Nota introductoria
Nathaniel Hawthorne mantuvo durante su vida un vínculo misterioso con Salem, el lugar más antiguo de la Bahía de Massachusetts, donde nació en 1804. Él mismo se refirió a este sentimiento como una cierta “atracción sensual del polvo hacia el polvo“. Los ancestros puritanos (cuyo acentuado sentido de persecución condujo a las Brujas de Salem al conocido proceso en que terminaron martirizadas en lahoguera) dejaron una marca imborrable en el espíritu de Hawthorne: —Yo, como representante suyo —escribió en el prólogo a La letra escarlata—, por este medio hago mía la vergüenza de mis antepasados y ruego porque cualquier maldición que hubiera sobre ellos —de las que yo he tenido noticia y que perduran debido al atraso de tantos años y a la melancolía de nuestra raza— termine desde hoy y para siempre. De abril a noviembre de 1841, Hawthorne vivió en Brook Farm, la comunidad utópica cercana a Boston que tenía la dirección intelectual de Emerson. Al abandonar esta clase de vida, decidió convertirse en una persona distinta, con otras preocupaciones más concretas que le demostrarían si en su carácter no había fisuras. Pensaba que hasta un hombre más dotado de lo que él se consideraba a sí mismo en cuanto a ideas, sensibilidad e imaginación, bien puede ser un hombre de negocios, sólo con tomarse la molestia. Aceptó el cargo de inspector de aduanas. Entonces su nombre no se difundió, como quizás deseaba, en las portadas de los libros, sino en los sacos de pimienta, en los cigarros y en la mercancía que pagaba impuestos en la aduana, como testimonio de legalidad. Ninguno de sus nuevos compañeros había leído una sola página de sus escritos “ni tampoco habrían tenido una mejor impresión de mí —escribió— si las hubieran leído todas”. Tuvo que abandonar este cargo por razones políticas. Hawthorne llamó a este burocrático modo de vida “El salario del diablo”. Razonaba de esta manera: el funcionario despedido busca un puesto semejante para labrar, sin saberlo, su propia ruina; lo arrojan con los nervios destemplados a caminar tambaleante como mejor pueda; consciente de su debilidad, busca afanosamente que le ayuden, mientras piensa que no vale la pena ningún otro esfuerzo si en poco tiempo el mismo aparato lo alimentará, enviándole a intervalos quincenales una pequeña pila de monedas relucientes; esto, a cambio de su fortaleza, valor, perseverancia, lealtad y confianza en sí mismo... “¿No podría sucederme —así finaliza su reflexión a propósito de la burocracia— que, en el tedioso lapso de vida oficial que me esperaba, terminara haciendo de la hora de la comida el motivo de la vida y pasara el resto del tiempo, como un perro viejo, durmiendo en el sol o en la sombra?” Un suceso más importante determinó la obra de Hawthorne: el retiro voluntario en el que se mantuvo a lo largo de doce años y cuya cifra podría no ser casual. “Aquí estoy en mi cuarto —escribió en un cuaderno* — donde me parece estar siempre. Aquí he terminado muchos cuentos, muchos que después he quemado, muchos que sin duda merecen ese ardiente destino. Esta es una pieza embrujada, porque miles y miles de visiones han poblado su ámbito, y algunas ahora son visibles al mundo. A veces creía estar en la sepultura, helado y detenido y entumecido; otras, creía ser feliz. Ahora empiezo a comprender por qué fui prisionero tantos años en este cuarto solitario y por qué no pude romper sus rejas invisibles. Si antes hubiera conseguido evadirme, ahora sería duro y áspero y tendría el corazón cubierto de polvo terrenal... “ En este diario, Hawthorne escribía distintos planes narrativos que nunca llegó a ejecutar, duplicaciones, juegos de espejos entre el arte y la vida, que sólo puede urdir la imaginación mediante un acercamiento terrorífico entre lo real y lo extraordinario; entre otros breves esbozos figuran los cuatro siguientes: 1) Que ocurran acontecimientos extraños, misteriosos y atroces que destruyan la felicidad de una persona. Que esa persona los impute a enemigos secretos y que descubra, al fin, que él es el único culpable y la causa... 2) En medio de una multitud imaginar a un hombre cuyo destino y cuya vida están en poder de otro, como si los dos estuvieran en un desierto... 3) Un hombre rico deja en su testamento su casa a una pareja pobre. Ésta se muda ahí; encuentra a un sirviente sombrío, que el testamento les prohíbe expulsar. Durante las noches éste los atormenta. Se descubre al fin que él es el hombre que les ha legado la casa... 4) Que un hombre escriba un cuento y compruebe que éste se desarrolla contra sus intenciones originales; que los personajes no obren como él quería; que ocurran hechos no previstos por él y que se acerque una catástrofe que él trate, en vano, de eludir. Este cuento podría prefigurar su propio destino y uno de los personajes es él mismo… Podemos conjeturar que de este alejamiento surgió la idea de escribir “Wakefield“ (y también que fue un apunte como los que hemos citado), una conducta si bien poco probable por completo inherente a lo humano, aquella suerte de viaje alucinante que en el tiempo —Hawthorne le atribuye veinte años de duración— es el más largo y penoso, mientras que en el espacio comprende sólo unos cuantos metros. Wakefield manifiesta una vida mediocre incomparable a la magnitud de su destino, más atroz en cuanto que es voluntario. De esta misma manera entrañable debieron gestarse los otros dos cuentos que presentamos a continuación, tanto la armonía y ambigüedad sorprendentes de “Las esposas de los muertos” como el mito fáustico de “El experimento del doctor Heidegger”. Una muerte, tan misteriosa como sus relatos, lo acometió el 18 de mayo de 1864, mientras dormía.
José Martínez Torres
* Citado por Jorge Luis Borges en el ensayo “Nathaniel Hawthorne”, recopilado en Otras inquisiciones, Obras completas, Editorial Emecé, Buenos Aires, 1974.
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