Nota introductoria
Vi hace poco en el cementerio cercano a Playas de Tijuana una lápida con el nombre de José Banuet. De inmediato pensé en el parentesco que lo unía quizá con ese Mickey Banuet que Federico Campbell persigue como presencia huidiza y onírica en su cuento "Tijuanenses". En esa historia de la vieja Tijuana lo irrecuperable y melancólico subsiste en esa prosa demorada y minuciosa; se trata de un fantaseo escéptico sólo posible en la ficción impune e inmune de la literatura. En Federico Campbell llama la atención, por un lado, su insistencia en la vertiente ominosa del poder, y por otro, su afán de memoración de imágenes sepias de la adolescencia, de sitios y símbolos de la "caverna natal". Obsesiones fructíferas para la cultura mexicana, a la cual introduce autores casi desconocidos en México: italianos y estadunidenses, especialmente. Campbell se interesa por el minimalismo y el periodismo europeo, escribe sobre la historia oculta del país: aquella que tiene que ver con las sagas del narcotráfico, los cacicazgos políticos regionales, el peso decisivo del centralismo o las distintas literaturas que emergen fuera de la metrópoli. Sus intereses se orientan a la literatura italiana contemporánea, y las coloridas variaciones temáticas y estilísticas de la narrativa estadunidense, además al género negro en cine y literatura, las veleidades de la sociedad de consumo, el poder y el cui dado en su desigual contienda. Aficiones que son obsesiones: el poder político y su capacidad de transformación vesánica; el amor como una apuesta al desencuentro y la melancolía; los signos y símbolos del oficio de escritor que se reiteran flaubertianamente durante páginas y páginas. El autor mexicano encontró en Leonardo Sciascia análogas preocupaciones desarrolladas ya por el autor italiano. ¿México es una metáfora siciliana? Lo es desde varias perspectivas: en el laberinto de la cortesanía como medio de escalafón político, la connivencia generacional al margen de la ética; por el sometimiento de la clase intelectual a los dictados de un Ogro filantrópico, un Big Brother omnisciente y ubicuo. El poder desde esa perspectiva es una construcción orwelliana reconocible no por su rostro sino por las acciones que la colman y definen. En la calculada vesania de sus personeros, en la ubicuidad de su presencia, en los mecanismos que le permiten instantánea respuesta a la disidencia. La metáfora sciasciana es fértil detonador de conjeturas, coartadas temáticas y analogías sobre el presente del país en que vivimos. En una literatura como la mexicana, sin sentido del humor, ajena a la fantasía e inepta para resolver dramatismos, llama la atención la intensidad inusual de Campbell para describir el desencuentro amoroso. Una suerte de vigilia crítica no abandona al amante solitario, ni ante el acoso de la memoria ni ante el poder y sus desmesuras. Los personajes transcurren al arbitrio de sus mínimas y definitivas tragedias diarias, en la realidad anticlimática de sus días y sus devenires urbanos. Más que la desesperanza, más que la irritación moral, veo un profundo escepticismo melancólico en esa escritura. En los cuentos de Campbell persisten los temas de siempre, disfrazados o explícitos. A veces se refieren a la obra negra del oficio: la tipografía, las reiteraciones fonéticas, el valor aislado o actuante de ciertas palabras, el campo minado de la traducción y las etimologías. Casi siempre el extravío del solitario en las galerías de la memoria, evocando la migración familiar, la visión fragmentaria de lugares habitados en la niñez, uniendo los cabos sueltos de la educación sentimental del joven fronterizo que fue. En los relatos de Campbell no priva como en su novela Pretexta la indagación de los métodos del poder político, la inmersión en los húmedos pasadizos de la represión social. Se advierte un esfuerzo por recobrar la memoria sentimental que en muchos casos lo es también colectiva. Sus relatos giran alrededor de una ciudad convocada, que es una y diversas. En "Tijuanenses" aparece una ciudad apenas pueblerina que ya se resiente —como diría Rubem Fonseca— de un "pasado negro". Es una Tijuana que un adolescente, paralizado por la timidez, imagina constelada de gestas épicas: surcada por las pandillas de muchachos bien, enmarcada por el ritmo melódico del hit parade norteamericano, prestigiada por los Pegasos y el talento de Mickey Banuet para el basquetbol y los golpes. En este relato, se advierte una ciudad al arbitrio de lo acumulativo, del todo sujeto a la transición y al cambio, al imprevisible itinerario de las biografías perdidas, en eterno desencuentro, por la migración profesional, por el desplazamiento citadino, por la desaparición en un lugar provisional, esperando esos papeles, ese cruce, ese destino en un suburbio de Los Ángeles. La evidencia de una ciudad que sólo mantiene para quien la recuerda o la ama, algunos sitios, ciertos nombres, o unas cuantas calles (a veces sólo una, por todos conocida). En otros textos (pienso en Todo lo de las focas) contrasta paradójicamente lo alejado y tangencial del paisaje tijuanense con el vigor de la evocación. En otros, la literatura cumple funciones que la sociología soslaya. Federico Campbell atiende la exigencia de una escritura demorada en detalles; que fluye engañosamente fácil marcada por influencias literarias, dos o tres filmes indispensables y un signo de época que se expresa en multitud de elementos y detalles. Su interés en las castas gobernantes y su tentación homicida se expresa incluso en la autobiografía sentimental o en la composición del lugar de la adolescencia. Algunas escenas describen una ciudad ya perdida, que informan de manera convincente de su pasado: los magnates a la Scott Fitzgerald que poblaban el Salón Aurífero del Casino de Agua Caliente; algún volante que anuncia la presentación de Eduardo y Rita Casino; las galerías de nombres definitivos en la calle Mayor: Aloha, Blue Fox, Waikiki; o la escena de un Chevrolet verde olivo de la U.S. Army llevando un cadáver mexicano con púrpura medalla póstuma a alguna barraca de la colonia Libertad. "Tijuanenses" nos confirma a un Campbell como escritor en pleno dominio de sus facultades, al que esperan proyectos mayores, de los cuales él mismo ha hablado en distintas entrevistas y conversaciones; sobre todo en el área que lo apasiona: los desmanes del Estado, la veleidad testimonial de la historia, la prensa y el poder, lo inhabitable de la modernidad urbana, las historias nimbadas por la melancolía y el escepticismo. Los relatos de Federico Campbell no se agotan en la tensión de lo climático. No buscan esa coartada; transcurren sobria y persuasivamente en torno de estados de ánimo, de sucesos mínimos y categóricos. Una especie de implosión secreta mistifica la rutina y se instala en la cotidianidad. La vocación discursiva de Campbell no desmerece sino que se cumple magníficamente en las obsesiones que lo ocupan; en la precisa evocación de esa caída anímica; en historias urbanas transidas de emoción y sobria melancolía. ¿Qué guía a estas narraciones? Azarosas correspondencias ajenas al autor que definen las tramas impredeciblemente. Para Federico Campbell, Tijuana es tierra del nunca jamás, un escenario que la memoria apresa fallidamente; creándola de continuo. Ciudad talismán, sólo posible en la alquimia de la escritura o en la fragua evocativa de quien se sabe forastero. Ciudad imantada por sentimientos encontrados, de amor y aversión. Los lugares de esa ciudad son signos extraviados, señales en un mapa innominado, instrumento literario que conspira junto con la memoria personal para falsificarlos. La prosa de Campbell transcurre lenta y persuasiva, con una sequedad que neutraliza cualquier desafuero emocional. La prosa se ciñe a su finalidad narrativa pespunteada por la aparición de nuevas inquisiciones y motivos temáticos que la enriquecen y le dan una densidad literaria con instantes de revelación. La bitácora personal y familiar es un espacio encantado por referencias cruzadas y signos indescifrables incluso para el escritor que los observa evaporarse en sus manos. Todo se desdibuja y desaparece. El autor elige la identidad de confesor y demiurgo melancólico. La ciudad real, cruzada por ráfagas de violencia y postales de aislamiento, no existe. Toma su lugar otra, distinta y sin embargo, la misma; de alhajas más preciosas y recuerdo duradero: la ciudad de las galerías de la memoria.
Leobardo Saravia Quiroz
Tijuana, Baja California; octubre de 1995
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