Nota introductoria
Las letras cubanas inician una nueva etapa de su existencia el 1o. de enero de 1959. Poco a poco va quedando atrás una literatura, sobre todo en la prosa narrativa, testimonial, ávida, añorante, costumbrista. Una literatura convicta y confesamente burguesa. Una literatura que, en algunos casos, posee altos valores artísticos. De los grandes escritores cubanos que se formaron e iniciaron su carrera en el capitalismo (Carpentier, Lezama Lima y Piñera) ninguno fue más allá de su visión del mundo anterior al 59. Eso sí, perfeccionaron sus estructuras y depuraron sus estilos. Quizá algunas de sus mejores obras las escribieron después del triunfo de la Revolución. La generación de narradores jóvenes que en el 59 habían cumplido los treinta años, o estaban a punto de cumplirlos, se portó admirablemente bien en el terreno humano (fueron casi todos excelentes ciudadanos); estéticamente su papel fue menos espectacular pero sumamente ilustrativo desde el punto de vista del autor que opta por la Revolución y trata de reflejarla en su obra. Escritores de transición, sus recuerdos los guiaron hacia el pasado y sus creencias hacia el futuro. Algún día —y este día, creo, ya no está muy remoto— la historia les dará el papel que les corresponde, el de adelantados de una empresa digna pero difícilmente realizable: la de agregar al sustantivo literatura el adjetivo socialista, empresa en la que se despeñaron innumerables escritores soviéticos, chinos y de la Europa Oriental. La generación que nace ya dentro del ámbito de la Revolución Cubana, que sólo conoce el capitalismo en las conversaciones de la gente mayor, o en los libros, actúa literariamente de una manera distinta. A veces se atreve a llamar pan al pan y vino al vino, a veces (las condiciones políticas no les son siempre favorables, sobre todo en los años setentas) da un paso atrás porque sabe que en el futuro próximo podrá dar dos pasos adelante. No deja de ser revolucionaria pero, también, no se resigna a romper con la literatura. Generación digna de respeto y en cuya bibliografía figuran algunos títulos valiosos, yo la miro con respeto y agradecimiento. A ella debemos, los americanos de tierra firme, una lección importante, que el socialismo no es enemigo consustancial de la literatura. Y algo más, que literatura y socialismo pueden llegar a establecer una pareja bien avenida. A esta generación de narradores pertenece Reinaldo Montero, autor de cuentos y novelas en los cuales Cuba y sus habitantes en nada se parecen a la isla y a sus pobladores que comparecen en obras como las de Carpentier, Lezama Lima, Pinera, Otero, Desnoes, Cabrera Infante, Díaz, Arenas y Arrufat. La Cuba de Montero no es, como se podría imaginar, el paraíso de los trabajadores. Es un pequeño país pobre (pero no miserable), aislado, que vive inmerso en sí mismo. (Como le ocurrió a la literatura mexicana comprendida entre 1910 y 1917.) El resultado de todo esto parecería inimaginable para un latinoamericano que vegeta en una débil república capitalista. El mundo narrativo de Montero en lo accidental es distinto del mundo de un escritor mexicano de sus mismos años. En lo esencial, en cambio, el mundo de ambos es el mismo: en él surgen el amor y la amistad, el deseo, el terror a la muerte y el entusiasmo por la vida, la aceptación del trabajo y el gozo plural del tiempo libre. Montero no es un escritor sencillo ni fácil, es un escritor que conoce a los grandes autores que entusiasman a los jóvenes y a los autores impares que han dado a la prosa narrativa actual su fisonomía y sus propósitos finales. Quizá para el lector mexicano que lea estos textos narrativos lo más importante sea que a pesar de sus complejidades estructurales y estilísticas su comprensión no resulta altamente difícil.
Emmanuel Carballo (El Contadero, 15 de noviembre de 1988)
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