Material de Lectura

Nota introductoria


La prosa de Celorio* es una de esas raras, escasas prosas con personalidad propia, con señas particulares. Prosa poética en el sentido en que lo es, por ejemplo, la de Cortázar, quien siempre lamentó no ser poeta (o más bien no ser reconocido por los poemas que escribía en columnas), sin ver que el andamiaje que sostiene a Rayuela es precisamente lo que tiene de poesía su prosa.

La de Celorio es una escritura siempre exacta, armada como un reloj finísimo, pero, extrañamente, donde la exactitud no adquiere las mecánicas resonancias del metal sino las ansiosas ondulaciones tibias de la carne. Digamos que aquí el verbo se hizo, o se izó, como si fuera carne, para endiosar un poco más (y a lo mejor nos comprendemos luego) mis equiparaciones. Prosa donde el verbo realmente significa acción, pasión y movimiento; donde el sujeto siempre está musical y flexible, y con el complemento de la lucidez y de la inteligencia las frases se vuelven oraciones y, como tales, se deben pronunciar de memoria y despacio.

En su estilo están lo que podrían llamarse “metáforas amplias”: abre un símil y desenvuelve la imagen que con éste ha instaurado y la persigue hasta rematarla (revivirla) al final, pero ahora con toda la carga de anfructuosidades luminosas y de ideas que ha ido entretejiendo en la contienda de sus significaciones. Sirva de ejemplo la descripción, que aquí se recoge, de un retablo barroco de la Catedral, una de las páginas magistrales de Celorio, para cuya poética la literatura, la piedra del papel, sobrevive a las destrucciones de la piedra real que fue su impulso referente.

Gonzalo Celorio es un escritor excepcional de la lengua española, con la que ha incursionado en diversos territorios literarios, desde el cuento para niños hasta la novela. (Uso la lengua como parámetro porque la calidad literaria de Celorio no tiene la estatura que tiene solamente en función del corpus de la literatura mexicana.) Une a su bárbara naturaleza creativa un civilizado torrente académico, de cuyo feliz encuentro y desembocadura son testimonio la ósea erudición de sus ficciones y la inspirada respiración de su vida académica, donde tiene discípulos y no alumnos porque hay pasión en su búsqueda del conocimiento.

Como uno de los libros de Gonzalo se llama Los subrayados son míos, ésa fue mi primera intención: recuperar los subrayados que he hecho de su obra, al margen del género al que el canon adscriba el libro en que aparecen; al margen, digo, porque Celorio es escritor para todo, para su vida, para su pensamiento: es un amante de géneros centauros, proyectivos. Luego consideré que eso estaría en contra de la unicidad casi capitular que él busca y logra. Opté, entonces, por “El velorio de mi casa”, donde se nota perfectamente al Celorio más típico: el que engarza con intensidad emotiva, con capilaridad extrema, al yo de su muy justificada subjetividad con las cosas y los seres que ama. Luego dos capítulos, imprescindiblemente ata­dos (el cinco y el siete), de Tiempo cautivo. La Catedral de México, donde configura esa equivocidad ensayística, esa pasión intelectual reclamada por Montaigne. Finalmente un capítulo, el primero, de su novela Amor propio, en el que las palabras del recuerdo se honduran y son un tacto que va morosamente repujando al texto.

En este prólogo el lector notará que sobran adjetivos. Se le suplica que pase a internarse en la escritura de Gonzalo Celorio. Y que después intente refrenar los suyos.


Eduardo Casar

 




* Nació en la ciudad de México. Estudió letras hispánicas en la UNAM. Es miembro de número de la Academia Mexicana, a la que ingresó en 1996. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores desde 1994. Como escritor ha incursionado en diversos géneros: ha publicado seis libros de ensayo: El surrealismo y lo real-maravilloso (1976), Tiempo cautivo. La Catedral de México (1982), Los subrayados son míos (1987), La épica sordina (1990), El alumno (1996) y México, ciudad de papel (1997); un libro de crónicas: Para la asistencia pública (1984); una novela: Amor propio (1992), publicada en España, México y Cuba, y traducida al italiano bajo el título Non chiamarmi Ramón; y, de “varia invención”, El viaje sedentario (1994), que, por su traducción al francés, se hizo acreedor en 1997 al Prix des Deux Océans que otorga el Festival de Biarritz.