Llamaron a la puerta que daba al patio. El padre Galicia se puso los anteojos y recogió una circular.
—Pase —dijo luego.
Arturo Sandoval, un muchacho macilento de aspecto frágil que estudiaba segundo de secundaria, entró. El padre lo miró brevemente por encima de la circular.
—Ah, Arturo. Cierra la puerta.
Las persianas estaban corridas, y después de la claridad del exterior el despacho parecía casi a oscuras. Los ruidos del recreo llegaban lejanos, inconexos. Arturo cerró la puerta y fue a pararse frente al escritorio, cruzando los brazos con aire desafiante: el héroe de la Resistencia ante el comandante nazi. Miró la cabeza calva del padre Galicia relucir en forma desagradable, vagamente obscena, por entre escasos mechones de cabello. Recordó una navaja de resorte que había visto en un aparador. Llevó la mano a la bolsa de su chamarra e imaginó contra sus dedos el roce de la cacha. Sacó el arma invisible, y manteniéndola oculta tras su pierna la abrió oprimiendo el botón. Sería fácil, pensó. Vio la brillante hoja hundirse en el grueso cuello del padre, vio la sangre manar y derramarse sobre los papeles y gotear a la alfombra y manchar la impecable camisa blanca y ocultarse en el impecable traje negro.
El padre Galicia hizo a un lado la circular, se quitó los anteojos y miró al muchacho.
—Y bien, Arturo —dijo—, parece que no nos hemos estado portando todo lo bien que deberíamos, ¿verdad?
Arturo unió las manos tras la espalda y miró al suelo. El padre Galicia empezó a mover la cabeza en pequeñas oscilaciones afirmativas mientras se daba golpecitos sobre un puño con el armazón de los anteojos. Luego dejó éstos encima del escritorio y alzó las manos en un gesto de impotencia.
—Pues Arturo, en verdad no sé qué es lo que vamos a hacer contigo... —volvió a tomar los anteojos, volvió a dejarlos, miró a Arturo, volvió a alzar las manos—. Tal parece que no entiendes, que no quieres entender lo que se te dice, o —se levantó y empezó a caminar a lo largo de su escritorio—, o que te gustan los castigos... —detuvo su paseo—. Y si éste es el caso, pues —se encogió de hombros—, pues no hay nada que podamos hacer, ¿no crees? Quiero decir, es por demás castigarte, ¿verdad?
Arturo miraba al suelo. El padre se puso de nuevo en movimiento.
—Es que francamente, Arturo, no sé qué pensar de ti, de tu, de esta actitud, de esta manera tuya de comportarte. Se te ha reprendido, se te ha castigado, se ha notificado a tus padres de tu conducta, y como si nada. Francamente no sé qué hacer contigo...
Los ojos de Arturo cayeron sobre un trofeo del equipo de básquetbol, una estatuilla metálica colocada sobre un trozo de mármol. Ni siquiera necesitaría la navaja, pensó. Podía acercarse disimuladamente al escritorio, levantar el trofeo como al descuido, y repentinamente, en un segundo, hendir, deshacer la cabeza calva. Un solo golpe bien dado.
—Dime, Arturo, ¿qué es lo que te propones, después de todo? ¿Ser expulsado, es eso lo que quieres? Porque de seguir las cosas así mucho me temo que tengamos que tomar medidas drásticas, ¿me entiendes? ¿Es eso lo que te gustaría, ser expulsado?
Arturo miró al suelo. Empezó a mover un pie, describiendo con la punta pequeños arcos de círculo sobre la alfombra. El padre Galicia prosiguió, gesticulando con las manos:
—Y, y vamos a ver, ¿qué es lo que ganas con ese..., con esa manera de comportarte? ¿Eh? Ahora muy bien; haces tú chiste, todos se ríen, muy bien. ¿Pero es que toda tu vida vas a ser solamente un, un tipo chistoso, un payaso que nada más sirve para hacer reír a los demás? ¿Eh?
Arturo negó, los ojos bajos, el semblante grave: imagen misma de la contrición. El padre Galicia sintió que lo había puesto a pensar, que había superado la barrera que los separaba, que había abierto el camino por el que podría comunicarse con él, hacerlo comprender, someterlo, ayudarlo, y su espíritu, regocijado por el triunfo obtenido de manera tan pacífica y bondadosa, elevó una oración de gratitud. Al volver a hablar, lo hizo en tono suavizado, paternal:
—Lo que sucede contigo, Arturo, lo que sucede contigo es que te dejas arrastrar por impulsos, pues, infantiles, por influencias inconvenientes... Tú eres un buen muchacho, Arturo, y también, por qué no decirlo, bastante inteligente. Si tan sólo procuraras dominarte mejor, controlar esos, esos impulsos ajenos a tu edad, propios de niños de primaria o kindergarten... y, y apartarte de influencias perniciosas... Ese señor Vergara, por ejemplo, y el otro Linares, no son buenas influencias para nadie; como dice el refrán, quien con lobos anda a aullar se enseña, ¿no te parece?
¿Era la sombra de una sonrisa irónica lo que había animado fugazmente los labios de Arturo? El padre Galicia se reprochó mentalmente el haber citado el refrán. Su confianza palidecía por momentos. Echando a andar de nuevo, prosiguió, un poco apresuradamente:
—Lo que tú necesitas, Arturo, es crecer; crecer mentalmente, ¿me entiendes? Es, es necesario que comprendas, pues, que comprendas que la vida es cosa seria, que el comportarte de esa manera, el tirar a broma, no te llevará a ningún lado...
Hizo una pausa y puso una mano sobre el hombro del muchacho. Con voz suavizada al máximo, continuó:
—Mira, Arturo, Dios nos ha puesto en este mundo para que cumplamos con la obligación de servirle. No sólo los miembros del clero debemos servir a Dios; todos tienen la obligación de hacerlo; quiero decir, después de todo, fue Dios quien nos creó y si estamos vivos es gracias a él, a él debemos agradecerle por cada minuto que vivamos, y la mejor manera de hacer esto, la que está más a nuestro alcance, es procurar ser mejores cada día. Y si otros no se dan cuenta de este deber, si no quieren reconocerlo, no es cosa que deba importarnos. Allá ellos. Deja al señor Vergara y al señor Linares por su lado, y tú procura cumplir con tu deber. No sólo porque es la obligación que tienes para con Dios, sino también por tu propia conveniencia, ¿me entiendes?, por tu propio bien. Debes, ya te digo, debes crecer, moldearte un carácter... Todo lo que necesitas es hacer un esfuerzo, solamente un pequeño esfuerzo para, para dominarte, para deshacerte de tu infantilismo, ¿me entiendes?
Arturo alzó el rostro y asintió. Su expresión era clara y seria, y el padre Galicia no advirtió la burla que se traslucía en ella. Inició una sonrisa satisfecha, cariñosa; entonces, repentinamente turbado, retiró la mano del hombro del muchacho, murmuró “bien, bien”, y regresó a su sillón, tras la protección del escritorio. Levantó sus anteojos, los dobló, los desdobló, los hizo girar entre sus manos y miró a Arturo gravemente.
—Por esta vez, Arturo, fíjate bien, por esta vez voy a confiar en ti. Me parece que ahora has comprendido que..., pues, has comprendido lo que te he dicho, y que en el futuro tratarás de corregirte, y como aliciente no voy a castigarte esta vez. Claro que no estaría de más, yo te sugeriría, no estaría de más que le pidieses una disculpa al señor Albear, ¿eh?
—Sí señor.
—Bien, bien…
El padre Galicia permaneció unos momentos pensativo. Se sentía extrañamente inconforme: le parecía necesario agregar algo más. Arturo miró el trofeo. Un solo golpe bien dado. Vio el rostro aterrorizado alzarse hacia él por una fracción de segundo, sintió los huesos ceder bajo el impacto, vio la sangre derramarse... Limpiaría de huellas el trofeo y como si nada hubiese pasado iría a recreo y luego a clase de Matemáticas. Nadie sospecharía nada. Ni siquiera se les ocurriría que él hubiera podido tener la fuerza necesaria para descargar un golpe así.
—¿Has, has comprendió lo que quise decirte, eee... me prometes cuidar más de tu conducta?, ¿verdad? —preguntó el padre Galicia.
—Sí señor.
—Bien, bien...
El padre Galicia se puso los anteojos y recogió una circular, la misma de antes.
—Puedes irte ahora, Arturo. Te queda un rato de recreo. Recuerda lo que te he dicho. Y, y no estaría de más que le pidieras una disculpa al señor Albear, ¿eh?
—Sí señor. Con permiso.
—Anda, anda.
Arturo cerró la puerta tras de sí. El pobre viejo estúpido, pensó. Quedó parado en el pasillo, mirando con desprecio a los alumnos que jugaban y corrían por el patio.
1961