Material de Lectura

Nota introductoria

 

El laberinto. El centro inexpugnable del laberinto. Desde sus primeros volúmenes, el escritor Sergio Fernández desarrolla tanto en el ensayo (sus tesis sobre Dante y Quevedo y sobre la picaresca) como en la novela (Los signos perdidos, 1958) una geometría verbal precisa, elusiva y seductora: frases como volutas con giros imprevistos, cambios de ritmo y extensión fulgurantes, derivaciones sutiles como meandros oscuros: un laberinto. Y al centro, que el lector nunca invade o si lo hace no se entera, pues el texto ya ha seguido avanzando y las páginas lo expelen a nuevas veredas y orillas del símbolo y el razonamiento, en el centro intocado del vértigo: un pequeño pronombre, la mínima isleta fincada por dos letras: yo. Cuando Fernández asesta el pequeño pronombre, en verdad tiene carne y alma, deseos, padecimientos y convicciones: es alguien que está escribiendo las razones y pasiones de su vida; que está escribiéndose.

El pronombre se incrusta con peso, usualmente interrumpe el ritmo del fraseo, cae hirviendo y se vuelve plomo solidificado: gramatical y conceptualmente es una reiteración, la evidencia del ser que, padeciéndolo, gobierna el laberinto: Fue —digo— inútil intentar distraerme (...) Sería yo, repito, el depositario de una contemplación.

¿Y por qué laberinto? ¿Por qué tan a menudo los críticos de este escritor echan mano de esa vieja imagen? El lector de este Material de lectura ya corroborará que no es inexacto hablar de una escritura esencialmente espacial, arquitectónica. Prevalece una organización por apartados. Los capítulos de un ensayo, los párrafos de un capítulo, las oraciones de un párrafo, las frases que construyen cada oración... todos ellos se alían en una simetría que no asimos pero intuimos; son espacios que habitamos y se organizan entre sí a lo largo del texto que forman en su confabulación. Pues precisamente estamos ante una obra que es habitación de la cultura. Al hablar de sus credos y pasiones (ciertos autores reiterados y los esfuerzos del corazón) Fernández es; habita su propia identidad y cristaliza sus experiencias humanas.

Por ello, en él, los géneros y las artes se mezclan y contagian. El mismo acontecimiento humano es, finalmente, intentar un lenguaje analítico para hablar de Roma que fundirla, embriagarla en el magistral vuelco novelístico de Los peces. Si la cultura es una experiencia, las consecuencias no pueden eludirse: el ejercicio de la razón no la cancela ni domestica; no puede dejar fuera de sí las otras “experiencias” usualmente identificadas como “personales” o “íntimas”. Con Fernández vuelve a acontecer la literatura como extravío. De ahí la necesidad del yo en esta concepción personalizada de la cultura. Habitar una ciudad italiana o un soneto de Quevedo, una andanza del Quijote o una intriga de Proust, significa aceptar que el escritor es alguien muy concreto y tangible, que no es una inteligencia alta e intocada sino un hombre venturosamente poseído por los demonios y ángeles que explican esa ciudad o ese poema, ese atropello o desventura de la imaginación.

A algunos escritores les debemos el don de que la inteligencia y los sentimientos, el cerebro y el corazón, el museo y la alcoba no sean ajenos entre sí. El hombre es un todo, un espectro emotivo que se extiende a lo largo de todos los puntos de sensibilidad y percepción. Las ideas de aventura y experiencia son intrínsecas al perenne amante (amateur) que es Sergio Fernández. La cultura como invitación ideal a los encuentros del hombre con sus razones de ser: ciertas personas, ciudades, preocupaciones, asuntos, fervores; es la ley del enamoramiento; la del escritor que nunca huirá ni rehuirá a Melibea ni a su estiércol.

Las tres muestras que aquí recejemos son dos relatos del anecdotario personal, titulado Los desfiguros de mi corazón y un fragmento del prólogo al libro de ensayos El estiércol de Melibea. Tres ocasiones ejemplares en que el yo de Sergio Fernández dijo sí al vuelo del deseo o de la cultura y fue construyendo un palacio de palabras donde él mismo se ha perdido y ondula como un monstruo de aire en el centro del vértigo.

 

Alberto Paredes