Material de Lectura

 

De fusilamientos

 

De fusilamientos

La amada desconocida

La gloriosa

La humildad premiada

El descubridor

El héroe

Mujeres

La feria

Los unicornios

Estampa

La cocinera

Le poète mudit

 

 


 

De fusilamientos

 

El fusilamiento es una institución que adolece de algunos inconvenientes en la actualidad.

Desde luego, se practica a las primeras horas de la mañana. “Hasta para morir precisa madrugar”, me decía lúgubremente en el patíbulo un condiscípulo mío que llegó a destacarse como uno de los asesinos más notables de nuestro tiempo.

El rocío de las yerbas moja lamentablemente nuestros zapatos, y el frescor del ambiente nos arromadiza. Los encantos de nuestra diáfana campiña desaparecen con las neblinas matinales.

La mala educación de los jefes de escolta arrebata a los fusilamientos muchos de sus mejores partidarios. Se han ido definitivamente de entre nosotros las buenas maneras que antaño volvían dulce y noble el vivir, poniendo en el comercio diario gracia y decoro. Rudas experiencias se delatan en la cortesía peculiar de los soldados. Aun los hombres de temple más firme se sienten empequeñecidos, humillados, por el trato de quienes difícilmente se contienen un instante en la áspera ocupación de mandar y castigar.

Los soldados rasos presentan a veces deplorable aspecto: los vestidos, viejos; crecidas las barbas; los zapatones cubiertos de polvo; y el mayor desaseo en las personas. Aunque sean breves instantes los que estáis ante ellos, no podéis sino sufrir atrozmente con su vista. Se explica que muchos reos sentenciados a la última pena soliciten que les venden los ojos.

Por otra parte, cuando se pide como postrera gracia un tabaco, lo suministrarán de pésima calidad piadosas damas que poseen un celo admirable y una ignorancia candorosa en materia de malos hábitos. Acontece otro tanto con el vasito de aguardiente, que previene el ceremonial. La palidez de muchos en el postrer trance no procede de otra cosa sino de la baja calidad del licor que les desgarra las entrañas.

El público a esta clase de diversiones es siempre numeroso; lo constituyen gente de humilde extracción, de tosca sensibilidad y de pésimo gusto en artes. Nada tan odioso como hallarse delante de tales mirones. En balde asumiréis una actitud sobria, un ademán noble y sin artificio. Nadie los estimará. Insensiblemente os veréis compelidos a las burdas frases de los embaucadores.

Y luego, la carencia de especialistas de fusilamientos en la prensa periódica. Quien escribe de teatros y deportes tratará acerca de fusilamientos e incendios. ¡Perniciosa confusión de conceptos! Un fusilamiento y un incendio no son ni un deporte ni un espectáculo teatral. De aquí proviene ese estilo ampuloso que aflige al connaisseur, esas expresiones de tan penosa lectura como “visiblemente conmovido”, “su rostro denotaba la contrición”, “el terrible castigo”, etcétera.

Si el Estado quiere evitar eficazmente las evasiones de los condenados a la última pena, que no redoble las guardias, ni eleve los muros de las prisiones. Que purifique solamente de pormenores enfadosos y de aparato ridículo un acto que a los ojos de algunos conserva todavía cierta importancia.

 

1915


La amada desconocida

 

 

 

Don Juan... por quien olvidan las cortesanas parisienses de moda sus ahorros en el Banco de Francia. Rey norteamericano de una industria como la del acero y el petróleo, la trata de blancas. En México galopa camino de la Sierra con una mujer desmayada entre los brazos. Es en España, su país natal, un señorito a quien castigará el cielo cualquier día por sus grandes infamias.

Duro vengador de hombres y símbolo de energía mediterránea, pasa ante los varones que le envidian y las hembras que por él se pierden, con la levedad de una figura de mito y la gracia de un mancebo pintado en ático vaso. (¡Oh Keats, las melodías no escuchadas son menos dulces que tu oda inmortal!)

Victorioso y risueño —diríase que bajaba del tálamo de una deidad— con ligero paso se dirige al cementerio. Viste de negro, y en una ciudad de deportistas y dandies pasaría inadvertido. Sus ojos grises —feroces para tantas heroínas llorosas— miran ahora distraídamente. Una sonrisa ilumina el rostro, como aquellas que fueron compradas con el dolor de toda una vida.

Mal sujeto a todas luces, sólo tolera los mejores momentos del trato femenino. Cínico, despoja al amor de su prestigio romántico. Con decisión y aplomo espera su condenación, porque los avisos del criado, a pesar de todo, procedían del cielo.

Taimadas garduñas e hijos de pega consumirán su hacienda y acibararán su solitaria vejez; pero nada le arredra, ni las llamas del infierno, ni siquiera las molestias de su celebridad equívoca.

Entre fotógrafos y reporteros, curiosos y badulaques de toda laya, cruza la puerta del camposanto, con una corona de flores al brazo. Conmovido, como se conmueven las gentes de buen tono; ágil, con mucho de felino en el paso y algo de hastío elegante en la figura; al modo de quien cumple uno de tantos deberes sociales, pura fórmula desprovista ya de contenido y significación, deposita con impertinente gracia una corona de siemprevivas en la tumba de la amada desconocida, la pobre muchacha sin nombre que no reclamó eternidad al caballero despiadado de los fugaces amores.

 

 


 

 

La gloriosa

 

 

 

Las cuestas y llanos se pueblan de los pobrecitos indios. Ya baja allá a lo lejos la imagen que traen en andas, con gran acompañamiento de gentes. Los cirios y candelas brillan amortiguadamente en la serena luz de la tarde. Este año ha sido de sequía. Las milpas están resecas y los gañanes tienen oprimido el corazón por falta de bienhechoras lluvias, de las aguas que reverdezcan los campos, que tornen su pureza al aire y la alegría al alma contristada del labriego.

Por encima de las cabezas descubiertas e hirsutas, de las luces que constelan de diamantes el pálido damasco del cielo sin nubes, y de las caras graves y hurañas de los fieles, se mantiene levemente sobre las andas, en su peana dorada. Es pequeñita; de rostro moreno, casi negro; su manto estofado desciende triangularmente, broslado de gemas, sobre una media luna.

Antaño un virrey se despojó de sus insignias para que ella las luciese. Y cuando el cólera grande despoblaba ciudades y villas, el Presidente de la República le dio ese collar de amatistas que centellea con tenues fulgores purpurinos. Entonces fue traída con gran pompa a la Catedral de México, cuyas suntuosas naves hospedaron algunos días —los más fieros de la peste— a la Noble Señora, que añoraba desde lo alto del coruscante altar su rústico santuario.

Bajo el cielo inclemente, por los requemados maizales, los cánticos se elevan quejumbrosos. El dolor de las gentes sencillas y pobres, la fe obstinada y potente, el espíritu de esta raza milenaria animan las letanías, entonadas en falsete. Parpadean los velones. El polvo, esfumino de lejanías, hace menos violenta la cresta de la Sierra. Las voces imploran desafinadas y tercas:

 

 

¿Oh Madre, tierna, bendita,
Ayuda a nuestra Nación,
Pues mucho lo necesita!

 

 

 


 

 

La humildad premiada

 

 

 

En una Universidad poco renombrada había un profesor pequeño de cuerpo, rubicundo, tartamudo, que como carecía por completo de ideas propias era muy estimado en sociedad y tenía ante sí brillante porvenir en la crítica literaria.

Lo que leía en los libros lo ofrecía trasnochado a sus discípulos la mañana siguiente. Tan inaudita facultad de repetir con exactitud constituía la desesperación de los más consumados constructores de máquinas parlantes.

Y así transcurrieron largos años hasta que un día, en fuerza de repetir ideas ajenas, nuestro profesor tuvo una propia, una pequeña idea propia luciente y bella como un pececito rojo tras el irisado cristal de una pecera.

 

 


 

 

El descubridor

 

 

 

A semejanza del minero es el escritor: explota cada intuición como una cantera. A menudo dejará la dura faena pronto, pues la veta no es profunda. Otras veces dará con rico yacimiento del mejor metal, del oro más esmerado. ¡Qué penoso espectáculo cuando seguimos ocupándonos en un manto que acabó ha mucho! En cambio, ¡qué fuerza la del pensador que no llega ávidamente hasta colegir la última conclusión posible de su verdad, esterilizándola; sino que se complace en mostrarnos que es ante todo un descubridor de filones y no mísero barretero al servicio de codiciosos accionistas!

 

 

El héroe

 

 

 

Todo se adultera hoy. A mí me ha tocado personificar un heroísmo falso. Maté al pobre dragón de modo alevoso que no debe ni recordarse. El inofensivo monstruo vivía pacíficamente y no hizo mal a nadie. Hasta pagaba sus contribuciones, y llegó en inocente simplicidad a depositar su voto en las ánforas, durante las últimas elecciones generales. Me vio llegar como a un huésped, y cuando hacía ademán de recibirme y brindarme hospedaje, le hendí la cabeza de un tajo. Horrorizado por mi villanía hui de los fotógrafos que pretendían retratarme con los despojos del pobre bicho, y con el malhadado alfanje desenvainado y sangriento. Otro se aprovechó de mi fea hazaña e intentó obtener la mano de la princesa. Por desdicha mis abogados lo impidieron y aun obligaron al impostor a pagar las costas del juicio. No hubo más remedio que apechugar con la hija del rey, y tomar parte en ceremonias que asquearían aun a Mr. Cecil B. de Mille.

La princesa no es la joven adorable que estáis desde hace varios años acostumbrados a ver por las tarjetas postales. Se trata de una venerable matrona que, como tantas mujeres que han prolongado su doncellez, se ha chupado interiormente. (Perdonadme lo bajo de la expresión.) Resulta su compañía tan enfadosa que a su lado se explica uno los horrores de todas las revoluciones. Sus aficiones son groseras: nada la complace más que exhibirse en público conmigo, haciendo gala de un amor conyugal que felizmente no existe. Tiene alma vulgar de actriz de cine. Siempre está en escena, y aun lo que dice dormida va destinado a la galería. Sus actitudes favoritas, la de infanta demócrata, de esposa sacrificada, de mujer superior que tolera menesteres humildes. A su lado siento náuseas incontenibles.

En los momentos de mayor intimidad mi egregia compañera inventa frases altisonantes que me colman de infortunio: “la sangre del dragón nos une”; “tu heroicidad me ha hecho tuya para siempre”; o bien “la lengua del dragón fue el ábrete sésamo”; etcétera.

Y luego las conmemoraciones, los discursos, la retórica huera... toda la triste máquina de la gloria. ¡Qué asco de mí mismo por haber comprado con una villanía bienestar y honores! ¡Cuánto envidio la sepultura olvidada de los héroes sin nombre!

 

 

 

Mujeres

 

 

 

Siempre me descubro reverente al paso de las mujeres elefantas, maternales, castísimas, perfectas.

Sé del sortilegio de las mujeres reptiles —los labios fríos, los ojos zarcos— que nos miran sin curiosidad ni comprensión desde otra especie zoológica.

Convulso, no recuerdo si de espanto o atracción, he conocido un raro ejemplar de mujeres tarántulas. Por misteriosa adivinación de su verdadera naturaleza vestía siempre de terciopelo negro. Tenía las pestañas largas y pesadas, y sus ojillos de bestezuela cándida me miraban con simpatía casi humana.

Las mujeres asnas son la perdición de los hombres superiores. Y los cenobitas secretamente piden que el diablo no revista tan terrible apariencia en la hora mortecina de las tentaciones.

Y tú, a quien las acompasadas dichas del matrimonio han metamorfoseado en lucia vaca que rumia deberes y faenas, y que miras con tus grandes ojos el amanerado paisaje donde paces, cesa de mugir amenazadora al incauto que se acerca a tu vida, no como el tábano de la fábula antigua, sino llevado por veleidades de naturalista curioso.

 

 


La feria

 

 

 
                    Y estando a —                      
                    Y estando amarrando un gallo
                    Se me re —                          
                    Se me reventó el cordón.       
                    Yo no sé                               
                    Si será mi muerte un rayo...
  

 

 
 

Los mecheros iluminan con su luz roja y vacilante rimeros de frutas, y a contraluz proyectan negras las siluetas de los vendedores y transeúntes.

—¡Pasen al ruido de uñas, son centavos de cacahuates!

—¡El setenta y siete, los dos jorobados!

—¡Las naranjas de Jacona, linda, son medios!

Periquillo y Januario están en un círculo de mirones, en el cuartel se despluma a un incauto.

 
—¡Don Ferruco en la Alameda!

—¡Niña, guayabate legítimo de Morelia!

—¡Por cinco centavos entren a ver a la mujer que se volvió sirena por no guardar el Viernes Santo!

Dos criadas conversan:

—En México no saben hacer prucesiones. Me voy pues a pasar la Semana Santa a Huehuetoca...
Una muchacha a un lépero que la pellizca:

—¡No soy diversión de nadie, roto tal!

—¡El que le cantó a San Pedro!

—¡El sabroso de las bodas!

—¡El coco de las mujeres!

—¡Pasen al panorama, señoritas, a conocer la gran ciudad del Cairo!

Una india a otra con quien pasea:

—Yo sabía leer, pero con la Revolución se me ha olvidado.

En la plaza de gallos les humedecen la garganta a las cantadoras; y los de Guanaceví se aprestan a jugar contra San Juan de los Lagos.

En mitad del bullicio —¡oh tibia noche mexicana en azul profundo de esmalte!—, acompañado de tosco guitarrón, sigue cantando el ciego, con su voz aguda y lastimera:

                              O me ma —
                              O me matará un cabrón
                              Desos que an —
                              Desos que andan a caballo
                              Validós
                              Validos de la ocasión.
                              Y ha de ser pos cuándo no.

 

 


 

Los unicornios

 

 

 

Creer que todas las especies animales sobrevivieron al diluvio es una tesis que ningún naturalista serio sostiene ya. Muchas perecieron; la de los unicornios entre otras. Poseían un hermoso cuerno de marfil en la frente y se humillaban ante las doncellas.

Ahora bien, en el arca, triste es decirlo, no había una sola doncella. Las mujeres de Noé y de sus tres hijos estaban lejos de serlo. Así que el arca no debió de seducir grandemente al unicornio.

Además Noé era un genio, y como tal, limitado y lleno de prejuicios. En lo mínimo se desveló por hacer llevadera la estancia de una especie elegante. Hay que imaginárnoslo como fue realmente: como un hombre de negocios de nuestros días: enérgico, grosero, con excelentes cualidades de carácter en detrimento de la sensibilidad y la inteligencia. ¿Qué significaban para él los unicornios?, ¿qué valen a los ojos del gerente de una factoría yanqui los amores de un poeta vagabundo? No poseía siquiera el patriarca esa curiosidad científica pura que sustituye a veces al sentido de la belleza.

Y el arca era bastante pequeña y encerraba un número crecidísimo de animales limpios e inmundos. El mal olor fue intolerable. Con su silencio a este respecto el Génesis revela una delicadeza que no se prodiga por cierto en otros pasajes del Pentateuco.

Los unicornios, antes que consentir en una turbia promiscuidad indispensable a la perpetuación de su especie, optaron por morir. Al igual que las sirenas, los grifos, y una variedad de dragones de cuya existencia nos conserva irrecusable testimonio la cerámica china, se negaron a entrar en el arca. Con gallardía prefirieron extinguirse. Sin aspavientos perecieron noblemente. Consagrémosles un minuto de silencio, ya que los modernos de nada respetable disponemos fuera de nuestro silencio.

 

 

 

 

 

 


Estampa

 

 

 

El día fue caluroso. Se comienza a llenar de opalina sombra la hondonada, por cuyo fondo discurren ondas brillantes y tersas. Los árboles extienden espesas copas sobre la grama. En rústicos bancos están repartidas algunas parejas, las cabezas inclinadas, las caras graves y felices, perdidas las miradas en el tramonto. No se escuchan las palabras que murmuran los labios, pero se adivinan apasionadas y dulces, de las que levantan hondas resonancias en el espíritu. Ponen las girándulas su amarilla nota en el cielo verdemar, color de alma de Novalis. Los astros arden entre el follaje. Un niño juega con su perro. De las aguas asciende frescor perfumado que orea las frentes y extasía nuestros sentidos, penetrándolos con su caricia clara. Lucen al escondite las luciérnagas.

Fuera del cuadro un melancólico, la cara negra de sombra bajo el puntiagudo sombrerillo, herido de amorosas penas tasca desdenes y medita en insolubles enigmas. La tarde divina armoniza sus querellosas preocupaciones.

 

 


La cocinera

 

 

... más vale que vayan los fieles a perder su
tiempo en la maroma, que su dinero en el
juego, o su pellejo en los fandangos.
General Riva Palacio, Calvario y Tabor
 


Por inaudito que parezca hubo cierta vez una cocinera excelente. La familia a quien servía se transportaba, a la hora de comer, a una región superior de bienaventuranza. El señor manducaba sin medida, olvidado de su vieja dispepsia, a la que aun osó desconocer públicamente. La señora no soportaba tampoco que se le recordara su antiguo régimen para enflaquecer, que ahora descuidaba del todo. Y como los comensales eran cada vez más numerosos renacía en la parentela la esperanza de casar a una tía abuela, esperanza perdida hacía ya mucho.

Cierta noche, en esta mesa dichosa, comíamos unos tamales, que nadie los engulló mejores.

Mi vecino de la derecha, profesor de Economía Política, disertaba con erudición amena acerca de si el enfriamiento progresivo del planeta influye en el abaratamiento de los caloríferos eléctricos y en el consumo mundial de la carne de oso blanco.

—Su conversación, profesor, es muy instructiva. Y los textos que usted aduce vienen muy a pelo.

—Debe citarse, a mi parecer —dijo una señora—, cuando se empieza a olvidar lo que se cita.

—O más bien cuando se ha olvidado del todo, señora. Las citas sólo valen por su inexactitud.

Un personaje allí presente afirmó que nunca traía a cuento citas de libros, porque su esposa le demostraba después que no hacían al caso.

—Señores —dijo alguien al llenar su plato por sexta vez—, como he sido hasta hoy el más recalcitrante sostenedor del vegetarianismo entre nosotros, mañana, por estos tamales de carne, me aguardan la deshonra y el escándalo.

—Por sólo uno de ellos —dijo un sujeto grave a mi izquierda— perdería gustoso mi embajada en Mozambique.

Entonces una niña...

(¿Habéis notado la educación lamentable de los niños de hoy? Interrumpen con desatinos e impertinencias las ocupaciones más serias de las personas mayores.)

...Una niña hizo cesar la música de dentelladas y de gemidos que proferíamos los que no podíamos ya comer más, y dijo:

—Mirad lo que hallé en mi tamal.

Y la atolondrada, la aguafiestas, señalaba entre la tierna y leve masa un precioso dedo meñique de niño.

Se produjo gran alboroto. Intervino la justicia. Se hicieron indagaciones. Quedó explicada la frecuente desaparición de criaturas en el lugar. Y sin consideración para su arte peregrina, pocos días después moría en la horca la milagrosa cocinera, con gran sentimiento de algunos gastrónomos y otras gentes de bien que cubrimos piadosamente de flores su tumba.

 

 


 

Le poète maudit

 

 

 

Muy poco grata era su compañía y evitada hábilmente por todos. Había perpetrado un latrocinio hacía mucho, y lo que es peor no conservaba nada del mal habido dinero. De las dos razas humanas, pertenecía a la que pide prestado. Era un fatuo sin igual que no hallaba en Darío sino un admirable virtuoso de las palabras, y en Lugones un imitador genial sin originalidad verdadera. Su vida era completamente irregular. Notoria su mala educación; y nadie extrañará que deliberadamente le hayamos olvidado cuando redactamos la lista de socios de la Agrupación Ariel. Su ilustración era muy desigual, y desde luego nada académica. De latín no sabía ni los rudimentos, ni leía a los humoristas ingleses del tiempo de la reina Ana, ni poseía la principesca edición de los cuentos de Lafontaine, que engalanaron Eisen y Chauffard, ni había oído hablar del Pseudo Calístenes, del Pseudo Turpino, ni del Pseudo Pamphilus.

Pero a pesar de todo, y por raro capricho de la Fortuna... hacía mejores versos que nosotros. No cabe duda que los dones poéticos se reparten de modo arbitrario y a veces tocan en suerte a los peores sujetos (de que se pueden aducir tantos ejemplos ilustres).

—Se suele admirar hasta la idolatría a un poeta— nos decíamos en nuestras amables cenas de la Agrupación Ariel—, y no apetecerlo para compañero en el paraíso.

Tras propinarnos intolerables acertijos rimados nos consolábamos considerando que si la poesía tiene curiosas virtudes como la de mover los árboles y detener la corriente de los ríos, no dignifica por sí sola a los que la cultivan ni los dota de autoridad en letras.