Preso modelo
Allá está mi vida, quiero decir, es allá donde vivo realmente, allá me encuentro; lo que hay allá es tan bueno que merece ser llamado pena. Aquí la luz me deslumbra y me ciega, por eso me siento tan mal, siempre violento, siempre perdido. Mis padres cumplieron sus condenas para encontrarse y luego mi madre mató a mi padre para volver y le doy la razón. Cuando la condenaron me llevaba en el vientre y desde entonces empecé a vivir el desdén de su espíritu. Me parezco tanto a ella que sus compañeras decían que era como su propia mierda. Mierda es el nombre que llevo desde entonces, además de otro que llevan los registros del concreto en que nací. Durante los años que estuve fuera, bajo la tutoría de una bonita institución, hubo un impulso que me llevó a delinquir y cuando estuve en edad de ser condenado, volví; entonces encontré lo que probablemente estaba buscando esencialmente: un encierro pacífico donde el rugido proviene solamente del miedo, un sonsonete que me guía en mis largas horas de lectura y meditación. Como soy un preso modelo tengo privilegios; tengo acceso a las celdas de castigo, puedo comprar y vender lo que sea y todos se dirigen a mí con respeto. ”¿Qué tranza mierda?, ¿en qué la rolas?”, dice uno y otro pregunta cualquier cosa en el mismo tono, y así voy, recorriendo el pasillo, sonriente. Son como perros guardianes de sí mismos que se acercan moviéndole la cola al miedo. A veces les vendo azúcar para destilar o hierba para fumar y si piden pastillas también se las vendo y, cuando ellos distraen la vista me escapo de ahí, dejo que mi amigo de alta peligrosidad vele mi sueño mientras se arranca los sesos pensando en arrancarle la cara al que lo metió ahí, o al preso de la celda contigua o al celador o a cualquiera. En mis primeras lecciones de vuelo mi madre me envolvía de manera que no pudiera moverme y cuando ella dormía su sueño apacible yo mordía la tela y gemía hasta que el vuelo mismo me hizo ver la utilidad de una sábana para detener al cuerpo necio que se queda. Desde que estoy afuera ya no puedo volar, el día que salí fue el más difícil de mi vida, entonces hice lo que tenía que hacer. Mi condena fue demasiado corta, no tengo la culpa de ser un tipo que agrada a las autoridades. Nadie se ha detenido a pensar un minuto en mí, me hablan de adaptación como si la cosa fuera un milagro: así es al parecer de la directora del reclusorio, que hace algunas semanas me dijo que pronto me echarían de aquí. Le supliqué que no lo permitiera, pero no lo entendió; me dijo que debía ceder mi lugar a otro delincuente. Regresé a mi celda pensando en hacer algo, pude haber matado a mi compañero, pero fue tan respetuoso conmigo que fui incapaz. Cuando salí caminé varias cuadras en el insulso exterior. Nadie me conocía, nadie me hacía reverencias, nadie me llamaba mierda ni me pedía un kilo. Era espantoso, mi contacto con el mundo había sido tan escaso que no sabía nada sobre las calles o los medios de transporte. Adentro hice mis mejores lecturas. Mi compañero de celda era un tipo que leía un montón de libros y me los prestaba. Afuera la gente no lee, salvo las denominaciones de los billetes. Además para conseguir un conecte está más cabrón, ninguno de los pelagatos de la calle canta el conecte tan fácil. Me estaba preguntando qué iba hacer para sobrevivir en un mundo sin conectes ni cabrones que me respetaran, cuando un pelagatos chocó conmigo, el tipo iba distraído y cuando nuestros rostros se cruzaron olí el miedo en él. Era extraño ver que hasta los pelagatos del exterior, sin conocerme, me temían. Eso me dio fuerza para seguir por las calles, cada vez más extensas y abigarradas, cada vez más desconocidas, calles que emiten un rugido muerto y constante. La visión de los coches me trajo un poco de paz; me gustan los coches, adentro no hay coches. La alerta de los transeúntes me causaba una curiosidad cada vez más placentera. Era presa de un miedo tras el cual me ocultaba con mi careta de malo. Era eso: yo tengo cara de malo. Eso me ayudaba a portarme como tal, con esta cara de malo he reprimido el temblor de la navaja sobre los cuellos, mi cara es la llave del tesoro, el arma única con que he luchado para obtener esa vida serena y dulce que, a su manera, también desean tener los pendejos de afuera. Cuando me cansé de ser un delincuente libre y modelo, al que las autoridades jamás descubrieron, cometí el crimen más pendejo que me fue posible, nada más para que me agarraran y me metieran otra vez; soy un preso esencial, como ven. Como ustedes comprenderán, no era la bolsa de la tipa lo que yo quería, ni mucho menos su vida. Declarar una cosa así me degradaría demasiado. Lo que yo quería era retomar varias lecturas que había dejado pendientes.
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