Nota introductoria
Juan García Ponce (1932), narrador y ensayista yucateco, pertenece a una generación de escritores (Salvador Elizondo, Juan Vicente Melo, José de la Colina, Inés Arredondo, Sergio Pitol) que comienzan a publicar en la década de los sesenta al abrigo del impulso renovador de la generación anterior. Si en los años cincuenta se registra el rompimiento con los temas rural e indígena y se consolida una narrativa de estilo depurado (Juan José Arreola) y cuya mirada cambió de la historia patria y sus caudillos a los paisajes de la ciudad y la modernidad (Carlos Fuentes); los sesenta le darán voz a una novelística donde se encuentran igual el México moderno que las huellas de la literatura francesa (Bataille, Klossowski) y alemana (Musil, Broch, Mann). Los escritores de esta década se saben ciudadanos del mundo pues se han alimentado del espíritu cosmopolita de Contemporáneos y de la poesía mexicana moderna (Octavio Paz). Dentro de su generación hay dos características que marcan a García Ponce: ser el que mayor número de obra ha aportado, y combinar, con el mismo rigor, el ensayo y la narrativa, la crítica de pintura y la literaria. Se descubre al narrador en el crítico, y es imposible desconocer al segundo en sus novelas y cuentos. Lejos de esconder sus influencias (todo escritor las tiene), el trabajo de García Ponce es una constante búsqueda de respuestas a interrogantes propias y compartidas. Su literatura —como él mismo ha definido la de Hermann Broch— “es una ilustración de la problemática a que lo obligan a enfrentarse sus incursiones en el terreno del pensamiento”. Al igual que sus contemporáneos, García Ponce se ha propuesto penetrar en el yo de sus personajes, escribir una prosa que busca recrear el mundo cotidiano (esencialmente el de la pareja y la realidad del amor). Su literatura dibuja los trazos de un costumbrismo desde el que, cual puerta falsa, se abre un mundo de encarnaciones donde los personajes viven a través de su condición de encuentro entre la pesadilla y la vigilia. Las representaciones de su narrativa tienen orígenes diversos; algunas expresan las pulsiones íntimas y vitales de su creador, otras escenifican el mundo de la pintura, otras dan vida a especulaciones filosóficas o a los hitos permanentes de las letras. “Toda gran creación poética —ha dicho Walter Muschg— es un equilibrio entre la culpa y la expiación.” El trabajo de García Ponce tiene mucho que ver con la frase del crítico alemán. El escritor construye mundos armoniosos cuyas fronteras siempre dan al vacío. Los ámbitos de los valores burgueses se encuentran en un estado de falso equilibrio, o dicho de otro modo, se levantan sobre una apariencia tras la que se esconde otra cosa, y cuyos mecanismos de afirmación y ruptura son descubiertos a la luz de los actos, los rituales y las palabras. La aparición del deseo marca el principio de la duda; tras ella, todos los valores comienzan a experimentar una profunda descomposición que termina por negarlos. Sin embargo, la negación a que nos somete García Ponce no se acompaña de una afirmación de valores distintos o de órdenes nuevos, sino en una caída sin fin en cuyo vértigo los personajes viven su propia existencia. En medio de la caída los sujetos de la historia adquieren conciencia de que no sólo son responsables de su destino, sino también del propio azar. El vértigo como constante, ámbito abierto y narración inconclusa que caracteriza a La noche (“Amelia”, “Tajimara” y “La noche”), es el punto de partida de Encuentros. Si la ausencia de final revela el hecho de que la condición humana es inaprensible y sus límites no existen, Encuentros desarrollará otros temas obsesivos del autor: la mirada, el tiempo y la pureza. “El gato”, “La plaza” y “La gaviota”, son cuentos donde el vértigo ha sido sustituido por un lirismo simbólico que dota a los personajes de forma. El gato, testigo mudo, es el signo que dice, más allá de sus ambiguas características de maldad y voluptuosidad, cosas que pertenecen a los territorios de la poesía. Existe en la obra de García Ponce un elemento que la unifica, que le da un carácter común a periodos distintos de su formación como escritor: el erotismo que es, al mismo tiempo, el motor que mueve a sus personajes al vacío y el que les da vida. Si erotismo y deseo conducen al pecado y a la culpa, para el escritor son también el lugar de la expiación y la gracia.
García Ponce ha puesto a su propia persona en la obra de arte, no únicamente porque la dirija su conciencia, sino porque él, como personaje, se inscribe en algunos de sus textos y hace vivir sus ideas a través de seres distintos. Al convertir al artista en personaje de su propia creación y exponerlo al rigor de la escritura, el creador se adentra también en las leyes del azar, en esta libertad cuyo gobierno inventa y funda. De esta manera los textos no son sólo proyecciones del deseo: encarnan también el misterio del lenguaje al que el escritor se ha sometido. La vida extiende su poder dentro de la literatura, pero la literatura respira en personas presentes en el mundo de los vivos.
Como pocos escritores en México, García Ponce persigue la obra. Sus trabajos narrativos y ensayísticos se penetran, los personajes de sus cuentos se desarrollan en sus novelas. Si “El gato” y “Tito” anticipan De ánima, no es menos cierto que esta última se construye sobre influencias de Klossowski y Tanizaki. Desde La noche hasta Crónica de la intervención, García Ponce ha creado un trabajo que dibuja con claridad al narrador comprometido con su oficio y con sus obsesiones. Porque ha optado por escribir sobre el hombre y su literatura nos permite asomarnos a las zonas oscuras y complejas de los actos y la conciencia, sus novelas, cuentos y ensayos no pueden ser concebidos como respuestas cerradas, sino como reflexiones que fundan nuevas dudas. Como todos los escritores para quienes su oficio es una forma íntima e irremplazable del conocimiento, García Ponce escribe siempre la misma novela. Por esto mismo, realizar una selección para el presente Material de Lectura es una tarea difícil. Sin embargo, sirvan estos cuentos no sólo para dar una idea de la capacidad narrativa de su autor, sino además, para constatar la existencia de un mundo de imágenes, formas, deseos y ritos, que a través de la mirada del artista se transforman en una religión y una estética de lo vivido y lo soñado.
Eduardo Vázquez M.
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