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Coser y cantar Ana, Anita, la niña, alta y delgada, a un lado de la ventana, con el pelo caído sobre la cara, cosía el dobladillo del vestido nuevo, azul, con encaje blanco en el pecho. Los dos incisivos, largos, filudos, blancos, mordían su labio inferior, del rojo al amarillo al blanco al rojo. La mirada de los ojos claros seguía sin interrupciones el paso sinuoso de la aguja, el oído atento registraba los rumores de la calle y los roncos estertores de la madre, que dormía echada en la cama, con el vestido dejando ver los muslos, las piernas sin medias, las piernas varicosas, con nudos azules, amoratados, asqueantes. Anita levantó la mirada para descansarla, miró el cielorraso sucio, manchado por la humedad; miró el cuerpo vencido de su madre. Mamá, roncando, borracha, como la noche de ayer y la de mañana. Si mamá no bebiera... Pero se trataba de una historia larga, un continuo rodar de botellas vacías desde la muerte de papá y el desengaño aquel con el hombre de la playa. Ana volvió la mirada a la calle y el pensamiento a los años de su infancia, marcados por la risa, los besos y los jadeos de la pareja. El hombre se fue, pero a mamá le quedó la afición por la ginebra. El cuerpo se agitaba sobre la cama y dejaba escapar de vez en cuando ronquidos ásperos, con los que salía un poco de la borrachera. Ana, no te olvides de rezar. Y era una Ave María y luego el San Jorge bendito bendice tu altar, musitado sin esperanzas, sabido ineficaz a causa de los murmullos que se elevaban desde la cama del rincón opuesto, y cuida tus animalitos no me vayan a picar. Y tu mamá, Ana, ¿es cierto que bebe mucho? Está enferma, es una receta del médico. Solamente Carlos, en la escuela, no hablaba de su mamá. Vamos al cine, Coneja, vamos a una fiesta. Pídele permiso a mi mamá. Y Carlos, sí, cómo no, le pido permiso. Si su madre estaba muy borracha se enojaba, se perdía en gritos y discusiones inútiles, y Ana, llorando, acompañaba a Carlos a la puerta. No llores, Ana, entiéndela, te quiere.
Ana se apresuró con la costura, porque quería terminar el vestido esa tarde de sábado para llevarlo a la misa del domingo y pasear con Carlos, orgullosos los dos. La luz se iba y Ana no sabía si Carlos, esa noche, silbaría frente a su ventana y vamos, Coneja, a dar la vuelta, a caminar un poco. O quizá Carlos fuera a la cantina a tomar cervezas con sus amigos y ella estaría pendiente de los ruidos callejeros, mirando un trocito de cielo desde su cama y abanicándose el calor. Ana dejó la costura a un lado y se levantó para encender la luz; luego colocó su silla contra la pared y volvió a la costura. Su madre se agitó en la cama, abrió a medias los ojos y con una mano los cubrió de la luz. ¿Para qué tienes encendido? Ana, con la respuesta dura en la boca, miró de frente a su madre, pero la señora esquivó la mirada, levantó las piernas y las echó fuera de la cama. ¡Qué calor! Y Ana, más que de las palabras, estaba pendiente de la cabeza y los senos que se agitaban. La madre se levantó y con pasos arrastrados fue a la mesa. ¡Qué calor!, repitió. Ana la miraba, pero la madre tenía los ojos en la botella y sirvió un chorro de ginebra en el vaso grasiento que estaba al lado. ¡Qué calor! Tomó asiento y se dispuso a beber. Ana metía y sacaba la aguja y escuchó el crujido del celofán de la cajetilla de cigarros y el sonido del cerillo en la raspadera y la combustión del fósforo. ¡Qué calor!, dijo Ana muy bajito, para que su madre no la oyera, y puso la aguja en el alfiletero y levantó el vestido, con el dobladillo a la altura de sus ojos, para juzgar el trabajo. Había quedado bonito, muy bonito. Ana se levantó para guardar el vestido en el ropero. Después salió por la puerta trasera y fue a echarse en la cara un poco de agua de la pileta. De regreso en la habitación observó a su madre que, oblicua sobre la silla, ya había dejado caer el cigarro. Acuéstate, mamá. La madre trató de enderezarse y el movimiento casi la hizo caer. Ana corrió, la detuvo y la ayudó a acostarse. La botella de ginebra estaba vacía y en el vaso quedaba un residuo incomprensible. Ana se sentó frente a la mesa con ganas de llorar y con un rápido e impensado manotazo arrojó la botella al piso. Su madre roncaba imperturbable. ¿Y si Carlos se iba a tomar una cerveza? Ana pasaría la noche llorando y tirando manotazos contra botellas invisibles. Pero cerca de las ocho Ana escuchó cuatro silbidos cortos y uno que se alargaba hasta confundirse con el sirenazo de un buque en el puerto. Se arregló el pelo frente al espejo y apagó la luz. Cuando abandonaba la habitación percibió el llamado de su madre: Anaaa, Anitaaa. La voz quejumbrosa la exigía, pero no atendió. Ve a comprar una botella, quizás, que no era comprar una botella porque se trataba de pedirla prestada al abarrotero, o no vas a salir, no vas a salir. Carlos estaba de espaldas, recostado en la cerca de madera. Ella lo besó tras una oreja y echaron a andar rumbo al puerto, hacia las playas. Se acomodarían en la arena, de espaldas a una roca lisa, muy juntos, y escucharían los golpes de las olas y se estremecerían cuando el viento comenzara a llegar helado, penetrante... Muy, muy juntos. Carlos, dejando caer descuidadamente una mano sobre los pechos de Ana, dijo: mañana me voy a México, a trabajar. Ana, delgada, alta, pero muy pequeñita allí en la arena, entre los brazos de Carlos, clavó los incisivos en su labio inferior, pero no dijo nada. Carlos colocó su boca abierta y húmeda sobre unos labios apretados. ¿Qué tienes, qué te pasa, no estás enojada, verdad? Anita se desprendió de los brazos, se incorporó. De arriba abajo, la de ella arriba, cruzaron sus miradas. ¿Estás deveras enojada? Ana se dio vuelta y echó a andar por la playa iluminada por la luna, bordeando el rastro espumoso que dejaban las olas. Se fue haciendo chiquita en la distancia, más pequeña que el cigarro que Carlos colocó en su boca, más pequeña que el cerillo con que lo encendió, más pequeña que la llama amarilla. Carlos fumaba observando la figurita que cabía entre sus dedos índice y pulgar, y sabía que estaba bien que Ana, Anita, la Coneja, se fuera lejos a meditar: él de todos modos saldría mañana para México. Ana era una sombra diminuta con el pelo ondeante y el vestido agitado por el viento. Ana creció al tamaño del cerillo, al tamaño del cigarro. Ana estaba allí preguntando: ¿A qué horas te vas? Carlos arrojó el cigarro muy lejos. Mañana a las seis de la mañana. Ana no dijo palabra. Se arrojó sobre Carlos, lo abrazó, lo besó, lo obligó a levantar su vestido, a morder su espalda desnuda, rodaron por la arena, gimieron, se mordieron los labios, hombre y mujer. Ana, sin llanto, sin emoción, dijo: vámonos. Caminaron de regreso a la ciudad, callados. Carlos mirando el piso, Ana con la cabeza levantada y las manos a la espalda. Carlos encendió un cigarro y Ana pidió que la dejara fumar. ¿Para qué, Coneja? Pero le dio el cigarro. Ana y Carlos llegaron a la cerca de madera. Llévame contigo, dijo Ana, pero sin convicción, como si las palabras hubiesen perdido su valor. Luego vengo por ti, deveras, te lo prometo. Carlos prometió y lloró con las manos apretadas contra la cerca. Ana, Anita, delgada, irreconocible en su frialdad, desde lo alto de la escalera dijo: adiós. La madre seguía dormida, trepidando, soñando sus pesadillas, y no despertó cuando Ana encendió la luz y bajó del ropero una maleta de cartón y abrió el ropero y sacó el vestido azul, nuevo, y los demás vestidos y toda su ropa, y colocó todo en la maleta y salió a la calle, dejando la luz encendida. Buscó un taxi y dijo al chofer que la llevara a casa de doña Herlinda, y no tuvo que dar la dirección porque en el puerto todo el mundo sabía donde estaba la casa, pero tuvo que explicar a doña Herlinda que sí, que su mamá sabía, que no tenía papá, y además ya era mayorcita. Doña Herlinda le dijo que pusiera su maleta por ahí. Mañana, poco después de que Carlos subiera al autobús, alguien le iría con el chisme a su mamá. Y la madre iría por la noche a la casa de doña Herlinda y preguntaría por Ana, su hija. Te buscan, Coneja, una señora que dice que es tu mamá. Y Ana saldría con la boca y los ojos muy pintados y le daría a su madre un billete de cincuenta pesos. Para que compres ginebra. Si quieres más, ven mañana. La señora intentó asomarse para ver qué sucedía en esa sala, pero Ana interpuso el cuerpo. Su madre se fue meneando la cabeza, arrugando y desarrugando el billete. |