De Tiempo cautivo
Cinco Escribe el doctor Zorita en su Relación de la Nueva España que para cimentar la Catedral “hazen vn plantapié de argamasa que toma todo el edificio de la Yglesia, porque con el peso se sumen los edificios de la laguna y quede que [no] se podrá sumir, y también porque no lleguen los cuerpos de los difuntos en las sepolturas al agua”. El más fastuoso templo del Nuevo Mundo habría de tener siete naves, a imagen y semejanza de la catedral de Sevilla, la mayor de las Españas y según se dice el tercer recinto eclesiástico más grande de la cristiandad, y siete naves, señores, fueron cimentadas. Pero como el subsuelo sevillano poco tiene que ver con la subagua mexicana, pronto declinó tan temeraria aspiración. Como quiera que sea, los delirios de grandeza pudieron más que las contingencias topográficas y se emprendió la construcción de cinco naves sobre la laguna, que al fin y al cabo, señores, naves eran y sobre el agua flotarían por el solo poder de la palabra. Empresa de tal envergadura por principio niega al constructor el derecho de ver concluidos los trabajos que inició. Han de sucederse las generaciones y fugarse los siglos y sustituirse o alargarse las formas, los gustos, las maneras, para aproximarse a un final por demás ilusorio, porque la construcción de una catedral, en rigor, nunca se concluye, toda vez que el tiempo es su legítimo arquitecto. Como secreta reivindicación ante la ligereza de la vida y la eternidad de la obra, los constructores, desesperanzados de ver satisfechos sus trabajos y sus días, plantearon descomunales y fantásticos proyectos que las generaciones venideras sólo podrían culminar con esfuerzos denodados. La historia de la construcción de la Catedral no es otra que la sucesión de colosales desafíos. Quienes, vesánicos, cimentaron el edifico sobre un terreno casi flotante desafiaron a quienes habrían de levantar los muros, y quienes levantaron los muros lo hicieron con tal soberbia que desafiaron a quienes habrían de cerrar las bóvedas, y quienes cerraron las bóvedas lo hicieron con tal audacia que desafiaron a quienes habrían de ornamentar paramentos y erigir campanarios y construir cúpulas y decorar fachadas, y quienes todo ello hicieron lo hicieron con tal esplendor que desafiaron de por vida a quienes habremos de recuperar la inversión del tiempo para que la Catedral no se nos eche encima y nos aplaste. Sostenerle la mirada exige un esfuerzo tan brutal como haberla construido. Siete Entre el revoloteo de ángeles encuerados y nalgones, el dolor se disemina, gozoso, por nichos y vitrinas: se inflaman los corazones, se avivan las llamas del purgatorio, se cubren de humillación los nazarenos —espinas punzantes, clavos retorcidos— y los mártires padecen martirios renovados: Pedro de Verona es acuchillado por la espalda y un hacha le parte en dos el cráneo sin demudarle la sonrisa angelical; el otro Pedro, el apóstol pusilánime, es crucificado de cabeza y ya tiene la aureola abollada contra el basamento de su nicho; san Andrés gira en las aspas de un molino ausente; Juan el Bautista y san Dionisio, acápites, sostienen en las manos sendas y chorreantes cabezas; Felipe de Jesús tiene por tres lanzas herido el corazón que hizo reverdecer la higuera desahuciada... Un retablo barroco es un manual de hagiografía, un profuso inventario de torturas, que más convencen a la piel que a las entendederas. La Reforma había cubierto el santoral con una inmensa tela de juicio; por desprenderla, la Contrarreforma dejó a los santos en carne viva, deshollados, heridos, bañados en sangre siempre fresca. Que no se dude más de la sublimación del dolor beatífico. Igual que en un mercado, intercesores y patrones se debaten en la competencia de las devociones y emplean toda suerte de recursos publicitarios para vender en precio de exvotos remedios y maestrías, como los ojos esféricos, puestos en un plato cual huevos cocidos, con los que santa Lucía anuncia sus terapias oculares. Que no se dude más de los altos poderes de los santos ni de sus influencias como secretarios particulares que son de la Divinidad. Que no se dude más de la Divinidad. En los sobredorados retablos Cristo sufre expolios y azotes y coronaciones vejatorias para que los fieles sigan siéndolo y sientan con todos los sentidos, como en carne propia, la pasión de un redentor tan verdadero como sus cabellos de verdad, como su dentadura de verdad, como su vestimenta de verdad y aun como su sangre de verdad que de sus estigmas mana sin cesar. Que no se dude más. La necesidad febril de tener a Dios al alcance de la mano, de tocarlo a lo santo Tomás, metiendo el dedo en la llaga de Jesús, más que de la fe, es signo de la duda. Pero, ¿qué es el barroco —arte de la Contrarreforma, según los entendidos— sino el anhelo de tapar, con imágenes sobrecogedoras y fehacientes, el inconmensurable vacío que dejó la huida de Dios?
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