Música de cámara*
Para José de la Colina
Una gota. Primero una sola gota: delgada, minúscula, incolora. Y en seguida un silencio largo como su encierro callado de años inmóviles. Y luego otra gota, otra, otra más, delgadas e incoloramente minúsculas, golpeando tan calladamente los cristales que apenas se pueden escuchar. Sonríe. La primera lluvia del año, lluvia fresca, monorrítmica, lluvia fina que parece lejana, soñada, inexistente; gotas delgadas que al unirse se vuelven azulosas. Sonríe nuevamente (esa sonrisa, la sonrisa casi olvidada). Mira los hilitos que descienden —llorones y verticales— por el ventanal; mira los jeroglíficos, los dibujos fugaces, el pronto cansancio de las gotas, su pereza, su lento escurrir por los cristales, su camino sin caricias por los cristales. Mira y sonríe, estira los brazos, dilata las aletas de la nariz. Se siente feliz. Se asusta de poder sentirse feliz. Lunes. Ahora sí puede decirlo sin temor a equivocarse: lu-nes. El día empieza diferente a los otros, es diferente. El primer lunes después de tantos años. Se detiene en cada letra, escribiéndola con la lengua en el paladar, escribiéndola en el aire con el dedo índice. L-u-n-e-s. El cuerpo de él se mueve. Y ella se retira, rápida, como si acabara de recibir una descarga eléctrica. Se retira de las piernas largas, del cráneo calvo, de las manos huesudas que se contraen y extienden, rítmicamente, dedo por dedo, como reptiles perezosos. Recorre el cuerpo flaco tirado boca abajo, el cuerpo largo, flaco y viejo, el cuerpo cerrado, sin secretos ni sorpresas, mudo cuerpo muerto, desarticulado cuerpo inútil. Se levanta sin hacer ruido, evitando el roce de esa envoltura seca. Pega la cara al cristal, la resbala, la sube y la baja una y otra vez, despacio, escribe lunes con el dedo índice y persigue los hilillos verticales. Los dibujos fugaces, una y otra vez, los jeroglíficos, la lluvia minúscula y apenas pigmentada, la primera lluvia del año, lluvia de puntos apenas escuchados, de lunes y de formas, de aire fresco apenas azuloso e incapaz de mover las hojas. Escribe lunes y niega los otros días. Esa sonrisa, esa sonrisa casi olvidada. A través del cristal la calle aparece deforme, distante, borrosa. Sus mejillas se llenan del tenue golpetear de las gotas. La calle ante sus ojos: quebrada, mil veces espiada. La calle cómplice de sus ojos, del cuerpo envuelto en esa piel roída de los codos, cómplice del cuarto de paredes sin pintura, de su rostro sin pintura, del cuarto desnudo pero cómodo, desnudo como el cuerpo inservible, cómplice de sus ojos proyectados a la calle, de su vieja sonrisa ya casi olvidada, del no saber qué hacer y de la ausencia de miradas otras, encubridora calle de sus no recuerdos y de sus movimientos circulares. Ella escribe lunes y destruye los otros días, los borra como borró todos los nombres otros y las otras voces. El acre sabor del aire encerrado. Este cuerpo arrugado en los pliegues, en las rodillas y en los codos. Su cara que se desliza por el cristal, que se llena de agua, de dibujos, de signos, de palabras, de voces y nombres y de música. Llegan desbaratados, de aquí y de allá: los nombres inconexos con las letras rotas, las palabras con los secretos rotos, las voces rotas en su volumen y en su timbre, la música rota llega. Y ella toma todo: lo aprieta, lo atrapa, lo mira, lo pesa, lo revisa aquí y allá, de arriba abajo, lo desliza entre los dedos y en los ojos y por el cristal de la ventana. Borra todo lo no suyo, el cuerpo de ahora, el cuarto sin pintar, borra este encierro, este no hacer nada, este despiértate, camina, come, orina, come, acuéstate, fornica, duérmete, de todos los otros días. Lo borra a él, al de ahora, al que todos los días pregunta “¿Qué día es hoy?”, al viejo cuerpo flaco, cuerpo cero, nada, nadie; los borra a él y a ella, a los dos, los encerrados, los siempre callados, que se despiertan, comen, orinan, duermen, fornican, en el cuarto sin pintura pero cómodo. Y amasa las voces, las palabras, la música de entonces, con dulzura y con las manos, los reconstruye a él y a ella, a los de entonces, los nunca nombrados. La piel duele, pero ella despierta; duelen los muslos y el vientre y la vagina. Queman, raspan los recuerdos mojados de gotas jeroglíficos, los regresos mojados bañados de gotas jeroglíficos, las repetidas palabras jeroglíficas, los rechazos de los otros días y de ellos los de ahora y los charcos circulares de la calle, los recorridos en su cuerpo y en su rostro y en sus manos y en su nombre. Él y ella. Primero no son figuras sino mezcla de colores dispersos. Primero son colores mezclados y líneas que no se tocan. Primero son líneas ya no extrañas y música escrita en muchos pentagramas. Primero son música en sordina y luego ellos. Un día de sol a la salida de la escuela, un día habitado de nombres y voces, un día en movimiento y en miradas calle a calle, un día en que ella camina sin dar vueltas y que un desconocido se acerca —se acerca, ya está junto a ella—, que se acerca en el momento preciso en que alguien nace o muere o mata o posee a otro alguien sin que ellos lo sepan, que se acerca —se acerca, ya está junto a ella— y sonríe y pregunta una pregunta sin sentido, que camina junto a su cuerpo de dieciséis años, su cuerpo nunca antes tocado, que camina calles junto a su cuerpo íntegro de fibras finas sin memoria y sin deseos, que camina y le cuenta tragedias, le cuenta comedias, le cuenta países y poemas, música escrita en un solo pentagrama. Y después: que se detiene en la misma calle —o en otra idéntica— que pregunta ¿Nos veremos? ¿Cuándo? Mañana, sí, mañana, a esta hora la misma exacta hora de este día no sospechado. Ella amasa todo, con dulzura, doliéndole los muslos, los ojos, el vientre y la vagina. Amasa jeroglíficos y dibujos fugaces. Ahora más aprisa, con mayor fuerza. Todo llega en oleadas circulares, todo se vuelca, se aplasta, se rompe. Los días a su lado, conociendo su cuerpo, sus sueños, repitiendo su nombre, sus besos, rompiéndose las finas fibras. Llega la ciudad toda hablando de ellos, las caras que hablan de ellos, que pronuncian y suben y bajan los nombres de ellos, la ciudad toda con sus gentes, buenas gentes, cien mil voraces buenas gentes, ciento cincuenta mil furiosas y ofendidas buenas gentes, la ciudad estridente con sus tranvías abiertos y su calor y sus mujeres que ya no la saludan, sus hombres que sonríen y la miran, la ciudad y sus bocas que se mueven incansables. Llega la lucha de días, el combate, los dos contra todos, los dos heroicos, desafiantes, los dos altaneros, victoriosos. Doscientas mil buenas gentes que ya no los nombran. Soy feliz, somos felices. No inventamos nada: nos descubrimos, los rechazamos. No tenemos miedo. Es una vergüenza, dicen, eso dicen y nosotros somos felices. Fuera, lejos, sin jardines, sin calles, eso dicen y nosotros somos felices. Milmilmil buenas gentes voraces. Creen que han ganado: nos encierran, creen que han ganado, pero nosotros somos los heroicos triunfadores. Nosotros somos el amor, somos los desvelos en secreto, somos él y yo y nosotros encerrados, victoriosamente encerrados en un cuarto sin pintura pero cómodo un cuarto sin miradas otras ni otras voces, somos nuestros dos únicos nombres, los dos maravillosos entrecruzados fundidos nombres. No más lluvia. Primero se fue una gota —se perdió, se quedó prendida en otros ventanales—, después se fueron todas las gotas y se instaló un lento caminar de días en blanco, un frío enmohecer de articulaciones, un monótono caer de cabellos, un silencioso vaciar de secretos, un aburrido deshabitar de ellos mismos. Un borrarse, disolverse, desconocerse, un volverse ajenos. Despierta, come, orina, fornica, duerme. El encierro interminable de los días sin sorpresas. El espío impasible de la calle. El acre sabor acre denso que se pega a la piel y a los labios, que se adhiere a la piel y a los labios, que se incrusta en los ojos y en la piel y en los labios. El observo asombrado y sin asombro de la calle vencedora. El cuerpo hace un nuevo movimiento, solicita algo (agua); ella no responde. Se desprende del cristal y se sienta al borde de la cama a continuar la espera de la muerte, a terminar la agonía del cuerpo. Espera con esa paciencia aprendida cada día y amasada sonámbulamente amasada entre los dedos. Los dedos de él se abren y se cierran, pero un momento llegará en que se queden quietos. Entonces se vestirá, se pintará la boca, abrirá la puerta sólo abierta a escondidas medio abierta, y caminará entre los charcos de la calle, caminará por el primer lunes mojado de lluvia fresca, delgada, tímida, caminará con sus zapatos mil veces reparados, llenándose de llamadas, de miradas calle a calle, al encuentro de un desconocido que se acerque a preguntarle preguntas sin sentido, que se acerque en el momento preciso en que alguien muere y nace y posee a otro alguien sin que ellos lo sepan, caminará al encuentro de palabras no dichas, de otras calles, de sus dieciséis años interrumpidos un día de sol a la salida de la escuela, al encuentro de una nueva, rotunda, feroz batalla victoriosa.
* De Los nuevos enemigos, pp. 11-17.
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