Bernard Malamud Selección, traducción y nota introductoria de Federico Patán VERSIÓN PDF |
Nota introductoria
En los años cincuenta aparece en la literatura norteamericana un grupo de narradores sobresalientes. Lo componen, entre varios otros, J. D. Salinger (1919), William Styron (1925), John Updike (1932), Saúl Bellow (1915) y, desde luego, Bernard Malamud. Si el primero creaba, en El cazador en el centeno (1951), un libro clave para entender la rebelión juvenil que desembocaría en los sucesos del 68, el segundo continuaba la tradición sureña, abría el tercero un examen minucioso de la clase media acomodada pero vacía, y al mismo vacío dedicaba Bellow una serie de espléndidas novelas, de las cuales era protagonista un hombre distanciado del sistema por voluntad propia. En cuanto a Malamud, tomaba como tema una visión judía del mundo, situándose en una línea bastante rica de la novelística norteamericana: aquella que incluye a Henry Roth (1907), el ya mencionado Bellow, Norman Mailer (1923) y, posteriormente a Malamud, Philip Roth (1933).
Malamud nace en Brooklyn el año 1914. Educado en el City College, de Nueva York, sigue lo que se ha vuelto el destino inevitable de tanto escritor: la carrera de profesor universitario, si primero en el Oregon State College, de 1948 a 1961, luego en el Bennington College de Vermont. De tal experiencia sacará el material para su tercera obra: Una vida nueva, de 1961, libro que de esta manera pasa a engrosar las filas de un subgénero narrativo: la llamada novela de “academia”. Malamud muere, víctima de una crisis cardiaca, en 1986. Volvamos ahora a esa visión judía arriba mencionada. Su base es algo muy sencillo: la aceptación y la caridad. En tal sentido, las novelas de Malamud exploran la capacidad de comprensión y entrega que pueden adquirir los seres humanos, y aunque la exploración ocurre en un ámbito eminentemente judío, las consecuencias y los resultados de esa comprensión y de esa entrega son factibles de aplicar a cualquier persona. Por ello no carece de razón Malamud cuando dice que todos los hombres son judíos. Si lo escrito por nuestro novelista perteneciera tan sólo a la mentalidad judía, estaríamos ante un creador ciertamente amable de leer, pero asimismo limitado a lo costumbrista. Las zonas de actividad que Malamud toca son de alcance mucho mayor. Mediante la exposición cuidadosa de las conductas encontradas en seres menores, pertenecientes a los estratos sociales bajos, Malamud examina la responsabilidad que toda persona tiene respecto a sus congéneres. En otras palabras, el novelista afirma que nuestros actos jamás nos pertenecen por completo, pues con cada movimiento hecho o con cada decisión tomada afectamos las existencias que nos rodean, unas veces para bien, aunque generalmente para mal. De aquí se desprende un par de condiciones vitales en la narrativa de Malamud: la necesidad de buscar la excelencia moral, y la posibilidad de purgar nuestra frágil condición humana aceptando la culpa ajena, de lo cual son bellos ejemplos los dos primeros libros: El natural (1952) y El ayudante (1957). Quizás en virtud de lo arriba expuesto, la literatura de Malamud es de las muy pocas que en los Estados Unidos aprovechan un modo de narrar con patentes influjos eslavos. Lo vemos en el cuidadoso análisis hecho de los sentimientos humanos, claramente empeñado en señalar zonas donde el sentido de culpa y el remordimiento acompañan a los personajes. Leer a Malamud es adentrarse en novelas y cuentos henchidos de atmósfera, de modo que nos vemos rodeados de climas, luces y hablas cuyo propósito es meternos en los terrenos mencionados. Por lo mismo, en Malamud hay un empleo abundante de lo que Walter Alien ha llamado con razón una ironía chejoviana: cierta amargura burlona ante el modo en el cual se resuelven los conflictos, pero también una especie de sonrisa triste cuando vemos la intervención dolosa de algo que podríamos llamar el azar o tal vez el destino y quizás Dios. En El hombre de Kíev (The Fixer, 1966) tal sonrisa es muy palpable. Dicho sea de paso, Malamud otorga a sus personajes la capacidad de lucha, y aunque no siempre viene el triunfo como recompensa, el mero hecho de la batalla parece retribución suficiente. Novelista de indudable talento, Malamud probó asimismo tener buena mano para el cuento. Dejó tres volúmenes publicados: El barril mágico (1958), Los idiotas primero (1963) y Retratos de Fidelman (1969), en los cuales trabaja sus dos temas preferidos: el judío tradicional y de clase baja, con sus muchos problemas, y el artista norteamericano, generalmente de extracción judía, que en Europa busca inspiración para su obra, línea esta última aprovechada asiduamente por la narrativa de los Estados Unidos. Si Malamud es autor dedicado a darnos lo que Philip Roth llama “una metáfora que representa ciertas posibilidades humanas”, no son sus cuentos ajenos a tal propósito. Aunque Malamud parte de fuentes folklóricas, ha dado información respecto a otros orígenes de sus textos breves. Hela aquí: “Mis cuentos reconocen su deuda con, específicamente, Chéjov, James Joyce, Hemingway, Sherwood Anderson, tal vez con un toque de Sholem Aleichem y las películas de Charles Chaplin”. Esta última parece una acotación muy pertinente porque, en efecto, hay muchos personajes de Malamud que son el hombrecito golpeado por el mundo, pero capaz de levantarse y seguir en la pelea. Hemos elegido como representativos de Malamud dos cuentos donde el judío típico y de clase baja es el protagonista. Sin duda que en tales muestras encontraremos las características especificadas a lo largo de nuestra nota: la mano al parecer inmisericorde de la divinidad, el necesario tránsito por un lapso de prueba y la posibilidad de redención, cumplida en uno de los casos y frustrada en el otro. En ambos ejemplos, una clara demostración de que nadie es una isla, y todo acto es de consecuencia para las vidas que nos rodean. Esto, presentado mediante tramas de una claridad absoluta, apoyadas en diálogos cotidianos y en modos de conducta en nada excepcionales. Es decir, la maestría de la sencillez. Federico Patán |
Ángel Levine
Manischevitz, un sastre, sufrió muchos reveses e indignidades en su año cincuenta y uno. Anteriormente hombre de situación acomodada, de la noche a la mañana perdió todo lo que tenía cuando su establecimiento se incendió para luego, tras la explosión de un recipiente de metal con líquido limpiador, quemarse hasta los cimientos. Aunque Manischevitz estaba asegurado contra incendios, las demandas por daños que dos clientes heridos con las llamas hicieron lo privaron de todo centavo recibido. Casi al mismo tiempo su hijo, que mucho prometía, murió en la guerra y su hija, sin por lo menos una palabra de advertencia, casó con un zafio y desapareció con él como si la tierra se la hubiera tragado. A partir de entonces Manischevitz fue víctima de agudísimos dolores de espalda y se vio incapacitado de trabajar hasta como planchador –el único tipo de trabajo a su disposición– por más de una o dos horas diarias, pues transcurrido ese tiempo lo enloquecía el dolor que estar de pie le producía. Su Fanny, buena esposa y madre, quien había aceptado lavar y coser ropa ajena, comenzó a agostarse ante sus propios ojos. Al sufrir cortedad de aliento, terminó por enfermar seriamente y cayó en cama. El doctor, un antiguo cliente de Manischevitz, que los atendía llevado por la piedad, al principio tuvo problemas para diagnosticar la dolencia de la mujer, pero más tarde la atribuyó a un endurecimiento de las arterias en etapa avanzada. Apartando a Manischevitz, prescribió un descanso absoluto y, en susurros, le dio a saber que había pocas esperanzas.
A lo largo de sus aflicciones Manischevitz había permanecido un tanto estoico, no creyendo casi que todo esto le hubiera caído sobre los hombros; como si le estuviera sucediendo, por así decir, a un conocido o a un pariente distante. Tan sólo en cantidad de infortunio, era incomprensible. También era ridículo, injusto y, como siempre había sido un hombre religioso, en cierto modo resultaba una afrenta a Dios. Manischevitz creía esto llevado por el sufrimiento. Cuando su carga se volvió aplastantemente pesada para soportarla, rezó en su silla con los hundidos ojos cerrados: “Mi Dios querido, mi amado, ¿he merecido que me suceda todo esto?” Entonces, al reconocer la inutilidad de lo expresado, hizo de lado su queja y humildemente rogó pidiendo ayuda: “Devuélvele a Fanny la salud y que yo no sufra dolor con cada paso. Ayúdanos hoy, que mañana será muy tarde. No tengo que decírtelo.” Y Manischevitz lloró. El piso de Manischevitz, al que se había mudado tras el incendio desastroso, era magro, amueblado con unas cuantas sillas frágiles, una mesa, una cama y en uno de los barrios más pobres de la ciudad. Tenía tres habitaciones: una sala de estar pequeña y pobremente empapelada; una excusa de cocina, con heladera de madera; y el dormitorio comparativamente amplio, donde yacía Fanny en una hundida cama de segunda mano, luchando por respirar. El dormitorio era la habitación más caliente de la casa y en ella, tras su arranque contra Dios, Manischevitz, a la luz de dos pequeños focos situados arriba, sentado leía su periódico judío. En realidad no leía, pues sus pensamientos iban por todos sitios; pero lo impreso ofrecía un conveniente lugar donde reposar los ojos y una o dos palabras, cuando se permitía comprenderlas, causaban el efecto momentáneo de ayudarlo a olvidar sus problemas. Al cabo de un rato descubrió, lleno de sorpresa, que estaba repasando activamente las noticias en busca de un artículo de gran interés para él. No podía decir exactamente qué pensaba leer hasta darse cuenta, con cierto asombro, que esperaba descubrir algo acerca de sí. Manischevitz bajó el periódico y levantó la vista con la clara impresión de que alguien había entrado en el departamento, aunque no recordaba haber escuchado el sonido de la puerta al abrirse. Miró en rededor: la habitación estaba muy quieta y Fanny dormía, por una vez, tranquila. A medias temeroso, la observó hasta satisfacerse de que no estaba muerta; luego, aún perturbado por la idea de un visitante inesperado, caminó torpemente hasta la sala y allí tuvo el sobresalto de su vida, pues sentado a la mesa un negro leía un diario, doblado para que cupiera en una mano. —¿Qué es lo que quiere aquí? —preguntó Manischevitz temeroso. El negro bajó el periódico y miró con expresión amable. “Buenas noches.” Parecía no estar seguro de sí mismo, como si hubiera entrado en la casa equivocada. Era un hombre grande, de estructura huesosa, la cabeza pesada cubierta por un sombrero hongo, que no hizo el intento de quitarse. Sus ojos parecían tristes pero sus labios, sobre los cuales llevaba un bigotito delgado, procuraban sonreír; fuera de esto, no era imponente. Los puños de las mangas, notó Manischevitz, estaban desgastados hasta verse el forro, y el traje oscuro le ajustaba mal. Tenía pies muy grandes. Recuperado de su miedo, Manischevitz supuso que había dejado la puerta abierta y lo visitaba un empleado del Departamento de Beneficencia —algunos venían de noche—, pues recientemente había solicitado ayuda. Por tanto, se acomodó en una silla opuesta al negro, procurando sentirse a gusto ante la incierta sonrisa de aquel hombre. El alguna vez sastre estaba sentado a la mesa rígida aunque pacientemente, esperando que el investigador sacara su libreta y su lápiz y comenzara a hacerle preguntas; pero bastante pronto se convenció de que el hombre nada de eso intentaba. —¿Qué es usted? —preguntó finalmente Manischevitz, intranquilo. —Si se me permite, hasta donde esto es posible, identificarme, llevo el nombre de Alexander Levine. A pesar de todos sus problemas, Manichevitz sintió que una sonrisa le crecía en los labios. “¿Dijo Levine?” inquirió cortésmente. El negro asintió. “Totalmente correcto.” Llevando la broma un poco más lejos, Manischevitz preguntó: “¿Es de casualidad judío?” —Lo fui toda mi vida, voluntariamente. El sastre titubeó. Había oído hablar de judíos negros, pero nunca había conocido uno. Le provocaba una sensación desacostumbrada. Al precisar poco después algo extraño en el tiempo verbal del comentario hecho por Levine, dijo dubitativo: “¿Ya no es judío?” En ese momento Levine se quitó el sombrero, revelando una zona muy blanca en su cabello, pero con prontitud se lo volvió a poner. Replicó: “Recientemente fui desencarnado en ángel. Como tal, le ofrezco mi humilde asistencia, si ofrecerla está dentro de mi competencia y mi habilidad —en el mejor de los sentidos”. Bajó los ojos, disculpándose. “Lo cual pide una explicación adicional: soy lo que se me ha concedido ser, y por el momento la consumación está en el futuro.” —¿Qué clase de ángel es éste? —preguntó Manischevitz gravemente. —Un verdadero ángel de Dios, dentro de las limitaciones prescritas —respondió Levine—, a quien no debe confundirse con los miembros de secta, orden u organización particular alguna aquí en la tierra, que funcione con nombre similar. Manischevitz estaba por completo alterado. Había estado esperando algo, pero no aquello. ¿Qué clase de burla era esta —aceptando que Levine fuera ángel— a un servidor fiel, que desde la infancia había vivido en sinagogas, siempre atento a la palabra de Dios? Para probar a Levine preguntó: “Entonces ¿dónde están sus alas?” El negro se sonrojó hasta donde le fue posible. Manischevitz lo entendió por el cambio de expresión. “En ciertas circunstancias perdemos privilegios y prerrogativas al volver a tierra, no importa cuál sea el propósito, o en el esfuerzo de ayudar a quien sea.” —Dígame entonces —preguntó Manischevitz triunfante— ¿cómo llegó aquí? —Me transmitieron. Aún intranquilo, el sastre dijo: “Si es judío, rece la bendición para el pan”. Levine la recitó en hebreo resonante. Aunque conmovido por las palabras familiares, Manischevitz seguía teniendo dudas de que estuviera en tratos con un ángel. —Si es un ángel —exigió un tanto enojado—, pruébemelo. Levine se humedeció los labios: “Francamente, no puedo hacer milagros o casi milagros, debido al hecho de que estoy sujeto a prueba. Cuanto tiempo persista o incluso en qué consista depende, lo admito, del resultado.” Manischevitz hurgaba en su cerebro, buscando algunos medios de lograr que Levine revelara positivamente su identidad, cuando el negro volvió a hablar: —Se me dio a entender que tanto su esposa como usted necesitan asistencia de naturaleza salutífera. El sastre no pudo evitar la sensación de que era blanco de un bromista. ¿Es ésta la apariencia de un ángel judío?, se preguntó. No estoy convencido. Hizo una última pregunta: “Si Dios me envía un ángel, ¿por qué un negro? ¿Por qué no un blanco, cuando hay tantos de ellos?” —Era mi turno —explicó Levine. Manischevitz no se convencía: “Creo que usted es un farsante”. Levine se puso de pie lentamente. Sus ojos mostraban decepción y zozobra. “Señor Manischevitz”, dijo sin expresión alguna, “si llegara a desear que le sea de ayuda en cualquier momento del futuro próximo, o posiblemente antes, puede encontrarme —y echó una mirada a sus uñas— en Harlem”. Y ya se había ido. Al día siguiente Manischevitz sintió algún alivio en su dolor de espalda y pudo trabajar cuatro horas planchando. Un día después, le dedicó seis horas; el tercer día, cuatro de nuevo. Fanny se sentó un rato y pidió un poco de halvah1 para chupar. Pero el cuarto día el dolor penetrante y demoledor le afligió la espalda y Fanny, una vez más, reposaba supina, respirando con dificultad entre sus labios azules. Manischevitz se sintió profundamente decepcionado con la reaparición de su dolor y sufrimientos activos. Había confiado en un intervalo de alivio mayor, lo bastante extenso para ocuparse en pensamientos que no fueran sobre sí y sus problemas. Día tras día, hora tras hora, minuto tras minuto vivía en el dolor, siendo el dolor su único recuerdo, cuestionando la necesidad de tenerlo, prorrumpiendo en invectivas contra él y también, aunque con afecto, contra Dios. ¿Por qué tanto, Gottenyu? Si Su deseo era enseñarle a Su servidor una lección; por alguna causa —la naturaleza de Su naturaleza— enseñarle, digamos, en razón de sus debilidades, de su orgullo, quizás, durante los años de prosperidad, su descuido frecuente de Dios, darle una breve lección, entonces cualquiera de las tragedias que le habían sucedido, cualquiera habría bastado para castigarlo. Pero todas juntas —la pérdida de ambos niños, sus medios de sustento, su salud y la de Fanny—, era demasiado exigir que las soportara un hombre de huesos frágiles. Después de todo ¿quién era Manischevitz para que se le diera tanto sufrimiento? Un sastre. De seguro no un hombre de talento. En él se desperdiciaba en gran medida el sufrimiento. A ningún sitio iba, excepto a la nada: excepto a volverse más sufrimiento. Su dolor no le compraba pan, no rellenaba las fisuras de la pared, no recogía —en medio de la noche— la mesa de la cocina. Simplemente yacía en él, insomne, tan agudamente opresivo que muchas veces pudo él haber gritado sin escucharse dado el espesor del infortunio. En tal estado de ánimo, ningún pensamiento dedicó al señor Alexander Levine; pero en algunos momentos, cuando el dolor se retiraba, disminuía ligeramente, se preguntaba si no se habría equivocado al despedirlo. Un judío negro y, encima de todo, ángel; muy difícil de creer, pero ¿y suponiendo que sí lo hubieran enviado a ayudarlo y él, Manischevitz, en su ceguera fuera demasiado ciego para comprender? Fue tal pensamiento el que lo puso en el filo mismo de la agonía. Por consiguiente el sastre, tras mucho cuestionarse y dudar continuamente, decidió buscar en Harlem al supuesto ángel. Desde luego, tuvo grandes dificultades, pues no había preguntado la dirección específica y el movimiento le resultaba tedioso. El metro lo puso en la Calle 116, y desde allí anduvo sin rumbo fijo por aquel mundo oscuro. Era vasto y sus luces nada iluminaban. Por todos sitios sombras, a menudo en movimiento. Manischevitz caminaba dificultosamente con ayuda de un bastón; al no saber dónde buscar en aquellos ennegrecidos edificios de departamentos, miraba sin resultados por los escaparates. En las tiendas había gente, toda negra. Era algo sorprendente de observar. Cuando estuvo demasiado cansado, demasiado infeliz para seguir adelante, Manischevitz se detuvo frente al negocio de un sastre. Debido a su familiaridad con la apariencia del sitio, entró con cierta tristeza. El sastre, un viejo negro flacucho con una mata de lanoso pelo gris, estaba sentado sobre su mesa de trabajo con las piernas cruzadas, cosiendo unos pantalones de etiqueta con un corte de navaja a todo lo largo del fondillo. —Excúseme por favor, caballero —dijo Manischevitz, admirando el diestro y endedalado trabajo digital del sastre—, pero ¿conocerá de casualidad a alguien llamado Alexander Levine? El sastre que, pensó Manischevitz, parecía un tanto antagónico hacia él, se rascó la cabeza. —No creo haber oído ese nombre. —A-le-xander Le-vine —repitió Manischevitz. El hombre sacudió la cabeza: “No creo haberlo oído”. Ya por irse, Manischevitz recordó decir: “Es un ángel, tal vez”. —Oh, él —dijo el sastre cloqueando—. Pierde el tiempo en ese cabaretucho de por allí —y tras señalar con su dedo huesudo, volvió a los pantalones. Manischevitz cruzó la calle con luz roja y casi lo atropelló un taxi. Una manzana después de la siguiente, el sexto negocio a partir de la esquina era un cabaret; el nombre, en luces chispeantes, decía Bella’s. Avergonzado de tener que entrar, Manischevitz echó un vistazo a través de la ventana iluminada por neones; cuando las parejas danzantes se apartaron y fueron retirando, descubrió —en una mesa lateral, hacia el fondo— a Levine. Solo, una colilla colgándole de la comisura, jugaba solitario con una baraja sucia; Manischevitz sintió por él un asomo de piedad, pues la apariencia de Levine se había deteriorado. Su sombrero hongo estaba abollado y tenía un tiznajo gris en un lado. Su mal ajustado traje se veía más estropeado, como si hubiera dormido con él puesto. Tenía los zapatos y las valencianas lodosas y el rostro cubierto por una impenetrable barba color orozuz. Aunque profundamente decepcionado, Manischevitz estaba por entrar cuando una negra de pechos enormes y vestido de noche morado apareció ante la mesa de Levine y, con una risa que salía entre muchísimos dientes blancos, rompió en un vigoroso bamboleo de caderas. Levine miró directamente a Manischevitz con una expresión de ser acosado, pero el sastre estaba demasiado paralizado para moverse o responder. Según continuaban los giros de Bella, Levine se levantó, llenos de excitación los ojos. Ella lo abrazó con vigor y él asió con ambas manos las grandes nalgas bullentes; con pasos de tango cruzaron la pista, estruendosamente aplaudidos por los ruidosos clientes. Parecía que ella hubiera levantado en el aire a Levine, cuyos enormes zapatos colgaban flácidos mientras la pareja bailaba. Se deslizaron frente a la ventana donde Manischevitz, el rostro blanco, permanecía mirándolos. Levine guiñó un ojo socarronamente y el sastre se fue a casa. Fanny estaba a las puertas de la muerte. A través de sus labios arrugados murmuraba sobre su infancia, las tristezas del lecho matrimonial, la pérdida de sus niños y, sin embargo, lloraba por vivir. Manischevitz procuraba no escuchar, pero incluso sin orejas habría oído. No era un don. El doctor jadeaba escaleras arriba, un hombre ancho y blando, sin rasurar (era domingo) que sacudió la cabeza. Un día cuando mucho, o dos. Se fue enseguida, no sin mostrar compasión, para ahorrarse el pesar múltiple de Manischevitz, el hombre que jamás dejaba de herirse. Algún día iba a tener que llevarlo a un asilo público. Manischevitz visitó una sinagoga y allí habló con Dios, pero Dios se había ausentado. El sastre buscó en su corazón y no hallo esperanza. Cuando ella muriera, él viviría muerto. Meditó si quitarse la vida, aunque sabía que no iba a hacerlo. Mas era algo en lo cual pensar. Pensándolo, se existía. Lanzó quejas a Dios: ¿Podía amarse una roca, una escoba, un vacío? Descubriéndose el pecho, golpeó los huesos desnudos, insultándose por haber creído. Dormido en una silla aquella tarde, soñó con Levine, quien ante un espejo borroso se acicalaba unas alitas decadentes y opalinas. “Esto significa”, murmuró Manischevitz mientras emergía del sueño, “que hay posibilidades de que sea un ángel”. Tras rogar a una vecina que cuidara de Fanny y ocasionalmente le humedeciera los labios con unas gotas de agua, tomó su delgado abrigo, asió un bastón, cambió unos centavos por una ficha para el metro y fue a Harlem. Sabía que esta acción era la última y desesperada de su aflicción: ir sin fe ninguna en busca de un mago negro, que restaurara en su esposa la invalidez. Sin embargo, aunque no hubiera elección, al menos hacía lo elegido. Renqueó hasta Bella’s, pero el lugar había cambiado de manos. Era en la actualidad, mientras él alentaba, una sinagoga en una tienda. Al frente, cerca de él, había varias filas de bancas de madera vacías. Al fondo estaba el Arca, cubiertos sus portales de madera tosca con arcoíris de lentejuelas; a sus pies, una gran mesa donde yacía abierto el rollo sagrado, iluminado por la luz tenue de un foco que de una cadena colgaba del techo. Alrededor de la mesa, como si congelados a ella y al rollo, que todos tocaban con los dedos, había sentados cuatro negros con solideos. Ahora, mientras leían la Palabra Sagrada, Manischevitz pudo oír, a través de la ventana de vidrio laminado, el cantado sonsonete de sus voces. Uno de ellos era viejo, con la barba gris. Otro, de ojos saltones. Otro, jorobado. El cuarto era un muchacho, no mayor de trece años. Movían las cabezas en un vaivén rítmico. Conmovido con esta visión, llegada de su infancia y juventud, Manischevitz entró y quedó silencioso en la parte trasera. —Neshoma —dijo ojos saltones, señalando la palabra con un dedo regordete—. ¿Qué significa? —Es la palabra que significa alma —dijo el muchacho. Usaba lentes. —Sigamos el comentario —dijo el anciano. —No es necesario —dijo el jorobado—. El alma es substancia inmaterial. Eso es todo. El alma deriva de esa manera. La inmaterialidad deriva de la sustancia y ambas, sea causalmente o de otro modo, derivan del alma. No puede haber nada superior. —Eso es lo más elevado. —Por encima de lo más alto. —Un momento —dijo ojos saltones—. No entiendo qué es esa sustancia inmaterial. ¿Cómo ocurre que una se enganche a la otra? –se dirigía al jorobado. —Pregúntame algo difícil. Porque es inmaterialidad sin sustancia. No podrían estar más unidas, como todas las partes del cuerpo bajo la piel... más juntas. —Escuchen —dijo el anciano. —Lo único que hiciste fue intercambiar las palabras. —Es el primer móvil, la sustancia sin sustancia de la que vienen todas las cosas cuya incepción fue en la idea... tú, yo, cualquiera o cualquier cosa. —Pero ¿cómo sucedió todo eso? Exprésalo con sencillez. —Es el espíritu —dijo el anciano—. En la superficie del agua se movió el espíritu. Y esto fue bueno. Lo dice la Biblia. Del espíritu surgió el hombre. —Pero un momento, ¿cómo se volvió sustancia si todo el tiempo era espíritu? —Dios lo hizo. —¡Santo, santo! ¡Bendito sea Su Nombre! —Pero este espíritu ¿tiene algún matiz o color? —preguntó ojos saltones, el rostro impasible. —Pero hombre, claro que no. El espíritu es el espíritu. —Y entonces ¿por qué somos de color? —dijo con un brillo de triunfo. —Eso nada tiene que ver. —Sin embargo, me gustaría saberlo. —Dios puso al espíritu en todas las cosas —respondió el muchacho—. En las hojas verdes y en las flores amarillas. En el dorado de los peces y en el azul del cielo. Así fue que vino a nosotros. —Amén. —Lee al Señor y expresa en voz alta Su nombre impronunciable. —Toca la trompeta hasta atronar el cielo. Callaron, atentos a la siguiente palabra. Manischevitz se les acercó. —Perdónenme —dijo—, busco a Alexander Levine. Tal vez lo conozcan. —Es el ángel —dijo el muchacho. —Oh, ése —resopló ojos saltones. —Lo encontrará en Bella’s. Es el establecimiento al otro lado de la calle —dijo el jorobado. Manischevitz dijo sentir no poder quedarse, les dio las gracias y cojeando cruzó la calle. Ya era de noche. La ciudad estaba oscura y apenas le fue posible encontrar el camino. Pero Bella’s estallaba con el blues. A través de la ventana Manischevitz reconoció a la multitud danzante y en ella buscó a Levine. Con labios sueltos, estaba sentado a la mesa lateral de Bella. Bebía de un cuarto de whisky casi vacío. Levine había descartado su ropa vieja, y vestía un recién estrenado traje a cuadros, un sombrero hongo gris perla, un puro y enormes zapatos de dos tonos y con botones. Para desánimo del sastre, una mirada de borracho se le había fijado en el rostro alguna vez digno. Se inclinaba hacia Bella, le cosquilleaba el lóbulo de la oreja con el meñique, a la vez susurrándole palabras que le arrancaban a la mujer oleadas de risa ronca. Ella le acarició la rodilla. Manischevitz, dándose fuerza, abrió la puerta y no fue bien recibido. —Este lugar es privado. —Lárgate, boca blanca. —Fuera, yankel, basura semítica. Pero él se movió hacia la mesa donde Levine estaba sentado, la multitud apartándose ante él según avanzaba rengueando. —Señor Levine —habló con voz temblorosa—, aquí Manischevitz. Levine, con brillo ofuscado: “Di lo que tengas que decir, hijo”. Manischevitz tembló. La espalda lo martirizaba. Estremecimientos fríos le atormentaban las piernas torcidas. Miró en rededor, todo mundo el oído atento: —Perdóneme, me gustaría hablarle en privado. —Habla, que soy una persona privada. Bella rió agudamente: “Cállate, muchacho, que me matas”. Manischevitz, infinitamente perturbado, pensó en huir, pero Levine se dirigió a él: —Sea tan amable de exponer el propósito de su comunicación con este servidor. El sastre se humedeció los labios agrietados: “Es usted judío. De eso estoy seguro”. Levine se levantó, las ventanillas de la nariz ensanchadas: “¿Alguna otra cosa que quiera decir?” La lengua de Manischevitz parecía de piedra. —Habla ahora o calla para siempre. Lágrimas cegaron los ojos del sastre. ¿Fue así sujeto a prueba hombre alguno? ¿Debería expresar su creencia de que un negro medio borracho era un ángel? El silencio se fue petrificando lentamente. Manischevitz recordaba escenas de su juventud mientras en su mente giraba una rueda: cree, no lo hagas, sí, no, sí, no. El apuntador apuntaba al sí, quedaba entre sí y no, en el no, el no era sí. Suspiró. Se movía y sin embargo era necesario elegir. —Creo que es usted un ángel del Señor —lo dijo en voz quebrada, pensando si lo dijiste, dicho queda. Si lo creías, debes decirlo. Si crees, crees. El silencio se quebró. Todos hablaban, pero la música comenzó y se fueron a bailar. Bella, aburrida ya, recogió las cartas y se sirvió una mano. Levine rompió en lágrimas: “Cómo se ha humillado”. Manischevitz se disculpó. —Aguarde a que me arregle —Levine fue al baño de hombres y volvió con su vieja ropa. Nadie les dijo adiós mientras salían. Llegaron al piso vía el metro. Según subían la escalera, Manischevitz señaló con el bastón su puerta. —Ya todo está arreglado —dijo Levine—. Es mejor que entre mientras yo despego. Decepcionado de que terminara tan pronto, pero impulsado por la curiosidad, Manischevitz siguió al ángel tres pisos hasta la azotea. Cuando llegó, la puerta se encontraba ya con el cerrojo echado. Por suerte pudo ver a través de una ventanilla rota. Oyó un ruido extraño, como batir de alas, y al esforzarse por tener una vista más amplia, habría jurado que vio una figura oscura elevándose gracias a un par de magníficas alas negras. Una pluma fue cayendo. Manischevitz lanzó una exclamación al verla cambiar a blanco, pero era tan sólo un copo de nieve. Voló escaleras abajo. En el departamento Fanny manejaba el trapeador, metiéndolo bajo la cama y luego por las telarañas de la pared. —Es algo maravilloso, Fanny —dijo Manischevitz—. Créemelo, hay judíos en todas partes.
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La cuenta
Aunque la calle se encontraba en las cercanías de un río, estaba cercada de tierra y era estrecha, una hilera torcida de viejos edificios de ladrillos para vivienda. Un niño que lanzara su pelota verticalmente, veía un trocito pálido de cielo. En la esquina, opuesto al ennegrecido inmueble donde Willy Schlegel trabajaba como portero, había otro parecido, excepto que incluía la única tienda de la calle. Se bajaban cinco escalones hasta el sótano, a una delicatessen pequeña y oscura de que eran dueños el señor y la señora F. Panessa. En realidad, agujero en la pared.
Justo acababan de comprarla con el resto de su dinero, dijo la señora Panessa a la esposa del portero, para no tener que depender de ninguna de sus hijas, ambas, según entendió la señora Schlegel, casadas con hombres egoístas que les habían afectado el carácter negativamente. Para ser por completo independiente de ellas el señor Panessa, un obrero jubilado, retiró del banco los tres mil dólares ahorrados y compró la pequeña delicatessen. Cuando la señora Schlegel, mirando en rededor —aunque conocía muy bien la delicatessen por los muchos años que ella y Willy habían sido porteros al otro lado de la calle—, preguntó “¿Por qué compraron esto?”, la señora Panessa replicó alegremente que era un lugar pequeño y no habría que trabajar en exceso. Panessa tenía 63. No estaban aquí para amontonar dinero, sino para mantenerse sin trabajar demasiado duro. Tras discutirlo muchas noches y días, habían decidido que la tienda les daría al menos para vivir. Miró en los ojos desvaídos de Etta Schlegel y Etta dijo que así lo esperaba. Contó a Willy de la gente nueva al otro lado de la calle, quienes habían comprado del judío, y propuso comprar allí si se daba la oportunidad; quería decir con esto seguir comprando en el autoservicio, pero cuando hubiera un detallito o faltante por cubrir, algo que hubieran olvidado comprar, podían ir donde Panessa. Willy hizo lo que se le pidió. Era alto y de espaldas anchas, con un rostro lleno cubierto de rayas negras a causa del carbón y las cenizas que paleaba todo el invierno; su cabello solía verse gris debido al polvo que el viento levantaba de los recipientes de ceniza cuando los forraba para el camión de basura. Siempre de overol —se quejaba de nunca estar sin trabajo—, cruzaba la calle y bajaba los escalones cuando había necesidad de algo; luego de encender su pipa, allí se estaba hablando con la señora Panessa mientras el marido de ella, un hombrecito encorvado de sonrisa espasmódica, parado detrás del mostrador esperaba que el portero, tras un largo intervalo de plática pidiera, después de reflexionarlo, diez centavos de esto o aquello, sin que la transacción sobrepasara jamás el medio dólar. Ocurrió un día que Willy cayó en hablar de cómo los inquilinos lo hostigaban todo el tiempo y lo que el cruel y codo casateniente ideaba para tenerlo ocupado en aquel maloliente calabozo de cinco pisos. Estaba absorto en lo que decía y antes de darse cuenta la compra era ya de tres dólares, aunque consigo sólo tenía cincuenta centavos. Willy parecía un perro recién apaleado, pero el señor Panessa, tras aclararse la garganta, pió que no importaba, que pagara lo demás cuando quisiera. Dijo que todo funcionaba a crédito, los negocios y el resto, porque después de todo ¿qué significa el crédito? sino que la gente era seres humanos, y si en verdad somos seres humanos damos crédito a otro y él a nosotros. Esto sorprendió a Willy, pues nunca antes oyó a un tendero decir esto. Un par de días más tarde pagó los 2.50, pero cuando Panessa dijo que podía fiarle siempre que lo quisiera, Willy aplicó fuego a su pipa y comenzó a ordenar todo tipo de cosas. Cuando llegó a casa con dos grandes bolsas de productos, Etta le gritó que estaba loco. Willy Respondió que todo era fiado y no había pagado en efectivo. —Pero alguna vez tendremos que pagar ¿no? —gritó Etta—, Y los precios son más altos que en el autoservicio —y dijo entonces lo que siempre decía—. Somos pobres, Willy. No podemos permitirnos demasiado. Aunque Willy entendía lo justo de aquellos comentarios, a pesar de los regaños, seguía cruzando la calle y pidiendo a crédito. En una ocasión tenía un arrugado billete de diez dólares en el bolsillo del pantalón, y la suma era inferior a cuatro, pero no ofreció pagar, dejando que Panessa anotara la cantidad en la libreta. Etta sabía del dinero, así que gritó tras admitir él que había comprado a crédito. —¿Por qué lo haces? ¿Por qué no pagar si tienes el dinero? No respondió, pero al cabo de un tiempo dijo que de vez en cuando tenía que comprar otras cosas. Fue al cuarto de la caldera y volvió con un paquete que abrió: contenía un vestido negro adornado con chaquira. Etta lloró a causa del vestido y dijo que jamás se lo pondría, pues la única vez en que él le trajo alguna cosa fue tras haber hecho algo malo. Desde ese momento lo dejó encargarse de toda la compra de abarrotes y nada expresó cuando él compraba fiado. Willy siguió comprando con Panessa. Parecía que siempre estuvieran esperando su llegada. Vivían en tres habitaciones diminutas encima de la tienda, y cuando la señora Panessa lo veía desde su ventana, bajaba corriendo a la tienda. Willy salía de su sótano, cruzaba la calle y descendía los escalones de la delicatessen, grande de apariencia cuando abría la puerta. En cada compra la suma nunca era inferior a dos dólares y a veces incluso se elevaba a cinco. La señora Panessa empacaba todo en una profunda bolsa doble, tras de que Panessa nombraba cada artículo y escribía el precio, con un grasoso lápiz negro, en su carpeta. En cuanto Willy entraba, Panessa abría su libreta, se humedecía la punta del dedo y pasaba cierto número de hojas en blanco, hasta encontrar en el centro del cuaderno la cuenta de Willy. Una vez empacada la compra, Panessa agregaba la nueva cantidad, marcando cada cifra con el lápiz, susurrándose mientras sumaba; los ojos de pájaro de la señora Panessa seguían el proceso hasta que Panessa anotaba la suma y el nuevo total (tras de que Panessa había echado una mirada a Willy y comprobado que éste lo miraba) quedaba doblemente subrayado y Panessa cerraba la libreta. Willy, la apagada pipa colgando suelta de la boca, no se movía hasta que el libro desaparecía bajo el mostrador; entonces se erguía y embrazando el paquete –para el cual le ofrecían ayuda hasta el otro lado de la calle, a lo que siempre se rehusaba–, con un impulso abandonaba la tienda. Un día, cuando el total llegaba a 83 dólares y algunos centavos, Panessa, tras levantar la cabeza y sonreír, preguntó a Willy cuándo podría pagar algo a cuenta. Al día siguiente Willy dejó de comprar con Panessa y luego Etta, con su bolsa de cuerda para el mandado, comenzó a mercar de nuevo en el autoservicio, y ninguno de los dos cruzó la calle aunque sólo fuera por una libra de ciruelas pasas o una caja de sal que se habían propuesto comprar pero lo habían olvidado. Etta, al volver de la compra en el autoservicio, rozaba la pared en su lado de la calle para alejarse todo lo posible de Panessa. Más tarde preguntó a Willy si les había pagado algo. Dijo que no. —¿Cuándo lo harás? Dijo que no lo sabía. Pasó un mes y entonces Etta se encontró con la señora Panessa, con aire de tristeza, nada dijo de la cuenta, Etta volvió a casa y se lo recordó a Willy —Déjame en paz —dijo él—. Ya tengo bastantes problemas. —¿Qué problemas tienes, Willy? —Los malditos inquilinos y el maldito dueño —gritó, azotando la puerta. Al regresar dijo: “¿Qué tengo que pueda yo pagar? ¿No he sido pobre todos los días de mi vida? Sentada a la mesa, Etta apoyó los brazos, puso la cabeza en ellos y lloró. —¿Con qué? —gritó él, la encendida cara negra y llena de rayas—. ¿Quitándole la carne a mis huesos? —Con las cenias en mis ojos, con los orines que limpio del piso, con el frío de mis pulmones cuando duermo. Sentía por Panessa y su esposa un odio raspante, y juró nunca pagar porque los odiaba tanto, en especial al jorobado tras el mostrador. Si éste volvía a sonreírle con aquellos malditos ojos, lo levantaría del piso y le rompería los torcidos huesos. Aquella noche salió, se emborrachó y quedó tirado hasta el amanecer al borde de la acera. A su regreso, las ropas sucias y los ojos inyectados, Etta le puso ante la mirada el retrato de su hijo de cuatro años, que había muerto de difteria, y Willy, con lágrimas en goterones, juró nunca más tocar otra gota de licor. Cada mañana salía a poner en fila los botes de ceniza, sin jamás cubrir con la mirada hasta el otro lado de la calle. —Dar crédito —remedaba con burla—, dar crédito. Llegaron tiempos difíciles. El dueño ordenó reducciones en el aire acondicionado, reducciones en el agua caliente. Redujo el dinero para gastos y el salario de Willy. Los inquilinos estaban enojados. Todo el día importunaban a Willy como nubes de moscas, y él les decía lo ordenado por el casero. Entonces maldecían a Willy y Willy los maldecía. Telefonearon al Departamento de Salubridad, pero cuando los inspectores llegaron dijeron que la temperatura estaba dentro del mínimo legal, aunque en la casa hubiera corrientes de aire. Sin embargo los inquilinos seguían quejándose de tener frío y por ello hostigaban a Willy todo el día, pero él decía que también pasaba frío. Decía estarse helando, pero nadie le creía. Un día levantó la vista de los cuatro tambos de ceniza que alineaba para que el camión se los llevara, y vio al señor y a la señora Panessa mirándolo fijamente desde la tienda. Miraban a través del vidrio de la puerta frontal, y cuando los vio de principio su visión fue borrosa y le parecieron dos pájaros entecos de plumas maltratadas. Fue calle abajo a pedir de otro portero una llave de tuercas; al volver, le recordaron dos flacuchos arbustos sin hojas, que brotaran a través del piso de madera. A través de los arbustos podía ver los anaqueles vacíos. En la primavera, cuando las hojas de hierba se elevaban en las rajaduras de la acera, dijo a Etta: “Estoy esperando a poder pagarles todo”. —¿Cómo, Willy? —Podemos ahorrar. —¿Cómo? —¿Cuánto ahorramos al mes? —Nada. —¿Cuánto tienes escondido? —Ya nada. —Les pagaré poco a poco. Por Dios que lo haré. El problema estaba en que en ningún lugar podían obtener el dinero. A veces, cuando intentaba pensar en las diferentes maneras de conseguir dinero, los pensamientos se le escapaban hacia el futuro y veía cómo iba a ser todo cuando pagara. Sujetaría el fajo de billetes con una gruesa liga de goma, subiría las escaleras, cruzaría la calle y descendiendo los cinco escalones llegaría a la tienda. Diría a Panessa: “Aquí está, viejito, y apuesto que no pensaba que lo haría, y supongo que nadie lo creía y a veces ni yo mismo. Pero aquí está, en billetes de a dólar sujetos por una gorda liga”. Tras sopesar el fajo un instante lo colocaba, como si moviera una pieza en el tablero de ajedrez, justo en el centro del mostrador; y el hombrecillo y su mujer lo iban deshojando, con grititos chillantes y chasqueantes ante cada dólar ennegrecido, admirados de que tantos hubieran sido atados en un paquete tan pequeño. Tal era el sueño que Willy soñaba, pero nunca pudo hacerlo realidad. Trabajó duro. Se levantaba temprano y fregaba las escaleras del sótano a la azotea con jabón y un cepillo rígido, y luego repasaba con un trapeador húmedo. También limpiaba las partes de madera y aceitaba el pasamanos hasta que el zigzag brillaba de arriba a abajo, y en el vestíbulo frotaba los buzones con pulimento para metal y un trapo suave hasta que pudiera verse el rostro en ellos. Veía su propio rostro lleno con un sorprendente bigote amarillo que hacía poco se dejara y la gorra de fieltro color canela que al mudarse un inquilino dejara en un clóset lleno de basura. Etta lo ayudaba y juntos limpiaron el sótano y el patio oscuro bajo los cruzados tendederos, y eran prontos en responder a cualquier solicitud, incluso de inquilinos que les disgustaban, para reparaciones en fregaderos y retretes. Cada día trabajaban hasta el agotamiento pero, como lo supusieron desde el principio, ningún dinero extra llegó. Una mañana que Willy abrillantaba los buzones, en el suyo encontró una carta para él. Tras quitarse la gorra, abrió el sobre, colocó la hoja a la luz y leyó la temblorosa escritura. Era de la señora Panessa escribiéndole que tenía al marido enfermo al otro lado de la calle, que estaba sin dinero en casa y tal vez él pudiera pagarle sólo 10 dólares y dejar el resto para más tarde. Rompió la carta en pedacitos y se ocultó en el sótano todo el día. Aquella noche Etta, que lo había estado buscando por las calles, lo encontró tras la caldera, entre los tubos, y le preguntó qué hacía allí. Explicó lo de la carta. —Esconderte de nada va a servirte —dijo ella desesperanzada. —Y entonces ¿qué hago? —Irte a dormir, supongo. Fue a dormir, pero a la mañana siguiente brotó de entre sus mantas, se puso el overol y salió corriendo de casa con un abrigo sobre los hombros. A la vuelta de la esquina halló una casa de empeños, donde obtuvo diez dólares por el abrigo y se puso gozoso. Pero al regresar corriendo había en la calle una carroza fúnebre o algo parecido, y dos hombres de negro sacaban de la casa aquella caja de pino pequeña y estrecha. —¿Quién murió, un niño? —preguntó a uno de los inquilinos. —No, un hombre llamado Panessa. Willy no pudo hablar. La garganta se le había convertido en hueso. Tras de salir la caja de pino rozando las puertas del vestíbulo, la señora Panessa, toda ella afligida y tambaleante, apareció sola. Willy volvió la cabeza, aunque pensando que ella no lo reconocería debido al bigote nuevo y a la gorra canela. —¿De qué murió? —preguntó al inquilino. —En verdad que no lo sé. Pero la señora Panessa, que caminaba tras la caja, había escuchado. —De vejez —respondió con voz aguda. El trató de decir algo dulce, pero su lengua colgaba en la boca como la fruta muerta de algún árbol y su corazón era una ventana pintada de negro. La señora Panessa se mudó, primero a vivir con una hija de rostro imposible y luego con la otra. Y nunca se pagó la deuda. |