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Nota introductoria
En los años cincuenta aparece en la literatura norteamericana un grupo de narradores sobresalientes. Lo componen, entre varios otros, J. D. Salinger (1919), William Styron (1925), John Updike (1932), Saúl Bellow (1915) y, desde luego, Bernard Malamud. Si el primero creaba, en El cazador en el centeno (1951), un libro clave para entender la rebelión juvenil que desembocaría en los sucesos del 68, el segundo continuaba la tradición sureña, abría el tercero un examen minucioso de la clase media acomodada pero vacía, y al mismo vacío dedicaba Bellow una serie de espléndidas novelas, de las cuales era protagonista un hombre distanciado del sistema por voluntad propia. En cuanto a Malamud, tomaba como tema una visión judía del mundo, situándose en una línea bastante rica de la novelística norteamericana: aquella que incluye a Henry Roth (1907), el ya mencionado Bellow, Norman Mailer (1923) y, posteriormente a Malamud, Philip Roth (1933).
Malamud nace en Brooklyn el año 1914. Educado en el City College, de Nueva York, sigue lo que se ha vuelto el destino inevitable de tanto escritor: la carrera de profesor universitario, si primero en el Oregon State College, de 1948 a 1961, luego en el Bennington College de Vermont. De tal experiencia sacará el material para su tercera obra: Una vida nueva, de 1961, libro que de esta manera pasa a engrosar las filas de un subgénero narrativo: la llamada novela de “academia”. Malamud muere, víctima de una crisis cardiaca, en 1986. Volvamos ahora a esa visión judía arriba mencionada. Su base es algo muy sencillo: la aceptación y la caridad. En tal sentido, las novelas de Malamud exploran la capacidad de comprensión y entrega que pueden adquirir los seres humanos, y aunque la exploración ocurre en un ámbito eminentemente judío, las consecuencias y los resultados de esa comprensión y de esa entrega son factibles de aplicar a cualquier persona. Por ello no carece de razón Malamud cuando dice que todos los hombres son judíos. Si lo escrito por nuestro novelista perteneciera tan sólo a la mentalidad judía, estaríamos ante un creador ciertamente amable de leer, pero asimismo limitado a lo costumbrista. Las zonas de actividad que Malamud toca son de alcance mucho mayor. Mediante la exposición cuidadosa de las conductas encontradas en seres menores, pertenecientes a los estratos sociales bajos, Malamud examina la responsabilidad que toda persona tiene respecto a sus congéneres. En otras palabras, el novelista afirma que nuestros actos jamás nos pertenecen por completo, pues con cada movimiento hecho o con cada decisión tomada afectamos las existencias que nos rodean, unas veces para bien, aunque generalmente para mal. De aquí se desprende un par de condiciones vitales en la narrativa de Malamud: la necesidad de buscar la excelencia moral, y la posibilidad de purgar nuestra frágil condición humana aceptando la culpa ajena, de lo cual son bellos ejemplos los dos primeros libros: El natural (1952) y El ayudante (1957). Quizás en virtud de lo arriba expuesto, la literatura de Malamud es de las muy pocas que en los Estados Unidos aprovechan un modo de narrar con patentes influjos eslavos. Lo vemos en el cuidadoso análisis hecho de los sentimientos humanos, claramente empeñado en señalar zonas donde el sentido de culpa y el remordimiento acompañan a los personajes. Leer a Malamud es adentrarse en novelas y cuentos henchidos de atmósfera, de modo que nos vemos rodeados de climas, luces y hablas cuyo propósito es meternos en los terrenos mencionados. Por lo mismo, en Malamud hay un empleo abundante de lo que Walter Alien ha llamado con razón una ironía chejoviana: cierta amargura burlona ante el modo en el cual se resuelven los conflictos, pero también una especie de sonrisa triste cuando vemos la intervención dolosa de algo que podríamos llamar el azar o tal vez el destino y quizás Dios. En El hombre de Kíev (The Fixer, 1966) tal sonrisa es muy palpable. Dicho sea de paso, Malamud otorga a sus personajes la capacidad de lucha, y aunque no siempre viene el triunfo como recompensa, el mero hecho de la batalla parece retribución suficiente. Novelista de indudable talento, Malamud probó asimismo tener buena mano para el cuento. Dejó tres volúmenes publicados: El barril mágico (1958), Los idiotas primero (1963) y Retratos de Fidelman (1969), en los cuales trabaja sus dos temas preferidos: el judío tradicional y de clase baja, con sus muchos problemas, y el artista norteamericano, generalmente de extracción judía, que en Europa busca inspiración para su obra, línea esta última aprovechada asiduamente por la narrativa de los Estados Unidos. Si Malamud es autor dedicado a darnos lo que Philip Roth llama “una metáfora que representa ciertas posibilidades humanas”, no son sus cuentos ajenos a tal propósito. Aunque Malamud parte de fuentes folklóricas, ha dado información respecto a otros orígenes de sus textos breves. Hela aquí: “Mis cuentos reconocen su deuda con, específicamente, Chéjov, James Joyce, Hemingway, Sherwood Anderson, tal vez con un toque de Sholem Aleichem y las películas de Charles Chaplin”. Esta última parece una acotación muy pertinente porque, en efecto, hay muchos personajes de Malamud que son el hombrecito golpeado por el mundo, pero capaz de levantarse y seguir en la pelea. Hemos elegido como representativos de Malamud dos cuentos donde el judío típico y de clase baja es el protagonista. Sin duda que en tales muestras encontraremos las características especificadas a lo largo de nuestra nota: la mano al parecer inmisericorde de la divinidad, el necesario tránsito por un lapso de prueba y la posibilidad de redención, cumplida en uno de los casos y frustrada en el otro. En ambos ejemplos, una clara demostración de que nadie es una isla, y todo acto es de consecuencia para las vidas que nos rodean. Esto, presentado mediante tramas de una claridad absoluta, apoyadas en diálogos cotidianos y en modos de conducta en nada excepcionales. Es decir, la maestría de la sencillez. Federico Patán |