Samuel Beckett Selección, traducción y nota de Pura López Colomé VERSIÓN PDF
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Nota introductoria
Samuel Beckett (1906) nació en Foxrock, cerca de Dublín, en el seno de una familia protestante de clase media. Se puede decir que fue miembro del mundo académico durante los años que precedieron a lo que hasta hoy ha sido su vida literaria: fue a la misma escuela que Oscar Wilde de niño, después de lo cual hizo su carrera y maestría en lenguas modernas en Trinity College; fue profesor en la École Nórmale Supérieure en París y regresó posteriormente a su patria con objeto de terminar sus estudios doctorales alrededor de la filosofía de Descartes y la escuela creada por él. En 1931 abandonó la academia y decidió viajar por Europa (Inglaterra, Francia, Alemania). Finalmente, en 1937 se estableció en París donde radicó hasta su muerte en 1989, y no fue sino hasta 1969 cuando le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura. De la obra de Beckett, que abarca poesía, cuento, novela, ensayo y teatro, es este último género el que posiblemente le haya dado mayor reconocimiento y, dentro de su literatura dramática concretamente la obra Esperando a Godot. La presente edición incluye su cronología literaria. Uno de los comunes denominadores de la obra narrativa de Beckett es el hacer hincapié en las cosas, en los objetos. Esto, por un lado, tiene la función de reducir la relación entre persona y objeto a los estadios primigenios en cuyo ámbito el problema de la “paz con los elementos” podrá resolverse. Por otro lado, este aspecto tiene la función de aportar firmes raíces al mundo de la realidad, con el fin de ofrecer consuelo frente a la tortuosa corriente que es la conciencia de los protagonistas. Según apunta Frederick R. Karl, “Joyce (por ejemplo) atajó la fuente verbal de Bloom intercalando hábilmente en la narración numerosas referencias a Dublín, de forma que Bloom quedó dotado de sustancia, al mismo tiempo que de espíritu, a través de lo que le rodeaba. Beckett opera de forma parecida. Sin valerse de Dublín como telón de fondo, emplea los puntales corrientes de la vida cotidiana para infundir una dimensión espacial a sus novelas”. Sin embargo, veamos lo que el propio Beckett declaró en una entrevista con Israel Shenker, publicada en el New York Times en 1956, al respecto de Joyce: “Joyce era un magnífico manipulador de material, tal vez el más grande. Hacía que las palabras rindiesen al máximo; no hay una sílaba de más. El tipo de trabajo que yo hago es un trabajo en el que no soy dueño de mi material (...) Joyce tiende a la omnisciencia y la omnipotencia, en tanto artista. Yo trabajo con impotencia, con ignorancia.” Efectivamente, nada más alejado de Joyce que Beckett. Entre uno y otro media el abismo que separa el intentar que las palabras lo digan todo y el mostrar que las palabras no pueden decir nada, a no ser su imposibilidad de decirlo. Por lo tanto, vemos que las novelas de Beckett son cortas pues intenta demostrar la insuficiencia del lenguaje para expresar la condición humana. Esto indica una clara vena expresionista, ya que en sus textos todo está subordinado a la imagen central de una criatura totalmente despojada y resentida con un Dios en el que no cree: este destronamiento del hombre como preocupación primordial, dentro de la narrativa representa una de las pocas rupturas auténticas con la técnica tradicional que la novela del siglo xx ha experimentado. En esta breve selección de tres cuentos de Beckett tomados de Collected Shorter Prose, el lector podrá apreciar los elementos que caracterizan, en general, a la obra beckettiana. Primero que nada, el absurdo existencial transformado en un ingenio metafísico que servirá para explorar la existencia adoptando diversas formas. Así, en “Primer amor”, los sentimientos del protagonista con respecto a su mujer, a un jacinto, a un apio, son el horror de la vida ante la gran posibilidad de la muerte, su propia “caverna interior” que lo hace estar siempre eludiendo los disparatados contactos que el mundo espera de él. Para Beckett, tal como lo afirma Karl, “al contrario de lo que sucede en Faulkner, el sufrimiento carece de connotaciones heroicas”. Ergo, al no tener sentido, el sufrimiento resulta cómico: Yo no entendía a las mujeres por entonces. Lo que es más, aún no las entiendo. A los hombres menos. Tampoco a los animales. Lo que mejor entiendo, que no es mucho decir, son mis dolores. Pienso en ellos a diario, no me lleva mucho tiempo, el pensamiento es tan rápido. Sí, hay momentos, particularmente en la tarde, en que me vuelvo todo sincretismo, à la Reinhold. ¡Qué equilibrio! Pero aun a mis pensamientos los entiendo mal. Seguro es porque no soy sólo dolor, eso ni hablar. He ahí el problema: A veces se aquietan, o yo, y me llenan de sorpresa y fascinación, se ven como de otro planeta. No muy seguido, pero no puedo pedir más. Ay, ¡qué vida tan de esto y lo otro! Ser sólo dolor, eso sí que facilitaría las cosas. ¡Omnidoliente!...
Por tanto, sus narraciones niegan la vida y encuentran graciosa esta negación. ¿Cómo? Su recurso más importante es el uso que hace de la lengua, que se burla, injuria, hostiga y exaspera, sin dejar de ser en todas ocasiones la lengua manejada por las manos de un experto. Emplea también la parodia, la comedia grosera, el chiste de efecto retardado, la yuxtaposición de desemejantes, la equiparación de lo familiar con lo no familiar, todo ello encaminado a la creación de una realidad fantástica a la vez que grotescamente real.
En suma, la desesperanza que puede sentirse en estos textos “para nada”, llenos de reiteraciones y líneas abstractas, es el aspecto dominante en Beckett que nos dice que lo único que tiene sentido es la supervivencia inmediata; el hombre sigue vivo sólo porque su cuerpo sigue funcionando:
Pura López Colomé
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Primer amor
Tiendo a asociar mi matrimonio, para bien o para mal, con la muerte de mi padre en el tiempo. Que existan otros nexos, en otros planos, entre estos dos asuntos es muy posible. Como están las cosas, suficiente tengo con tratar de decir lo que creo saber. Aquí yace el interfecto que allá arriba falleció El segundo y último verso es algo cojo quizás, pero no tiene mayor importancia, se me perdonará eso y mucho más cuando se me haya olvidado. Y luego, con un poco de suerte, uno puede darle en el blanco a un entierro genuino, con dolientes reales y vivos y una extraña viuda haciéndose para atrás con la intención de lanzarse al agujero. Y casi siempre el encantador asunto de convertirse en polvo, aunque según yo no hay nada menos polvoriento que los hoyos de este tipo, se asocia con el estiércol aunque no haya ni una brizna de polvo alrededor de los difuntos, a no ser que hayan muerto víctimas del fuego. No importa, la pequeña artimaña del polvo es encantadora. Sin embargo, el terreno de mi padre no era de mis favoritos. Para empezar estaba demasiado lejos, allá por el campo silvestre en uno de los costados de una colina, y era demasiado pequeño además. Lo que es más, estaba casi lleno, unas cuantas viudas más y listo. Yo prefería Ohlsdorf de plano, en particular la sección Linne, en tierra prusiana, con sus novecientos acres de cadáveres bien empacaditos, aunque yo no conocía a nadie ahí, salvo, por su reputación, a Hangenbeck, el tipo que atrapaba animales salvajes. Si mal no recuerdo, hay un león grabado en su lápida; para Hagenbeck la muerte debe haber poseído la contención de un león. Los carros van de aquí para allá, hasta el tope de viudas, viudos, huérfanos y gente por el estilo. Arboledas, grutas, lagos artificiales con cisnes, vaya un consuelo para el inconsolable. Era diciembre, nunca había tenido tanto frío, la sopa de anguila me había caído mal, tenía miedo de morir, me volteé para vomitar, los envidiaba. En efecto, había dos cuartos y la cocina estaba en medio, no me había engañado. Dijo que debía haber llevado mis cosas. Le expliqué que no tenía cosas. Los cuartos estaban en el último piso de una casa vieja con vista a las montañas, para los interesados. Encendió una lámpara de aceite. ¿No tienes electri-cidad?, le pregunté. No, contestó, pero tengo agua y gas. Ja, dije, conque tienes gas. Comenzó a desves-tirse. Cuando en el colmo de su perspicacia se desviste, sin duda llevan a cabo el más sabio de los hechizos. Se quitó todo con una lentitud tal que inflamaría a un elefante, todo menos las medias, calculadas tal vez para hacer que mi concupiscencia hirviera. Fue entonces cuando noté que era bizca. Por fortuna, no era la primera mujer desnuda que se cruzaba en mi camino, así que podía quedarme, sabía que ella no explotaría. Le pregunté si podía ver el otro cuarto, el que no había visto todavía. De haberlo visto ya, habría pedido volver a verlo. ¿No te vas a desvestir?, dijo. Ah, eso, bueno es que casi nunca me desvisto. Era cierto, nunca fui de los que se desvisten indiscriminadamente. Con frecuencia me quitaba las botas antes de irme a la cama, digo, cuando me disponía (¡disponía!) a dormir, eso sin mencionar esta o aquella prenda de acuerdo con la temperatura exterior. Por lo tanto, ella se vio obligada, por simple savoir faire, a echarse encima un chal y a mostrarme el camino. Pasamos por la cocina. Podríamos haber ido por el pasillo, tal como se me ocurrió después, pero fuimos por la cocina, no sé por qué, tal vez porque era el camino más corto. Estudié el cuarto con horror. Tal densidad en los muebles vence a la imaginación. No cabe duda, debo haber visto ese cuarto en alguna parte. ¿Qué es esto?, grite. La sala, contestó. ¡La sala! Comencé entonces a sacar los muebles por la puerta hacia el pasillo. Ella observaba, con tristeza supongo, pero no necesariamente. Me preguntó qué estaba haciendo. No podía haber esperado una respuesta. Saqué los muebles uno por uno, hasta de dos en dos, y los amontoné en el pasillo, pegados a la pared. Eran cientos de cosas, grandes y pequeñas, al final bloquearon la entrada imposibilitando la salida así como a fortiori la entrada hacia y rumbo al pasillo. La puerta podía abrirse y cerrarse ya que abría para adentro, pero no se podía pasar a través dé ella. Qué raro todo. Al menos quítate el sombrero, me dijo. Trataré el tema del sombrero más adelante quizá. Finalmente el cuarto quedó vacío salvo por un sofá y algunos tramos pegados a la pared. Llevé el primero al fondo del cuarto, cerca de la puerta y al día siguiente quité los segundos y los puse en el pasillo con lo demás. Cuando los estaba quitando, qué curioso recuerdo, escuché la palabra fibroma o broma, no sé cuál, nunca lo supe, nunca supe lo que quería decir y nunca tuve la curiosidad para averiguarlo. ¡Las cosas que uno recuerda! ¡Y las que memoriza! Cuando todo estuvo en orden al fin, me dejé caer en el sofá. Ella no había movido un dedo para ayudarme. Voy por las sábanas y las cobijas, dijo. Pero yo no soportaba las sábanas. ¿Podrías correr la cortina?, le dije. La ventana estaba congelada. El efecto no era blanco porque era de noche, pero sí luminoso al menos. Aquel débil frío del resplandor, aunque yo estaba acostado con los pies en dirección a la puerta, era demasiado, de plano. De pronto me levanté y moví el sofá, es decir, le di la vuelta, de modo que el respaldo, que antes estaba pegado a la pared, quedara afuera y consecuentemente lo demás, el asiento propiamente, quedara adentro. Después me volví a echar en él como un perro en su canasta. Te dejo la lámpara, me dijo, pero le supliqué que se la llevara. Bueno, supón que necesitas algo a media noche, dijo. Claro, iba a comenzar con sus argucias de nuevo. ¿Sabes el por qué de la conveniencia?, me dijo. Tenía razón, me olvidaba, orinarse en la cama es relajante y placentero al principio, pero luego se vuelve una fuente de incomodidad. Dame una bacinica, le dije. Pero no tenía. Tengo un banquito hueco para guardar hielos, dijo. Vi claramente a la abuela sentada muy derecha y muy tiesa cuando lo acababa de adquirir, perdón, de conseguir en un bazar de caridad o cuando se lo acababa de ganar en una rifa, era una pieza de colección que ahora estaba estrenando y que deseaba lucir a como diera lugar. De eso se trata, de demorarse en las cosas. Cualquier viejo recipiente, dije, no tengo flujo. Al poco rato regresó con una especie de sartén, no una sartén en serio porque no tenía mango, era ovalada y tenía tapa y dos asas. Mi sartén consentida, dijo. Para qué quiero la tapa, dije. Ah, ¿no la necesitas?, contestó. Si hubiera dicho que necesitaba la tapa, ella habría dicho ¿necesitas la tapa? Metí este utensilio debajo de las cobijas, me gusta tener algo en la mano cuando duermo, me da seguridad, y mi sombrero todavía estaba empapado. Me puse de cara a la pared. Cogió la lámpara de encima del mantel donde la había puesto, de eso se trataba, cada detalle, proyectaba su ondulante sombra sobre mí, pensé que se había ido pero no, vino hacia mí agachada por el respaldo del sofá. Son herencia de la familia, dijo. Yo en su lugar habría salido de puntitas, pero ella no lo hizo así, ni el menor intento. Mi amor se estaba apagando ya, eso era lo único que importaba. Sí, ya me sentía mejor, sabía que pronto me levantaría y volvería a los lentos descensos, los largos hundimientos que me habían estado vedados durante tanto tiempo por su culpa. ¡Y eso que me acababa de instalar ahí! Ahora intenta sacarme de aquí, le dije. Yo parecía no captar el significado de estas palabras, ni siquiera oía el breve sonido que producían hasta unos segundos después de pronunciarlas. Estaba tan poco acostumbrado a hablar que a veces mi boca se abría sola y llenaba de vacío alguna frase o varias, gramaticalmente correctas pero totalmente vacías si no de significado, ya que ante una inspección cuidadosa lo revelarían a uno, sí de fundamento. Pero yo no podía escuchar la palabra hablada. Mi voz nunca había tardado tanto en alcanzarme como en esta ocasión. Me puse boca arriba para ver qué estaba pasando. Ella sonreía. Al rato se fue y se llevó la lámpara. Oí sus pasos en la cocina y luego oí que la puerta de su cuarto se cerraba detrás de ella. ¿Por qué detrás de ella? Al fin me encontraba solo, en la oscuridad al fin. Bueno, basta ya de esto. Pensé que estaba listo para pasar una buena noche, a pesar del ambiente tan enrarecido, pero no, pasé una noche muy agitada. Me desperté a la mañana siguiente con la ropa desarre-glada y la cobija también, y con Ana a mi lado, des-nuda naturalmente. Me pongo a temblar sólo de pensar en sus jadeos. Aún tenía la sartén en la mano. De nada había servido. Miré mi miembro. ¡Sí sólo hubiera podido hablar! Basta ya. Fue una noche de amor. |
De una obra abandonada
Me levanté tempranito ese día, era joven entonces, sintiéndome pésimo y salí, mamá estaba asomada a la ventana en camisón llorando y despidiéndose de mí. Qué mañana tan bonita y fresca, todo brillaba como suele suceder a esas horas. Me sentí pésimo de veras, muy violento. El cielo se oscurecería muy pronto y llovería y seguiría lloviendo todo el día hasta la tarde. Luego, en un segundo, todo azul y el sol, luego la noche. Sintiendo todo esto, qué violento y qué día, me detuve y volteé. Así, con la cabeza agachada, porque estaba buscando un caracol, un baboso o un gusano. Cuánto amor había en mí por todas las cosas estáticas y enraizadas, los arbustos, las piedras y cosas así, demasiado numerosas para mencionarlas, hasta las flores del campo; no sentía lo mismo por el mundo cuando en mis cinco sentidos llegaba a tocar algo así, o a cogerlo. Pero ahora un pájaro o una mariposa que flotaba por ahí metiéndose en mi camino, un gusano que se me metía debajo del pie, no, ahora ni siquiera sentía piedad por ellos. No que cambiara de camino para dirigirme hacia ellos, no, a cierta distancia de hecho parecían estáticos, luego, un rato después, estaban encima de mí. Una vez vi, con estos mis penetrantes ojos, unos pájaros que volaban tan alto, tan lejos, que parecían estar en reposo, y luego un minuto más tarde estaban todos a mi alrededor; esto me ha sucedido con los cuervos, por ejemplo. Los patos tal vez son los peores, cómo patalean y pierden el equilibrio entre los otros patos, o las gallinas, cualquier tipo de ave de corral, casi no hay nada peor. Y no me voy a salir de mi camino para esquivarlos, ¿verdad?, cuando son esquivables, no, simplemente no me da la gana de salirme de mi camino, aunque nunca en la vida he seguido un camino hacia algún lado, sólo he estado en mi camino. Y de esta manera he cruzado grandes matorrales, con los pies sangrando y me he metido en los pantanos también, en el agua, hasta en el mar cuando he estado de humor y me he salido de mi camino o he regresado, para no ahogarme. Y muy posiblemente moriré así si no me descubren, digo, ahogado, o en llamas, sí, quizá eso me ocurrirá al final, furioso, me echaré un clavado al fuego y moriré quemado cachito por cachito. Después alcé la vista y miré a mi madre que seguía despidiéndose de mí desde la ventana, agitaba la mano para que me fuera o para que volviera, no lo sé, o sólo estaba agitando la mano así nada más, llena de amor triste o desolado, y escuché sus gemidos leves. El marco de la ventana era verde pálido, los muros de la casa grises y mi madre blanca y tan delgada que se transparentaba ante mis ojos (muy penetrantes por entonces) que la atravesaban rumbo a la oscuridad de la habitación, y en toda aquella integridad, el sol casi recién salido, todo se empequeñecía por la distancia, todo era realmente bonito, me acuerdo bien, el viejo gris y luego el delgado verde rodeándolo todo y el delgado blanco contra lo oscuro, si sólo se hubiera quedado quieta y me hubiera dejado mirar. No, por única vez en la vida quería pararme y ver algo que no podía porque ella agitaba la mano y se movía y salía y entraba de la ventana como si estuviera haciendo ejercicio, capaz que lo estaba haciendo y yo era lo que menos le importaba. La falta de tenacidad frente al objetivo, ésa era otra cosa que no me gustaba de ella. Una semana hacía ejercicio por ejemplo, y la siguiente rezaba y leía la Biblia, y la siguiente arreglaba el jardín, y la siguiente tocaba el piano y cantaba, era espantoso, y luego sólo andaba por ahí o descansaba, siempre algo distinto. No me importaba gran cosa, yo siempre estaba fuera. Pero bueno, voy a seguir con lo del día que escogí para empezar, podría tratarse de cualquier otro, sí, para allá y para acá, en fin, basta de mi madre por ahora. Bueno, luego todo andaba sobre ruedas, sin problemas, sin pájaros encima de mí, nada estorbaba en mi camino salvo, a una distancia considerable, un caballo blanco y un niño que lo seguía, o tal vez era un enano o una mujer. Este es el único caballo completamente blanco que recuerdo, al que los alemanes llaman Schimmel creo, ah, era yo muy rápido de niño y absorbía un montón de conocimientos difíciles, Schimmel, bonita palabra para alguien que habla inglés. El sol lo cubría completamente, como antes cubría a mi madre, y parecía tener una banda roja o un lazo a un lado, a lo mejor era un cincho, tal vez el caballo iba a algún lado para que le pusieran el freno, a una trampa o algo así. Cruzó por mi camino allá a lo lejos, luego se esfumó, detrás de la hierba me imagino, lo único que noté fue la repentina aparición del caballo, luego su desaparición. Era de un color blanco muy brillante, el sol lo envolvía, nunca antes había visto un caballo así, aunque me habían platicado, y nunca volví a ver uno como aquél. He de admitir que el blanco siempre me ha afectado profundamente, todas las cosas blancas, las sábanas, las paredes y demás, hasta las flores, y el blanco así nada más, el pensamiento de lo blanco, sin más. Pero voy a terminar el relato de ese día de una vez por todas. Todo iba perfectamente, sólo la violencia y luego este caballo blanco, cuando de pronto me puse furioso, furia enceguecedora. En realidad no sé ni por qué me entró tal rabia, estas furias repentinas hacían de mi vida algo miserable. Muchas otras cosas me enfurecían también, el dolor de garganta por ejemplo, nunca he sabido lo que se siente no tener ese dolor, pero lo peor era la rabia, como un viento inesperado que soplaba a mi alrededor, no, no puedo siquiera describirlo. No era la violencia en sí lo que empeoraba, eso no tiene nada que ver, a veces me sentía violento todo el día y no me daba rabia, a veces estaba tranquilo y me entraba la rabia cuatro o cinco veces. No, no hay modo de decirlo, no hay modo de decir nada con una mente como la que tengo, siempre alerta para ir en contra de sí misma, creo que retomaré el tema cuando me sienta menos débil. Hubo una época en que trataba de calmarme dándome golpes en la cabeza contra alguna cosa, pero al poco tiempo renuncié a ello. Lo mejor que podía hacer era correr. Por cierto, dicho sea de paso, era muy lento para caminar. No me iba quedando ni andaba de flojo, sólo caminaba muy lentamente, daba pasos cortitos y mis pies cruzaban el aire lentamente, En cambio, debo haber sido uno de los corredores más rápidos del mundo, siempre y cuando las distancias fueran cortas, cinco o seis yardas, en un segundo las recorría. Pero no podía continuar a la misma velocidad y no por problemas respiratorios, era algo mental, todo es mental, fragmentario. Y en cuanto al trote, por otro lado, me resultaba igual que volar. No, conmigo todo era lento y de pronto estos relámpagos o géiseres, hecho la raya, esta era una de mis expresiones favoritas, una y otra vez, cuando andaba por ahí decía hecho la raya. Afortunadamente, mi padre murió cuando yo era niño, porque de otro modo yo podría haberme convertido en todo un profesor, a mi padre le iba el corazón en ello. Además yo era un buen estudiante, no pensaba pero eso sí, qué memoria tenía. Un día le conté lo de la cosmología de Milton, estábamos allá arriba en la montaña descansando en una roca enorme que daba al mar, se quedó muy impresionado. El amor también, frecuentemente aparecía en mis pensamientos cuando era niño, pero no tanto como en otros niños, esto me mantenía despierto según pude observar después. Nunca amé a nadie creo, porque me acordaría. Sólo en sueños, allí había animales, animales de sueño, no como los que se ven sueltos por ahí en el campo, no podía describirlos, eran adorables criaturas, la mayoría blancos. De alguna manera esto del amor es una pena, una buena mujer podría haber estado conmigo y ahora yo podría estar echado al sol fumando mi pipa y dándole nalgadas a la tercera generación que me miraría con respeto y admiración, preguntándome qué habría de cenar, esto en vez de vagar por los mismos caminos en todos los climas, nunca fui bueno para la tierra nueva. No, no me arrepiento de nada, sólo lamento haber nacido, siempre he pensado que morir es un asunto demasiado largo y cansado. Pero ahora voy a retomar el asunto que me ocupaba en un principio, el caballo blanco y luego la furia, no hay entre ellos ninguna relación, supongo. Pero por qué continuar con todo esto, no lo sé, algún día terminaré, por qué no ahora. Estos son pensamientos ajenos, qué cosa, vergüenza me debería de dar. Ahora estoy viejo y débil y en medio de mi dolor y debilidad murmuro por qué y medetengo, y aquellos pensamientos vienen a mí y se me meten en la voz, los viejos pensamientos que nacieron conmigo y crecieron conmigo y se mantuvieron ocultos, debe haber otros. No, de vuelta a aquel día lejano, a cualquier día lejano, y desde el tenue suelo regalado hasta sus cosas y su cielo, los ojos subían y volvían después y volvían una y otra vez, y los pies no iban a ninguna parte, sólo, de alguna manera, a casa, en la mañana salían de casa y en la tarde regresaban a casa, y el sonido de mivoz todo el día murmurando las mismas cosas viejas que no oigo, ni siquiera las que me conciernen, mi voz, como un changuito sentado en mi hombro con la cola haciéndome compañía. Bla, bla, bla, en voz alta y rasposa, con razón tenía dolor de garganta. Tal vez debería mencionar aquí que nunca hablaba con nadie, creo que la última persona con quien hablé fue mi padre. Mi madre era igual, no volvió a hablar ni a contestar desde que mi padre murió. Yo le pregunté por el dinero, no puedo mencionar aquello ahora, tal vez esas fueron las últimas palabras que le dirigí. A veces me gritaba o me rogaba algo pero sólo un momentito, sólo unos cuantos gritos; luego, si yo volteaba los pobres labios delgados se le tensaban y su cuerpo se daba la media vuelta y sólo me miraba por el rabillo del ojo, pero era raro. De vez en cuando por la noche la escuchaba, estaba hablando sola me imagino, o rezando en voz alta, o leyendo en voz alta, o canturreando sus himnos, pobre mujer. Bueno, después del caballo y la furia, yo qué sé, seguí y seguí y luego supongo que di la vuelta lentamente dejando caer la mano izquierda o la derecha hasta vislumbrar la casa e ir rumbo a ella. Ay, mi padre y mi madre, y pensar que a lo mejor están en el paraíso, eran tan buenos. Yo debería irme al infierno, es todo lo que pido, para poder continuar maldiciéndolos ahí y que ellos bajen la vista desde arriba y me escuchen, eso sí que le quitaría un poco de resplandor a su beatitud. Sí, creo que todo el ruido que hacían acerca de la vida futura me sube los ánimos nada más pues no hay nada que aniquile una infelicidad como la mía. Estaba furioso desde luego y todavía lo estoy, pero era dócil, pasaba por dócil, qué buen chiste. No es que realmente estuviera furioso, sólo era raro, algo raro, y cada año que pasaba me hacía más raro, pocas criaturas hay tan raras como yo en la actualidad. Mi padre, ¿lo habré matado tal como lo hice con mí madre?; tal vez de alguna manera lo hice, pero no puedo hablar de ello ahora, estoy demasiado débil y viejo. Las preguntas se ponen a flotar mientras me desplazo y me dejan muy confundido, estoy a punto de decir basta. De repente están ahí, no, flotan, emergen de una profundidad muy vieja y se mecen y se quedan un rato antes de desvanecerse, preguntas que cuando yo estaba en mis cinco no habría sobrevi-vido ni un segundo, no, habrían sido aniquiladas antes de haber tenido cuerpo siquiera, aniquiladas. Venían de dos en dos a veces, una dominaba a la otra, así, ¿cómo podré continuar un día más?, es más, ¿cómo pude continuar un solo día? O, ¿habré matado a alguien? En ese tono, de lo particular a lo general digamos, estas preguntas y respuestas son bastante vacías. Las llevo a cuestas lo mejor que puedo, acelero el paso cuando vienen, muevo la cabeza de un lado al otro para arriba y para abajo, me quedo con la mirada fija y agonizante en eso y aquello haciendo de mi murmurar un grito, así me voy ayudando. Pero esto no tendría por qué ocurrir, algo anda mal, si fuera el final no me importaría gran cosa, pero cuántas veces en la vida he dicho antes de que algo grave sucediera Es el final y no era, y aun así, el final no puede estar lejos, seguro me voy a caer y me voy a quedar tirado o enroscado esperando a la noche como de costumbre entre las rocas y antes del amanecer estaré en otro lado. Sé que yo también dejaré de ser y seré como cuando aún no era, sólo que todo entero, eso me hace feliz, frecuentemente ahora mi murmurar se quiebra y se esfuma y lloro de felicidad cuando sigo mi camino y de amor por este mundo que me ha llevado sobre sus espaldas tanto tiempo y cuya falta de quejas pronto será mía. Estaré justo bajo la superficie, todo entero al principio, luego desmembrado y a la deriva, circulando a todo lo largo de la tierra y tal vez al final una parte de mí caerá por un acantilado hacia el mar. Una tonelada de gusanos en un metro cuadrado, esto sí que es un pensamiento maravilloso, una tonelada de gusanos, ya lo creo. De dónde lo saqué, de un sueño o de un libro que leí en mi escondite cuando era niño, o de una palabra oída tras la puerta por ahí o que había estado dentro de mí todo el tiempo y se había mantenido oculta hasta el momento de brindarme alegría, estos son los horribles pensamientos con los que tengo que luchar del modo que vengo mencionando. Ahora bien, ¿qué se puede agregar respecto de este día después del caballo blanco y de la madre blanca en la ventana? Por favor lean de nuevo las descripciones que de ellos he dado antes de que yo pase a otro día, tiempo después; no hay nada que agregar antes de que me desplace en el tiempo brincándome cientos o tal vez miles de días de un modo que no podría haber utilizado en el momento en cuestión porque tenía que seguir y seguir rumbo al momento en que me encuentro ahora, no, nada, todo se ha ido menos la madre en la ventana, la violencia, la furia y la lluvia. Así que pasemos al segundo día y terminemos con él, quitémoslo del camino y pasemos al siguiente. Y he aquí que de pronto me hallé entre, y perseguido por, una familia o una manada, no lo sé, de armiños, algo verdaderamente extraordinario, creo que eran armiños. Ciertamente, si se me permite decirlo, creo que tuve la suerte de salir vivo, qué extraño decirlo, no suena bien, en fin. Cualquier otra persona habría salido mordisqueada y se habría desangrado y tal vez habría quedado blanca como un conejo, y dale con el blanco de nuevo. Sé que no se me habría ocurrido, pero de haber podido y haberlo hecho, simplemente me habría recostado y me habría dejado despedazar como lo hacen los conejos. Bien, pero voy a comenzar como siempre con la mañana y luego la salida. Cuando un día regresa, por cualquier motivo, entonces su mañana y su tarde también están ahí, aunque en sí mismas bastante comunes y corrientes, la salida y el regreso a casa, hay algo digno de mencionarse en ello. Y de nuevo hacia la gris madrugada, muy débil y tembloroso después de una noche atroz y con pocos sueños almacenados dentro y fuera. En qué época del año, realmente no lo sé, qué importancia tiene. No estaba mojado en realidad sino chorreando, todo chorreaba, el día podía comenzar, ¿sí?, no, chorreando y chorreando todo el tiempo, sin sol, sin cambios de luz, nublado todo el día, y aun así, ni una brisita hasta la noche, luego oscuro y un poco de viento, vi unas estrellas al acercarme a casa. Mi bastón desde luego, por una misericordia de la providencia, ahí, no lo vuelvo a mencionar porque cuando no me refiero a él es porque está en mi mano, y sigo mi camino. Sin mi abrigo, sólo con la chamarra, nunca pude soportar el abrigo revoloteando entre mis piernas, o más bien un día me disgustó de pronto, me brotó un repentino disgusto. Con frecuencia cuando me arreglaba para salir lo sacaba y me lo ponía, luego me paraba al centro de la habitación sin poder moverme hasta que al fin me lo quitaba y lo colgaba de nuevo en el armario. Y acababa de bajar las escaleras y de tomar una bocanada de aire fresco, cuando el bastón se me cayó y caí de rodillas y luego de cara al suelo; algo realmente fuera de lo común y después de un ratito me puse boca arriba, nunca logré permanecer acostado boca abajo durante mucho tiempo, aunque me fascinaba; me sentía tan mal y me quedé ahí, media hora tal vez, con los brazos sobre los costados y las manos encima de las piedritas y los ojos bien abiertos vagando por el cielo. Ahora bien, ¿se trataba de mi primera experiencia de este tipo?, esa es la pregunta que le viene a uno a la cabeza de inmediato. Caídas había tenido bastantes, del tipo después del cual, a menos de haberse roto la pierna, uno se levanta y sigue su camino, maldiciendo a Dios y al hombre, muy otra cosa que en esta ocasión. Con tanta vida desperdiciada en el conocimiento, cómo saber cuándo comenzó todo, cuáles son las variantes que lanzan su veneno toda la vida hasta que uno sucumbe. Así pues de alguna manera las cosasviejas son las primeras, no hay dos bocanadas de aire iguales, todo es un repetir y repetir y todo es sólo una vez y nunca más. Pero voy a levantarme y a continuar y terminar con este día de una buena vez. Pero qué sentido tiene seguir contodo esto, no hay nada. Día olvidado tras día olvidado hasta la muerte de mi madre, luego en un sitio distintoque pronto envejecerá hasta la hora de la hora. Y cuando llegue a esta noche, aquí, entre las rocas con mis doslibros y la intensa luz de las estrellas, esta noche se me habrá escapado de las manos y también el día antes, mis doslibros, el chico y el grande, o tal vez sólo quedarán momentos aquí y allá muy quietos, este pequeño sonidoque no entiendo, así que mejor voy a juntar mis cosas y a regresar a mi agujero, todo es ya tan pasado que hasta se puede contar. Ya pasó, ya pasó, hay un lugar en mi corazón para todo lo que ya pasó. No, porque pasan, me encanta estapalabra, unas palabras han sido mis únicas amantes, y no son muchas. Frecuentemente lo he dicho todo un día, al irpor ahí, y a veces he dicho vero, sí, vero. Ay, pero por esas terribles inquietudes que siempre he tenido, debería haber vivido en una gran habitación con eco y con un reloj de péndulo grandísimo, sólo escuchandoy cabeceando, con la ventanilla abierta para poder observar el balanceo, moviendo los ojos para allá y para acá, y lospesos deplomo colgando más y más abajo hasta tenerme que levantar de la silla para izarlos de nuevo, esto una veza la semana. El tercer día fue la mirada que me echó el caminante aquél, de pronto me doy cuenta ahora, el harapiento viejo brutose inclinó en la zanja donde se encontraba, recargándose con la espalda o lo que fuera la cosa ésa, y mirándome de reojo desde el borde de su postura floja y descuidada, con la boca colorada, cómo es posible, me pregunto, que me hubiera percatado de su presencia; lo que sí, es el día que vi la mirada de Balfe, entonces sí que me aterroricé como un niño. Ahora que está muerto comienzo a parecerme a él. Pero continuemos, dejemos esas viejas escenas y quedémonos en éstas, y en mi recompensa. Ya no será como ahora, día tras día, afuera, a los lados, por arriba, por atrás, adentro, como hojas que se voltean, o que cayeron por ahí arrugadas, sino un tiempo largo y de una pieza, sin antes ni después, iluminado u oscuro, desde o hacia o en el viejo conocimiento a medias delcuándo y el dónde se ha ido, y del qué, y aún así algunas cosas quietas, todas a la vez, todas en movimiento, hasta que ya no haya nada, nunca hubo nada, sólo una voz soñando y zumbando por todas partes, eso es algo, la voz que alguna vez estuvo en tu boca. Bueno, y una vez afuera en la calle y libre de toda posesión, entonces qué, realmente nolo sé, de repente ya estaba dando golpes por ahí con mi bastón, haciendo volar a las gotitas y maldiciendo, puras malas palabras, las mismas palabras una y otra vez, ojalá y nadie me haya escuchado. Me dolía la garganta, era un tormento tragar, y sentía algo en el oído, me la pasaba apachurrándome la oreja y no sentía alivio alguno, tal vez erapura cerilla lo que me presionaba el tímpano. Extraordinariamente quieto sobre el suelo y dentro de mí todo bastante quieto, qué coincidencia, por qué me salían esas palabrotas de la boca, no lo sé, no, qué tontería, y dando golpes al aire con el bastón, qué cosa tan suave y débil me estaba poseyendo mientras luchaba por seguir adelante. Serían los armiños, no, primero voy a hundirme otra vez y a desaparecer entre los helechos, me llegaban a la cintura cuando andaba por ahí. Qué cosas tan duras son estos helechos gigantes, como almidonados, como de madera, con unos tallos terribles, le arrancan a uno el pellejo de las piernas a través de los pantalones y luego esos hoyos que esconden, rómpete la pierna si no tienes cuidado, qué espantoso lenguaje es éste, cáete y desaparece del mapa, podrías quedarte tirado ahí semanas enteras sin que nadie te escuchara, pensaba en esto muy a menudo allá arriba en la montaña, no, qué tontería, sólo seguí mi camino, el cuerpo hacía todo de su parte sin mí.
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Imaginación muerta imagínate
Ningún signo de vida por ningún lado, dices, caray, y qué tiene, la imaginación no ha muerto aún, sí, qué cosa, la imaginación muerta, imagínate. Islas, mares, azul celeste, verdes, un chispazo y desaparecen, infinitamente, se omiten. Hasta que un blanco en la blancura hace la rotonda. No hay puerta, entra, mide. Tres pies de diámetro, tres pies del piso al techo de la cripta. Dos diámetros en los ángulos precisos ab cd dividen el suelo blanco en dos semicírculos acb bda. Tirados en el suelo, dos cuerpos blancos, cada uno en su semicírculo. Blancos son la cripta y el muro redondo, de dieciocho pulgadas de alto, del cual emerge. Salte de nuevo, qué rotonda tan lisa, todo blanco en la blancura, entra una vez más, toca, un sonido sólido a todo lo largo, un anillo como en la imaginación el anillo de hueso. La luz hace de todo lo blanco una fuente invisible, todo brilla con el mismo brillo blanco, el suelo, el muro, la cripta, los cuerpos, sin sombra. Qué calor, las superficies están hirviendo pero no queman al tocarlas, los cuerpos sudan. Salte de nuevo, hazte para atrás, la delgada cortina se esfuma, se levanta, se esfuma, todo blanco en la blancura, cae, entra una vez más. Vacío, silencio, calor, blancura, espera, la luz se vuelve tenue, todo se oscurece al mismo tiempo, el suelo, el muro, la cripta, los cuerpos, digamos en unos veinte minutos, todos los grises, se va la luz, todo se esfuma. Al mismo tiempo la temperatura baja hasta alcanzar su mínimo, digamos su punto de congelación, en el mismo instante en que se instala el negro, lo que parecerá extraño. Espera; más o menos largos, el calor y la luz vuelven, todo se hace blanco y caliente a la vez, el suelo, el muro, la cripta, los cuerpos, digamos en unos veinte segundos, todos los grises, hasta alcanzar el nivel inicial en que comenzó la caída. Más o menos larga, ya que puede intervenir, la experiencia muestra, entre el final de la caída y el comienzo del ascenso, pausas de amplitud variable, desde la fracción de segundo hasta lo que podría parecer, en otros tiempos, en otros lugares, una eternidad. El mismo comentario respecto de la otra pausa, entre el final del ascenso y el principio de la caída. Los extremos, mientras duran, son perfectamente estables, lo cual en el caso de la temperatura podría parecer extraño, al principio. Es posible también, la experiencia lo demuestra, que el ascenso y la caída se detengan en cualquier punto y marquen una pausa, más o menos larga, antes de reanudarse o de revertirse, el ascenso ahora caída, la caída ascenso, que a su debido tiempo se completarán o se detendrán y marcarán una pausa, más o menos larga, antes de reanudarse o de revertirse de nuevo, y así sucesivamente hasta que al fin se alcance uno de los extremos. Dichas variaciones de ascenso y caída, combinándose en incontables ritmos, por lo común asisten al paso de blanco y caliente a negro y frío, y viceversa. Sólo los extremos son estables y esto se nota en la vibración que se observa cuando ocurre una pausa en alguna etapa intermedia, sin importar su nivel y duración. Entonces todo vibra, el suelo, el muro, la cripta, los cuerpos, ligeros o pesados o las dos cosas, da lo mismo. Pero en conjunto, la experiencia muestra que dicho paso incierto es algo fuera de lo común. Y con mayor frecuencia, cuando la luz comienza a fallar y con ella el calor, el movimiento continúa ileso hasta que, en un periodo de unos veinte segundos, el negro agudo se instala y, en el mismo instante, digamos que también se instala el punto de congelación. La misma afirmación vale para el movimiento al revés, hacia el calor y la blancura. Lo que sigue en cuanto a frecuencia es la caída o ascenso con sus pausas de extensión variable en estos grises febriles sin que el movimiento se revierta nunca. Pero no obstante las inherentes incertidumbres, el regreso tarde o temprano a una calma temporal, parece ser seguro, por el momento al menos, en la oscuridad negra o en la gran blancura, con una temperatura atenta, y el mundo es la evidencia en contra del tumulto constante. Al descubrirse esto después de, digamos, una ausencia en vacíos perfectos, ya nada es exactamente lo mismo, desde este punto de vista, pero no hay otro. En el exterior, todo está como siempre y el descubrimiento de la delgada cortina es como producto del azar, su blancura sumergida en la blancura circundante. Entra y verás que hay momentos de calma chicha más breves y nunca la misma tormenta. La luz y el calor permanecen ligados como si hubieran emergido de la misma fuente, de la cual no hay todavía ni el menor indicio. Quieto en el suelo, doblado en tres, con la cabeza contra el muro en b, el culo contra el muro en a, las rodillas contra el muro entre c y a, es decir, inscritas en el semicírculo acb, sumergido en el piso blanco salvo por el cabello largo de una blancura extrañamente imperfecta, finalmente, el blanco cuerpo de una mujer. Similarmente inscrito en el otro semicírculo, con la cabeza contra el muro en a, el culo en b, las rodillas entre a y d, los pies entre d y b, el compañero. Ambos, por lo tanto, están sobre su costado derecho, espalda con espalda, con la cabeza y el culo pegados. Coloca un espejo frente a sus labios, se esfuma. Con la mano izquierda toman su pierna izquierda un poquito más abajo de la rodilla, y con la mano derecha su brazo izquierdo un poquito más arriba del codo. Bajo esta luz tan agitada, cuya calma blanca resulta ahora tan rara y breve, la inspección no es nada fácil. Haciendo a un lado el sudor y el espejo, bien pasarían por seres inanimados salvo por sus ojos izquierdos que a intervalos incalculables repentina-mente se abren y miran afocando, sin el menor parpadeo, mucho más allá de lo humanamente posible. Azul pálido penetrante; el efecto es sorprendente, al principio. Las miradas no coinciden más que en una ocasión, cuando el comienzo de una queda sobrepuesto al final de la otra por espacio de unos diez segundos. Ni gruesos ni delgados, ni grandes ni pequeños, los cuerpos parecen enteros y en buenas condiciones, si juzgamos por las superficies expuestas a simple vista. Los rostros, si se toman en cuenta los dos lados de una pieza cualquiera, tampoco parecen requerir nada esencial. Entre su absoluta quietud y la luz convulsiva el contraste es sorprendente, al principio, para aquel que aún recuerda haber sido sorprendido por lo contrario. Resulta claro, sin embargo, debido a miles de pequeños signos demasiado largos para imaginarlos, que no están dormidos. Sólo murmuran, ah, nada más, en este silencio, y en el mismo instante, para el ojo de rapiña, el estremecimiento infinitesimal instantáneamente se suprime. Déjalos ahí, sudando frío, hay cosas mejores en otra parte. No, la vida termina y no, no hay nada en otra parte, y no cabe duda ahora de que no se volverá a encontrar aquella mancha blanca perdida en la blancura, para ver si aún están acostados, muy quietos en la tensión de la tormenta o del huracán, o en la negra oscuridad para siempre; tal vez la gran blancura es invariable y, sí no es así, quién sabe qué están haciendo.* |