Material de Lectura

 width= Juan Manuel Torres



Selección y nota
introductoria de
Gerardo de la Torre



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Nota introductoria

A Delia Casanova

 

“Si hay que filmar —decía Juan Manuel Torres—, pasan temprano por ti y a las siete de la mañana estás en el set. Allí se encuentran ya los actores y los técnicos; no queda más remedio que filmar. Escribir es otra cosa. Es una disciplina que te impones. Pero si no escribes este día hay otro, hay otra semana, otro año.” En buena parte por estas razones la obra literaria de Torres resultó escasa: publicó una novela y un volumen de cuentos, dejó a medias una segunda novela, anotó aforismos y premoniciones en servilletas y trozos de papel.

Juan Manuel nació en Minatitlán, Veracruz, el 5 de abril del año de la Expropiación Petrolera. De su padre panadero heredó el recto sentido de la creación, de su madre un nunca disminuido amor al terruño. Viajó a la ciudad de México para cursar estudios superiores y, alojado en una casa de huéspedes en la colonia Roma, trabó amistad con el poeta José Carlos Becerra, a quien sobrevivió poco más de diez años.

Comenzó a estudiar psicología en la vieja Escuela de Filosofía y Letras, pero más que al estudio dedicaba su tiempo a la militancia —el grupo Miguel Hernández, la Juventud Comunista— y a la organización de cineclubes, materia ésta que le permitió ganarse la comida, los tragos y la admiración, si acaso, de un par de mujeres. Obtuvo al fin una beca para estudiar cine y viajó a Polonia en 1962. En la escuela de Lodz fue alumno de Wajda y condiscípulo de Polanski.

Literariamente, Europa lo transfiguró. Su pasión por Hemingway —nítida en los cuentos primerizos que publicó en la Revista Mexicana de Literatura y la Revista de la Universidad— sufrió retrocesos en la confrontación con autores polacos como Bruno Schultz y Witold Gombrowicz, a quienes leyó exhaustivamente y llegó a traducir. Si El viaje su libro de cuentos, 1969— compartía las influencias del vitalismo norteamericano y de los oscuros rituales europeos de la inteligencia, Didascalias —la novela, 1970— es un libro de franca ascendencia europea.


Juan Manuel Torres volvió a México a finales del año 68, con una nueva esposa polaca y una hija que en vano quiso hacer mexicana (Claudia vive en Varsovia). Durante los primeros meses, mientras se ganaba el pan redactando textos publicitarios, indagaba sobre esos meses sesentaiocheros de fiesta y tragedia que hubiera querido vivir. Una de sus múltiples vertientes lo invitaba a ser un desheredado combatiente, otra lo hacía soñar con la fama, la gloria y la riqueza, por efímeras que fueran. Fue —en sus palabras— “un oportunista que nunca tuvo oportunidades”, un aventurero mejor avenido con la tranquilidad y el bienestar. El 17 de marzo de 1980 murió en un accidente automovilístico en la calzada de Tlalpan.

Pero la tranquilidad fue siempre ilusoria. Se redujo a un hogar y una compañera (a veces), al auto y una cuenta bancaria sin sosiego, a las promesas de los productores cinematográficos. Torres, con todo, logró filmar más de cinco películas y en ellas, como en su breve obra literaria, propuso la aventura, asumió los riesgos de la búsqueda, evadió el itinerario de lo conocido. La otra virginidad (1975) le dio un Ariel —compartido con el Indio Fernández—, y en su siguiente filme, La vida cambia, se internó en un camino diferente y le fue achacado un fracaso. Modificó de nuevo sus propuestas en El mar y La mujer perfecta, películas que cuando menos merecen una revisión, y antes de que pudiera involucrarse en nuevos intentos se le atravesaron las angustias, el vodka y su proclividad a morir de madrugada.

A unos meses de partir a Polonia publicó un pequeño ensayo cinematográfico, Las divas, que apuntaba más a sus obsesiones personales (como lo confirma el corto tránsito de Meche Carreño por su vida) que a sus tendencias literarias o cinematográficas. El viaje, cuentos escritos en el extranjero, reveló los rigores formales y las audacias espirituales de Juan Manuel, pero sólo en Didascalias hallamos la concreción de su capacidad para construir un texto, desbaratarlo en lo esencial e iniciar una reconstrucción que se aparta de los propósitos iniciales para tramar y destramar una y otra vez.

Quizá valga la pena, como auténtica introducción a su obra, desmitificar —o no sé si mitificar— la vida de Juan Manuel Torres. De que se quería, da fe la descripción que hace de sí mismo en Didascalias (página 87 de la única edición): “...mexicano, 1.77 de altura, pelo castaño, ojos cafés, 19 centímetros, tristón y timidón”. De que se despreciaba, sus amigos supimos de su propensión a entregarse sin resistencia a las mujeres que amaba —y amaba casi a cualquiera que le hiciera un guiño—. Por lo demás, sabía disfrutar de la discusión política, de un buen partido de béisbol y de cualquier clase de tragos.

Fue generoso con los amigos (consten los consejos que dio a Juan Trigos, Luis Carrión, Sergio Olhovich, Gerardo de la Torre), y hay que agregar que sólo era estúpido en cuestión de amores. Unas semanas después de su muerte, durante una mesa redonda, alguien preguntó si Torres se había suicidado. El cineasta Gonzalo Martínez Ortega dio la respuesta: “Los amantes del béisbol nunca nos suicidamos: sabemos que siempre habrá otra serie mundial.”
 
 

 

 

Gerardo de la Torre


En el verano

 

 
 
 
 
 

Ahora es difícil creerlo; pero hace veinte años en este mismo lugar no había ninguna ciudad. En vez de edificios y avenidas, en vez de frisos y balcones, yacían las ruinas de otras casas y sitios parecidos a éstos. Tú has caminado por estas calles, has recorrido museos y cafés, has comido en bares y en restaurantes de lujo, has dormido en cómodos hoteles. Te has acostado con lindas muchachas que te cantaban al oído extrañas canciones, te has emborrachado a las orillas del Vístula y has visto en el invierno la emigración de los pájaros. Has visto una gran ciudad y no puedes creer que el fascismo se haya ensañado de tal manera en ella. Varsovia está llena de luz. Y tú la amas y sientes que Polonia es un país eterno, sientes que lo que has visto no perecerá nunca.


Desde su cuarto, en el último piso del Hotel Bristol, Anna miraba el Vístula y las barquichuelas que navegaban por él. Recién llegada, vestida aún con la ropa de viaje y con las maletas tiradas sobre la cama, observaba el paisaje de aquella tarde de verano. Le parecía mentira estar en esta ciudad que sólo conocía a través de las descripciones del padre; era extraño mirar estas calles que no existían cuando ella nació y que ahora nuevamente estaban aquí, traídas por el recuerdo de los hombres. “Tienes que ir algún día”, le decía el padre. “Antes que yo muera tienes que ir y volver a decirme si todo es como yo te lo he contado.” Ante sus ojos, más allá de esa enorme ventana, estaban los sitios que el padre le había descrito. “Eres polaca”, decía, “ten presente siempre que eres polaca y que algún día tendrás que volver. Acuérdate siempre de mis palabras”. Anna lo escuchaba sin contradecirlo; pero para ella (“En ese parque nos conocimos tu madre y yo”) Polonia era un país imaginario, era la historia y el pasado familiar, los cuentos de hadas y las promesas de una eterna juventud. “Si algún día vas tienes que ir a todos los sitios. No puedes olvidarte de nada. Algún día todos volveremos. Mira, esta caja de música la compré en París. Es una polvera. Pensaba llevársela de regalo a tu abuela, pero la guerra... tú sabes... Es una melodía que ella tarareaba siempre. Ni siquiera sé cómo se llama ni por qué le gustaba tanto. Claro que pude habérsela mandado por correo, pero no lo hice porque tengo la esperanza de que yo mismo he de llevársela. Sí, no te rías ustedes los jóvenes se ríen con facilidad de estas cosas.”

A pesar del padre, Anna sentía que su lugar estaba en otra parte. Puedes caminar y caminar por el mundo, pensaba, pero al final tienes que morir en esta tierra, sin que la nieve te cubra jamás, sin que la hierba deje de crecerte en los huesos. Tal vez lo mismo había pensado el padre. Y la madre, acostada enferma en su cuarto desde hacía cuatro años. Tal vez lo mismo habían pensado todos los extranjeros que ella había conocido y visto morir con el alma congelándoseles de miedo y desesperación. “Volver”, decía el padre y a la madre le brillaban los ojos: “volver”, repetía casi con obsesión. Pero tú Anna, pensaba, amas esta ciudad y no huirías de ella ante ninguna guerra. Tú no quieres poder recordar estas calles, sino caminar por ellas y soñar y divertirte y pensar que nada va a cambiar nunca.

Más allá de la ventana la tarde se oscurecía y las aguas del Vístula se hacían menos visibles. Anna se incorporó y fue al baño para llenar de agua la tina. Después abrió sus maletas e intentó poner en ellas un poco de orden.

Cuando llegó al aeropuerto eran las once de la mañana. Paul y Carmen habían ido a despedirla y la esperaban en la cafetería con un gran ramo de flores. Paul la ayudó a arreglar todo lo concerniente al equipaje y una hora después se despidieron. Al abrazarla, Carmen lloró con un llanto de niña desamparada. Era la primera vez que Anna viajaba en avión y durante todo el tiempo no dejó de mirar a través de la ventanilla; primero fue la tierra montañosa, arrugada de cicatrices, después la luminosa geografía costera y —al final— el mar y una visión muy lejana de Campeche y Yucatán. Horas más tarde apareció Cuba. Desde el avión las palmeras parecían flechas clavadas en la isla. Al día siguiente abordaría el avión hacia Praga. Después de la inspección aduanal un automóvil la condujo hasta el hotel. La hospedaron en un cuarto lujosísimo y desde su ventana volvió a ver el mar.

Se desnudó y entró en la tina de baño. Al contacto del agua caliente su piel se relajó. Cerró los ojos. “Verás nuestro país. Yo voy a morir, pero me consuela saber que tú volverás. Alguien de nosotros tiene que volver, Anna. Entiéndelo. Tienes que prometerme que volverás. Tu padre murió sin que se lo prometieses. Ahora sólo quedamos nosotras. Yo quisiera volver, pero me voy a morir antes. Tienes que prometérmelo, Anna.” Desde la muerte del padre la madre había guardado silencio. Lo anterior se lo dijo una mañana de domingo. Anna le había llevado un vaso de jugo de naranja y la madre le pidió que se quedase un momento con ella. Tenía los ojos hinchados y rojos, como si hubiese llorado o como si no hubiese dormido en toda la noche. Su delgado cuerpo (cada vez más delgado y enfermo desde hacía cuatro años) se incorporó dificultosamente hasta quedar casi sentado sobre la cama. Anna le puso unos almohadones en la espalda y la madre se lo agradeció con una sonrisa. Bebió lentamente el jugo de naranja, haciendo grandes pausas, como si necesitase descansar del esfuerzo que hacía. Al terminar le pidió a Anna un peine y un espejo que yacían en una mesilla cercana. Anna la ayudo a peinarse, y se admiro de que la madre la retuviera durante tanto tiempo. Generalmente no permitía que nadie estuviese con ella; se avergonzaba de su estado, de su inutilidad de enferma. Anna la recordaba como mujer hermosa. El padre solía decir que Anna se le parecía cada vez más, que si la madre no hubiese quemado sus fotografías ella ahora podría presentarlas como suyas; pero la madre a los 18 meses de enfermedad, quemó todas sus cartas y retratos el día en que Anna cumplió dieciséis años. Anna terminó de peinar a la madre y ésta le dio las gracias. Después, como si todos sus actos hubiesen sido sólo el preparativo de un gran acto final, dijo en polaco su pequeño discurso. Anna sintió lástima y vergüenza. “Zobaczysz nasz kra…”, empezó a decir la madre. Y de frase en frase su voz se hizo más ridícula.

En la tina de baño, con los ojos cerrados, Anna pensaba a cada instante en alguien distinto; pensaba incluso en el desconocido de cabellos negros que en el avión no le había dirigido la palabra ni una sola vez; pensaba en Paul, que al despedirla la había abrazado tan fuertemente que casi le había hecho daño; en Carmen, que entre lágrimas le había pedido un caracol para su colección y unas revistas de modas antiguas. Anna pensaba en su casa y en su alcoba, en la madre enferma que estaría riñendo con la sirvienta, en el desorden en que habían quedado sus libros, en su caballete de pintura, en sus paisajes de piedra pintados los domingos en Tepoztlán; pensaba y sentía en la piel el agradable calor del agua y un cansancio enorme en los músculos. Se enjabonó rápidamente y terminó de bañarse. Envuelta en una toalla se acercó nuevamente a la ventana. Había oscurecido totalmente. Eran las nueve y media de la noche y antes de acostarse quería bajar a cenar. Eligió un vestido azul y empezó a vestirse.

Cuando la guerra empezó los padres de Anna estaban en París. Recién se habían casado y, con la ayuda de la familia de ella, habían salido de viaje. Se preparaban a volver cuando se enteraron de que las tropas hitlerianas habían invadido Polonia. Con el transcurso del tiempo se fueron enterando de la muerte de todos sus familiares. Sólo la madre de él siguió viviendo. Al principio intentaron vivir en Francia. Él trabajaba en una fábrica de juguetes y ella era traductora en una editorial. Pero los acontecimientos los obligaron a salir de Europa e iniciaron un largo viaje por América que los llevó a México en la primavera de 1944. Cuando Anna nació, en diciembre de ese año, la guerra estaba por terminar.

Sentada frente al espejo del tocador, Anna rodeó sus ojos grises con una delgada línea azul y enrojeció un poco sus labios. Peinó ligeramente sus cortos cabellos y se puso un collar de ámbar que había pertenecido a la madre. Se miró en el espejo y sus rasgos eslavos se le revelaron más definidos que nunca. Trató de imaginarse vestida de otra manera y en otra habitación. En una alcoba llena de encajes dos mujeres la peinaban cuidadosamente, ordenando sin prisa sus largos cabellos que le llegaban hasta la cintura. Ella tenía los ojos entrecerrados y aspiraba sensualmente el olor de su cuerpo acabado de bañar. Las mujeres terminaron de peinarla y salieron de la habitación. Después de unos minutos, el padre entró y ella sintió sus labios húmedos que la besaban alrededor del cuello.

Anna encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana. La ciudad iluminada en la noche era menos bella que en el día. Escuchó que en la radio del cuarto vecino una voz decía la hora. Era tarde y ella tenía hambre. Llamó por teléfono al comedor y pidió que le subieran un bistec, un par de huevos y una copa de vino húngaro. Había decidido cenar sola. Varsovia podía esperarla hasta mañana. Ahora quería descansar y dormirse con la sensación de que era pequeña y el padre la arrullaba contándole cosas maravillosas de un país muy lejano. Encendió la radio y la habitación se llenó de música.

Se desvistió y se puso una bata color rosa. Buscó en una de sus maletas un librillo de poemas y se tiró sobre la cama. A través de la bata su cuerpo en reposo se dibujó con precisión. Leyó hasta que el timbre de la puerta anunció la llegada del mozo que le traía la cena.

Hacía ya una semana que Anna estaba en Varsovia. En este tiempo lo había recorrido todo velozmente y en cierto modo había llegado a decepcionarse. Para ella Europa era sobre todo —a pesar de las largas noches en que inútilmente el padre le hablaba del carácter eslavo, de los bosques con pequeños corazones de lago, de los rojísimos atardeceres sobre el Vístula la inestabilidad vertiginosa de París y Roma, ciudades que ya la esperaban. Varsovia (de monumentos, de “aquí murieron”), era, según Anna, demasiado provinciana (ciudad piedra, ciudad fuego y ciudad sangre). Todo sucede, pensaba (ciudad resucitada), en un ritmo lentísimo; como si nadie tuviera prisa por vivir.

Al día siguiente Anna viajaría hacia Suchodebie, donde la abuela seguramente la esperaba tratando de imaginarse el rostro de Ludwik con cabellos largos, trasvistiendo el recuerdo de aquel hijo que nunca le había escrito. Anna le había mandado una tarjeta postal avisándole que llegaría el domingo. Ahora estaba sentada en una cafetería esperando a que llegase Enrique, el muchacho mexicano que estudiaba en Varsovia y para el que Paul le había dado una carta. Enrique llegaría a decirle que se moría de nostalgia por México, por su casa de Mazatlán, por la comida que le hacía su madre y por una muchacha llamada Ángela. “Debes conocerla”, le decía, “estudia Química en la Universidad”. Hablarían de las flores de México, de las que Anna no tenía la menor idea y en las que Enrique era un experto. El pensaría en una casa de Mazatlán y ella en un apartamiento de la Colonia del Valle.

Anna y Enrique salieron de la cafetería y se dirigieron hacia el hotel. “Cuando vuelvas”, dijo Enrique, “quiero darte algo para que se lo lleves a mi novia”. Caminaron y no volvieron a hablar hasta que llegaron al hotel. Se despidieron y Anna se dirigió a la administración en busca de su llave.

En el vestíbulo del hotel, mientras esperaba el elevador, un joven alto de cabellos negros le dijo algo en italiano.

Hubo un día en que Anna lloró largamente. Volvió a su casa y se encerró en su cuarto y arrodillada ante la imagen del Sagrado Corazón pidió perdón a Dios por el pecado que había estado a punto de cometer. Lloró sintiendo sobre los senos y las piernas el recuerdo de las manos calientes y sudorosas de Felipe Bustos, el novio adolescente. Las manos temblorosas “Dios” que le alzaban el vestido “¡No!” mientras él “Dios” la besaba en el cuello y en la boca con lengua erecta y le decía que no tuviese miedo, que el amor era más grande que todas las cosas, incluso que el dolor. “Dios. Dios.” Y en un momento de lucidez, el último, Anna huyó; huyó de él, del novio que las muchachas le envidiaban; huyó de algún futuro, de las caricias en el cine, de las tardes en el Yom Yom, de las carreras de caballos; huyó de sus labios, de las misas en San Ángel, de los paseos por Coyoacán, de los sueños de una vida feliz, de aquellas manos que le alzaban el vestido y subían por sus piernas buscando... “Dios.” Llegó a su casa y se encerró y no quiso hablar con nadie sino con el que tenía el corazón sobre el pecho. Y ahora, desde ahí, desde esa tarde, desde esa cama de hotel, alguien muy parecido a aquel Felipe Bustos le decía primero en italiano, luego en inglés y después en francés que la invitaba a bailar a alguna parte.

Sin esperar más el elevador Anna subió corriendo por las escaleras mientras sentía que aquellas manos temblorosas empezaban a acariciarle los tobillos y subían lentamente en busca de su corazón.

La abuela la esperaba en la parada de los autobuses. Toda la mañana había estado pendiente de la hora en que llegaban los autobuses de Kutno. Anna llegó en el sexto y, cuando el autobús volvió a alejarse, en el polvo del camino quedaron únicamente ella y la vieja.

— ¿Es usted mi abuela? —preguntó Anna para romper el silencio.
—Sí —dijo la vieja. Y se acercó a Anna con los brazos abiertos.

En medio del polvo el abrazo de las mujeres parecía un tronco de árbol clavado en la tierra. Los brazos secos y arrugados de la abuela estrechaban a Anna y sus dedos callosos le acariciaban el rostro. Durante el viaje, Anna se había apostado a sí misma que la abuela la esperaría llena de colores chillantes y apestando a perfume barato; pero la abuela estaba vestida con una sencilla y amplia falda gris y con una blusa blanca adornada de pequeños encajes. Y el único olor que de ella salía era un olor a árbol, a tierra y a río.

Te llamas Anna, ¿no es cierto? —dijo la abuela mientras caminaba hacia la casa—. Así se llamaba mi madre. Ludwik la quería mucho.

Entraron a la casa y Anna descubrió la sombra de otra mujer sentada en la cocina. La vieja siguió su mirada y llamó a la mujer con un gesto.

—Es Natka —dijo—, la viuda de mi otro hijo. Es sordomuda.

Arma le tendió la mano y casi con horror, sin poder evitarlo, vio cómo la mujer se la besaba casi cayendo de rodillas ante ella. La abuela hizo un gesto y la mujer volvió al rincón en que estaba cuando Anna la descubrió. La abuela colocó la maleta de Anna sobre una mesilla y le dijo:

—Natka puede servirte en todo lo que necesites. Tu cuarto será éste. En esta cama dormía tu padre.
—Papá murió —dijo Anna.

La vieja pareció no oírla.

Anna, sin saber qué hacer, estuvo inmóvil un momento. Después, acordándose de los regalos que había traído, abrió su maleta y uno a uno, como si quisiera hacer tiempo, los fue depositando en las manos de la abuela, a la que en alguna parte del cuerpo o de la memoria cada uno de los paquetes le fue despertando la risa de un muchachillo rubio que corría bajo el sol.

—Ábralos —dijo Anna—. Niech Babcia je rozpakuje.

Lo primero que la vieja vio fueron las blusas que su nuera le enviaba. Eran demasiado finas para el campo y en sus gruesas manos parecían trapos inútiles, como manteles de lujo sobre una mesa rústica.

—Las envía mamá —dijo Anna avergonzándose un poco—. La pobre está muy enferma.

La vieja puso las blusas a un lado y abrió el siguiente paquete. Había en él un pequeño reloj de pulsera y una polvera de ébano. Sus toscas manos abrieron la polvera y el aire se llenó de notas metálicas.

—Papá... —intentó decir Anna; pero calló al darse cuenta que la abuela sabía que ese regalo sólo podía haber sido elegido por Ludwik.

—Yo le traje esto —dijo—. Y le entregó la pañoleta de colores que le había traído.

—Descansa un rato —dijo la vieja–. La comida estará lista dentro de unos momentos.

Anna cerró la puerta del cuarto y se cambió de ropa. Después salió a caminar por el jardín y esperó a que la abuela la llamase a comer.

Cuando comían, el ruido de una motocicleta anunció la llegada de un joven al que Anna pudo ver a través de la ventana. Era alto y rubio y tenía la piel quemada por el sol. Anna lo veía ante un fondo de trigales, bajo la sombra de un manzano. La abuela abrió la ventana y lo llamó.

—¡Jurek! —gritó.

El muchacho se acercó a la casa.

—Es el hijo de los vecinos —dijo la abuela–, le he pedido que te acompañe durante el tiempo que estés aquí. Yo tengo trabajo y él está de vacaciones.

Jurek entró y se apoyó de espaldas a la puerta.

—Espero a que terminen de comer —dijo.

Después de la comida la abuela los presentó y sugirió que Jurek llevase a Anna a dar un paseo en moto. Anna prefirió citarse para el día siguiente.

—Estoy muy cansada —alegó.

—Si la señorita quiere podemos ir a nadar mañana —dijo Jurek—. Cerca de aquí, en Lubien, hay un lago espléndido.

Anna accedió y se citaron para el día siguiente en la mañana. A través de la ventana lo observó mientras caminaba hacia donde había dejado la motocicleta. Caminaba sensualmente y a Anna le gustó el contraste que hacía su rostro casi femenino sobre su enorme cuerpo.

—Es un gran muchacho —dijo la abuela.

Jurek puso en marcha el motor y se alejó.

Se levantaron de la mesa y Anna volvió a salir al jardín. Se acostó sobre la hierba y sintió cómo poco a poco el sol le iba calentando la piel. Cerró los ojos. Desde la casa la abuela la observaba. Quiso gritar y decirle algo, pero no se le ocurrió nada. Natka estaba a sus espaldas y no se dio cuenta cuando la vieja empezó a llorar. Después se calmó y discretamente se secó los ojos. Anna dormía. Natka tampoco pudo oír cuando, sin que ella misma lo advirtiese, la vieja volvió a tararear una melodía que no había olvidado.


Natka no podía dormir. Acostada en el catre que desde hacía quince años era su cama provisional, se revolvía sin poder conciliar el sueño. En la oscuridad sólo el roce de las sábanas y el contacto del catre bajo su cuerpo la unían a la tierra. Los olores y el sabor ácido de su saliva eran parte del mundo invisible que por las noches se apoderaba de sus pensamientos. Hacía tiempo que no le costaba trabajo dormir. Desde que la suegra le permitió que viviese con ella sus noches habían sido tranquilas. Sólo a veces (olor a altramuces arrullados por un viento mudo) le volvía el recuerdo de aquella mueca que debió haber sido un grito. Entonces no podía dormir y rezaba por la memoria del esposo muerto. Después de las oraciones el sueño la vencía. Pero esa noche todo rezo era inútil. La atormentaba otra cosa distinta. Desde que Anna avisó su llegada Natka advirtió que los ojos de la vieja se encendían con la esperanza de atraerla a la tierra trabajada siempre por gente de su sangre, de esa sangre que Natka había visto escapar del cuerpo de su esposo asesinado por un nazi borracho que quería acostarse con ella y que lo hizo mientras en un rincón agonizaba el cuerpo que ella había amado y que la había amado a pesar del silencio que creció hasta el infinito esa noche que él moría y ella era violada llena de dolor y de vergüenza porque sabía que aquel soldado de veinte años era el hombre más bello que le iba a tocar aunque fuera junto a la sangre de la que ahora volvía Anna con los ojos grises y una sonrisa como el sol. Hasta entonces Natka había estado segura de que heredaría la granja después de la muerte de la vieja; pero ahora, acostada sin poder dormir, se martirizaba pensando en que el último lugar del mundo donde podía sentirse segura estaba a punto de desaparecer.

Los objetos del cuarto, las paredes y los muebles, fueron saliendo lentamente de la oscuridad. A medida que la claridad de la mañana aumentaba, Natka se fue sintiendo más segura. Antes de quedarse dormida trató de recordar el color de todas las flores que le gustaban.


Habían estado nadando toda la mañana. Los cuerpos de los dos yacían ahora en descanso sobre la hierba; cerca el uno del otro; casi desnudos bajos los minúsculos trajes de baño. Se tocaban con los pies, balanceándolos despaciosamente sobre los talones. Anna miraba a través de sus anteojos oscuros los planeadores que como barquillos de papel se deslizaban en el cielo. Se movían con lentitud, impulsados por cualquier ráfaga de aire, evitando volar sobre el lago para que el aire frío no les hiciese perder altura. —Son bellos, ¿verdad?

—¿Los planeadores?

—Sí. Me gustaría estar en uno de ellos.

—Si te quedases más tiempo podrías aprender a volar. Aquí cerca hay un aeropuerto.

Muchísimo más arriba Anna descubrió la estela de un Mig. Surgía del horizonte dividiendo en dos un cielo magnífico.

—Podrías quedarte —insistió Jurek—. Por lo menos un mes.

Anna se sentó y encendió un cigarrillo.

—Tengo que irme —dijo.

Jurek se puso de pie y echó a correr hacia el lago. Anna lo siguió con la vista y sintió deseos de estar junto a él. Jurek nadó durante unos minutos y cuando salió a la orilla se sacudió enérgicamente el agua. Desde la orilla hasta donde ella estaba había aproximadamente cincuenta metros. Jurek se acercaba lentamente. Anna lo esperaba con los brazos abiertos, como si quisiese atrapar en su cuerpo todavía virgen una tranquilidad que Jurek no podía ofrecerle, una tranquilidad que sólo iba a encontrar después de muchos años de olvido.


—Yo tengo una tía en Varsovia —dijo Jurek—, podría quedarme a dormir en su casa durante un par de días.

Estaban parados al borde de la carretera mirando cómo segaban el trigo. Jurek trataba de convencer a Anna para que le permitiese acompañarla a Varsovia.

—Podría quedarme en su casa y te serviría de acompañante. Conozco bien la ciudad y tengo muchos amigos.

—No tiene caso. Dentro de dos días tomaré el avión; así que si salgo de aquí mañana estaré en Varsovia solo un día. No tiene caso que por un día te molestes.

—Pero si no es ninguna molestia. De todos modos tenía pensado ir.

Era miércoles y Anna había decidido volver al día siguiente hacia Varsovia. Durante las dos semanas que había estado en Suchodebie Jurek la había acompañado a todas partes. A veces había sentido deseos de quedarse a descansar en la casa, pero la abuela la había casi obligado a que saliese con él (“Es el vivo retrato de tu padre”, le decía). Jurek la tomó de la mano y Anna no se dio cuenta. El trigo caía bajo las segadoras mecánicas y unos hombres lo acomodaban en grandes montones. El sol, casi ya en su crepúsculo, doraba tenuemente las mieses con una luz dolorosa, como de otoño, que a Anna le pareció interminable.

 

 

Lodz, agosto de 1964.

 


Didascalias
(fragmento)

 

Lunes

Londres. Una tarde como para tocarla con los dedos. Ulises abandona el sueño con que los dioses le cerraron los ojos y entra a otro sueño aún más sueño. Envuelto repentinamente entre olores de ojos y ruidos de ranas vomitadoras sale corriendo hacia nada en busca de una tranquilidad que nunca va a tener. Desesperado entra en un bar y mientras recuerda (y mientras trata de no recordar) la mirada aterrada con que Alina lo vio irse (irse) empieza a beber una larga hilera de copas que va alineando en su imaginación para cubrir con ellas ese rostro, esas manos crispadas —o quizá desmayadas— y ese grito que quizá era una sonrisa o la vecina que le daba los buenos días al apóstol. Pero la ebriedad no es una cosa tan sencilla, no es algo que pueda evocarse a fuerza de alcohol o mañas; para estar ebrio se necesita un signo, un movimiento mágico que indique que ha llegado el momento de perder pie y entonces el alcohol es un pretexto, una parte del ritual necesario para llegar a ese estado beatífico en que el hombre se encuentra en comunión con Dios. Y para Ulises aún no había llegado el momento, porque no sería sino hasta la noche cuando le tocase saber cosas, estar cerca, tener ojos en las puntas de las uñas. Ahora tenía que quedarse con el rostro de Alina (¿Por qué estaría tan azorada? ¿A quién le temería?) y andar con él hasta que sin querer, por accidente, lo perdiese como una revista vieja abandonada en un tranvía. Lo único extraño era que en su memoria el rostro de Alina no era rostro de Alina, sino esencia de rostro de A., sin ojos, ni orejas, ni demás cosas. Pero en realidad esto no tenía nada de extraño, porque así son siempre los recuerdos, más bien palabras que imágenes, y no se mira nada con la memoria sino que se repite un nombre una y otra vez, incesantemente, con la loca esperanza de que en el horizonte aparezca un esbozo, una silueta que pueda satisfacer nuestras ganas de ver. Alina. Alina, ven al ojo. Hágase tu voluntad así en el ojo como en los ojos. ¿Pero qué pasa? ¿Ulises llora? No. Orina y ése es el ruido del agua que cae sobre la losa, un poco así como lluvia primaveral, como apagar un incendio, como beber una copa de vino con el mejor amigo para brindar por la muerte de los sucesores. Ulises orina. Orina mientras espera que llegue la noche en que sucederán cosas. Ulises orina y esto es extraordinario, importante, algo que debería llenarnos de alegría, pues significa que Ulises es bueno, magnánimo, fraternal, ya que si él orina, si hace una pausa, si se queda callado, es para compensar a otros Ulises que en los planetas a, b y z deben estar amando o arriesgando la vida entre lanzas de caballería. Ulises termina de orinar. Alguien seguramente ha muerto en ese instante en que otro Ulises abre otra puerta para encontrar otra ventana. Pero no obstante tiene que haber una salida. El laberinto debe ser ilusorio. Y basta creerlo para que la salida ya esté. Ahí va Ulises trastabillando, sin poder escapar a un destino del que no quiere escapar, pues el solo quererlo ya sería haber escapado, y escapar del regreso quiere decir ya estar muerto, hablando con Aquiles y sintiendo la infinita mudez del otro mientras Ulises los invita a cenar. Entonces nosotros estaríamos contando la historia de otro Ulises y nada habría cambiado y nada se habría alterado y nada habría dejado de ser, de suceder, porque la historia avanza aunque se haga lo imposible por detenerla, porque lo único que se puede salvar es la historia, las relaciones, los tejidos, aunque los personajes vayan cambiando, aunque los nombres y los disfraces varíen, aunque el autor ya no sea el mismo, porque la historia bien puede relatarse por sí misma. Nosotros somos la única ficción en todo esto, lo único inseguro somos nosotros mismos, los que a base de palabras queremos dar una prueba (bastante frágil) de nuestra propia existencia, ya sea yo, el que escribe ahora estas didascalias, o el otro, el que algún día ha de escribir esta novela para salvarse asimismo de sí mismo.

Pero ahora es la noche (aún no la segunda, sino apenas la primera) y Ulises está sentado con Alfredo (que parece aburrirse tanto como Ulises), mientras en las mesas vecinas los muchachos y las muchachas parecen estar soñando. Alfredo quisiera estar con ellos en vez de estar mirando la muerte de Ulises, con quien ahora (aparte de unos cuantos recuerdos, recuerdos que no tienen nada de extraordinario) no lo une otra cosa sino las cartas de Sorgen que él debía entregarle y que Ulises ha venido a buscar. Todas las cosas que alguna vez pudieron haberle hecho sentir la necesidad de ser amigo de Ulises han desaparecido entre las ojeras, el encorvamiento y el destruido rostro de esos treinta años que ahora tiene enfrente y que mira con un poco de repulsión, pues no entiende (ni le importa hacerlo) ese suicidio diario, alcohólico, marihuánico a veces, que ha convertido a Ulises en un guiñapo, en un anciano, en el anciano con que Palas Atenea quiso disfrazarlo para hacerlo irreconocible por Telémaco, a quien repugna esa vejez de un hombre con el que ha perdido todo contacto, de un hombre que cuando le anunció su llegada le alegró el corazón pues pensó que podría hablar con él (cuyos juicios habían sido siempre bueno, quizá no siempre, pero sí hace cinco años— bastante claros) de los últimos acontecimientos de México (ráfagas, ráfagas, más ráfagas, muchachos muertos, silenciados, asesinados, las tres culturas defendiéndose de una cuarta cultura, tres muertes defendiéndose de la vida, defendiéndose de la vida, llenando de balas las bocas de esos muchachos, llenando de tierra y de sangre y de tierra revuelta con sangre esas frágiles vidas, que se quiebran, que caen, que aún se atreven a erguir ante la muerte el dedo índice y el cordial, el dedo índice y el cordial creciendo hacia el cielo, el dedo índice y el cordial como gritando no pasarán, porque aunque cuando pasen no pasarán, porque aunque destruyan no pasarán, no pasarán, no pasarán, no pasarán ni de día ni de noche, no pasarán aunque pisoteen esos dedos que no se romperán, porque aunque se rompan surgirán otros dedos que no se romperán y aunque éstos se rompan surgirán otros dedos que no se romperán, no se romperán y no pasarán, no pasarán, no pasarán... ráfagas... ráfagas... una muchacha rueda y un soldado joven, sano, hermoso, buen padre, buen amigo, le da al pasar una patada en el culo ya muerto que no le va a servir a esa muchacha muerta sino para recibir las patadas de otros muchos soldados de muerte que ya no serán jóvenes, ni bellos, ni sanos, ni alegres, pobre muchacha muerta, pobres muchachos muertos, pobres muertos muertos hasta con el culo muerto pero con los dedos vivos vivos vivos... No pasarán...), acontecimientos de los que Ulises no quería saber ni una sola palabra y ante los que se muraba los oídos como ante un veneno, pues para él ahora sólo existía su historia personal y los rostros (las figuras) de los muchachos y muchachas que estaban sentados en las mesas cercanas y que lo mismo habrían estado sentados si todo hubiera sucedido en el bar Itacaxtlán que aún no se ha construido en Atenas, pero que ya respira con la vida de allá y esto es lo importante y no los muertos y los heridos, porque éstos abundaron aún más en Troya y porque además el egoísmo es la única manera de salvarse de los demás.

Profundamente disgustado Alfredo acepta no hablar más del asunto y se pone a hacer el juego de recordar el color de aquellos zapatos que Mejorina tiró al fuego; pero las palabras, esas inútiles tentativas de ser gentil con Ulises, solamente le despiertan con más intensidad aquellas terribles imágenes publicadas por todos los periódicos, aquellas fotografías en las que a veces ha logrado (o ha creído) reconocer el rostro de un amigo o las manos desgarradas de alguna muchacha que hubiese podido amar. Bajo las apacibles imágenes que recrea con Ulises —calles y gaviotas de Gdánsk, montones de nieve sobre los tejados, bares varsovianos, largos paseos por Cracovia— se esconden las otras imágenes, las que Ulises no quiere escuchar, las espeluznantes, los gritos en las calles, las muchachas balaceadas, los cuerpos desnudos, cosidos después de la autopsia, todas esas imágenes que ya no lo dejarán en paz (“V”), porque se avergüenza de no haber estado allá, aunque en el fondo prefiera por supuesto la vergüenza de no haber estado allá a la posibilidad de haber estado allá o a la posibilidad de estar en todos los otros sitios que no son México pero que son el mismo infierno, aunque más largo, infierno que dura ya varios años, infierno que no va a terminar tan fácilmente con un balance tan pequeño (aunque no sea pequeño o aunque quizá lo sea), infierno que dura en muchas otras ciudades, que durará en muchas otras ciudades, y Alfredo lo sabe y Alfredo se rebela y Alfredo tiene ganas de llorar y Alfredo pensaba que podría hablar de todo esto con Ulises, pero Ulises no se deja atrapar en la trampa, Ulises ya ha pasado demasiado tiempo en Troya, Ulises quiere olvidarse de Troya, Ulises quiere ocuparse de sí mismo, Ulises quiere ser Ulises para no seguir siendo Ulises; no, Alfredo, ni siquiera de Checoslovaquia podrás hablar con él, ni siquiera de esas tropas que en la noche entraron al día para volverlo tan oscuro como las noches de que ellas mismas llegaban; no, Alfredo, ni siquiera de los árabes quemados por los judíos, ni de los judíos quemados por los árabes, ni de los judíos quemados por los judíos, ni de los judíos que ya no eran judíos pero que volvieron a ser judíos, ni de los polacos perseguidos en Alemania, ni de los alemanes odiados en Yugoslavia, ni de los rusos perseguidos en todo el mundo, incluso (a veces, por desgracia, ¡qué terrible!) en la misma Unión Soviética; no Alfredo el infierno tiene más alcance que el infierno que ahora te atormenta, entiende a Ulises, comprende que él ya no quiere hablar, ni actuar, ni hacer nada, él quiere solamente cumplir su pequeño papel, repetir su historia, cumplir lo que ya está escrito, eso es todo, eso es todo lo que Ulises puede desear, eso es todo lo que Ulises puede cumplir, eso es todo. Por lo tanto es mejor entregarle las cartas de Sorgen (metidas dentro de una bolsa de plástico) y volver a casa para dormir en la paz de Dios en espera de que llegue la segunda noche, cuando por casualidad encontrarás nuevamente a Ulises y lo llevarás a un bar español propiedad de un chipriota, donde tú cantarás y Ulises cantará y donde Manolete y Salvador (que también cantarán) harán muy buenas relaciones con Ulises y esto te molestará aún más y volverás a salir apresurado para irte a acostar con Molly que esa noche vomitará entre las sábanas y tú descubrirás que está enferma y va a morir, lo que te aterrará aún más y no sabrás qué hacer y te quedarás toda la noche sin dormir, pensando y pensando hasta llegar a darle la razón a Ulises que a esa hora (en el momento en que tú le des la razón) ya habrá cometido el crimen. Pero esto será apenas en la segunda noche. La primera noche Alfredo y Ulises conversarán alegremente, haciendo bromas sobre todos los amigos comunes, reirán y hablarán en voz alta sin advertir que su bullicio latino resulta un tanto molesto a los muchachos y muchachas que estarán sentados en las mesas vecinas. Será un encuentro agradable después de tantos años. Después Alfredo se despedirá de Ulises, le dará las cartas de Sorgen (cuidadosamente ordenadas en una maletita de cuero) y se citarán para el día siguiente, para la segunda noche de esta historia.


Trozos de papel

 

La ternura es una pérdida de tiempo. La inteligencia sólo puede nutrirse en el egoísmo. Y el resultado de ella —el pensamiento— es la única generosidad posible.

 

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El amor y el odio son cosas de dios y del diablo. El hombre posee algo mejor: la inteligencia, única arma contra la simplicidad de los sentimientos.

 

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Dios creó al mundo. Éste es un acto de bondad. De inteligencia sería seguirlo pensando.

 

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El mundo estaría mucho mejor si no estuviera.

 

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Canción ranchera: “Ella quiso quedarse cuando vio mi tristeza.. .” Pero ya estaba triste porque sabía que ella iba a querer quedarse.

 

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La soledad es el único refugio de los que están acompañados.

 

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La guerrilla intelectual consiste en aprovechar cada instante para mejorar. Quien piensa hoy igual que ayer, no merecería haber despertado.

 

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Seamos sinceros: pongámonos las máscaras.
Escribir un poema es sembrar el desconcierto, romper los cristales de una casa tranquila, estrangular a una sirvienta. En fin, sembrar un poco el caos.

 

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Vuelvo a amar de las mujeres sus cabellos, sus pezones, sus pies: todo lo que las vuelve efímeras. Que otros amen sus almas. Yo me conformo alegremente con la fugacidad de sus cuerpos.

 

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Los milagros son una vuelta a lo cotidiano. Lo cotidiano, en cambio, es siempre extraordinario.

 

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Las verdades no dichas son mentiras a medias. Y las verdades dichas son mentiras completas.

 

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Cada mañana, su sonrisa intentaba ser una sinopsis de los diez años que habíamos vivido juntos.

 

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En la mayoría de los casos el amor es enfrentarse a una solución sin problema.

 

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Odiemos la simplicidad, porque simplifica el odio.

 

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Amar es la pérdida de todo sentido crítico, es abandonarse a la animalidad más ingenua. Sólo los imbéciles aman. La peor idea es realmente más valiosa que el mejor amor.

 

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Nada me falta para morir esta noche
lo tengo todo preparado
mi botella de ron
mis cigarrillos
mi cabeza en la almohada
mi lámpara mis libros
la foto de mi hija
todo está listo
puedo seguir viviendo


Mi adorada Emy
(fragmento)

 

Emy se desprendió de los brazos de Carlos y se dirigió a su recámara. “Comeremos fuera”, le dije. “Tenemos que ir por los boletos”. Carlos vio cerrarse la puerta de la alcoba y trató de adivinar qué vestido se pondría Emy, pero antes de que se formara una imagen definitiva la puerta volvió a abrirse.

—¿Cómo se pronuncia Iowa?

Carlos se lo dijo y Emy desapareció otra vez. De ahí en adelante ya no volverían a esperanzarse sin que la palabra Iowa aflorase de una u otra manera a su conversación, aprenderían incluso a pronunciarla con la sola mirada, con un simple movimiento de hombros o con una sonrisa retenida para no hacer las cosas demasiado obvias.

Mendoza y Emy veían en ese corto viaje a los Estados Unidos la apertura de una nueva vida, aunque tal vez hubiesen preferido renunciar al viaje antes que admitir la importancia desmedida que tenía para ellos ese cursillo de conferencias en una universidad de la que no sabían casi nada. La forma en que se explicaban su entusiasmo era diciendo que el dinero les hacía mucha falta y que además unas vacaciones no les caerían mal; pero tales razones no eran proporcionadas a la felicidad que ambos presentían.

Carlos sonrió. De repente, sin pensar ya en el asunto, había adivinado cuál vestido llevaría Emy. Seguramente se pondría cualquier otro; pero, para Carlos, Emy estaría vestida tal como lo había imaginado; lo demás, las ropas que realmente se pusiese, no serían sino una débil negativa, un leve intento de decir no a sabiendas de que la verdad ya estaba dicha, de que ningún hecho podía alterar esa realidad más profunda, aquello que ocurría en un plano interior donde no se admitían contradicciones, donde lo externo era simplemente un disfraz, una apariencia, un recurso para decir las cosas sin que los espectadores se enterasen, pues ellos solamente verían la falda azul y el suéter crema e ignorarían totalmente el color del vestido colgado en el armario, quieto ahí, calladito, amado sin aspavientos, sin divulgarse en la calle, vestida rojorrojísima que adornaría a Emy ante los ojos de él, ante esos ojos que de ninguna manera admitirían la evidencia vulgar de una falda azul y un suéter crema que pronto se ensuciarían bajo el aire de la tarde.

Mendoza abrió uno de los cajones de su escritorio y sacó un envoltorio de cuartillas desordenadas: era el libro que estaba escribiendo. Seguramente en Iowa tendría tiempo de terminarlo; cuestión de organizarse y no hacer demasiadas amistades. Lástima que Emy no leyese bien el español porque sólo así entendería las razones que lo llevaban a pulir y repulir las mismas páginas, alterando una y otra vez la colocación de las palabras, en busca quizá de un ordenamiento casual que de repente se convirtiese en una clave, en un mensaje de mano desconocida que echara a vivir aquel mundo que él imaginaba, aquel recuerderío que le temblaba en las manos, agitándole la sangre, haciéndosela subir por las venas de los brazos hasta llegar a la garganta y apretarla, apretarla, sofocándole, obligándole a acercarse a la ventana para mirar el cielo en busca de aire, como si ese pedazo de azul pudiera salvarle del infierno que tenía en las manos, páginas donde casi contra su voluntad iban surgiendo las líneas, los trazos aún débiles de un México embrionario, amorfo, parecido al feto que tenía sobre la chimenea encerrado en una botella de formol, silencioso, inmóvil aunque se le observase horas enteras, días y días, a menos que se tomara en serio, pero esto era seguramente una ilusión de Mendoza, algo que no se podía creer, a menos que se tomara en serio, repito, esa fugaz vibración, ese estertor insólito que a veces parecía dotar de vida al feto observado por Mendoza, más que imposible, de veras, aunque quién sabe, porque más extrañas cosas se han visto en este mundo.

 

*

 
 

Mendoza tomó de sobre el escritorio el frasco familiar y lo puso junto a las cuartillas de su libro. No sería necesario decírselo a Emy, para que ésta lo empacase. Sabía muy bien que él no iría a ningún lado sin el feto de su hermano mayor. Al salir de México, al rematar los muebles de su casa, al prenderle fuego a lo que no podía venderse, Mendoza se había quedado con el frasco en las manos, sin saber qué hacer, pero decidido ya oscuramente a no separarse del hermano, a llevárselo a Europa, a no permitir que se disolviese este último vínculo con los padres recién muertos, fallecidos en un doble suicidio que Mendoza no podía entender entonces ni entendería jamás, aunque la carta de despedida intentara inútilmente aclarar algo: “Es mejor así. Es preferible la muerte a la vergüenza. Laura y Luis. P.D. También es una vergüenza morir. Pero no hay que soportarla”.

Lo primero que apareció sobre el mantel colgado en la pared fue el rostro de Emy. Su presencia se mantuvo largo rato con la mirada fija en los ojos de Mendoza, como si de una vez quisiera pedirle perdón por todas las cosas que iban a ocurrir sin que él pudiese hacer nada por evitarlas, sin que el futuro que le esperaba a esa Emy incierta (enrollado en la bobina delantera del proyector cinematográfico) pudiera ser modificada en lo más mínimo. Mendoza vería la mirada desesperada de Emy y sería incapaz de abreviarle sufrimientos; le oiría gritar, aunque la película todavía careciera de sonido y hubiesen tenido que rogarle mucho a Henson para que les enseñara esa copia, por favor, antes que tomemos el barco, aunque sea la última noche y de tu casa nos vayamos al muelle; la oiría gritar, pidiendo que alguien le tendiera una mano, un vaso de agua para apagar aquel infierno, y a pesar de que lo más fácil de conseguir en ese momento fuese un vaso de agua, Mendoza tendría que quedarse inmóvil, sin ayudar, porque en aquel falso mundo donde Emy se miraba de pronto en un espejo, sus gritos no la tomarían en cuenta, pues estarían dirigidos únicamente a los habitantes de ese universo rectangular donde nadie se preocupaba por saber si Mendoza existía o no, o si era muy infeliz viendo a Emy en los brazos de Julián, quien la besaba estrujándola demasiado, precisamente como ella detesta, pensaba Mendoza mientras sentía latir la verdadera mano de Emy sobre su rodilla.

Hubiera podido cerrar los ojos y aún así seguir el hilo de la historia que se desarrollaba en la pantalla, pues los estremecimientos de la mano de Emy, su peso variable, su temperatura cambiante, le iban también narrando a su manera lo que allá sucedía.

Lo absurdo era que, a juzgar por los movimientos de los labios de los demás, Emy seguía llamándose Emy, aunque su esposo fuera Henson y no Mendoza, aunque se entregase a la lujuria de Julián y todas sus acciones fueran distintas a las que emprendía en la realidad, en su vida normal, donde era una buena ama de casa preocupada por la limpieza y la puntualidad de las comidas y las camisas blancas. Era como si fuese testigo de otra posible vida de Emy, la que viviría si se hubiera casado con Henson.

Mendoza se volvió a mirar a la Emy de todos los días y la notó distinta, iluminada por la Emy que reía a carcajadas en el mantel sin emitir ningún sonido, convulsionándose como un fantasma ganado por la risa. Maldito Henson. ¿Cuánto faltaría para que aquello terminase? Quizá lo mejor fuera pretextar una jaqueca o romper el proyector a patadas, cualquier cosa, con tal de poner fin a esa Emy que pese a todo era más atractiva que la Emy de Mendoza, tal vez por el peinado, o por la iluminación, o quién sabe, pero se sentía humillado al advertir su íntima preferencia por la otra mujer, la que no le pertenecía, la que no podía cubrir con algo (quizá con ese mismo mantel que la descubría, con esa pantalla improvisada que le creaba un espacio para su existencia), evitando así que estuviera desnuda frente a la mirada de Julián, junto a esos dedos que le recorrían la piel apenas rozándola con las yemas. Oh, si sólo pudiera evitar que los dos cayeran en la cama y empezaran a agitarse, mudos, como en un sueño que otro los obligaba a soñar —Dios mío. Que esos apasionados movimientos no sean sino temblores del mantel agitado por el viento—, sueño en el que sus pieles se frotaban para encender el fuego, para sustituir las palabras, mientras Henson los espiaba desde la ventana del jardín y, al mismo tiempo, desde atrás del proyector donde en esos momentos terminaba el primer rollo.

Las luces se encendieron y Mendoza quedó con la única Emy que le pertenecía. Es tonto, pensé, tanto tiempo junto a una, para ahora de pronto preferir a la otra, a aquélla cuya vida aún tenía mucha película por recorrer. Henson malabareaba con el destino, colocando el nuevo rollo en el proyector. Mendoza dio un trago a su bebida y pensó que en realidad era innecesario continuar con la proyección, pues en ese punto él ya podía decir cómo iba a desarrollarse la tragedia, cómo iba a ser el fatal hundimiento de ese trío formado por Henson, Emy y Julián. El crimen y sus consecuencias estaban claros y nada tenía remedio. Henson había llevado a tal extremo las cosas que ya no había forma de evitar la pesadilla. Pobre Emy. ¿Imaginaba ya cuánto iba a sufrir? Los acontecimientos serían tan terribles que borrarían toda paz y belleza de su rostro. Ah, mil veces maldito quien así se ensañaba en la dulce Emy. Mi adorada Emy, ahora verás cuan mejor es la vida conmigo, esta vida serena, sin sobresaltos, sin paraísos ni infiernos; verás que elegiste bien, que tomaste el buen sendero, y que esta calma, este tedio cotidiano, es la única felicidad posible.

Henson apagó las luces y la función continuó, pero por caminos totalmente inesperados: la tormenta que amenazaba con destruir a Emy se había hecho atrás y ella era más feliz que nunca.

Definitivamente aquello era una burla. Nadie podía pensar seriamente que la película terminase así. Julián salía de viaje a un país lejano y Henson y Emy iban a despedirle, prometiendo visitarle algún día, ya que gracias a él habían logrado construir un matrimonio estable, duradero, eterno, donde jamás volvería a romperse ni una rosa.

Pero él no era tan estúpido como para no entender. Henson había creído poder engañarlo, pero la triquiñuela era burda, la tramoya estaba mal montada. Era evidente el artificio, la cobardía. Estaba seguro de que Henson había eliminado de la película ciertas escenas que le hubieran dado otro significado, pero ¿por qué ese torpe engaño, por qué tanta mentira y, lo peor de todo, la complicidad? Emy tenía que saber que esa noche Henson había sacado las escenas comprometedoras, que con una tijera había armado de todo aquel infierno un paraíso para que él, Mendoza el tonto, cayera en el garlito, pero se equivocaban, el truco había sido descubierto. Era claro que esa noche algo se le había querido ocultar, escamotear groseramente delante de los ojos, porque de otro modo hubiera tenido que admitir que la felicidad se alcanza también por los caminos más dudosos y menos transitados.

  1. ¿Qué te pareció? —preguntó Henson.
  2. Espléndida. Es una lástima que no esté completa.
  3. ¿Y por qué no iba a estar completa? —se asombró Emy— ¿Qué crees que le falta?


—El sonido, mi amor, el sonido. ¿Qué otra cosa le podía faltar?

*
 

Emy apoyaba el rostro en la ventanilla del automóvil, sintiendo placenteramente cómo el frío del cristal le paralizaba la piel; pero a pesar de que hubiera querido cerrar los ojos y dormir un instante, sus párpados se mantenían abiertos, guardando verazmente las últimas imágenes de Copenhague para poder luego recordarlas, así, suavemente iluminados por el rosicler, como en una fotografía de muchos años antes.

Henson guiaba el auto con lentitud, pues además de que aún les quedaba tiempo suficiente para llegar al muelle sentía que su deber sentimental era prolongar lo más posible el trayecto, como si fuera el de un cortejo fúnebre donde no se supiese quién iba a enterrar a quién, porque el muerto se había escabullido y ellos no sabían cómo sustituir aquel cadáver que había estado presente toda la noche y que de pronto, en la mañana, sólo era mal sabor de boca y ganas ya de despedirse.

Ahora sí, Emy cerró los ojos y tuvo un breve sueño. Los tres estaban borrachos viendo la película por segunda vez. Henson observaba vigilante mientras ella y Julián se hacían el amor. Para Carlos debe ser terrible, pensó Emy y sintió ganas de llorar; pero enseguida, en el mismo sueño, decidió que las lágrimas no le iban y se despertó justo al llegar al muelle.