua, los cabellos revueltos. Pasaron frente a la iglesia, frente al palacio municipal, frente a la casa de la señora Lola. Dieron vuelta al parque. Se detuvieron junto al río. La señorita Titina ya no pudo descubrir la otra orilla. No estaban los tres hombres. Ya no estaba el que cantaba. —Lo único que no me gusta de este lugar es que huele mal. Titina miró a Eduardo, lo oyó decir eso, se sintió ridícula y fea, incapaz de seguir caminando. El agua del río estaba negra y, en efecto, olía a podrido. Se estremeció. —Va usted a resfriarse. Sí, claro, voy a resfriarme, a estornudar y a tener fiebre. Me van a doler todos los huesos. Mañana tendré reumas. Y tú te habrás ido. Debía tener más de cuarenta años y un apellido extranjero porque tiene (porque tuvo ese día) los ojos azules y el cabello rubio. Mentía, estaba segura de que él mentía. —Aquí es. Eso es todo: aquí es. La puerta, el número de la casa, el aldabón, el abrir y el cerrarse de todos los días. Y adentro: la recámara que nadie ocupa, que sólo sirve de cuarto de costura, y su recámara —con ese mosquitero—, la radio, la máquina de coser, la ventana y todo lo demás. Se atrevió a decir: Me ha dado mucho gusto. Eso es: mucho gusto. Nada más y nada menos. Mucho, mucho gusto. —Y a mí también. No: no llorar, todavía no, espera a abrir y a cerrar, a correr hasta adentro, al refugio seguro e imperturbable, a tirarte en la cama sin encender la luz. No ahora: no, por favor. Espera un poco que él ya va a irse, ya se está yendo, ya se ha ido. Eduardo le había besado la mano y le había dicho: Gracias. La señorita Titina se recargó en la puerta y luego avanzó, con los zapatos en la mano, hasta el baño. No quiso verse en el espejo. Sintió que la sangre volvía a circularle. El masaje con la toalla mojada de alcohol le producía una suave sensación de bienestar. Se le quitaron los escalofríos. Tomó una aspirina. Palpó el vestido y se repitió que era imposible que la señora Lola apareciera con él esa noche ante sus invitados. Pasó las manos por la seda mojada, una y otra vez, sin reírse. No voy a quitármelo. Es mío. Cuando comenzaron los aldabonazos furiosos —y el consiguiente carrerear de ladridos de perros— puso la radio. Había olvidado el fin y el comienzo del mundo, el nombre de Eduardo, la existencia de un museo que se cierra los sábados. A ciegas, buscaba una voz que repitiera la canción que había tarareado el pescador en la arena. Escuchó los gritos de la señora Lola llamando a su puerta, llamándola por su nombre, por ese Titina que ahora ya no le pertenecía, que le sonaba ajeno, muerto, prodigado sin fruto en el bautizo de todas las cosas. —Me voy a quedar así toda la vida. Acostada, la espalda erizada por el contacto del vestido que la envolvía, sacudió los brazos. Oyó las doce en el reloj de la iglesia. Comenzaba el día destinado al reposo. Con los ojos abiertos, agitando las manos, aleteando levemente, disuelta la envoltura penetrable, permeable y gelatinosa, nada más que la forma de su cuerpo, mutable, cerrado y a la vez abierto, realizando en un minuto todos los cambios posibles e imposibles y hasta el pudohabersido —y el vestido se desprendía de su espalda, se enroscaba en sus manos, devorándola—, trató de reconocer todo lo que había de suyo en las paredes y en los muebles. Suspiró, cansada. —El ángel del Señor me ha visitado. Este es su primer y último aviso. Sé que me ha contaminado. Y trató de aletear, ya sin fuerzas. Al fin se detuvo, fija, clavada por el invisible y delgado alfiler en el reconocimiento múltiple, indoloro, pacífico del silencio espeso.
* De Fin de semana, pp. 39-61.
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