A los 40 años de edad, Guerrero, ya no es lo mismo. El cuerpo pierde elasticidad, los huesos se hacen frágiles y quebradizos, los reflejos se han ido al diablo y no hay músculo que te responda, te falta velocidad y, lo más importante, en algún sitio, a lo largo de la vida, de los años, del trajín de todos los días en la oficina, de la comodidad hogareña, se ha quedado la agresividad. Y el valor.
El Guerrero sonrió y dijo que de todos modos tenía ganas, muchas ganas de participar en ese partido. Pero son jóvenes, Guerrero, veteranos de tantas batallas como nosotros, y hace dos o tres años, cinco a lo más, eran estrellas. Que yo recuerde, la última vez que te pusiste los arreos fue hace 15 años, ¿o 16, o 17? Además la técnica se ha venido perfeccionando. Los muchachos golpean mejor, conocen los puntos débiles y en una de ésas te prenden y no sabes ni cómo y allí estás conmocionado. Yo diría que lo pensaras. Claro, en nuestros tiempos se jugaba más fuerte y con menos técnica y si quieres con menos protección. Pero los golpes son golpes, Guerrero, entonces y ahora.
Bueno, dijo el Guerrero, pero entrenando unos días me pongo en forma y... Tú sabes, más tiene el rico cuando empobrece. Ya sé, Guerrero, que van a salir a orearse las viejas glorias, las hazañas cumplidas. Nomás te aclaro, Guerrero, que se puede vivir para los recuerdos o a pesar de los recuerdos, pero no de los recuerdos. Nomás te lo recuerdo, Guerrero.
Y de pronto el Guerrero estaba en el juego ocupando su posición antigua de corredor. El juego de veteranos había atraído una multitud. El Guerrero no tenía conciencia, y en eso el presente era idéntico al pasado, del griterío en las tribunas. Se hallaba sumergido en un silencio denso, el silencio de un campo de batalla antes de la batalla, apenas roto, penetrado, por las voces del mariscal de campo.
Jeeep/do... Jeeep/do... Jeeep/do. El centro entregaba el balón.
Era una jugada de engaño y el Guerrero pasaba al lado del mariscal de campo y, sin balón, iba a estrellarse contra la muralla de cuerpos. Los jugadores de su equipo se reunieron a unos pasos para decidir la siguiente jugada.
Vamos por ocho yardas, Pelón, ¿cómo te sientes? El Pelón era el tacle derecho y dijo que fueran por ellas, él se encargaba. Directa, Alfredo, te vas detrás del Pelón y te cortas para donde se abra el hueco. Le daban otra vez el balón a Alfredo y el Guerrero supo que no le tenían confianza. Me creen viejo, pero en la primera oportunidad les demuestro. Otra vez el silencio previo a la batalla. Otra vez los gritos contundentes del mariscal. Con la primera llamada el Guerrero hizo un movimiento distractivo hacia el lado opuesto al del choque. Alfredo consiguió tres o cuatro yardas y el Guerrero vio que entraba al campo el equipo de relevo. Se dirigió a la línea lateral y en el camino dijo, débilmente, más bien para sí, que no pasen, muchachos, no los dejen.
El Guerrero se quitó el casco y se fue caminando hacia uno de los extremos del estadio, hacia el túnel que llevaba a los vestidores. Estarían pensando sus compañeros y el entrenador, si es que lo observaban, que el Guerrero, agotado, desistía, que los años y el miedo habían acabado por derrotarlo. El Guerrero se dio vuelta y pudo darse cuenta de que nadie lo miraba, atentos todos a lo que sucedía en el terreno de juego. Entonces echó a correr hacia la banca y se unió al grupo. Su respiración pausada, normal, demostraba que una carrera de 30 o 40 yardas no le hacía daño. Permaneció de pie al lado de la línea de cal que delimitada el campo de batalla.
El equipo azul y oro no hizo mayor daño y los guindas tomaron la ofensiva. El Guerrero se puso el casco. Iba a entrar al terreno cuando el entrenador lo detuvo. Vamos a dejar que el Martillo nos enseñe qué le queda. El Martillo tenía 10 años menos, una buena razón para que a él lo sentaran. En la posición de corredor izquierdo había comenzado el juego Rafael Urrutia, un bebé de 80 kilos y uno ochenta de estatura, rápido, fuerte, que no pudo hacer nada. El Guerrero había estado dentro durante dos series de jugadas y nada tampoco, pero la verdad es que ni siquiera tuvo el balón en las manos. Ahora el Martillo. En la vida usaba unos lentes gruesos, fondos de botella, y el Guerrero no se explicaba cómo podría arreglárselas sin ellos en el campo. El Guerrero también usaba anteojos, pero solamente para ver de muy lejos, para distinguir los ojos facetados de una mosca parada en la punta de la nariz de un hombre trepado en lo más alto de un campanario.
El Guerrero fue a sentarse. Ahora estaría largo rato en la banca, porque seguramente el entrenador recurriría a Rafael en la siguiente serie, si no es que hallaba por ahí otro veterano de historial brillante. El Guerrero se miró el uniforme enlodado en las rodillas. Y con razón. Lo único que había logrado fue arrodillarse ante los contrarios. Imaginaba la crónica del día siguiente. El Guerrero San Martín, que en los años 60 brindara partidos inolvidables, demostró ayer que el tiempo aniquila. Dos veces estuvo en el terreno y las dos las pasó de rodillas. Ciertos veteranos deberían comprender que llega el momento en que este rudo deporte sólo es bueno cuando se mira desde la tribuna.
Se volvió hacia la tribuna y se le arrojó una visión de rostros frescos, adolescentes. Dolía, pero lo aceptaba, reconocer que muy pocos espectadores tenían memoria de él. No más de una docena acaso. Media docena, exagerando, recordaría su nombre y apellido. Y se daba por satisfecho con que una persona, entre aquellas diez mil, citara la anotación en el último minuto o las 300 yardas que ganó en un juego. Le pegaba el aire a las glorias antiguas, a las hazañas indocumentadas. Nomás quiero decirte, Guerrero, que a la momia le da el aire y se desmorona, se convierte en polvo. Los compañeros iban hacia el túnel, desaparecían en el túnel.
Llegó a los vestidores cuando el entrenador comenzaba a exponer la táctica para el segundo tiempo. Los muchachos miraban atentos el pizarrón queriéndose grabar muy bien cada línea que representaba un movimiento, cada cifra que significaba una situación. Hasta el momento no había anotaciones y para el Guerrero ganar o perder era una cuestión de pantalones. En condiciones semejantes, cuando los dos equipos se mantienen la mitad del tiempo parejos, el triunfo se inclina hacia los más valerosos, hacia el equipo que compromete el corazón. Le vinieron a la mente las arengas violentas y apasionadas de los viejos entrenadores. No hablaban de las debilidades que nuestros observadores han descubierto en la defensa del enemigo, sino de la costilla que le rompieron a nuestro compañero el receptor, de los escolares símbolos que amaban, del honor.
Una vez que el entrenador dijo relájense, descansen, el Guerrero se colocó frente al pizarrón y borró círculos, líneas, números y letras. Iba a escribir una palabra, el nombre de la escuela, y se arrepintió. Escribió el número que llevaba en el pecho y quiso decir algo y se dio cuenta de que no podía decir nada y los otros lo estaban mirando como a un viejo ridículo.
El juego estaba terminado. Los de guinda y blanco perdían por siete puntos y los contrarios se disponían a patear el balón. El Guerrero había visto jugar a Urrutia y al Martillo. El Guerrero le pidió al entrenador que lo dejara recibir la patada.
Muy atrás, abandonado, solitario, escuchaba las llamadas del mariscal azul y oro. Vio salir el balón. Lo vio elevarse y volar por encima de su cabeza, recortándose contra un cielo muy azul. Lo vio chocar con el suelo, saltar hacia un lado, hacia otro, sin rumbo, como un animal enloquecido. Y lo tomó. Se dio vuelta. Sabía que los hombres de casco dorado, once figuras que se desplazaban en el sentido de su avance, once cuerpos cuyos movimientos dependían de su decisión, querían atraparlo, deseaban destruirlo, no tenían idea. Buscó la protección de los cascos blancos, un arco, una valla, un puente que le permitía escapar. Corrió. Percibía, porque no veía sino las líneas del terreno, una aquí, otra adelante, ésta que dejó atrás, aquella que debo alcanzar, la caída de cuerpos con casco dorado ante el embate de los cuerpos con casco blanco. Y ahora un cuerpo de casco dorado se le enredaba en las piernas y el Guerrero caía, perforaba una costra lodosa, la tierra, se hundía en ella como si quisiera hundirse para no sufrir más humillaciones, no arrodillarse jamás ante nadie. Te lo advertí, Guerrero, ya no está uno para estos trotes. El Guerrero se levantó y uno de los árbitros le pidió el balón. ¿Por qué a mí? Miraba al árbitro preguntándole con el azoro de sus ojos por qué se lo pedía, si él no tenía idea del destino de ese balón. En las tribunas gritaban, Guerrero, Guerrero, Guerrero. Se dio cuenta entonces que tenía el balón, de que se lo entregaba al árbitro.
¿Fue Urrutia o fue el Martillo? Uno de ellos lo acompañó a la línea, de hecho lo condujo a ella y le señaló la banca. Iba a sentarse pero no se lo permitieron. El entrenador le puso un pañuelo en la nariz mientras lo felicitaba, y el Guerrero se dio cuenta de que sangraba. Qué carrera, qué pantalones, Guerrero. Lo palmeaban, lo abrazaban, lo apretaban y él quería preguntar qué había sucedido. Se pasó la mano por los labios, vio la mano enrojecida, sintió en la boca el sabor de la sangre. Uno de los aguadores le dio una toalla húmeda y repitió qué carrera, 70 yardas, Guerrero.
Desde la banca, con la toalla fría colocada a modo de turbante, el Guerrero observaba el juego. Estaban en la yarda 20 de los enemigos, perdían por siete puntos y el corredor izquierdo era Rafael Urrutia. Rafael dejó caer el balón y los enemigos comenzaron a correr. Pero perdieron el balón. El entrenador preguntó al Guerrero si quería entrar y el Guerrero se acomodó el casco.
Jeeep/do... Jeeep/do... Jeeep/do. Alfredo ganó dos yardas por fuera del ala. A ver, Pelón, vamos con el Guerrero. Vamos. El Pelón cayó y el Guerrero fue derribado a un paso. Otras dos yardas. El tiempo terminaba y ellos necesitaban siete puntos. Tú tirabas buenos pases, Guerrero, ¿quieres tirar?
¿Qué quedaría de tiempo? Un minuto, minuto y medio. Te vi asentir, Guerrero. El mariscal dijo las señales, tomó el balón y te lo entregó. Corriste hacia el lado derecho, y cuando todos estaban esperando que continuaras la carrera allí estabas, inmóvil, buscando, dejándote cercar con el balón a la altura de la cabeza.
Vi que Carretero, el ala izquierda, se despegaba de sus vigilantes y se internaba en la zona de anotación. Los cascos dorados me rodeaban, uno se me vino al pecho como un relámpago y tiré el balón a Carretero. No siempre se deja uno derrotar por el tiempo.
Tranquilo, viejo. Tranquilo, muchacho. ¿No te lo había dicho, Guerrero? El balón volaba muy alto, se recortaba contra un cielo muy azul.
El Guerrero abrió los ojos. Sentía opresión en el pecho y varios hilos de sudor le bajaban por la frente. Dejó que su mirada se acostumbrara a la oscuridad y se incorporó. Quedó sentado en la cama. La respiración de Magdalena era plácida, suave. Otras noches ella, en la mitad del sueño, agitaba el cuerpo del Guerrero y al abrir él los ojos atónitos, todavía ciegos a la realidad, partícipes del sueño, le mencionaba otra vez las pesadillas.
El Guerrero se levantó con delicadeza para no despertar a Magdalena. Pasó por la habitación de los niños y en la sala, iluminado por un fulgor amarillento que atravesaba el ventanal, decidió fumar un cigarro, pensar, reconocerse. ¿Qué quedaba del Guerrero? A los cuarenta años las piernas le servían para caminar, no demasiado, porque el Rambler lo llevaba a todos lados. Tenía brazos fuertes y los usaba en la cantina, cada viernes, para doblar las latas de cerveza que los compañeros le ofrecían. Todavía estás duro, Guerrero. Pero se había ablandado. Lo ablandó el señor Kermit, que cada vez, con cada sonrisa, con los brazos abiertos y unos dientes que deslumbraban, le entregaba un diploma por las buenas ventas del año. Lo ablandó el cheque anual, jugoso, que le anticipaba unas hermosas fiestas de fin de año. Y también lo había ablandado Magdalena. No decía una palabra Magdalena, pero cómo disfrutaba del club, del cochecito que le cambiaba cada año, de los desayunos dominicales, de los relojes de cada 10 de mayo, de la fiesta que hacemos a los niños para el cumpleaños en ese salón tan bonito con payaso y mago. ¿Y si todo cambiara, Magdalena? ¿Si de pronto nos viéramos arrojados a un departamentito incómodo, a las quincenas inseguras, al coche que cuando no se jode del carburador falla de las balatas? Pero, Magdalena.
El Guerrero le dio vuelta al vaso, jugó a darle vueltas al vaso en la mano. Un vaso vacío, un vaso que le había brotado de la mano en ese instante. Lo llevó a la cocina, lo depositó en el fregadero entre un montón de platos sucios, vasos con residuos de leche y trozos mordisqueados de salchicha. Buena mujer la Magdalena. Mañana, sábado, antes de que él abriera los ojos, Magdalena ya estaría viendo que se levantaran los niños y vigilando que les hubiese dado el desayuno: medio vaso de jugo de naranja, un huevo revuelto con jamón para los menores y quizá dos huevos para el mayorcito que ya estaría preguntando por qué papá tomaba güisqui cada noche.
No podría explicártelo, Magdalena, pero en alguna parte, intacto, me queda el valor. Soy un guerrero viejo pero valeroso. Ese casco dorado se me venía encima, Magdalena, y no le tuve miedo. Soy el Guerrero. Y solamente quiero que tú y los niños, en su momento, lo comprendan. Nada más.