Juan Manuel Torres Selección y nota introductoria de Gerardo de la Torre VERSIÓN PDF |
Nota introductoria A Delia Casanova
“Si hay que filmar —decía Juan Manuel Torres—, pasan temprano por ti y a las siete de la mañana estás en el set. Allí se encuentran ya los actores y los técnicos; no queda más remedio que filmar. Escribir es otra cosa. Es una disciplina que te impones. Pero si no escribes este día hay otro, hay otra semana, otro año.” En buena parte por estas razones la obra literaria de Torres resultó escasa: publicó una novela y un volumen de cuentos, dejó a medias una segunda novela, anotó aforismos y premoniciones en servilletas y trozos de papel.
Juan Manuel nació en Minatitlán, Veracruz, el 5 de abril del año de la Expropiación Petrolera. De su padre panadero heredó el recto sentido de la creación, de su madre un nunca disminuido amor al terruño. Viajó a la ciudad de México para cursar estudios superiores y, alojado en una casa de huéspedes en la colonia Roma, trabó amistad con el poeta José Carlos Becerra, a quien sobrevivió poco más de diez años. Comenzó a estudiar psicología en la vieja Escuela de Filosofía y Letras, pero más que al estudio dedicaba su tiempo a la militancia —el grupo Miguel Hernández, la Juventud Comunista— y a la organización de cineclubes, materia ésta que le permitió ganarse la comida, los tragos y la admiración, si acaso, de un par de mujeres. Obtuvo al fin una beca para estudiar cine y viajó a Polonia en 1962. En la escuela de Lodz fue alumno de Wajda y condiscípulo de Polanski. Literariamente, Europa lo transfiguró. Su pasión por Hemingway —nítida en los cuentos primerizos que publicó en la Revista Mexicana de Literatura y la Revista de la Universidad— sufrió retrocesos en la confrontación con autores polacos como Bruno Schultz y Witold Gombrowicz, a quienes leyó exhaustivamente y llegó a traducir. Si El viaje —su libro de cuentos, 1969— compartía las influencias del vitalismo norteamericano y de los oscuros rituales europeos de la inteligencia, Didascalias —la novela, 1970— es un libro de franca ascendencia europea. Juan Manuel Torres volvió a México a finales del año 68, con una nueva esposa polaca y una hija que en vano quiso hacer mexicana (Claudia vive en Varsovia). Durante los primeros meses, mientras se ganaba el pan redactando textos publicitarios, indagaba sobre esos meses sesentaiocheros de fiesta y tragedia que hubiera querido vivir. Una de sus múltiples vertientes lo invitaba a ser un desheredado combatiente, otra lo hacía soñar con la fama, la gloria y la riqueza, por efímeras que fueran. Fue —en sus palabras— “un oportunista que nunca tuvo oportunidades”, un aventurero mejor avenido con la tranquilidad y el bienestar. El 17 de marzo de 1980 murió en un accidente automovilístico en la calzada de Tlalpan. Pero la tranquilidad fue siempre ilusoria. Se redujo a un hogar y una compañera (a veces), al auto y una cuenta bancaria sin sosiego, a las promesas de los productores cinematográficos. Torres, con todo, logró filmar más de cinco películas y en ellas, como en su breve obra literaria, propuso la aventura, asumió los riesgos de la búsqueda, evadió el itinerario de lo conocido. La otra virginidad (1975) le dio un Ariel —compartido con el Indio Fernández—, y en su siguiente filme, La vida cambia, se internó en un camino diferente y le fue achacado un fracaso. Modificó de nuevo sus propuestas en El mar y La mujer perfecta, películas que cuando menos merecen una revisión, y antes de que pudiera involucrarse en nuevos intentos se le atravesaron las angustias, el vodka y su proclividad a morir de madrugada. A unos meses de partir a Polonia publicó un pequeño ensayo cinematográfico, Las divas, que apuntaba más a sus obsesiones personales (como lo confirma el corto tránsito de Meche Carreño por su vida) que a sus tendencias literarias o cinematográficas. El viaje, cuentos escritos en el extranjero, reveló los rigores formales y las audacias espirituales de Juan Manuel, pero sólo en Didascalias hallamos la concreción de su capacidad para construir un texto, desbaratarlo en lo esencial e iniciar una reconstrucción que se aparta de los propósitos iniciales para tramar y destramar una y otra vez. Quizá valga la pena, como auténtica introducción a su obra, desmitificar —o no sé si mitificar— la vida de Juan Manuel Torres. De que se quería, da fe la descripción que hace de sí mismo en Didascalias (página 87 de la única edición): “...mexicano, 1.77 de altura, pelo castaño, ojos cafés, 19 centímetros, tristón y timidón”. De que se despreciaba, sus amigos supimos de su propensión a entregarse sin resistencia a las mujeres que amaba —y amaba casi a cualquiera que le hiciera un guiño—. Por lo demás, sabía disfrutar de la discusión política, de un buen partido de béisbol y de cualquier clase de tragos. Fue generoso con los amigos (consten los consejos que dio a Juan Trigos, Luis Carrión, Sergio Olhovich, Gerardo de la Torre), y hay que agregar que sólo era estúpido en cuestión de amores. Unas semanas después de su muerte, durante una mesa redonda, alguien preguntó si Torres se había suicidado. El cineasta Gonzalo Martínez Ortega dio la respuesta: “Los amantes del béisbol nunca nos suicidamos: sabemos que siempre habrá otra serie mundial.”
Gerardo de la Torre |
En el verano
Ahora es difícil creerlo; pero hace veinte años en este mismo lugar no había ninguna ciudad. En vez de edificios y avenidas, en vez de frisos y balcones, yacían las ruinas de otras casas y sitios parecidos a éstos. Tú has caminado por estas calles, has recorrido museos y cafés, has comido en bares y en restaurantes de lujo, has dormido en cómodos hoteles. Te has acostado con lindas muchachas que te cantaban al oído extrañas canciones, te has emborrachado a las orillas del Vístula y has visto en el invierno la emigración de los pájaros. Has visto una gran ciudad y no puedes creer que el fascismo se haya ensañado de tal manera en ella. Varsovia está llena de luz. Y tú la amas y sientes que Polonia es un país eterno, sientes que lo que has visto no perecerá nunca.
Lodz, agosto de 1964.
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Didascalias
Lunes |
Trozos de papel
La ternura es una pérdida de tiempo. La inteligencia sólo puede nutrirse en el egoísmo. Y el resultado de ella —el pensamiento— es la única generosidad posible. * El amor y el odio son cosas de dios y del diablo. El hombre posee algo mejor: la inteligencia, única arma contra la simplicidad de los sentimientos. * Dios creó al mundo. Éste es un acto de bondad. De inteligencia sería seguirlo pensando. * El mundo estaría mucho mejor si no estuviera. * Canción ranchera: “Ella quiso quedarse cuando vio mi tristeza.. .” Pero ya estaba triste porque sabía que ella iba a querer quedarse. * La soledad es el único refugio de los que están acompañados. * La guerrilla intelectual consiste en aprovechar cada instante para mejorar. Quien piensa hoy igual que ayer, no merecería haber despertado. * Seamos sinceros: pongámonos las máscaras. * Vuelvo a amar de las mujeres sus cabellos, sus pezones, sus pies: todo lo que las vuelve efímeras. Que otros amen sus almas. Yo me conformo alegremente con la fugacidad de sus cuerpos. * Los milagros son una vuelta a lo cotidiano. Lo cotidiano, en cambio, es siempre extraordinario. * Las verdades no dichas son mentiras a medias. Y las verdades dichas son mentiras completas. * Cada mañana, su sonrisa intentaba ser una sinopsis de los diez años que habíamos vivido juntos. * En la mayoría de los casos el amor es enfrentarse a una solución sin problema. * Odiemos la simplicidad, porque simplifica el odio. * Amar es la pérdida de todo sentido crítico, es abandonarse a la animalidad más ingenua. Sólo los imbéciles aman. La peor idea es realmente más valiosa que el mejor amor. * Nada me falta para morir esta noche |
Mi adorada Emy
Emy se desprendió de los brazos de Carlos y se dirigió a su recámara. “Comeremos fuera”, le dije. “Tenemos que ir por los boletos”. Carlos vio cerrarse la puerta de la alcoba y trató de adivinar qué vestido se pondría Emy, pero antes de que se formara una imagen definitiva la puerta volvió a abrirse. * Mendoza tomó de sobre el escritorio el frasco familiar y lo puso junto a las cuartillas de su libro. No sería necesario decírselo a Emy, para que ésta lo empacase. Sabía muy bien que él no iría a ningún lado sin el feto de su hermano mayor. Al salir de México, al rematar los muebles de su casa, al prenderle fuego a lo que no podía venderse, Mendoza se había quedado con el frasco en las manos, sin saber qué hacer, pero decidido ya oscuramente a no separarse del hermano, a llevárselo a Europa, a no permitir que se disolviese este último vínculo con los padres recién muertos, fallecidos en un doble suicidio que Mendoza no podía entender entonces ni entendería jamás, aunque la carta de despedida intentara inútilmente aclarar algo: “Es mejor así. Es preferible la muerte a la vergüenza. Laura y Luis. P.D. También es una vergüenza morir. Pero no hay que soportarla”.
*
Emy apoyaba el rostro en la ventanilla del automóvil, sintiendo placenteramente cómo el frío del cristal le paralizaba la piel; pero a pesar de que hubiera querido cerrar los ojos y dormir un instante, sus párpados se mantenían abiertos, guardando verazmente las últimas imágenes de Copenhague para poder luego recordarlas, así, suavemente iluminados por el rosicler, como en una fotografía de muchos años antes. |