Nota introductoria
Julio Torri (1889-1970) nació en Saltillo, Coahuila. Allí cursó sus primeros estudios y a los quince años publicó su primer texto, “Werther”. Poco después estuvo en la ciudad de México para ingresar a la Escuela Nacional de Jurisprudencia en cuyas aulas entabló amistad con Alfonso Reyes y con otros jóvenes brillantes que formarían el llamado Ateneo de la Juventud, dedicado a propagar “ideas nobles y bellas”. Sus integrantes eran cosmopolitas y elitistas, se oponían a la generación precedente y se empeñaban en elaborar una obra original persiguiendo lo inefable. Pensaban revolucionar al país por medio de la cultura y sólo podían lograrlo preparándose concienzudamente. Torri se significaba ya entonces como lector voraz. Hay constancias de que leía doscientas cincuenta páginas diarias y de que este afán libresco lo llevó al aprendizaje de lenguas extranjeras. Escribía artículos publicados en El Mundo Ilustrado y en Revista de Revistas. Animaba las reuniones de su grupo adiestrando un diálogo ingenioso, poblado de anécdotas malévolas y aparentes contrasentidos. Tal ejercicio le sirvió en “El embuste” para elaborar buenos chistes destinados primeramente a sus amigos. Siguieron “La desventura de Lucio el perro”, de origen fantástico y popular, sobre un hombre que degüella a su compadre y arrepentido le pega la cabeza; “De la vida maravillosa de Salva-Obstáculos”, componedor por destino y ventura, y “El fin de México”, basado en una fantasía personal aderezada con elementos científicos ante el espectáculo del viejo Popocatépetl, que tras muchos siglos de hipocresía bajo los crepúsculos pudiera tener la chochez de una erupción. Hasta donde se sabe, y aunque no llegan a cuatro cuartillas, fueron los relatos más largos que hizo. En enero de 1912 apareció su primer ensayo propiamente dicho, “Escocia como patria espiritual”, y así desembocó en los dos géneros propicios. Por esas fechas llegó a sus manos un libro capital, Gaspar de la nuit de Aloysius Bertrand, francés, vanguardista y escritor esmerado que le señaló el camino hacia frutos notables, “La vida del campo”, “La balada de las hojas más altas” y “Estampa”, entre otros. Charles Lamb y Jules Renard completaron las influencias fundamentales y Torri reconoció sus propios límites pero también sus posibilidades. Retomó “El embuste”, lo sometió a la depuración, lo redujo a unas cuantas líneas que constituyen un tratado y lo tituló “De funerales”. Se fijó en el peso de las palabras, en adjetivos que a menudo marcaban sus intenciones irónicas. Recurrió al ritmo interior de las oraciones, mejor a las alegorías que a las metáforas. Quiso perfeccionar el género de la prosa breve instalada en el “novísimo barco” y le sacó chispas a la sonrisa, filo a la síntesis, a la paradoja ideal para la sugerencia que desemboca en el silencio, esto es en lo que no dice totalmente. Una recopilación de prosas aparecidas en publicaciones del tiempo dio lugar a Ensayos y poemas, 1917. Apuntaba una temática novedosa. Con “Vieja estampa” y “Fantasías mexicanas” cimentó la corriente colonialista que seguirían Mariano Silva y Aceves, Genaro Estrada, Francisco Monterde y Julio Jiménez Rueda. “La conquista de la luna”, antologada en múltiples ocasiones, inició en nuestro medio la ciencia ficción; en “A Circe”, Torri demostró que como buen poeta era profético y anunció su futuro de hombre soltero. “Era un país muy pobre” le sirvió para plantear la crisis de una nación que cobra auge económico gracias a sus producciones literarias, antes de precipitarse hacia la catástrofe por haber cifrado sus esperanzas en un producto, lo cual establece analogías inevitables con aspectos de nuestra economía petrolera. Gracias a este cuento vio su nombre junto con los de Artzybachev de Rusia, Ion Adam de Rumania y Grazia Deleda de Italia, en uno de los cuatro tomos de Lectura Selecta, número 17, que pretendía reunir muestras excelsas de las letras universales; sin embargo, Torri producía parcamente dedicado a diversos menesteres. Codirigió la Editorial Cultura, colaboró con José Vasconcelos dirigiendo también el Departamento Editorial de la Secretaría de Educación Pública, célebre porque puso al alcance de las masas obras de grandes maestros. Terminó algunos prólogos, algunas traducciones conocidas: Las noches florentinas de Enrique Heine, que por los tiempos de la Primera Guerra Mundial le valió ser acusado de germanófilo, y Discursos sobre las pasiones del amor de Blas Pascal. Soñó otras traducciones, las empezó y las dejó pendientes como el Peter Pan de Barrie.
De fusilamientos salió en el año 1940 y Tres libros en 1964. Torri reunía las dos anteriores y compilaba una tercera colección con su viejo método de echar mano a lo publicado. El resto de su obra se reduce a un Breviario del Fondo de Cultura Económica, La literatura española, resultado de su larga experiencia docente, a notas bibliográficas, reseñas de artes plásticas llenas de finas observaciones, apuntes que dejó dispersos considerándolos indignos de figurar en un volumen, y amenos epistolarios con Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña que sus críticos y antologistas entregaron a prensas. Combatía la tristeza por medio de un humorismo impávido. En “De fusilamientos” —que tituló el libro prestándose a juegos idiomáticos—, presentó una escena atroz narrada con la frivolidad de un acto social intrascendente. Retrató lo imposible como posible y consiguió entrar a la corriente imaginativa. “El vagabundo” y “Los unicornios” lo confirman. No desdeñaba las instantáneas inspiradas en la antigüedad y concibió “A Circe”, “Plautina” y “Xenias”. Fue un crítico de la Revolución que le tocó vivir, al través de “La feria”, “Noche mexicana”, “La Gloriosa”. Determinados asuntos le salieron al encuentro. Las nanas del siglo pasado, por ejemplo, asustaban a las criaturas repitiéndoles que los robachicos los convertirían en tamales. Torri cambió la tónica siniestra para redondear “La cocinera”. Marcó los tres pasos básicos de un cuento. En el planteamiento y el desenlace enfocó la anécdota tradicional, pero centró el desarrollo en una conversación incongruente entre comensales compartiendo las delicias de una merienda, y dictó cátedra de lo que un estilista consigue aun con historias trilladas. En “Para aumentar la cifra de accidentes”, “El mal actor de sus emociones”, “Estampa”, “De una benéfica institución”, “Beati qui perdunt...” expuso sus actitudes vitales, su moral más cercana al paganismo que al cristianismo, más amante de la libertad que de la sujeción. Su simpatía por don Quijote, parte de la legión inconforme, de los que rechazan moldes de fealdad y maldad ofrecidos para embrutecer la vida. Ello no obstante, un análisis detallado demostraría que los problemas estéticos y el drama del escritor frente a la página intensa lo obligaron a reflexionar largamente y concretaron sus mayores preocupaciones. Lo prueban sin ambages “El epígrafe”, “La oposición del temperamento oratorio y el artístico”. “El ensayo corto”, “De la noble esterilidad de los ingenios”, “La humildad premiada”, “El descubridor”, “Le poète maudit”, “Mutaciones”, todos los artículos, gran cantidad de fragmentos e, incluso, su discurso de entrada a la Academia Mexicana de la Lengua, sobre la Revista Moderna de México, campo para levantar una galería de retratos.
Habló de lo que entendía bien o se ligaba a su índole entrañable: los problemas del héroe y del falso héroe, del desdeñoso y el estafador, del que acepta o contradice, del bibliófilo que sonríe encantado al abrir un diccionario y confirmar una presunción filológica, del don Juan saudoso. No se engañaba. Sabía que los clásicos acapararon los temas importantes y que hoy sólo caben variaciones de pequeña monta. Exclamó: “¡Si fuéramos por ventura de la primera generación de hombres cuando florecían en toda su irresistible virginidad aun los lugares comunes más triviales!” y suspirando se conformó en el siglo xx. Encarnación del espíritu de su época, sensual, sutil, humorista y despreciador de los altos ideales, logró matizar su literatura con los pensamientos profundos de quien ha recorrido muchos trayectos. En una de sus tres únicas prosas que enfocan la pasión exacerbada fijó este pensamiento: “Amamos, ambicionamos y odiamos como si fuéramos inmortales.” El supo recordar su mortalidad, apenas si la combatió trabajando a pausas.
Beatriz Espejo
|