Material de Lectura

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Selección
y nota de
José Martínez
Torres



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Nota introductoria

 

 

 

Nathaniel Hawthorne mantuvo durante su vida un vínculo misterioso con Salem, el lugar más antiguo de la Bahía de Massachusetts, donde nació en 1804. Él mismo se refirió a este sentimiento como una cierta  “atracción sensual del polvo hacia el polvo“. Los ancestros puritanos (cuyo acentuado sentido de persecución condujo a las Brujas de Salem al conocido proceso en que terminaron martirizadas en lahoguera) dejaron una marca imborrable en el espíritu de Hawthorne: —Yo, como representante suyo —escribió en el prólogo a La letra escarlata—, por este medio hago mía la vergüenza de mis antepasados y ruego porque cualquier maldición que hubiera sobre ellos —de las que yo he tenido noticia y que perduran debido al atraso de tantos años y a la melancolía de nuestra raza— termine desde hoy y para siempre.

De abril a noviembre de 1841, Hawthorne vivió en Brook Farm, la comunidad utópica cercana a Boston que tenía la dirección intelectual de Emerson. Al abandonar esta clase de vida, decidió convertirse en una persona distinta, con otras preocupaciones más concretas que le demostrarían si en su carácter no había fisuras. Pensaba que hasta un hombre más dotado de lo que él se consideraba a sí mismo en cuanto a ideas, sensibilidad e imaginación, bien puede ser un hombre de negocios, sólo con tomarse la molestia. Aceptó el cargo de inspector de aduanas. Entonces su nombre no se difundió, como quizás deseaba, en las portadas de los libros, sino en los sacos de pimienta, en los cigarros y en la mercancía que pagaba impuestos en la aduana, como testimonio de legalidad.

Ninguno de sus nuevos compañeros había leído una sola página de sus escritos  “ni tampoco habrían tenido una mejor impresión de mí —escribió— si las hubieran leído todas”.

Tuvo que abandonar este cargo por razones políticas. Hawthorne llamó a este burocrático modo de vida “El salario del diablo”. Razonaba de esta manera: el funcionario despedido busca un puesto semejante para labrar, sin saberlo, su propia ruina; lo arrojan con los nervios destemplados a caminar tambaleante como mejor pueda; consciente de su debilidad, busca afanosamente que le ayuden, mientras piensa que no vale la pena ningún otro esfuerzo si en poco tiempo el mismo aparato lo alimentará, enviándole a intervalos quincenales una pequeña pila de monedas relucientes; esto, a cambio de su fortaleza, valor, perseverancia, lealtad y confianza en sí mismo... “¿No podría sucederme —así finaliza su reflexión a propósito de la burocracia— que, en el tedioso lapso de vida oficial que me esperaba, terminara haciendo de la hora de la comida el motivo de la vida y pasara el resto del tiempo, como un perro viejo, durmiendo en el sol o en la sombra?”

Un suceso más importante determinó la obra de Hawthorne: el retiro voluntario en el que se mantuvo a lo largo de doce años y cuya cifra podría no ser casual. “Aquí estoy en mi cuarto —escribió en un cuaderno* — donde me parece estar siempre. Aquí he terminado muchos cuentos, muchos que después he quemado, muchos que sin duda merecen ese ardiente destino. Esta es una pieza embrujada, porque miles y miles de visiones han poblado su ámbito, y algunas ahora son visibles al mundo. A veces creía estar en la sepultura, helado y detenido y entumecido; otras, creía ser feliz. Ahora empiezo a comprender por qué fui prisionero tantos años en este cuarto solitario y por qué no pude romper sus rejas invisibles. Si antes hubiera conseguido evadirme, ahora sería duro y áspero y tendría el corazón cubierto de polvo terrenal... “ En este diario, Hawthorne escribía distintos planes narrativos que nunca llegó a ejecutar, duplicaciones, juegos de espejos entre el arte y la vida, que sólo puede urdir la imaginación mediante un acercamiento terrorífico entre lo real y lo extraordinario; entre otros breves esbozos figuran los cuatro siguientes:

1) Que ocurran acontecimientos extraños, misteriosos y atroces que destruyan la felicidad de una persona. Que esa persona los impute a enemigos secretos y que descubra, al fin, que él es el único culpable y la causa...
2) En medio de una multitud imaginar a un hombre cuyo destino y cuya vida están en poder de otro, como si los dos estuvieran en un desierto... 3) Un hombre rico deja en su testamento su casa a una pareja pobre. Ésta se muda ahí; encuentra a un sirviente sombrío, que el testamento les prohíbe expulsar. Durante las noches éste los atormenta. Se descubre al fin que él es el hombre que les ha legado la casa... 4) Que un hombre escriba un cuento y compruebe que éste se desarrolla contra sus intenciones originales; que los personajes no obren como él quería; que ocurran hechos no previstos por él y que se acerque una catástrofe que él trate, en vano, de eludir. Este cuento podría prefigurar su propio destino y uno de los personajes es él mismo…

Podemos conjeturar que de este alejamiento surgió la idea de escribir “Wakefield“ (y también que fue un apunte como los que hemos citado), una conducta si bien poco probable por completo inherente a lo humano, aquella suerte de viaje alucinante que en el tiempo —Hawthorne le atribuye veinte años de duración— es el más largo y penoso, mientras que en el espacio comprende sólo unos cuantos metros. Wakefield manifiesta una vida mediocre incomparable a la magnitud de su destino, más atroz en cuanto que es voluntario. De esta misma manera entrañable debieron gestarse los otros dos cuentos que presentamos a continuación, tanto la armonía y ambigüedad sorprendentes de “Las esposas de los muertos” como el mito fáustico de  “El experimento del doctor Heidegger”. Una muerte, tan misteriosa como sus relatos, lo acometió el 18 de mayo de 1864, mientras dormía.

 


José Martínez Torres




* Citado por Jorge Luis Borges en el ensayo “Nathaniel Hawthorne”, recopilado en Otras inquisiciones, Obras completas, Editorial Emecé, Buenos Aires, 1974.

 


El experimento del doctor Heidegger

 

Aquel hombre singular que se llamó el doctor Heidegger, invitó cierta vez a su estudio a cuatro antiguos amigos suyos. Tres de ellos eran ancianos de cabellos y barbas grises: Mr. Medbourne, el coronel Killigrew y Mr. Gascoigne; la otra persona era una mujer mustia y consumida, que se llamaba la viuda Wycherly. Todos ellos eran personas de edad avanzada que habían sufrido grandes infortunios en sus vidas y cuya desgracia mayor era la de no encontrarse ya en la tumba. Mr. Medbourne había sido en sus años de fortaleza un comerciante rico y próspero, pero había perdido todo por una fracasada especulación y ahora se encontraba más o menos en la situación de un hombre pobre y solemne. El coronel Killigrew había dilapidado sus mejores años, su salud y su vida, persiguiendo placeres sensuales, que le habían dado como remuneración tardía una gota pertinaz y tormentos incontables en cuerpo y espíritu. Mr. Gascoigne era un político fracasado y un hombre con mala fama que había conservado su equívoca reputación hasta que el tiempo borró su nombre de la mente de la generación actual, convirtiéndolo en un ser oscuro en lugar de difamado. Por lo que a la viuda Wycherly se refiere, la tradición nos dice que había sido una gran belleza en su juventud, pero que durante mucho tiempo había tenido que vivir en un alejamiento absoluto como resultado de ciertas historias escandalosas que habían prejuiciado en contra de ella a toda la gente de la ciudad. Una circunstancia también digna de mencionarse es la de que cada uno de estos ancianos, Mr. Medbourne, el coronel Killigrew y Mr. Gascoigne, habían sido pretendientes de la viuda Wycherly y que cada uno había estado a punto de degollar a los demás por causa de ella. Antes de seguir adelante sólo quiero indicar que tanto el doctor Heidegger como sus cuatro invitados, tenían la reputación de no estar muy bien en sus cabales, como suele acontecer a gentes de alguna edad, a quienes atormentan preocupaciones o recuerdos dolorosos.

—Queridos y viejos amigos —dijo el doctor Heidegger, indicando que tomaran asiento. —Tengo el deseo de que asistan a uno de esos pequeños experimentos que acostumbro realizar en mi estudio.

Si es verdad lo que la gente dice, el estudio del doctor Heidegger era un lugar muy extraño. Era un aposento oscuro y amueblado a la usanza antigua, adornado con telas de araña y con todos los objetos cubiertos de polvo. Adosados a las paredes se veían libreros de nogal, en cuyas baldas inferiores se alineaban innumerables infolios, mientras que las superiores se hallaban reservadas para pequeños volúmenes, encuadernados en pergamino. Sobre el librero del centro había un busto de Hipócrates, con el cual, según se dice, el doctor Heidegger celebraba consulta en los casos difíciles de su práctica médica. En el rincón más oscuro de la estancia había un armario alto y estrecho de nogal, con la puerta entreabierta, dentro del cual podía verse la silueta inquietante de un esqueleto. Entre dos de los muebles colgaba un espejo, que mostraba su luna polvorienta en un marco antiguo de oro deslustrado. Entre las muchas historias que se contaban de este espejo, figura la de que dentro de su marco habitaban los espíritus de todos los pacientes del doctor que habían muerto y que lo miraban frente a frente cada vez que dirigía su mirada hacia él. En el lado opuesto de la habitación se veía el retrato de tamaño natural de una joven, vestida magníficamente con seda, satén y brocados y con un rostro tan lánguido como sus propios vestidos. Hacía medio siglo aproximadamente que el doctor Heidegger había estado a punto de casarse con esta joven, pero al sentirse un poco indispuesta tomó una de las prescripciones de su prometido y murió la noche anterior a la ceremonia. Queda aún por mencionar la gran curiosidad del estudio: un enorme infolio encuadernado con cuero negro y con grandes cerraduras de plata maciza. El volumen no tenía ninguna inscripción en el lomo y nadie podía saber, por tanto, el título del libro. Sin embargo, todos sabían que se trataba de un volumen de magia, y que una vez una doncella se atrevió a sacar el volumen de su sitio con la intención de quitarle el polvo: el esqueleto se agitó en el armario, el retrato de la prometida del doctor Heidegger se elevó a la altura de un pie del piso y varios rostros se asomaron en el espejo, mientras que la cabeza broncínea de Hipócrates arrugaba el ceño y decía:  “¡Prohibido!”

Así era el estudio del doctor Heidegger. En la tarde de verano de nuestra historia, una pequeña mesa redonda, tan negra como el ébano, se hallaba en el centro de la estancia, sobre ella había una vajilla de cristal de forma exquisita y magnífica talla. La luz del sol se proyectaba por la ventana, a través de dos pesados cortinajes de damasco y caía directamente sobre la mesa y la vajilla, devolviendo una especie de tenue resplandor sobre los rostros cenicientos de los cinco ancianos reunidos en torno a la mesa, en donde se hallaban también cuatro copas de champaña.

—Queridos y viejos amigos míos —repitió el doctor Heidegger. —¿Puedo contar con su presencia para realizar un experimento singularmente extraordinario?

Por otra parte, el doctor Heidegger era un hombre, casi un anciano, en extremo raro, cuyas excentricidades se habían convertido en el núcleo de mil cuentos fantásticos; algunas de estas historias, para ser sinceros, tienen que ser atribuidas a mi modesta persona, y si algunas partes de ésta someten a una prueba excesivamente difícil la credulidad del lector, caiga sobre mí el estigma de la irrealidad y de la invención.

Cuando los invitados del doctor oyeron las palabras de éste sobre el proyectado experimento, no pensaron sino en la asistencia al asesinato de un pobre ratón bajo la cámara de la máquina pneumática, el examen al microscopio de una tela de araña o algún otro de los experimentos con que el doctor Heidegger acostumbraba importunar a sus invitados. Sin esperar la respuesta, atravesó a pasos irregulares la estancia y volvió con el libro encuadernado en cuero negro, del que se decía que era un tratado de magia. Hizo girar las cerraduras de plata y abrió el volumen, del que extrajo una rosa cuyas hojas verdes y pétalos encendidos habían adquirido un tono tan marchito y pardo que hubiera podido creerse que iba a quedar reducida a polvo cuando la tocara el doctor Heidegger.

—Esta rosa —dijo—, esta misma rosa marchita y a punto de deshacerse, brilló y floreció hace ahora cincuenta y cinco años. Sylvia Ward, cuyo retrato pueden ustedes mirar ahí, me la dio y yo tenía la intención de llevarla en mi solapa el día de nuestra boda. Durante cincuenta y cinco años ha estado guardada entre las hojas de este viejo volumen. ¿Les parece a ustedes posible que esta rosa de más de medio siglo de edad pueda florecer nuevamente?

—¡Imposible! —dijo la viuda Wycherly, sacudiendo la cabeza con impaciencia. —Con el mismo fundamento puede usted preguntarnos si puede florecer de nuevo el rostro arrugado y marchito de una mujer.

—¡Miren entonces! —dijo el doctor Heidegger en respuesta.

Destapó una vasija que estaba sobre la mesa y depositó la rosa sobre el agua que aquélla contenía. Al principio la flor quedó flotando sobre la superficie sin que al parecer absorbiera nada de su humedad. Pronto, sin embargo, los cinco ancianos pudieron percibir un cambio extraordinario. Los pétalos secos y contraídos se pusieron tensos y brillantes, recuperaron un tinte rojo intenso; el tallo adquirió una vez más su jugosidad primitiva, las hojas se volvieron verdes, y al poco tiempo la rosa de hacía más de medio siglo se encontraba tan fresca y fragante como en el momento en que Sylvia Ward se la regaló a su prometido. Casi totalmente abierta, algunas hojas se rizaban todavía sobre sí mismas, mientras la corola retenía unas gotas brillantes del líquido misterioso.

—¡He aquí algo verdaderamente extraordinario! —dijeron los amigos del doctor, aunque no demasiado sorprendidos, pues ya habían sido testigos otras veces de maravillas aun mayores realizadas por él.

—¿Puede decirnos cómo ha logrado esto? —dijeron.

—¿No han oído ustedes hablar —dijo el doctor Heidegger— de la Fuente de la Juventud, que hace dos o tres siglos fue a buscar Ponce de León, un aventurero español?

—¿Llegó a encontrarla efectivamente? —preguntó la viuda Wycherly.

—No —respondió el doctor Heidegger—, porque Ponce de León no la buscaba en su verdadero lugar; la famosa Fuente de la Juventud se encuentra, si mis informes no me engañan, en la parte meridional de la península de Florida, no lejos del lago Macaco. La fuente de donde mana el agua está a la sombra de unas gigantescas magnolias, que aunque viven desde hace ya innumerables años se mantienen tan frescas como si las acabaran de plantar, gracias a las virtudes de esta agua maravillosa. Un amigo mío, que conoce mi afición por estas cosas, me ha enviado la poción que ven ustedes en esta vasija.

—Está bien, está bien —dijo el coronel Killigrew, que no creía ni una palabra de la historia del doctor.

—¿Cuál es el efecto de este líquido en el organismo humano?

—Ustedes mismos serán jueces de esto, querido coronel —replicó el doctor Heidegger—, pues cada uno se encuentra invitado a tomar aquella parte de líquido que le haga falta para devolver a sus venas el fuego de la juventud. Por mi parte, he tenido tantos dolores a medida que iba avanzando en el camino de la vida, que no tengo el menor deseo de volver una vez más a la juventud. Con el permiso de ustedes, me concretaré, por eso, a seguir como espectador el curso del experimento.

Mientras hablaba, el doctor Heidegger había llenado las cuatro copas de champaña con el agua de la Fuente de la Juventud. Este líquido poseía, al parecer, cierta efervescencia, pues desde el fondo de cada una de las copas ascendían sin cesar burbujas que estallaban en la superficie como gotas de plata. Como el líquido exhalaba un aroma agradable, los cuatro invitados no dudaron que poseyera cualidades reconfortantes. Aun cuando estaban escépticos en lo que a sus virtudes rejuvenecedoras se refería, todos se mostraron dispuestos a apurar su copa. El doctor Heidegger, sin embargo, les suplicó que se detuvieran sólo un momento.

—Antes de que beban de esta agua maravillosa, mis queridos amigos —dijo—, sería conveniente que extrajeran de su experiencia aquellas reglas de conducta que deberán guiarlos a través de los peligros de la juventud con los que se van a enfrentar por segunda vez. Piensen en la vergüenza que sería si con la vida que tienen todos ustedes detrás vivieran, sin embargo, una segunda juventud sin convertirse entonces en maestros de virtud y sabiduría para todos los de su misma edad.

Los cuatro respetables amigos del doctor no respondieron más que con una sonrisa débil y trémula; tan absurda les parecía la idea de que aun sabiendo hasta qué punto el arrepentimiento castiga los errores, pudieran ellos otra vez dejarse arrastrar por faltas iguales a las de antes.

—¡Beban ustedes, pues! —dijo el doctor haciendo una pequeña reverencia. —Me alegro de haber escogido tan bien a los sujetos de mi experimento.

Con manos trémulas los cuatro acercaron sus copas a sus labios. Si, efectivamente, poseía las virtudes que el doctor Heidegger le atribuía, a nadie podía haber sido concedido este líquido que más lo necesitara, que a estos cuatro seres humanos. Todos ellos tenían el aspecto de no haber sabido nunca lo que significa ventura y juventud y de haber sido siempre estas mismas criaturas grises, decrépitas y miserables que se inclinaban ahora en torno a la mesa, sin vida bastante ni en sus cuerpos ni en sus almas para sentirse animadas siquiera ante la perspectiva de volver nuevamente a la juventud. Los cuatro bebieron el agua y depositaron después las copas sobre la mesa.

Casi en el mismo momento tuvo lugar un cambio en el aspecto de los invitados, semejante al que pudiera haberles producido una copa de vino generoso, unido al resplandor repentino del sol sobre sus fisonomías. En lugar del tono ceniciento que había dado hasta ahora a su rostro un aspecto cadavérico, sus mejillas comenzaron a colorearse súbitamente. Los cuatro comenzaron a mirarse unos a otros, pensando que, en efecto, algún poder mágico empezaba a borrar los trazos profundos y tristes que el Padre Tiempo había grabado durante tantos años en sus facciones. La viuda Wycherly se ajustó la cofia y comenzó a sentirse de nuevo algo semejante a una mujer.

—¡Dénos más de esta agua maravillosa —gritaron ansiosamente. —Somos más jóvenes, pero todavía somos demasiado viejos. ¡De prisa! ¡Dénos usted más!

—Paciencia, paciencia —dijo el doctor Heidegger, que observaba el experimento con la frialdad de un filósofo. —Durante decenios enteros han estado ustedes envejeciendo. Debería bastarles, pues, con convertirse en algo más jóvenes en media hora... No obstante, el agua está a su disposición.

Al decir esto, el doctor Heidegger llenó de nuevo las copas con el líquido de la juventud, del que había aún en la vasija una cantidad suficiente como para volver a todos los ancianos de la ciudad tan jóvenes como sus nietos. Mientras estaban las burbujas ascendiendo a la superficie, los cuatro invitados del doctor tomaron sus copas de la mesa y bebieron el líquido de un trago. ¿Era ilusión? Mientras el filtro encantado estaba aún pasando por sus gargantas, cada uno de ellos experimentó un cambio total en su organismo. Sus ojos se hicieron claros y brillantes, una sombra oscura comenzó a dibujarse entre la plata de sus cabellos y los que ahora rodeaban la mesa eran tres caballeros de mediana edad y una señora que parecía estar en las fronteras de la primera y la segunda juventud.

—Mi querida Mrs. Wycherly, es usted encantadora —dijo el coronel Killigrew, cuyos ojos habían estado fijos en el rostro de la viuda, mientras las sombras de la edad desaparecían de él como la oscuridad retrocede ante los primeros resplandores del alba.

La viuda sabía que los cumplidos del coronel Killigrew no se movían estrictamente dentro de los límites de la verdad, así que se levantó y corrió al espejo, con el temor de que volviera a salir a su encuentro la faz arrugada y contrahecha de una anciana. Mientras tanto, los tres caballeros se comportaban de una manera que hacía pensar que el agua de la juventud poseía también ciertas cualidades tonificantes; a no ser que el ardor exuberante de sus ánimos fuera un vértigo momentáneo, producido por la repentina desaparición del peso de los años. La mente de Mr. Gascoigne parecía dirigirse al terreno de la política, aunque era imposible decir si del pasado, presente o futuro, pues las mismas ideas y frases que pronunciaba habían estado en circulación durante los últimos cincuenta años. Unas veces profería atropelladamente párrafos altisonantes sobre patriotismo, gloria nacional y derechos del pueblo, otras sobre alguna materia peligrosa, perdiéndose en un susurro tan leve, que ni su propia conciencia podía percatarse del secreto; otras, en fin, hablaba en un tono tan discreto y con acentos tan respetuosos como si el oído de un rey escuchara sus redondeados períodos. Durante este tiempo, el coronel Killigrew había canturreado una canción alegre, haciendo sonar su copa al compás de la canción, mientras sus ojos miraban sin cesar las formas seductoras de la viuda Wycherly. Al otro lado de la mesa, Mr. Medbourne estaba sumido en el cálculo de una operación de dólares y centavos, en el que se mezclaba extrañamente un proyecto de proveer de hielo a las Indias Orientales, para lo que se valdría de algunas ballenas que arrastrarían icebergs de los mares polares.

Por su parte, la viuda Wycherly se encontraba delante del espejo, admirando y sonriendo a su propia imagen, a la que saludaba como si fuera el amigo más querido del mundo; acercó su rostro al espejo después, para ver si, efectivamente, se habían desvanecido las arrugas que durante tanto tiempo habían estigmatizado su fisonomía. Examinó si la nieve había desaparecido a tal extremo de sus cabellos que de nuevo pudiera quitarse la cofia que cubría su cabeza. Finalmente, se apartó con brusquedad del espejo y se dirigió a la mesa con una especie de paso de baile.

—Mi buen doctor, tenga la bondad de darme otra copa.

—Sin duda, señora, sin duda —dijo complaciente el doctor. —Mire usted: ya están llenas nuevamente las copas.

En efecto, estaban las cuatro copas rebosantes del agua maravillosa, cuya efervescencia al quebrarse en la superficie semejaba el brillo oscilante de perlas líquidas. La caída de la tarde se había acentuado tanto, que las sombras invadían el recinto más que nunca; no obstante, una luz dulce y lunar surgía de dentro de la vasija que contenía el agua de la juventud y se fijaba su resplandor en los cuatro invitados y en la venerable figura del doctor Heidegger, que estaba en un sillón de roble de alto respaldo y cuidada talla, manteniendo su severa dignidad, que hubiera podido corresponder perfectamente a la de aquel Padre Tiempo, cuyo poder no había sido disputado nunca hasta aquella tarde. Mientras éstos bebían por tercera vez del agua de la juventud hubo un momento en que la expresión del doctor tenía un velo de temor sobre su ánimo. Pero al momento siguiente un torrente de nueva vida se precipitó en sus venas. Los cuatro tenían la edad deliciosa de la primera juventud. Los años y la vejez, con toda su triste secuela de cuidados, desengaño y preocupaciones, eran recordados sólo como una pesadilla de la que felizmente habían despertado. El brillo del alma, tan tempranamente perdido, sin el cual las escenas sucesivas del mundo no habían sido más que una galería de cuadros deslustrados, tendía de nuevo su encanto sobre todos sus proyectos: se sentían como seres recientemente creados en un universo también acabado de crear.

—¡Somos jóvenes! ¡Somos jóvenes! —gritaron todos en coro, llenos de alegría.

La juventud, al igual que la vejez, había borrado las características marcadas por los años de madurez y las había asimilado todas. Lo que aquí había era un grupo de jóvenes entusiastas y extasiados por la alegría irrefrenable de sus pocos años. El efecto más singular de su alegría consistía en mofarse de los achaques y de la decrepitud de que hasta hacía muy poco tiempo ellos mismos habían sido víctimas. Se reían a carcajadas de sus anticuados atavíos, de sus sacos viejos y de sus amplios chalecos, así como de la cofia y del vestido pasado de moda de la que ahora era una joven en plenitud de belleza. Uno de ellos cruzaba renqueando la habitación, buscando imitar a un anciano atormentado por la gota, mientras que otro se ponía unos quevedos igual que un viejo disponiéndose a leer, y un tercero se sentó incluso en un sillón imitando la actitud venerable del doctor Heidegger. Después todos gritaban alegremente, brincando por todo el recinto. La viuda Wycherly —si es que a una joven tan bella podía llamársele viuda— se dirigió con un paso de baile al sillón del doctor Heidegger, con una expresión de malicia en su rostro sonrosado:

—Mi querido y pobre doctor —dijo—, levántese usted y baile conmigo. —A estas palabras los otros tres rieron a carcajadas, pensando en la triste figura que tendría el viejo doctor si se dispusiera a bailar.

—Perdóneme —respondió el doctor Heidegger tranquilamente. —Soy un viejo, y reumático por añadidura; los días en que podía bailar han pasado desde hace mucho para mí. Pero alguno de estos jóvenes que gentilmente nos acompañan es seguro que se sentirían halagados de bailar con una pareja tan hermosa...

—¡Baile conmigo, Clara! —gritó el coronel Killigrew.

—¡No! ¡Yo seré su pareja! —exclamó Mr. Gascoigne.

—Clara me prometió su mano hace cincuenta años —repuso a su vez Mr. Medbourne.

Todos comenzaron a rodearla: uno le tomó las manos y las estrechó, apasionadamente; otro la abrazaba por la cintura, mientras otro hundía su mano entre los brillantes rizos que asomaban por debajo de la cofia. Enrojecía, jadeante, luchaba, increpaba, riendo, rozando con su aliento cálido unas veces a uno, otras veces a otro de los rostros que la rodeaban; ella luchaba por desasirse, sin conseguirlo por completo. Nunca hubo cuadro más delicioso de jovialidad juvenil, con una seductora beldad como premio. Debido a la creciente oscuridad de la estancia y a los anticuados trajes que llevaban, proyectaban una imagen distinta. Se ha dicho que el espejo reflejaba sólo las figuras de tres viejos, mustios y decrépitos, contendiendo ridículamente entre sí por una vieja, fea y huesuda dama.

Pero todos eran jóvenes y el ardor de la pasión lo probaba suficientemente. Inflamados hasta la locura por los encantos de la rejuvenecida, que ni rechazaba ni admitía a ninguno, los tres jóvenes rivales comenzaron a cruzar miradas amenazadoras. Sin abandonar su preciada presa, sus manos se dirigieron a la garganta de los otros. En el curso de la lucha que se desarrolló a continuación, los contendientes derribaron la mesa y la vasija se estrelló contra el piso en mil pedazos. El agua de la juventud se extendió en el suelo como un arroyo brillante, humedeciendo las alas de una mariposa que había cumplido su ciclo de vida y había muerto ahí; el insecto revoloteó un momento por la estancia y se posó en la cabeza nevada del doctor Heidegger.

—¡Calma, calma, señores! ¡Vamos, madame Wycherly! —gritó el doctor. —Ustedes comprenderán que debo protestar contra este alboroto.

Todos abandonaron el tumulto y se estremecieron. Parecía, en efecto, como si el tiempo gris les llamara otra vez desde su juventud al valle oscuro y frío de los años. Sus miradas se fijaron en el doctor Heidegger, que permanecía sentado, manteniendo entre los dedos la rosa de medio siglo que había salvado de entre los trozos de la vasija rota. A una señal de su mano, los tres contendientes tomaron asiento, en su mayoría gustosamente, pues el violento ejercicio los había fatigado, incluso siendo jóvenes como eran.

—¡Mí pobre rosa! —exclamó el doctor Heidegger mientras sostenía la flor en las sombras del crepúsculo. —Me parece que otra vez comienza a marchitarse.

Así era, en efecto. Ante la mirada de los invitados, la flor comenzó a arrugarse y a contraerse hasta quedar tan seca y frágil como cuando el doctor la extrajo por primera vez de entre las páginas del libro. Finalmente el doctor sacudió de sus hojas unas gotas de humedad que le habían quedado.

—También la amo así, igual que antes —dijo, acercándose la marchita rosa a los marchitos labios. Mientras hablaba, la mariposa también cayó de la cabeza blanca del doctor.

Los cuatro invitados se estremecieron de nuevo. Un frío extraño, que no sabían si era del cuerpo o del espíritu, se apoderaba gradualmente de ellos. Se miraban unos a otros y les pareció que cada momento que pasaba borraba un encanto de sus rostros y dejaba un surco más profundo donde antes no lo había. ¿Era una ilusión? ¿Habían sido concentrados en tan corto espacio de tiempo todos los cambios de una vida y de nuevo se sentaban cuatro ancianos en torno a su viejo amigo el doctor Heidegger?

—¿Estamos envejeciendo de nuevo? —exclamaban con angustia.

Así era, en efecto: el agua de la juventud poseía una virtud más transitoria que la del vino, y el delirio que causaba se había desvanecido. ¡Sí! Otra vez eran viejos. Con un movimiento tembloroso, que aún indicaba que se trataba de una mujer, la viuda se cubrió el rostro con sus huesudas manos y deseó que la tapa del ataúd descendiera sobre ella, si no podía volver a ser hermosa.

—Sí, amigos míos, otra vez ustedes son viejos —dijo el doctor Heidegger—, y además el agua de la juventud se ha derramado totalmente. Por mi parte no lo lamento. Aunque la misma fuente manara al pie de mi puerta, no daría un paso para humedecer mis labios en su agua. ¡No! Aunque su delirio durara años en lugar de minutos. Esta es la lección que ustedes me han enseñado.

Sin embargo los amigos del doctor no habían aprendido esta lección. Inmediatamente decidieron emprender una peregrinación a Florida para beber ahí, mañana, tarde y noche, a grandes tragos, del líquido maravilloso de la Fuente de la Juventud.


(De Cuentos de la nueva Holanda.
Traducción de Felipe González Vicens)

 


Wakefield

 

En un periódico antiguo o en una vieja revista leí hace algún tiempo cierta historia, que se relataba como verdadera, según la cual un hombre —llamémosle Wakefield— se había ausentado de la casa que compartía con su esposa. El caso así expuesto no es, puede decirse, poco común, ni puede considerarse como absurdo o reprobable sin conocer los detalles y circunstancias de la situación de los protagonistas. Sin embargo, la historia que leí constituye, sin duda, si no el más grave, sí el más extraño caso de conducta marital de todos los que han llegado a mi conocimiento, y a la vez la extravagancia más increíble y notable de todas las que jamás haya cometido un hombre. El matrimonio al que me refiero vivía en Londres. El marido notificó que debía emprender un viaje, tomó en alquiler un cuarto de la calle inmediata a la suya y aquí, inadvertido por su esposa y por sus amigos, y sin que hubiera razón para tal comportamiento, permaneció durante veinte años. En el curso de su ausencia caminó día tras día enfrente de su casa y observó a menudo a Mrs. Wakefield a través de sus ventanas. Después de esta laguna en su dicha matrimonial, cuando su muerte era tenida por cierta, después de que se había designado su herencia, de que había desaparecido su nombre de la memoria de los vivos y de que su esposa se había resignado a una prematura viudez, un buen día el desaparecido atravesó el umbral de su casa, como si volviera de una ausencia de uno o dos días y fue hasta su muerte un esposo amante y ejemplar.

Estos hechos son todo lo que recuerdo de la historia. El caso, por extraño que sea, creo que merece la simpatía generosa de todo el mundo. Todos nosotros sabemos que ninguno en particular cometeríamos semejante locura, pero todos nos percatamos a la vez de que es posible que otro la cometiera. A mí, al menos, los hechos se me presentan una y otra vez en la mente, provocando en mis sentimientos una suerte de asombro, pero siempre acompañados por la certeza de que la historia tiene que haber sido verdadera, delineándose a su lado una cierta concepción del carácter y naturaleza del protagonista. Siempre que un asunto se aferra de esta manera al pensamiento, puede decirse que está bien empleado el tiempo en que se reflexiona sobre él. Si el lector quiere pensar por su cuenta en este punto, dejémosle entregado a sus propias meditaciones; si, por el contrario, prefiere acompañarme a través de los veinte años que duró la ausencia de Wakefield, sea bienvenido. Pensemos que el extraño sucedido debe tener una moraleja —aunque nosotros no logremos encontrarla— y que será posible trazar límpidamente sus contornos y condensarla al final de nuestro relato. ¿No tiene todo pensamiento su eficacia y todo hecho asombroso su moraleja?

¿Qué clase de hombre era Wakefield? Estamos en libertad para llevar adelante, nuestra propia idea al darle ese nombre. Cuando comienza nuestra historia, Wakefield se encuentra en el meridiano de su vida; sus afectos matrimoniales, nunca violentos, se habían serenado convirtiéndose en un sentimiento habitual y tranquilo; de todos los maridos, puede decirse que era el más constante, porque una cierta lentitud hacía que su corazón permaneciera allí, donde se había detenido una vez. Era intelectual, pero no en el sentido profesional, de la palabra; sus pensamientos raras veces eran tan intensos como para plasmarse en palabras. La imaginación —entendida en su verdadero sentido— no figuraba entre los atributos de Wakefield. Con un corazón frío, pero no depravado ni inconstante, con una mente nunca enfebrecida por pensamientos turbulentos ni paralizada por afanes de originalidad, ¿quién hubiera podido profetizar que nuestro héroe iba a conquistar por sí mismo un lugar de primer orden entre todos los excéntricos del mundo entero?

Si se hubiera preguntado a sus amistades quién era el hombre en Londres del que podía decirse con certeza que cada día hacía cosas que se olvidaban al día siguiente, todos hubieran pensado inmediatamente en Wakefield. Sólo su esposa tal vez hubiera dudado. Aun sin haber analizado su carácter, Mrs. Wakefield se había percatado de un cierto amor propio que se había introducido en la mente inactiva de su esposo, de una especie singular de vanidad, la peor de las cualidades, de una tendencia leve a la superchería, que raras veces se había manifestado de otra forma que en el malentendimiento de algunos secretos nimios y sin ninguna importancia; y, finalmente, de lo que ella misma llamaba  “un algo extraño” en su marido. Esta última cualidad es indefinible y es probable incluso que no existiera.

Imaginemos a Wakefield despidiéndose de su esposa. Estamos en el atardecer de un día de octubre. Su equipaje consiste en una bufanda de un gris amarillento, un sombrero cubierto por una tela impermeable, botas altas, un paraguas en la mano y una ligera maleta en la otra. Dijo a su esposa que piensa tomar la diligencia de la noche y dirigirse al campo. Mrs. Wakefield hubiera querido preguntarle cuánto duraría su ausencia, su objeto y cuándo regresaría, pero indulgente con la inocente afición al misterio que caracteriza asu marido, se contenta con interrogarlo con la mirada Wakefield a su vez le advierte que no lo espere desde luego en la diligencia de regreso y que piensa estar ausente tres o cuatro días; en todo caso, podría contar con él para la cena del viernes próximo. Wakefield mismo —esto debemos tenerlo presente— no sabe lo que hará. Tiende sus manos a Mrs. Wakefield y ésta le entrega las suyas, cambian un beso de despedida a la manera rutinaria que corresponde a un matrimonio de diez años, y así tenemos a Wakefield dispuesto a intrigar a su esposa con la ausencia de una semana. Después de que la puerta se ha cerrado tras de él, su esposa vuelve a abrirla un poco y ve a través de la apertura el rostro de su esposo sonriendo y desapareciendo inmediatamente. En aquel momento, este hecho insignificante se desvanece sin dejar rastro. Mucho más tarde, sin embargo, cuando había sido más años viuda que esposa, aquella sonrisa vuelve y se mezcla con todos los recuerdos de su marido. En sus largos ratos de ocio, la esposa abandonada decora aquella sonrisa con toda una especie de fantasías que la hacen extraña y repulsiva. Si imagina, por ejemplo, a su esposo en un ataúd, aquella mirada de despedida se encuentra helada en sus rasgos lívidos; si en cambio lo imagina en el cielo, su espíritu sagrado muestra todavía una sonrisa tranquila y enigmática. Es el recuerdo de esta sonrisa, también, lo que hace que, mientras todos los demás lo han dado ya por muerto hace mucho tiempo, Mrs. Wakefield dude a veces de esto y se resista a creerse verdaderamente una viuda.

Pero quien nos importa es Mr. Wakefield. Debemos correr detrás de él, a lo largo de la calle, antes de que pierda su individualidad y se mezcle y desaparezca en la gran masa de la vida de Londres. Una vez aquí, será en vano que lo busquemos. Sigámosle pues sin perderlo de vista hasta que después de varios rodeos y caminatas inútiles lo encontramos confortablemente sentado al calor de la chimenea en un cuarto que reservó previamente. Este lugar se encuentra en la calle inmediata a la casa de Wakefield, y lo encontramos en su primer día de ausencia; no puede concebir la buena suerte que lo ha acompañado hasta ahora y gracias a la cual ha podido pasar inadvertido; piensa en un momento en que la multitud lo empujó justamente debajo del resplandor de un farol iluminado; piensa en que en un momento le pareció escuchar algunos pasos que seguían a los suyos y que se distinguían perfectamente del paso monótono del resto de la gente y piensa, finalmente, en el momento en que oyó una voz llamando a alguien a gritos y que le pareció que pronunciaba su propio nombre. No hay duda de que detrás de él había una docena de agentes que lo delatarán ante su esposa. ¡Pobre Wakefield! ¡Cuánto desconoces tu propia insignificancia en el seno de este mundo! Ninguna mirada ni ningún rostro humano han seguido tu ruta. Duerme tranquilamente y mañana por la mañana, si quieres proceder sensatamente, reintégrate al lado de Mrs. Wakefield y confiesa toda la verdad. No te apartes, ni siquiera por una semana, del lugar que tienes por derecho propio en su corazón casto y sereno. Si ella llegara a suponer por un solo momento que moriste separado de ella, pronto te darías cuenta para tu desdicha de que un cambio se había operado en tu esposa, un cambio quizás para siempre, y es muy peligroso producir una fisura en los afectos humanos, no porque la herida se mantenga durante mucho tiempo abierta, sino porque se cierra tan rápidamente...

Casi arrepentido de su travesura —o como quiera llamarse a su actitud—, Wakefield se acostó temprano. Al despertar de su primer sueño, extendió los brazos en el amplio y solitario lecho:

—No —pensó cobijándose de nuevo—. Esta es la última noche que duermo solo.

A la mañana siguiente se levantó más temprano que de costumbre y se detuvo un momento para considerar qué era lo que realmente se proponía hacer. Tan desintegrados y vagos son los caminos de su pensamiento, que ha tomado este singular propósito en que se halla envuelto, con la conciencia de hacer algo, pero incapaz de definirlo incluso para su propia consideración. El proyecto impreciso y el esfuerzo convulso con que trata de ejecutarlo, son característicos de un hombre débil. Wakefield analiza y examina, no obstante, sus ideas, con toda la minuciosidad posible, se interesa por conocer los efectos que su decisión ha causado: cómo soportará su esposa los efectos de la viudez de una semana, cómo afectará su ausencia al pequeño círculo de amigos del que él es el centro. Una vanidad morbosa se halla, pues, en el fondo de todo el asunto. Ahora bien ¿cómo saber qué desea? Desde luego, no quedarse para siempre en su cómodo alojamiento, en el que aun cuando duerma y despierte en la calle inmediata a la suya, se encuentra en realidad tan ausente como si la diligencia en la que supuestamente iría hubiera rodado durante toda la noche. Si reaparece en su casa, todo su proyecto se viene abajo. Atormentado su pobre cerebro con este dilema, se aventura a cruzar el extremo de la calle y mirar su abandonado domicilio. La costumbre —pues Wakefield es un hombre de costumbres— lo conduce sin que lo perciba hasta la misma puerta de su casa, donde en aquel mismo momento el ruido que producen sus pasos sobre el primer escalón le hace volver en sí: ¡Wakefield! ¿A dónde ibas?

En aquel momento su destino acababa de realizar un cambio decisivo. Sin soñar siquiera en el abismo al que lo arroja este paso que dio atrás, Wakefield se aleja velozmente de su domicilio, sin aliento, con una agitación hasta entonces no sentida, y apenas se atreve a volver la cabeza desde la primera esquina. ¿Es posible que nadie lo haya visto? ¿No tocarán a rebato por las calles de Londres los habitantes de su casa, la dulce Mrs. Wakefield, todos, la elegante doncella y el descuidado lacayo, pidiendo la búsqueda y captura de su dueño y señor? Su fuga ha sido un milagro. Reúne todo su valor para detenerse un momento y mirar hacia atrás, pero su corazón se siente oprimido al ver que su casa ha experimentado un cambio, tal como suele parecernos cuando, después de meses o años de ausencia, vemos nuevamente una colina o un lago o una obra de arte que nos son conocidos desde antes. Ordinariamente este sentimiento indescriptible está causado por la comparación y el contraste entre las reminiscencias imperfectas y la realidad. En Wakefield, el prodigio de una sola noche había producido esa transformación, porque en aquel breve período un gran cambio moral había tenido lugar en él. Este es un secreto que sólo a él le pertenece. Antes de abandonar el lugar en que se encuentra, Wakefield puede todavía captar la imagen lejana y momentánea de su esposa que pasa a través de las ventanas con el rostro vuelto hacia el extremo de la calle. El pobre necio huye sin esperar más, despavorido ante la idea de que entre miles de seres mortales, la mirada de su esposa haya podido descubrirlo. Aun cuando su cerebro se sienta confuso, se encuentra alegre, sin embargo, pocos minutos después, cuando se sienta al fin ante la chimenea de su nuevo domicilio.

Con lo anteriormente escrito, hemos trazado el comienzo de este largo desvarío. Una vez sentada la primera idea y la extravagante terquedad del hombre de ponerla en práctica, el asunto sigue su camino casi automáticamente. Podemos imaginar a Wakefield comprando, después de largas reflexiones, una nueva peluca de pelo rojizo, escogiendo de un ropavejero judío unas prendas de color café, de corte distinto al de las que había acostumbrado usar hasta entonces. Todo está consumado, Wakefield es otra persona. Una vez establecido el nuevo sistema, todo movimiento que intente volver al anterior tendrá que ser tan difícil al menos como el que lo condujo a la extraña situación en que se encuentra. Además, su obstinación se hace mayor por el enojo que le produce pensar que su ausencia ha producido con seguridad una reacción inadecuada en el ánimo de su esposa. Ahora está decidido a no volver a su casa hasta que su esposa sienta un sobresalto de muerte. Dos o tres veces ha caminado Mrs. Wakefield ante los ojos de su esposo oculto, cada vez con pasos más lentos y difíciles, cada vez con las mejillas más pálidas y la frente más surcada de arrugas.

En la tercera semana de su ausencia, Wakefield vio un heraldo de desgracias entrando en su casa bajo la forma de un farmacéutico. Al día siguiente, la campana de la puerta es envuelta con un lienzo para mitigar los sonidos. Al anochecer, aparece la carroza de un médico que deposita a su dueño solemne y empelucado en la casa de Wakefield, de donde sale, al cabo de media hora, como el anuncio posible de un funeral.

¿Morirá quizás? —piensa Wakefield, y su corazón se hiela sólo de suponerlo.

En aquellos días siente una excitación semejante a la energía, pero se mantiene lejos de la cabecera de su esposa, pues sería contraproducente perturbarla en aquellos momentos. Si algo distinto de esto lo detiene, él lo ignora. En el curso de unas pocas semanas, Mrs. Wakefield se recobra; la crisis ha pasado; su corazón está triste, quizás, pero sereno; ahora podría regresar Wakefield, o más tarde: su esposa no volverá a sentir angustia por él. Estas ideas lucen a veces a través del extravío que se ha apoderado del cerebro de Wakefield y le dan una conciencia oscura de que algo así como un abismo infranqueable separa su nuevo alojamiento de su antiguo hogar.

—¡Pero si está en la calle próxima! —se dice, a veces, a sí mismo.

En realidad, su casa está en otro mundo; hasta ahora Wakefield había retardado su regreso de un día a otro; desde este momento es indeterminado el momento del regreso; no mañana, sino, probablemente, la semana próxima; de cualquier manera, muy pronto. ¡Pobre Wakefield! Desterrado por propia voluntad, tiene tantas probabilidades de regresar a su casa como los muertos de volver a su antigua condición en la tierra.

Ojalá tuviera que escribir un libro en lugar de un cuento de doce páginas, entonces, podría manifestar cómo una fuerza fuera de nuestro control puede influir sobre nuestras acciones y tejer con sus consecuencias un manto de hierro que nos aprisiona. Wakefield ha sido descrito. Ahora debemos abandonarlo por unos diez años, imaginarlo rondar alrededor de su casa sin cruzar una sola vez el umbral, siempre fiel a su esposa, con todo el amor de que es capaz su corazón, mientras que por otra parte su recuerdo desaparece poco a poco de Mrs. Wakefield. Desde hace mucho tiempo —hay que enfatizarlo—, el desterrado voluntario perdió la conciencia de lo extraño de su situación.
Relatemos ahora una escena. Entre la multitud que ocupa una calle de Londres, podemos ver a un hombre, ahora de mayor edad, con pocos rasgos característicos para atraer la atención de los distraídos transeúntes, pero lleva en su rostro el testimonio de un destino poco común. Es un hombre delgado, su frente estrecha y pronunciada se encuentra cubierta de arrugas profundas; sus ojos pequeños y sin brillo giran algunas veces temerosamente a su alrededor, pero más a menudo parecen mirar hacia su interior. Lleva la cabeza encorvada y se mueve con un paso curiosamente oblicuo, como si quisiera robarle al mundo su presencia real y directa. Al mirarlo con atención puede percibirse cuanto se ha descrito de él aquí, puesto que las circunstancias —que a veces hacen grandes personalidades de una materia tosca— han producido a este individuo. Si lo abandonamos para atravesar la calle y dirigimos nuestra mirada en dirección opuesta, veremos a una mujer de porte distinguido, ya en el ocaso de su vida, que se dirige a la iglesia con un devocionario en la mano. El dolor ha desaparecido de su ánimo o se ha hecho tan consustancial a él, que no lo cambiaría ya por la alegría. En el momento exacto en que el hombre delgado y la viuda se cruzan, hay un pequeño embotellamiento en la circulación y las dos figuras entran en contacto. Sus manos se tocan, la presión de la multitud hace que el pecho de ella alcance los hombros de él; se detienen y se miran a los ojos. Después de diez años de separación, así es cómo Wakefield se encuentra por primera vez con su propia esposa.

Después la multitud los separa. La viuda recupera su paso anterior y se dirige a la iglesia; en el atrio se detiene un instante y su mirada recorre con expresión de perplejidad la masa de gente que discurre por la calle. Sin embargo es sólo un instante; después entra en el templo mientras abre su libro. ¿Y Wakefield? Con una expresión irritada vuelve su rostro a la ciudad ocupada y egoísta y se precipita a su alojamiento, corre el cerrojo de la puerta y se arroja sobre la cama. Los sentimientos latentes durante tantos años surgen a la superficie; todo el terrible desatino de su vida se le revela de un golpe en su mente débil y entonces grita con un acento increíble:

—¡Wakefield! ¡Wakefield! ¡Estás loco!

Quizás era verdad. La singularidad de su situación tiene que haber moldeado a este hombre de tal suerte que comparado con los demás hombres y con los problemas de la vida, no puede aceptarse que estaba en su sano juicio. Se las había ingeniado para separarse por sí mismo del mundo, para desvanecerse, para abandonar el lugar y los privilegios que le correspondían entre los vivos, sin conquistar tampoco un lugar entre los muertos. La vida de un ermitaño no podía compararse con la suya en absoluto. Se hallaba sumido en el bullicio de la ciudad, como antes también lo había estado, pero la multitud caminaba a su lado y no lo veía; podemos decir que figuradamente está al lado de su esposa y en su hogar, pero condenado a no sentir jamás ni el calor de uno ni el amor de otra; el destino singular de Wakefield consistía en que su ánimo conservaba los afectos pasados y participaba en la red de los intereses humanos, pero desprovisto de toda posibilidad de influir en ninguno. Sería algo sugerente escribir en detalle los efectos de esta situación en su cerebro y en su corazón, separadamente y en una combinación recíproca. Sin embargo, después de sufrir el cambio que había sufrido, es seguro que él mismo no se percatara de esto y le pareciera, al contrario, como si continuara siendo el hombre de siempre: algunos relámpagos de verdad le iluminarían, es cierto, algunas veces, pero sólo durante un instante. En esos momentos su respuesta era: “Dentro de poco volveré”, sin percibir que lo mismo se decía desde hacía veinte años.

Asimismo pienso que estos veinte años se aparecían ante Wakefield, cuando dirigía su mirada hacia el pasado no más largos que la semana que se había fijado como límite de su ausencia, cuando abandonó a su esposa. Para él seguramente este espacio de tiempo no era más que un intermedio o entreacto en el curso general de su existencia. Cuando después de algún tiempo creyera que había llegado el momento de volver a casa, Mrs. Wakefield juntaría sus manos loca de alegría y examinaría a su marido, un hombre todavía maduro. ¡Qué terrible error! Si el tiempo se detuviera y esperara el final de nuestras locuras, todos nosotros seríamos jóvenes y continuaríamos siéndolo hasta el día del juicio final.

Una tarde, ahora que ya hacía veinte años que había desaparecido, Wakefield realiza su acostumbrado paseo hacia la casa que sigue considerando suya. Es una noche tormentosa de otoño, con frecuentes lluvias que se descargan contra el suelo y desaparecen antes de que una persona alcance a abrir su paraguas. Detenido frente a su casa, Wakefield puede ver a través de las ventanas del segundo piso el resplandor rojo y los reflejos de un fuego confortable encendido en la habitación. En el techo puede verse la figura monstruosa u oscilante de Mrs. Wakefield. La capa, la nariz, el mentón y el robusto talle forman una admirable caricatura, que baila según ascienden o descienden las llamas del fuego, trazando curvas y figuras demasiado alegres para una viuda entrada en años. En aquel mismo momento la lluvia cae de nuevo repentinamente, y arrojada por un viento otoñal, azota el rostro y el pecho de Wakefield, que se siente penetrado por un escalofrío. ¿Debe permanecer mojado y temblando mientras en su casa arde un amable fuego dispuesto a calentarlo, mientras que su esposa podría correr a buscar su bata y su ropa de abrigo, que sin duda ha mantenido cuidadosamente guardadas en el armario de la alcoba matrimonial? ¡Wakefield no es tan loco como para hacerlo! Asciende los peldaños lentamente y sin casi percatarse ejecuta una acción a la que sus piernas se han resistido durante veinte años. ¡Wakefield! ¿Vas a entrar a la casa que tú mismo te has vedado? La puerta se abre. Cuando penetra en el vestíbulo, aún podemos ver su rostro y vemos en él la misma sonrisa taimada que fue precursora de la pequeña broma que ha estado representado desde entonces a costa de su esposa. ¡Qué despiadadamente estuvo probando a su mujer! Finalmente, todo ha terminado y una velada amable espera a Wakefield.

Esta feliz ocurrencia —si es que efectivamente lo fue— sólo pudo ocurrir en un momento impremeditado. No seguiremos a nuestro personaje a través del umbral de su casa; ya nos ha dejado material suficiente para la reflexión, una parte del cual debe suministrarnos una moraleja que trataremos de condensar en unas cuantas palabras. Entre la aparente confusión de nuestro misterioso mundo, los individuos se hallan tan definitivamente insertos en un sistema y cada sistema se encuentra tan estrechamente vinculado a otro o a otros y finalmente a un total de sistemas, que el hecho de salir por un instante del propio sistema, expone al hombre al riesgo espantoso de perder para siempre su propio lugar en el mundo. De manera semejante a Wakefield, uno puede convertirse fácilmente, como éste se convirtió, en el Apátrida del Universo.

 

(De Cuentos de la nueva Holanda.
Traducción de Felipe González Vicens)

 


Las esposas de los muertos

 

El relato siguiente, cuyos incidentes simples y domésticos parecieron escasamente dignos de ser relatados, después de un lapso muy prolongado, despertó algún grado de interés, hace cien años, en un puerto importante de la Bay Province. El crepúsculo lluvioso de un día de otoño, la sala en el segundo piso de una casa pequeña sencillamente amueblada, como correspondía a la situación modesta de sus habitantes, decorada con pequeños objetos de allende el mar y algunos delicados ejemplos de la manufactura india, son los únicos detalles a señalar en cuanto a la escena y el momento. Dos mujeres jóvenes y hermosas se sentaron juntas al lado del fuego con sus propias y mutuas penas. Eran las esposas recientes de dos hermanos, un marino y un combatiente voluntario; en días anteriores les trajeron noticias acerca de la muerte de ambos, por los azares de la guerra canadiense y de la guerra del Atlántico. La solidaridad general que suscitó este suceso trajo a numerosos invitados que llegaban a dar su pésame a las hermanas viudas. Algunos, entre quienes estaba el pastor, permanecieron hasta entrada ya la noche, cuando de uno en uno, susurrando confortables pasajes de las Escrituras, que eran contestados con lágrimas abundantes, comenzaron a retirarse y partieron hacia sus más felices hogares. Las dolientes mujeres, aunque no eran insensibles a la amabilidad de sus amigos, habían deseado que las dejaran solas. Unidas por la relación con los vivos, ahora lo estaban más estrechamente por la de los muertos. Cada una sentía que su pena podía admitir el consuelo que la otra podía otorgarle. Reunieron sus corazones y lloraron juntas y silenciosamente. Después de una hora de tal indulgencia consigo mismas, una de ellas, cuyas emociones eran influidas por un carácter suave, tranquilo aunque no endeble, comenzó a recordar los preceptos de la resignación y de la resistencia que la piedad le había enseñado, cuando no creyó necesitarlos. Además, sus desgracias, tan rápidamente conocidas, deberían terminar rápidamente de interferir en sus deberes habituales; de acuerdo con esto, acercó una mesa al fuego y dispuso una comida frugal, mientras tomaba la mano de su compañera.

—Ven, querida hermana, hoy no has comido —dijo—. Levántate, te lo ruego, y pidamos la bendición por aquello que sí se nos ha otorgado.

Su cuñada tenía un temperamento irritable y las primeras muestras de su pena habían sido expresadas por convulsiones y por un apasionado lamento. Ahora rehusó las sugerencias de Mary como un sufriente herido lo haría ante la mano que trata de revivir su corazón.

—No hay bendición para mí, ni tampoco la pediría —exclamó Margaret, con un nuevo período de lágrimas. —Que sea su voluntad si yo no pruebo alimento ninguno.

Temblaba con esta actitud rebelde, pero después, gradualmente, Mary consiguió acercar la mente de su cuñada hacia la suya. Pasó el tiempo y llegó la hora habitual del descanso. Los hermanos y sus esposas habían llegado al matrimonio con medios muy escasos y se habían asociado para ocupar una sola vivienda, con derechos iguales para la sala y con privilegios exclusivos para las dos alcobas contiguas. Ahí se retiraron las viudas, después de acumular la ceniza sobre las brazas languidecientes del fuego; colocando una lámpara encendida sobre el hogar. Las puertas de ambas alcobas quedaron abiertas y una parte del interior de cada una, y con las cortinas abiertas, eran recíprocamente visibles. El sueño no llegó a ambas esposas al mismo tiempo. Mary experimentó el efecto que a menudo causa una pena llevada en silencio, y rápidamente se hundió en un temporal olvido, mientras Margaret se hallaba más perturbada y febril, lo que aumentó a medida que la noche avanzaba con sus horas más profundas y quietas. Permaneció escuchando las gotas de lluvia que caían en una monótona sucesión, no afectadas ni siquiera por una brisa. Un nervioso impulso la hacía levantar continuamente la cabeza de su almohada y contemplar la alcoba de Mary y la habitación intermedia. La luz fría de la lámpara proyectaba las sombras de los muebles en la pared, inmóviles excepto cuando aparecían sacudidas por una repentina vibración de la llama. Dos sillones vacíos estaban en sus antiguas posiciones a los lados opuestos de la chimenea, donde los hermanos se sentaban con una importancia joven y satisfecha, asumiendo su papel de jefes de familia; dos asientos más humildes estaban a su lado; eran como verdaderos tronos de aquel imperio en donde Mary y ella misma habían ejercido en el amor un poder que el amor les había ganado. El resplandor del fuego había brillado sobre este círculo de personas felices y la luz leve de la lámpara habría sido adecuada ahora para su reunión. Mientras Margaret gemía amargamente, escuchó un golpe en la puerta de la calle.

—¡Cómo habría recibido ayer mi corazón ese golpe! —pensó mientras recordaba la ansiedad con la qué había esperado noticias de su marido. —Ahora ya no me importa, que se vaya, porque no me levantaré.

Aunque una suerte de irritación infantil hacía tomar esa determinación, estaba respirando velozmente mientras afinaba sus oídos para escuchar la repetición de los golpes. Es difícil convencerse de la muerte de alguien a quien hemos considerado como propio. La llamada se reanudó, ahora con golpes lentos y regulares, aparentemente hechos con un puño doblado; los golpes se acompañaban por algunas palabras, apenas oídas a través de varias paredes. Margaret se volvió hacia la alcoba de su cuñada y vio que permanecía en las profundidades del sueño. Se levantó, puso un pie en el piso y se arregló levemente, mientras temblaba por el miedo y la ansiedad.

—¡El cielo me proteja! —suspiró—. Ya no me queda nada qué temer y creo que soy diez veces más cobarde que antes.

Recogió la lámpara del hogar y se apresuró hasta la ventana que daba sobre la puerta de la calle. Era una reja apoyada entre bisagras, y empujándola asomó su cabeza hacia la atmósfera húmeda. Una linterna teñía de rojo el frente de su casa y disolvía su luz sobre los charcos cercanos, mientras una total oscuridad cubría el resto. Cuando la ventana giró sobre sus goznes, un hombre con sombrero de ala ancha y un abrigo muy grande se separó del techo bajo el que se protegía y miró hacia arriba para descubrir qué ocurría con su llamada. Margaret lo conocía como el amistoso posadero del pueblo.

—¿Qué desea Goodman Parker? —dijo la viuda.

—Lo lamento, ¿es usted, señora Margaret? —dijo el hombre.

—Temía que pudiera ser su hermana Mary, porque no megusta ver a una mujer afligida cuando no tengo una palabra de aliento que decirle.

—En el nombre del cielo, ¿qué noticias trae usted? —gritó Margaret.

—Es que ha llegado un mensajero expreso al pueblo hace una media hora —dijo Goodman Parker—. Ha viajado desde el Este, con unas cartas del gobernador y del Consejo. El hombre se detuvo en mi casa para refrescarse con un trago y un bocado y yo le pregunté qué noticias había en la frontera. Me dijo que triunfamos en una escaramuza y que trece hombres a los que se creía muertos están vivos y sanos, su marido entre ellos; además, fue designado para la escolta que llevará a los prisioneros franceses y a los indios hasta la cárcel provincial. Me pareció que a usted no le importaría ser molestada en su descanso, así que por eso vine a decírselo. Buenas noches.

Al terminar de decir esto el hombre se alejó, y su linterna brillaba a lo largo de la calle, dejando formas indistintas de cosas y los fragmentos de un mundo, como si el orden iluminara a través del caos o el recuerdo surgiera del pasado. Margaret no se quedó a contemplar estos curiosos efectos. La alegría relampagueó en su corazón y lo iluminó de súbito; sin aliento y con pasos muy rápidos llegó hasta el cuarto de Mary. Se detuvo, sin embargo, en la puerta de la habitación. Una idea de pena surgió dentro de ella.

—¡Pobre Mary! —se dijo —¿Habré de despertarla para que sienta que su dolor se acrecienta con mi felicidad? No, me reservaré esto para mí misma hasta mañana.

Se acercó a la cama para comprobar si el sueño de Mary era pacífico. El rostro estaba parcialmente hundido en la almohada, porque así se había ocultado para llorar, pero una expresión resignada e inmóvil era ahora visible, como si su corazón, igual que un lago profundo, hubiera llegado a la calma, después de que su marido se hubiera hundido. Feliz y también extraño resulta que las penas más ligeras son aquellas con las que se elaboran principalmente los sueños. Margaret se abstuvo de perturbar a su cuñada y sintió como si su propia felicidad y su mejor fortuna la hubiera hecho involuntariamente infiel a ella y como si un afecto alterado y disminuido debiera ser la consecuencia de la revelación que debía hacer. Con un paso apresurado se alejó, pero la alegría no podía reprimirse durante mucho tiempo, incluso por circunstancias que en otro momento habrían provocado una pena. Su mente quedó poblada de pensamientos deliciosos, hasta que el sueño la dominó y los transformó en visiones, aun más deliciosas y audaces, como el viento del invierno (¡Oh qué fría comparación!) trazando fantásticos dibujos sobre una ventana.

Cuando la noche ya estaba muy avanzada, Mary se despertó repentinamente. Un sueño intenso la había envuelto en su irrealidad y sólo pudo recordar de él, sin embargo, que había sido interrumpido en el punto más interesante. Durante algunos momentos, el letargo pesó sobre ella como una niebla matutina, que le impedía percibir el perfil nítido de su situación. Sin despertar por completo escuchó el ruido de dos golpes rápidos y ansiosos; al principio descartó el ruido como algo normal en la noche, igual a su propio aliento; después pensó que no era en su casa; finalmente pensó que si era una llamada debía ser atendida; al mismo tiempo la fuerza del recuerdo penetró en su mente; el paño que cubría el sueño fue apartado de su rostro por el dolor; la luz tenue de la habitación y los objetos que revelaba había retenido todas sus ideas suspendidas y las rehicieron en cuanto abrió los ojos. Temía que su cuñada pudiera ser molestada y se envolvió con una manta, tomó la lámpara y se apresuró para llegar a la ventana. Por algún descuido no había sido cerrada y cedió fácilmente a su mano.

—¿Quién está ahí? —preguntó Mary, temblando, mientras miraba hacia afuera.

La tormenta había cesado y la luna estaba en lo más alto; brillaba entre las nubes que se habían separado e iluminaba las casas negras de humedad y sobre los pequeños lagos de la lluvia caía haciendo figuras de plata bajo el veloz encanto de la brisa. Un joven vestido de marinero, tan mojado como si hubiera llegado de las profundidades del mar, estaba solo bajo la ventana. Mary lo reconoció como a alguien que se ganaba la vida haciendo viajes cortos por la costa. No olvidaba tampoco que antes de casarse él había sido uno de sus pretendientes fracasados.

—¿Qué buscas aquí, Stephen? —dijo.

—Alégrate, Mary, porque vengo a consolarte —contestó el pretendiente rechazado. —Debes saber que llegué a casa, no hace todavía diez minutos, y lo primero que me dijo mi madre fue la novedad sobre tu marido. Así que sin decir una sola palabra recogí mi sombrero y salí corriendo de mi casa. No podía haber dormido ni un momento antes de hablar contigo, Mary, en el nombre de los viejos tiempos.

—¡Stephen, pensaba mejor de ti! —exclamó la viuda, con lágrimas que ya se derramaban y dispuesta a cerrar la puerta.

—Espera y escucha mi historia —exclamó el marinero.

—Te diré que vimos una embarcación ayer en la tarde, que procedía de la vieja Inglaterra, ¿y a quién crees que vi de pie en la cubierta, saludable y contento, aunque un poco más delgado que hace cinco años?

Mary se inclinó más sobre la ventana pero no pudo hablar.

—Caray, pues era tu propio marido —continuó el marinero.

—Él y otros tres se salvaron en una lancha cuando el Blessing se hundió. El barco llegará mañana al amanecer a la bahía. Este es el consuelo que te traigo, Mary, así que buenas noches.

Se fue de prisa y Mary lo contempló con la duda de una realidad a la que despertaba y que parecía más débil o más fuerte según él atravesara alternadamente la sombra de las casas o surgiera a los trechos del claro de luna. Gradualmente, sin embargo, un flujo bendito de convencimiento se abrió en su corazón con la fuerza suficiente para abrumarla si su aumento hubiera sido más abrupto. Su primer impulso fue despertar a Margaret y comunicar la recién llegada alegría. Abrió la puerta de la alcoba, que había sido cerrada durante la noche, aunque sin llave, avanzó hasta la cama y estuvo a punto de tocar con su mano el hombro de su cuñada. Entonces recordó que Margaret se despertaría con pensamientos de muerte y sufrimientos, que serían más amargos con el contraste de su propia felicidad. Sintió la luz de la lámpara, que caía sobre la forma inconsciente de la otra viuda. Margaret dormía un sueño intranquilo y las sábanas estaban desordenadas a su alrededor; sus jóvenes mejillas estaban sonrosadas y sus labios entreabiertos, con una vivida sonrisa; una expresión de alegría, incompleta por los párpados cerrados, salía como el incienso de todo su semblante.

—¡Mi pobre hermana! Despertarás demasiado pronto de este sueño feliz —pensó Mary.

Antes de retirarse, redujo la luz de la lámpara y arregló las ropas de cama para que el aire frío no perjudicara a la durmiente, pero su mano tembló junto al cuello de Margaret, una lágrima cayó en su mejilla y súbitamente se despertó.

 

(De El holocausto de la tierra.
Traducción de Homero Alsina Thevenet)