Material de Lectura

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Selección
y nota
de Noé Jitrik



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Nota introductoria

 



Para tratar de definir la sorpresa, el encanto, la perplejidad que suscitan los textos de Augusto Monterroso, se han empleado palabras tales como humor, ingenio, sátira, ironía, fábula, parodia y muchas más. No diré que no son palabras respetables ni que no expliquen nada acerca de una escritura de apariencia sencilla pero en la que se adivina de inmediato una extrema y rigurosa complejidad; son palabras respetables e introducen realmente a explicaciones que, a su vez, facilitan la percepción de una atmósfera textual pero, al mismo tiempo, si permanecemos en ellas, podemos quedarnos para siempre en el borde, sin entrar en una de las experiencias más inquietantes de la literatura contemporánea: como quien se asoma y, satisfecho con haber ordenado un poco la sorpresa, se retira tranquilo sin saber que se retira frustrado.

¿Por qué inquietante? Tampoco es fácil decirlo: acaso porque sin aparentemente buscarlo ni ostentarlo como propósito, sus textos atentan contra convicciones, destruyen en silencio, pausada y serenamente el convencionalismo o la tontería en las que vivimos con comodidad, reivindican con una firmeza excepcional lo que significa —pasamos rechazando— la palabra, la construcción verbal, la frase en nuestras vidas. Percibir eso crea, desde luego, un desasosiego: procuramos calmarlo hablando de humor, de chiste, de sarcasmo, de ingenio, de ironía. Deberíamos también hablar de “verdad” pero renunciando a todo vanidoso intento por saber en qué consiste la verdad, como si la verdad que recorre, articula y proyecta esos textos consistiera tan sólo en —y ya es bastante— obligarnos a mirar nuestra efigie en el espejo para provocarnos una conmoción metafísica, una vacilación en el ser.

Desde luego, críticos y periodistas hablaron de “verdad” aunque vinculándola a un término que Monterroso rechaza, el “moralismo” concepto fácil de atribuir pues viene junto con el de fábula que arrastra a su vez, como todo el mundo lo sabe, el de moraleja: el fabulista sería moralista porque intenta mostrar la falsedad de los comportamientos humanos y, didácticamente, quiere corregirlos. Se me ocurre, por el contrario, que nociones tales como falsedad, convencionalismo, lugares comunes, sensatez, son otras tantas formas de la “verdad” que le importa a Monterroso, en el sentido de que integran el paradigma de lo real y lo posible y, en esa medida, excitan e incitan a escribir; “su” escritura de tal verdad compuesta y en marcha, como una máquina, le permite construir una zona diferente, más alta, en la que los meros valores triviales desaparecen y, en cambio, aparece la sorpresa, el encanto, lo inesperado, la inquietud. Esto quiere decir que no intentaría, como me parece, rectificar el mundo a través de una ingenua confianza en el poder de la literatura o de su “mensaje”, ni dar indicaciones para ordenar su evidente desorden, sino que, admitiendo ese desorden y todo lo que contiene, se propondría instaurar una zona de luz, una forma superior de saber, desencantado y esperanzado al mismo tiempo, atravesado por las revelaciones que sólo la poesía en la palabra puede traer.

Se ha dicho —él mismo lo ha dicho— que su trabajo de escritor consiste fundamentalmente en suprimir, en eliminar, en apretar, en condensar, yo llamaría a todo eso “iluminar”, superficialmente, significa quitar lo parasitario, lo ornamental, la metáfora inútil, el enrolamiento, ese adjetivo que, como lo señalaba Huidobro, “si no da vida mata”, en fin todo lo que Monterroso denomina impiadosamente “basura”; todas esas operaciones aparecen —o son presentadas así— como propias de un trabajo de y en el “estilo”. Yo creo que esta idea es pobre y que su “iluminismo” o su “iluminización” va más allá: implica atravesar la materia verbal haciendo penetrar en ella una luz de modo tal que, además de ayudar a que la mirada exterior perciba y capte textos de los más nítidos que hay en la lengua española, se puede alcanzar zonas, regiones y lugares en sí mismo complejas y oscuras, transformando esa mirada en penetrante y el texto en transparente pero haciendo, mágicamente, que esa complejidad —ya sea en forma de sabiduría literaria, riqueza conceptual, sobrecarga imaginativa— no desaparezca sino que se integre al texto, jugando con la claridad, interactuando con ella.

De ese movimiento brota un efecto de lectura insólito: nos iluminamos, lectores torpes que chapoteamos en el conformismo, con esa claridad o, dicho de otro modo, comprendemos o, más aún, empezamos a sentir la posibilidad de ser inteligentes a la manera en que estos textos lo son. En otras palabras, estos textos de Monterroso postulan que la lectura es posible y que sólo mediante sus operaciones podremos encauzar la primera inquietud, ese sentimiento de desajuste o de ridículo que fatalmente nos invade cuando algo o alguien nos obliga a mirarnos en el espejo de nuestros lugares comunes intelectuales, sentimentales, políticos, vitales.

A la manera de los clásicos, o sea a la manera de siempre, Monterroso es un filósofo de la naturaleza humana: los núcleos sobre los que escribe incesantemente se manifiestan como coagulados verbales y para desmontarlos produce cuentos, ensayos, fábulas, parodias, notas, reflexiones, catálogos; en cualquier caso, sigue la misma dirección: disipar el humo ideológico que los rodea como núcleos de la humana naturaleza. Sólo el filósofo puede hacerlo y poner las cosas en su sitio. Como además lo hace con una gracia infinita y con una bondad sin límites, Monterroso aparece en una situación literaria única, pariente quizás de Borges, en cierto sentido de Kafka, habiendo obtenido, aparentemente sin esfuerzo, ese codiciado don de la singularidad que, ligada a una seriedad profunda y a un respeto muy grande por el oficio literario, nos indica, una vez más, como Borges, como Kafka, que escribir es posible, en general y en nuestros países, que tiene sentido hacerlo en medio de tantos actos y gestos sin sentido que configuran eso que, penosamente, se llama la vida social.

El único criterio que he seguido para confeccionar esta antología ha sido tratar de excluir los textos incluidos en las otras dos existentes (Antología personal, México, fce, Col. Archivo del Fondo núm. 43, 1975 y Las ilusiones perdidas —Antología personal—, México, FCE y CREA, Biblioteca Joven, 1985) salvo en dos o tres casos. Las razones para ello residen en que la obra de Monterroso posee una regularidad ejemplar de modo tal que me sería difícil no sólo decir que un texto vale más que otro sino también por qué excluiría tal y no tal otro. En vista de ello, mi opción consistió en ampliar simplemente el radio de acción de las Antologías.

Los textos han sido extraídos de cinco de sus seis libros publicados: Obras completas y otros cuentos, 1959; La oveja negra y demás fábulas, 1969; Movimiento perpetuo, 1972; Lo demás es silencio. La vida y la obra de Eduardo Torres, 1978; La palabra mágica, 1984. También he dejado de lado Viaje al centro de la fábula, 1982, porque el carácter textual de las entrevistas que lo componen está algo atenuado debido a su origen, es decir porque el disparador son preguntas.

 

 

 

Noé Jitrik


Obras completas (y otros cuentos)

 
El concierto

 


Dentro de escasos minutos ocupará con elegancia su lugar ante el piano. Va a recibir con una inclinación casi imperceptible el ruidoso homenaje del público. Su vestido, cubierto de lentejuelas, brillará como si la luz reflejara sobre él el acelerado aplauso de las ciento diecisiete personas que llenan esta pequeña y exclusiva sala, en la que mis amigos aprobarán o rechazarán —no lo sabré nunca— sus intentos de reproducir la más bella música, según creo, del mundo.

Lo creo, no lo sé. Bach, Mozart, Beethoven. Estoy acostumbrado a oír que son insuperables y yo mismo he llegado a imaginarlo. Y a decir que lo son. Particularmente preferiría no encontrarme en tal caso. En lo íntimo estoy seguro de que no me agradan y sospecho que todos adivinan mi entusiasmo mentiroso.

Nunca he sido un amante del arte. Si a mi hija no se le hubiera ocurrido ser pianista yo no tendría ahora este problema. Pero soy su padre y sé mi deber, tengo que oírla y apoyarla. Soy un hombre de negocios y sólo me siento feliz cuando manejo las finanzas. Lo repito, no soy artista. Si hay un arte en acumular una fortuna y en ejercer el dominio del mercado mundial y en aplastar a los competidores, reclamo el primer lugar en ese arte.

La música es bella, cierto. Pero ignoro si mi hija es capaz de recrear esa belleza. Ella misma lo duda. Con frecuencia, después de las audiciones, la he visto llorar, a pesar de los aplausos. Por otra parte, si alguno aplaude sin fervor, mi hija tiene la facultad de descubrirlo entre la concurrencia, y esto basta para que sufra y lo odie con ferocidad de ahí en adelante. Pero es raro que alguien apruebe fríamente. Mis amigos más cercanos han aprendido en carne propia que la frialdad en el aplauso es peligrosa y puede arruinarlos. Si ella no hiciera una señal de que considera suficiente la ovación, seguirían aplaudiendo toda la noche por el temor que siente cada uno de ser el primero en dejar de hacerlo. A veces esperan mi cansancio para cesar de aplaudir y entonces los veo cómo vigilan mis manos, temerosos de adelantárseme en iniciar el silencio. Al principio me engañaron y los creí sinceramente emocionados: el tiempo no ha pasado en balde y he terminado por conocerlos. Un odio continuo y creciente se ha apoderado de mí. Pero yo mismo soy falso y engañoso. Aplaudo sin convicción. Yo no soy un artista. La música es bella, pero en el fondo no me importa que lo sea y me aburre. Mis amigos tampoco son artistas. Me gusta mortificarlos, pero no me preocupan.

Son otros los que me irritan. Se sientan siempre en las primeras filas y a cada instante anotan algo en sus libretas. Reciben pases gratis que mi hija escribe con cuidado y les envía personalmente. También los aborrezco. Son los periodistas. Claro que me temen y con frecuencia puedo comprarlos. Sin embargo, la insolencia de dos o tres no tiene límites y en ocasiones se han atrevido a decir que mi hija es una pésima ejecutante. Mi hija no es una mala pianista. Me lo afirman sus propios maestros. Ha estudiado desde la infancia y mueve los dedos con más soltura y agilidad que cualquiera de mis secretarias. Es verdad que raramente comprendo sus ejecuciones, pero es que yo no soy un artista y ella lo sabe bien.

La envidia es un pecado detestable. Este vicio de mis enemigos puede ser el escondido factor de las escasas críticas negativas. No sería extraño que alguno de los que en este momento sonríen, y que dentro de unos instantes aplaudirán, propicie esos juicios adversos. Tener un padre poderoso ha sido favorable y aciago al mismo tiempo para ella. Me pregunto cuál sería la opinión de la prensa si ella no fuera mi hija. Pienso con persistencia que nunca debió tener pretensiones artísticas. Esto no nos ha traído sino incertidumbre e insomnio. Pero nadie iba ni siquiera a soñar, hace veinte años, que yo llegaría adonde he llegado. Jamás podemos saber con certeza, ni ella ni yo, lo que en realidad es, lo que efectivamente vale. Es ridícula, en un hombre como yo, esa preocupación.

Si no fuera porque es mi hija confesaría que la odio. Que cuando la veo aparecer en el escenario un persistente rencor me hierve en el pecho, contra ella y contra mí mismo, por haberle permitido seguir un camino tan equivocado. Es mi hija, claro, pero por lo mismo no tenía derecho a hacerme eso.

Mañana aparecerá su nombre en los periódicos y los aplausos se multiplicarán en letras de molde. Ella se llenará de orgullo y me leerá en voz alta la opinión laudatoria de los críticos. No obstante, a medida que vaya llegando a los últimos, tal vez a aquéllos en que el elogio es más admirativo y exaltado, podré observar cómo sus ojos irán humedeciéndose, y cómo su voz se apagará hasta convertirse en un débil rumor, y cómo, finalmente, terminará llorando con un llanto desconsolado e infinito. Y yo me sentiré, como todo mi poder, incapaz de hacerla pensar que verdaderamente es una buena pianista y que Bach y Mozart y Beethoven estarían complacidos de la habilidad con que mantiene vivo su mensaje.

Ya se ha hecho ese repentino silencio que presagia su salida. Pronto sus dedos largos y armoniosos se deslizarán sobre el teclado, la sala se llenará de música, y yo estaré sufriendo una vez más.

 


La Oveja negra y demás fábulas

 

El Conejo y el León

La tela de Penélope, o quién engaña a quién

La Oveja negra 

El rayo que cayó dos veces en el mismo sitio

Los otros seis

Monólogo del Mal

La Cucaracha soñadora

La Rana que quería ser una rana auténtica

Caballo imaginando a Dios

Los Cuervos bien criados

El Fabulista y sus críticos

 

 



El Conejo y el León

 

Un célebre Psicoanalista se encontró cierto día en medio de la Selva, semiperdido.

Con la fuerza que dan el instinto y el afán de investigación logró fácilmente subirse a un altísimo árbol, desde el cual pudo observar a su antojo no sólo la lenta puesta del sol sino además la vida y costumbres de algunos animales, que comparó una y otra vez con las de los humanos.

Al caer la tarde vio aparecer, por un lado, al Conejo; por otro, al León.

En un principio no sucedió nada digno de mencionarse, pero poco después ambos animales sintieron sus respectivas presencias y, cuando toparon el uno con el otro, cada cual reaccionó como lo había venido haciendo desde que el hombre era hombre.

El Léon estremeció la Selva con sus rugidos, sacudió la melena majestuosamente como era su costumbre y hendió el aire con sus garras enormes; por su parte, el Conejo respiró con mayor celeridad, vio un instante a los ojos del León, dio media vuelta y se alejó corriendo.

De regreso a la ciudad el célebre Psicoanalista publicó cum laude su famoso tratado en que demuestra que el León es el animal más infantil y cobarde de la Selva, y el Conejo el más valiente y maduro: el León ruge y hace gestos y amenaza al universo movido por el miedo; el Conejo advierte esto, conoce su propia fuerza, y se retira antes de perder la paciencia y acabar con aquel ser extravagante y fuera de sí, al que comprende y que después de todo no le ha hecho nada.

 

 

 

 



La tela de Penélope, o quién engaña a quién

 
 


Hace muchos años vivía en Grecia un hombre llamado Ulises (quien a pesar de ser bastante sabio era muy astuto), casado con Penélope, mujer bella y singularmente dotada cuyo único defecto era su desmedida afición a tejer, costumbre gracias a la cual pudo pasar sola largas temporadas.

Dice la leyenda que en cada ocasión en que Ulises con su astucia observaba que a pesar de sus prohibiciones ella se disponía una vez más a iniciar uno de sus interminables tejidos, se le podía ver por las noches preparando a hurtadillas sus botas y una buena barca, hasta que sin decirle nada se iba a recorrer el mundo y a buscarse a sí mismo.

De esta manera ella conseguía mantenerlo alejado mientras coqueteaba con sus pretendientes, haciéndoles creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises viajaba mientras ella tejía, como pudo haber imaginado Homero, que, como se sabe, a veces dormía y no se daba cuenta de nada.

 

 

 

 



La Oveja negra

 
 


En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra.

Fue fusilada.

Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.

Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.

 

 

 

 



El Rayo que cayó dos veces en el mismo sitio

 
 


Hubo una vez un Rayo que cayó dos veces en el mismo sitio; pero encontró que ya la primera había hecho suficiente daño, que ya no era necesario, y se deprimió mucho.

 

 

 

 



Los otros seis

 

 

 

Dice la tradición que en un lejano país existió hace algunos años un Búho que a fuerza de meditar y quemarse las pestañas estudiando, pensando, traduciendo, dando conferencias, escribiendo poemas, cuentos, biografías, crónicas de cine, discursos, ensayos literarios y algunas cosas más, llegó a saberlo y a tratarlo prácticamente todo en cualquier género de los conocimientos humanos, en forma tan notoria que sus entusiastas contemporáneos pronto lo declararon uno de los Siete Sabios del País, sin que hasta la fecha se haya podido averiguar quiénes eran los otros seis.

 

 

 

 



Monólogo del Mal

 

 

 

Un día el Mal se encontró frente a frente con el Bien y estuvo a punto de tragárselo para acabar de una buena vez con aquella disputa ridícula; pero al verlo tan chico el Mal pensó:

“Esto no puede ser más que una emboscada; pues si yo ahora me trago al Bien, que se ve tan débil, la gente va a pensar que hice mal, y yo me encogeré tanto de vergüenza que el Bien no desperdiciará la oportunidad y me tragará a mí, con la diferencia de que entonces la gente pensará que él sí hizo bien, pues es difícil sacarla de sus moldes mentales consistentes en que lo que hace el Mal está mal y lo que hace el Bien está bien.

Y así el Bien se salvó una vez más.

 

 

 

 

 


La Cucaracha soñadora

 

 

 

Era una vez una Cucaracha llamada Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha llamada Franz Kafka que soñaba que era un escritor que escribía acerca de un empleado llamado Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha.

 


 

 


La Rana que quería ser una rana auténtica

 
 


Había una vez una Rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello.

Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad.

Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.

Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica.

Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.

Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena Rana, que parecía Pollo.

 

 

 

 



Caballo imaginando a Dios

 
 


A pesar de lo que digan, la idea de un cielo habitado por Caballos y presidido por un Dios con figura equina repugna al buen gusto y a la lógica más elemental, razonaba los otros días el Caballo.

Todo el mundo sabe —continuaba en su razonamiento— que si los Caballos fuéramos capaces de imaginar a Dios lo imaginaríamos en forma de Jinete.

 

 

 

 



Los Cuervos bien criados

 
 


Cerca del Bosque de Chapultepec vivió hace tiempo un hombre que se enriqueció y se hizo famoso criando Cuervos para los mejores parques zoológicos del país y del mundo y los cuales resultaron tan excelentes que a la vuelta de algunas generaciones y a fuerza de buena voluntad y perseverancia ya no intentaban sacar los ojos a su criador sino que por lo contrario se especializaron en sacárselos a los mirones que sin falta y dando muestras del peor gusto repetían delante de ellos la vulgaridad de que no había que criar Cuervos porque le sacaban a uno los ojos.

 

 

 

 



El Fabulista y sus críticos

 

 

 

En la Selva vivía hace mucho tiempo un Fabulista cuyos criticados se reunieron un día y lo visitaron para quejarse de él (fingiendo alegremente que no hablaban por ellos sino por otros), sobre la base de que sus críticas no nacían de la buena intención sino del odio.

Como él estuvo de acuerdo, ellos se retiraron corridos, como la vez que la Cigarra se decidió y dijo a la Hormiga todo lo que tenía que decirle.

 


 

Movimiento perpetuo

 

 

 

Beneficios y maleficios de Jorge Luis Borges 

Tú dile a Sarabia que digo yo que la nombre
y que la comisione aquí o en donde quiera,
que después le explico

Onís es asesino

Estatura y poesía

La brevedad

 


 

 


Beneficios y maleficios de Jorge Luis Borges

 
 
 


Cuando descubrí a Borges, en 1945, no lo entendía y más bien me chocó. Buscando a Kafka, encontré su prólogo a La metamorfosis y por primera vez me enfrenté a su mundo de laberintos metafísicos, de infinitos, de eternidades, de trivialidades trágicas, de relaciones domésticas equiparables al mejor imaginado infierno. Un nuevo universo, deslumbrante y ferozmente atractivo. Pasar de aquel prólogo a todo lo que viniera de Borges ha constituido para mí (y para tantos otros) algo tan necesario como respirar, al mismo tiempo que tan peligroso como acercarse más de lo prudente a un abismo. Seguirlo fue descubrir y descender a nuevos círculos: Chesterton, Melville, Bloy, Swedenborg, Joyce, Faulkner, Woolf; reanudar viejas relaciones: Cervantes, Quevedo, Hernández; y finalmente volver a ese ilusorio Paraíso de lo cotidiano: el barrio, el cine, la novela policial.

Por otra parte, el lenguaje. Hoy lo recibimos con cierta naturalidad, pero entonces aquel español tan ceñido, tan conciso, tan elocuente, me produjo la misma impresión que experimentaría el que, acostumbrado a pensar que alguien está muerto y enterrado, lo ve de pronto en la calle, más vivo que nunca. Por algún arte misterioso, este idioma nuestro, tan muerto y enterrado para mi generación, adquiría de súbito una fuerza y una capacidad para las cuales lo considerábamos ya del todo negado. Ahora resultaba que era otra vez capaz de expresar cualquier cosa con claridad y precisión y belleza; que alguien nuestro podía contar nuevamente e interesarnos nuevamente en una aporía de Zenón, y que también alguien nuestro podía elevar (no sé si también nuevamente) un relato policial a categoría artística. Súbditos de resignadas colonias, escépticos ante la utilidad de nuestra exprimida lengua, debemos a Borges el habernos devuelto, a través de sus viajes por el inglés y el alemán, la fe en las posibilidades del ineludible español.

Acostumbrados como estamos a cierto tipo de literatura, a determinadas maneras de conducir un relato, de resolver un poema, no es extraño que los modos de Borges nos sorprendan y que desde el primer momento lo aceptemos o no. Su principal recurso literario es precisamente eso: la sorpresa. A partir de la primera palabra de cualquiera de sus cuentos, todo puede suceder. Sin embargo, la lectura de conjunto nos demuestra que lo único que podía suceder era lo que Borges, dueño de un rigor lógico implacable, se propuso desde el principio. Así en el relato policial en que el detective es atrapado sin piedad (víctima de su propia inteligencia, de su propia trama sutil), y muerto, por el desdeñoso criminal; así en la melancólica revisión de la supuesta obra del gnóstico Nils Runeberg, en la que se concluye, con tranquila certidumbre, que Dios, para ser verdaderamente hombre, no encarnó en un ser superior entre los hombres, como Cristo, o como Alejandro o Pitágoras, sino en la más abyecta y por lo tanto más humana envoltura de Judas.

Cuando un libro se inicia como La metamorfosis de Kafka, proponiendo: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto”, al lector, a cualquier lector, no le queda otro remedio que decidirse, lo más rápidamente posible, por una de estas dos inteligentes actitudes: tirar el libro, o leerlo hasta el fin sin detenerse. Conocedor de que son innumerables los aburridos lectores que se deciden por la confortable primera solución, Borges no nos aturde adelantándonos el primer golpe. Es más elegante o más cauto. Como Swift en los Viajes de Gulliver principia contándonos con inocencia que éste es apenas tercer hijo de un inofensivo pequeño hacendado, para introducirnos a las maravillas de Tlön Borges prefiere instalarse en una quinta de Ramos Mejía, acompañado dé un amigo, tan real, que ante la vista de un inquietante espejo se le ocurre “recordar” algo como esto: “Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”. Sabemos que este amigo, Adolfo Bioy Casares, existe; que es un ser de carne y hueso, que escribe asimismo fantasías; pero si así no fuera la sola atribución de esta frase justificaría su existencia. En las horrorosas alegorías realistas de Kafka se parte de un hecho absurdo o imposible para relatar en seguida todos los efectos y consecuencias de este hecho con lógica sosegada, con un realismo difícil de aceptar sin la buena fe o sin la credulidad previa del lector; pero siempre tiene uno la convicción de que se trata de un puro símbolo, de algo necesariamente imaginado. Cuando se lee, en cambio, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, de Borges, lo más natural es pensar que se está ante un simple y hasta fatigoso ensayo científico tendiente a demostrar, sin mayor énfasis, la existencia de un planeta desconocido. Muchos lo seguirán creyendo durante toda su vida. Algunos tendrán sus sospechas y repetirán con ingenuidad lo que aquel obispo de que nos habla Rex Warner, el cual, refiriéndose a los hechos que se relatan en los Viajes de Gulliver, declaró valerosamente que por su parte estaba convencido de que todo aquello no era más que una sarta de mentiras. Un amigo mío llegó a desorientarse en tal forma con El jardín de los senderos que se bifurcan, que me confesó que lo que más lo seducía de “La biblioteca de Babel”, incluido allí, era el rasgo de ingenio que significaba el epígrafe, tomado de la Anatomía de la melancolía, libro según él a todas luces apócrifo. Cuando le mostré el volumen de Burton y creí probarle que lo inventado era lo demás, optó desde ese momento por creerlo todo, o nada en absoluto, no recuerdo. A lograr este efecto de autenticidad contribuye en Borges la inclusión en el relato de personajes reales como Alfonso Reyes, de presumible realidad como George Berkeley, de lugares sabidos y familiares, de obras menos al alcance de la mano pero cuya existencia no es del todo improbable, como la Enciclopedia Británica, a la que se puede atribuir cualquier cosa; el estilo reposado y periodístico a la manera de De Foe; la constante firmeza en la adjetivación, ya que son incontables las personas a quienes nada convence más que un buen adjetivo en el lugar preciso.

Y por último, el gran problema: la tentación de imitarlo era casi irresistible; imitarlo, inútil. Cualquiera puede permitirse imitar impunemente a Conrad, a Greene, a Durrell; no a Joyce, no a Borges. Resulta demasiado fácil y demasiado evidente.

El encuentro con Borges no sucede nunca sin consecuencias. He aquí algunas de las cosas que pueden ocurrir, entre benéficas y maléficas:

  1. Pasar a su lado sin darse cuenta (maléfica).
  2. Pasar a su lado, regresarse y seguirlo durante un buen trecho para ver qué hace (benéfica).
  3. Pasar a su lado, regresarse y seguirlo para siempre (maléfica).
  4. Descubrir que uno es tonto y que hasta ese momento no se le había ocurrido una idea que más o menos valiera la pena (benéfica).
  5. Descubrir que uno es inteligente, puesto que le gusta Borges (benéfica).
  6. Deslumbrarse con la fábula de Aquiles y la Tortuga y creer que por ahí va la cosa (maléfica).
  7. Descubrir el infinito y la eternidad (benéfica).
  8. Preocuparse por el infinito y la eternidad (benéfica).
  9. Creer en el infinito y la eternidad (maléfica).ç
  10. Dejar de escribir (benéfica).

 

 

 



Tú dile a Sarabia que digo yo que la nombre
y que la comisione aquí o en donde quiera,
que después le explico

 


A la memoria de los hermanos Wright

 


Era un poco tarde ya cuando el funcionario decidió seguir de nuevo el vuelo de la mosca. La mosca, por su parte, como sabiéndose objeto de aquella observación, se esmeró en el programado desarrollo de sus acrobacias zumbando para sus adentros, toda vez que sabía que era una mosca doméstica común y corriente y que entre muchas posibles la del zumbido no era su mejor manera de brillar, al contrario de lo que sucedía con sus evoluciones cada vez más amplias y elegantes en torno del funcionario, quien viéndolas recordaba pálida pero insistentemente y como negándoselo a sí mismo lo que él había tenido que evolucionar alrededor de otros funcionarios para llegar a su actual altura, sin hacer mucho ruido tampoco y quizá con menos gozo y más sobresaltos pero con un poquito de mayor brillo, si brillo podía llamarse sin reticencias lo que lograra alcanzar antes de y durante su ascenso a la cumbre de las oficinas públicas.

Después, venciendo el bochorno de la hora, se acercó a la ventana, la abrió con firmeza, y mediante dos o tres bruscos movimientos del brazo el antebrazo y la mano derechos hizo salir a la mosca. Fuera, el aire tibio mecía con suavidad las copas de los árboles, en tanto que a lo lejos las últimas nubes doradas se hundían definitivamente en el fondo de la tarde.

De vuelta en su escritorio, agotado por el esfuerzo, oprimió uno de cinco o seis botones y cómodamente reclinado sobre el codo izquierdo merced al hábil mecanismo de la silla giratoria ondulatoria esperó a oír

—¿Mande licenciado?
para ordenar casi al mismo tiempo

—Que venga Carranza,
a quien pronto vio entre serio y sonriente
empujando
la puerta hacia dentro
entrando
y volviendo después la espalda delicadamente inclinado sobre el picaporte para cerrarla otra vez con el cuidado necesario a fin de que ésta no hiciera ningún ruido, salvo el mínimo e inevitable clic propio de las cerraduras cuando se cierran y girando en seguida como de costumbre para escuchar

—¿Tienes a mano la nómina C?
y responder

—No tanto como a mano, pero te la puedo traer en cinco minutos; te veo cansadón, ¿qué te pasa? y regresar en menos de tres con una hoja más ancha que azul, sobre la que el funcionario pasó la mirada de arriba abajo sin entusiasmo para elevarla después hasta el cielo raso, como si quisiera remontarse más allá, más arriba y más lejos, e irse empequeñeciendo hasta perder su corbata y su forma cotidiana y convertirse en una manchita del tamaño de un avión lejanísimo, que es como el de una mosca, y más tarde en un punto más pequeño aún, y volverla finalmente al llamado Carranza, su amigo y colaborador, cuando éste le preguntara intrigado si había algún problema y oírse contestar

—No, dile a la señorita Esperanza que mañana va a venir la señorita Lindbergh por el asunto de la vacante, que le diga que vaya a Personal y que vea a Sarabia. Tú dile a Sarabia que digo yo que la nombre y que la comisione aquí o en donde quiera que después le explico.

 

 

 

 



Onís es asesino

 

 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

Nuestro idioma parece ser particularmente propicio para los juegos de palabras. Todos nos hemos divertido con los de Villamediana (diamantes que fueron antes/ de amantes de su mujer); con los más recatados, si bien más insulsos (di, Ana, ¿eres Diana?), de Gracián, quien, hay que reconocerlo, escribió un tratado bastante divertido, la Agudeza y arte de ingenio, para justificar esa su irresistible manía; con los de Calderón de la Barca (apenas llega cuando llega a penas), etcétera. Es curioso que sea difícil recordar alguno de Cervantes. Muchos años después Arniches (imagínate, mencionarlo al lado de éstos) llega a la cumbre. Como es natural, nosotros heredamos de los españoles este vicio que, entre los escritores y poetas o meros intelectuales, se convierte en una verdadera plaga. Hay los que suponen que entre más juegos de palabras intercalen en una conversación (principalmente si ésta es seria) los tendrán por más ingeniosos, y no desperdician oportunidad de mostrar sus dotes en este terreno. Es dificilísimo sacar a un maniático de éstos de su error. Personaje digno de La Bruyére, no hay quien no lo conozca. A dondequiera que vaya es recibido con auténtico horror por el miedo que se tiene a sus agudezas, que sólo él celebra o que los demás le festejan de vez en cuando para ver si se calma. ¿Lo visualizas y te ríes? Pues tú también tendrías que releer un poco tu Horacio.

Son más raros los que llevan sus hallazgos a lo que escriben, aunque, por supuesto, mucho más soportables. Shakespeare aterra con sus juegos de palabras a los traductores (su merecido, por traidores), quienes no tienen más remedio que recurrir a las notas de pie de página para explicar que tal cosa significa también tal otra y que ahí estaba el chiste. Proust, tú sabes, los dosifica majestuosamente. En las traducciones de Proust las notas casi desaparecen: cuando habla de las preciosas radicales no se necesita ser muy lista para darse cuenta de que está aludiendo a las preciosas ridículas de Molière. Joyce lleva las cosas a extremos demoniacos, por lo cual no se traduce Finnegan's Wake. Entre nosotros, recuerdo, han sido buenos para esto Rubén Darío:

Kants y Niestzches y Schopenhauers

ebrios de cerveza y azur
iban, gracias al calembour
a tomarse su chop en Auer's

y más cerca aún, Xavier Villaurrutia:

Y mi voz que madura

y mi bosque madura
y mi voz quemadura
y mi voz quema dura.

Pero lo anterior no tiene casi nada que ver con que Onís sea asesino, o con que amen a Panamá, o con que seamos seres sosos, Ada.

Ahora te lo explico. La otra noche me encontré al señor Onís, hijo del señor Onís, en una reunión de intelectuales. En cuanto me lo presentaron le dije viéndolo fijamente a los ojos: ¡Onís es asesino! Cuando noté que, aterrado, estaba a punto de decirme que sí, de confesarme algo horrible, me apresuré a explicarle que se trataba de un simple palindroma. Qué gusto sentí al notar que el alma le volvía al cuerpo. Recuerda que palindromas son esas palabras o frases que pueden leerse igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda, según declara valientemente la Academia de la Lengua, aunque llamándolas palíndromos, como si no fuera mejor del otro modo. Los vimos en la escuela: ANILINA. DÁBALE ARROZ A LA ZORRA EL ABAD. ANITA LAVA LA TINA, etcétera.

Y es aquí donde los asesinos de salón que hacen juegos de palabras para acabar con las conversaciones se encontrarían con una verdadera dificultad. Pruébenlo. Hace ya varios años nos entregábamos a este inocente juego (lo más que requiere es un poco de silencio y mirar de cuando en cuando al techo con un papel y un lápiz en la mano) un grupo de ociosos del tipo de Juan José Arreola, Carlos Illescas, Ernesto Mejía Sánchez, Enrique Alatorre, Rubén Bonifaz Nuño, algún otro y yo. Durante tardes enteras o noches a la mitad tomábamos nuestros papelitos, trabajábamos silenciosos y allá cada vez nos comunicábamos con júbilo nuestros hallazgos.

Estas cuatro o cinco cuartillas quieren ser un homenaje y un reconocimiento al talento (entre otros) para el palindroma de Carlos Illescas, positivo monstruo de este deporte, quien de pronto levantaba la mano, pedía silencio y decía, como hablando de otra cosa: Aman a Panamá, o Amo la paloma, o sea AMAN A PANAMÁ O AMO LA PALOMA por cualquier lado que los mires o quieras amarlos; mientras nosotros, yo por lo menos, nos debatíamos repitiendo ROMA AMOR ROMA AMOR, para que él nos saliera al rato con algo tan humillante como esto: ADELA, DIONISO: NO TAL PLATÓN, O SI NO, ID A LEDA, lo que acababa de sumirnos en la desesperación y la impotencia.

Posteriormente leímos los famosos que el gran mago Julio Cortázar trae en “Lejana”, de Bestiario:

Salta Lenin el atlas
Amigo, no gima
Átale, demoniaco Caín, o me delata
Anás usó tu auto, Susana.

Y recordábamos uno muy pobre o muy tímido de Joyce o que Joyce usó:

Madam, I'm Adam

y alguno que otro del idioma inglés (no muy bueno para esto según entiendo):

A man, a plan, a canal: Panamá.

Más tarde Bonifaz Nuño aportó la declaración anti-sinestésica:

Odio la luz azul al oído

y Enrique Alatorre el existencialista:

¡Río, sé saeta! Sal, Sartre, el leer tras las ateas es oír;

y Arreola:

Etna da luz azul a Dante;

en tanto que Illescas, como diligente araña, sacaba sus hilitos de tejer y destejar:

Somos laicos, Adán; nada social somos;

o el admonitorio

Damas oíd a Dios amad;

o el acusatorio

Onís es asesino;

o el preventivo y definitivo y ahora en plan de suave melodía de égloga virgiliana:

Si no da amor alas, sal a Roma, Adonis.

Después venían otros suyos sumamente extraños, ya dentro de la embriaguez en que se pierden los sentidos (que es la buena) y África y Grecia se abrazan en misterioso contubernio, como

Acata, sale, salta, acude, saeta afromorfa;
ateas educa, Atlas el as ataca.

o lo que él llamaba palindroma de palindromas:

Somos seres sosos, Ada; sosos seres somos,

en el que cada palabra es también palindroma; o el palindroma ad infinitum:

O sale el as o… el as sale… o sale el as… o;

o, por fin, el palindroma político, en el que alguien pregunta: “¿Qué es la OIT (Organización Internacional del Trabajo)?”, y se le responde:

Tío Sam más OIT,

para rematar con algo que ya no le creíamos porque somos naturalmente desmemoriados y eso de Evemón se nos hacía sospechoso:

¿No me ve, o es ido Odiseo, Evemón?

y nos tenía que explicar que Evemón no era otro que Tésalo (ah, así sí), padre de Eurípilo (claro), como fácilmente se podía ver en Ilíada II, 736, V, 79; VII, 167; VIII, 265; y XI, 575

Ahora yo tengo que confesar que jamás pude ni he podido posteriormente hacer o encontrar un solo palindroma que vaya más allá de los ya dados por la madre naturaleza: oro, ara, ama, eme, etc., excepto uno que me costó horas de esfuerzo pero tan escatológico, para vergüenza mía, que me apresuro a ponerlo aquí: ¡Acá, caca! Sospecho que Mejía Sánchez tampoco, pues finalmente, cuando empezamos, por incapacidad manifiesta, a buscar un nuevo género, o sea los falsos palindromas (ejemplo: Don Odón, que suena pero no es), salió con uno falsísimo pero que a todos en un momento dado nos pareció auténtico, pues en esos días se hablaba del Premio Nobel para Alfonso Reyes:

Alfonso no ve el Nobel famoso,

que no se lee de atrás para adelante ni de broma; en tanto que Illesca, algo cansado de su facilidad, aceptaba con entusiasmo mi modesta proposición de estructurar una larga frase en español que leída de derecha a izquierda, dijera lo mismo, pero en inglés, o en el idioma que en ese momento le pareciera mejor, o más difícil.

 

 

 

 



Estatura y poesía

 


Los enanos tienen una especie de sexto sentido

que les permite reconocerse a primera vista.
Eduardo Torres

 


Sin empinarme, mido fácilmente un metro sesenta. Desde pequeño fui pequeño. Ni mi padre ni mi madre fueron altos. Cuando a los quince años me di cuenta de que iba para bajito me puse a hacer cuantos ejercicios me recomendaron, los que no me convirtieron ni en más alto ni en más fuerte, pero me abrieron el apetito. Esto sí fue problema, porque en ese tiempo estábamos muy pobres. Aunque no recuerdo haber pasado nunca hambre, lo más seguro es que durante mi adolescencia pasé buenas temporadas de desnutrición. Algunas fotografías (que no siempre tienen que ser borrosas) lo demuestran. Digo todo esto porque quizá si en aquel tiempo hubiera comido no más sino mejor, mi estatura sería ahora más presentable. Cuando cumplí veintiún años, ni un día menos, me di por vencido, dejé los ejercicios y fui a votar.

De todos es sabido que los centroamericanos, salvo molestas excepciones, no han sido generalmente favorecidos por una estatura extremadamente alta. Dígase lo que se diga, no se trata de un problema racial. En América hay indios que aventajan en ese sentido a muchos europeos. La verdad es que la miseria y la consiguiente desnutrición, unidas a otros factores menos espectaculares, son la causa de que mis paisanos y yo estemos todo el tiempo invocando los nombres de Napoleón, Madero, Lenin y Chaplin cuando por cualquier razón necesitamos demostrar que se puede ser bajito sin dejar por eso de ser valiente.

Con regularidad suelo ser víctima de chanzas sobre mi exigua estatura, cosa que casi me divierte y conforta, porque me da la sensación de que sin ningún esfuerzo estoy contribuyendo, por deficiencia, a la pasajera felicidad de mis desolados amigos. Yo mismo, cuando se me ocurre, compongo chistes a mi costa que después llegan a mis oídos como productos de creación ajena. Qué le vamos a hacer. Esto se ha vuelto ya una práctica tan común, que incluso personas de menor estatura que la mía logran sentirse un poco más altas cuando dicen bromas a mi costa. Entre lo mejorcito está llamarme representante de los Países Bajos y, en fin, cosas por el estilo. ¡Cómo veo brillar los ojos de los que creen estarme diciendo eso por primera vez! Después se irán a sus casas y enfrentarán los problemas económicos, artísticos o conyugales que los agobian, sintiéndose como con más ánimo para resolverlos.

Bien. La desnutrición, que lleva a la escasez de estatura, conduce a través de ésta, nadie sabe por qué, a la afición de escribir versos. Cuando en la calle o en alguna reunión encuentro a alguien menor de un metro sesenta, recuerdo a Torres, a Pope o a Alfonso Reyes, y presiento o casi estoy seguro de que me he topado con un poeta. Así como en los francamente enanos está el ser rencorosos, está en los de estatura mediana el ser dulces y dados a la melancolía y la contemplación, y parece que la musa se encuentra más a sus anchas, valga la paradoja, en cuerpos breves y aun contrahechos, como en los casos del mencionado Pope y de Leopardi. Lo que Bolívar tenía de poeta, de ahí le venía. Quizá sea cierto que el tamaño de la nariz de Cleopatra está influyendo todavía en la historia de la Humanidad; pero tal vez no lo sea menos que si Rubén Darío llega a medir un metro noventa la poesía en castellano estaría aún en Núñez de Arce. Con la excepción de Julio Cortázar, ¿cómo se entiende un poeta de dos metros? Vean a Byron cojo y a Quevedo patizambo; no, la poesía no da saltos.

Llego a donde quería llegar.

El otro día me encontré las bases de unos juegos florales centroamericanos que desde 1916 se celebran en la ciudad de Quezaltenango, Guatemala. Aparte de la consabida relación de requisitos y premios propios de tales certámenes, las bases de éste traen, creo que por primera vez en el mundo, y espero que por última, una condición que me movió a redactar estás líneas, inseguro todavía de la forma en que debe interpretarse.

El inciso e) del apartado “De los trabajos”, dice:

e) Debe enviarse con cada trabajo, pero en sobre aparte, perfectamente cerrado, rotulado con el pseudónimo y título del trabajo que ampara, una hoja con el nombre del autor, firma dirección, breves datos biográficos y una fotografía. Asimismo se suplica a los participantes en verso enviar, completando los datos, su altura en centímetros para coordinar en mejor forma el ritual de la reina de los Juegos Florales y su corte de honor.”

Su altura en centímetros.

Una vez más pienso en Pope y en Leopardi, afines únicamente en esto de oír (con rencor o con tristeza) pasar riendo a las parejas normales, en las madrugadas, después de la noche del día de fiesta, frente a sus cuartos compartidos duramente con el insomnio.

 



 



La brevedad

 

 

 

Con frecuencia escucho elogiar la brevedad y, provisionalmente, yo mismo me siento feliz cuando oigo repetir que lo bueno, si breve, dos veces bueno.

Sin embargo, en la sátira 1, i, Horacio se pregunta, o hace como que le pregunta a Mecenas, por qué nadie está contento con su condición, y el mercader envidia al soldado y el soldado al mercader. Recuerdan, ¿verdad?

Lo cierto es que el escritor de brevedades nada anhela más en el mundo que escribir interminablemente largos textos, largos textos en que la imaginación no tenga que trabajar, en que hechos, cosas, animales y hombres se crucen, se busquen o se huyan, vivan, convivan, se amen o derramen libremente su sangre sin sujeción al punto y coma, al punto.

A ese punto que en este instante me ha sido impuesto por algo más fuerte que yo, que respeto y que odio.

 


Lo demás es silencio*

 

 

Ponencia presentada por el doctor Eduardo Torres ante el Congreso de Escritores de Todo el Continente celebrado en San Blas, S.B., Durante el mes de mayo de 1967

 

 
 
 
 
 

a) Se declara que deben establecerse urgentemente mejores relaciones entre el escritor y la escritora.

b) Que para garantizar de manera real y efectiva la libre emisión de sus concepciones, a partir de esta fecha se prohíba a los escritores de ambos sexos el uso exagerado de cualquier clase de anticonceptivos, toda vez que muchas monstruosidades literarias de los últimos años (principalmente en el campo de la novela, el cuento, el ensayo y la poesía) han tenido su origen en esa reconocida práctica exótica.

c) Que para los fines del caso se obligue o recomiende a los Ministros de Educación del Continente la lectura de todo libro que estimen oportuno.

d) Que para que los escritores puedan ventilar en forma adecuada sus diferencias, las autoridades sanitarias de cada país, debidamente identificadas, coloquen ventiladores ad hoc en las casas de los más pobres, de preferencia cerca de sus máquinas de escribir, o plumas.

e) Que en vez de perseguir a los escritores, las autoridades persigan a las escritoras, tarea que, como una maldición bíblica, se ha dejado hasta la fecha a los primeros, con los resultados ampliamente conocidos en el Departamento Demográfico (ver Informe anual del mismo, Vol. 13, 1965) y en clínicas menos honestas.

f) Que por elemental cortesía todo libro escrito por escritora sea leído antes que cualquier libro escrito por escritor.

g) Que a la hora de editar cualquier clase de libro los editores acaten motu proprio la resolución precedente.

h) Que cuando publiquen algún libro de carácter subversivo, los editores del mismo ofrezcan un coctel a las autoridades para suavizar de alguna manera los perniciosos efectos de la publicación.

i) Se declara suficientemente discutido y aceptado que entre los escritores como entre las escritoras el derecho a la opinión ajena es la guerra.

j) Con el impostergable objeto de fomentar las relaciones entre los escritores del Continente, se establece de manera obligatoria que los que deseen tratarse de tú o vos lo hagan así; los que deseen tratarse de usted, también; y los que no deseen tratarse de ningún modo no se traten ni de tú, ni de vos, ni de usted, según las circunstancias.

k) Como resultado de la actual experiencia, se reconoce a nivel continental que la mejor manera de dejar de interesarse por las obras de los otros autores consiste en conocer personalmente a éstos.

l) Que las ideas deben ser difundidas a través de todos los medios disponibles por los dueños de los mismos, a fin de hacerlas llegar adecuadamente a un público cada vez más amplio y sediento de ellas.

m) Que para defenderse de la explotación a que por lo común los someten los editores, los escritores que así lo prefieran se nieguen a publicar sus libros bajo las condiciones de aquéllos y los lleven a las editoriales que el Estado creará de acuerdo con la recomendación.

n) Se recomienda que los respectivos Estados establezcan editoriales (naturalmente sin ningún género de injerencia en ellas) para beneficio de aquellos autores que prefieran negarse a publicar sus libros bajo los inicuos convenios de los editores y defenderse así de la sangría permanente a que éstos los sujetan con fines inconfesables.

ñ) Que el Estado, aparte de la mención honorífica acostumbrada, obsequie una residencia a los mejores poetas de cada año o mes, en los lugares que éstos escojan.

o) A fin de garantizar un merecido descanso a nuestros hombres y mujeres de letras, se les recomienda, cuando carezcan del deseo correspondiente, la abstención entre ellos de todo tipo de amor libre.

p) Que para evitar la explotación que sobre los creadores ejercen los libreros el escritor remita gratuitamente sus libros a los miembros de esta Sociedad, lo que le garantizará recibir multiplicados en progresión geométrica (de acuerdo con el creciente número de miembros) los que envíe, para su mayor solaz y esparcimiento.

q) Que cuando algún compañero, ya sea por sus ideas políticas, por sus vicios o por sus malas artes en cualquier terreno fuere debidamente encarcelado, todos los miembros de esta Sociedad le envíen en el acto sus libros, ya sea como muestra de solidaridad o de franco repudio.

r) Se escoge “Escribir es Vivir” como nuestro lema.

s) Que vista la enormidad de las distancias y la creciente falta de tiempo para leer las obras de los compañeros, se reconoce el derecho de cada uno a releer la propia, con la calma que estime necesaria.

t) Que si el Estado es fuerte, unidos seremos aún más fuertes que el Estado, pues no debemos olvidar que nuestra fuerza como escritores y escritoras es, si no inferior, por lo menos igual a la de cualquier otro arte o ciencia.

u) Que en caso de padecer encarcelamiento injusto cada escritor se convierta en una verdadera esfinge y en los interrogatorios pronuncie cada vez que pueda frases enigmáticas o ininteligibles que llenen de confusión al enemigo.

v) Que cuando un escritor sufra injustamente exilio involuntario convierta éste, si es posible en el instante mismo de abandonar el aeropuerto o barco, en exilio voluntario lo que redundará en justo desprestigio del gobierno espurio, o dictadura.

w) Que deberán hacerse constantes pronunciamientos contra la guerra, que en el fondo sólo trae molestias, cuando no destrucción y muerte.

x) Que los escritores mantengan abundante y amena correspondencia entre sí para no perder los contactos tan penosamente hechos por medio de éste y similares congresos

y) Que cualquier crítica a éste o futuros congresos del mismo carácter sea aceptada sin afectación ni falsa amargura, de acuerdo con los principios que nos unen, que por lo general son más que los que nos desunen.

z) Se declara finalmente que todo escritor cuenta con el inalienable derecho a hacer caso omiso de cualquier dificultad o escollo y convertirse en un best seller, sin que ello, en ninguna circunstancia, signifique éste u otro tipo de superioridad sobre sus compañeros, o ventaja para el editor.



* Tomado de La Cultura en México, Suplemento de Siempre!, núm. 444, 12 de agosto de 1970, que a su vez lo reprodujo del Suplemento Literario de El Heraldo de San Blas, de San Blas, S.B., del 19 de junio de 1967.

 


 

La palabra mágica

 

 

Lo fugitivo permanece y dura

Sobre la traducción de algunos títulos

 


 
 


Lo fugitivo permanece y dura

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 


Ahora que se habla tanto de Quevedo con motivo de los cuatrocientos años de su nacimiento, quiero recordar que hace unos ocho estuvo en México Robert Pring-Mill, profesor del Saint Catherine's College, de Oxford, Inglaterra, y especialista en Quevedo, con quien una larga tarde lluviosa conversamos en mi casa acerca de buscones, nobles conjurados para asesinar a Julio César, elogios del dinero, sueños infernales y, naturalmente, de sonetos, y entre éstos, por supuesto, del perfecto (que en esa oportunidad Jorge Prestado dijo en voz alta y de memoria)

Buscas en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!,

y en Roma misma a Roma no la hallas:
cadáver son las que ostentó murallas,
y tumba de sí propio el Aventino.
Yace donde reinaba el Palatino;
y limadas del tiempo, las medallas
más se muestran destrozo a las batallas
de las edades que blasón latino.
Sólo el Tíber quedó, cuya corriente,
si ciudad la regó, ya, sepultura,
la llora con funesto son doliente.
¡Oh, Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura,
huyó lo que era firme, y solamente

hasta llegar al archifamoso endecasílabo:

lo fugitivo permanece y dura.


—Eso está tomado de Janus Vitalis —exclamé yo de pronto viendo a Robert, seguro de que inmediatamente me diría:

—Dr. Johnson.

Pero no lo dijo.

Entonces me levanté y busqué en mis estantes la Vida de Samuel Johnson de Boswell, y encontré en el tomo II de la edición Everyman's, p. 181, pero leí en voz alta en la reducidísima versión de Antonio Dorta publicada por Austral:

“Mencionado el viaje de Horacio a Brindis, observó Johnson que el arroyo que describe puede verse ahora exactamente como en aquel tiempo y que a menudo se ha preguntado cómo puede ocurrir que pequeñas corrientes, como ésta, conserven la misma situación durante siglos, a pesar de los terremotos, que cambian incluso las montañas, y de la agricultura, que produce tales cambios en la superficie de la tierra. CAMBRIDE: Un escritor español ha expresado ese pensamiento de una forma poética. Después de observar que la mayoría de las edificaciones sólidas de Roma ha perecido totalmente, mientras el Tíber sigue permaneciendo igual, dice:

Lo que era Firme huió solamente
*
lo Fugitivo permanece y dura.

JOHNSON: Eso está tomado de Janus Vitalis:

………immota labescunt;
Et quae perpetuo sunt agitata manent.”

Como en realidad lo que más les interesaba en ese momento (como en tantos otros) era conversar, el gran hombre y sus interlocutores siguen hablando como si nada, y como si ese poeta español, que no era otro que Quevedo, careciera de importancia, y lo más probable es que en realidad para ellos careciera de importancia, pues en ese año de 1778 en que el diálogo tuvo lugar (133 años despues de la muerte del poeta) el único escritor español que todavía contaba en Inglaterra era Cervantes, quien había mostrado a Smollet, a Sterne y a Fielding, entre otros, las posibilidades de esa para entonces extraña cosa que hoy llamamos antihéroe, y de paso una nueva manera de narrar.

Lo que sí ya resulta más extraño es que los eruditos de hoy sigan hablando de este verso maravilloso sin hacer caso para nada de la observación un tanto despectiva de Johnson, ni explicarnos qué cosa sea Janus Vitalis, que Quevedo debió de conocer, pero que hoy todo el mundo ha olvidado.

Pero hay algo más. En los Poemas escogidos de Quevedo preparados por José Manuel Blecua para los Clásicos Castalia, leo en nota que un humanista polaco, Nicola Sep Szarynski, publicó en 1608 un epigrama que según Blecua constituye la fuente de los versos primeros y últimos del soneto, y es posible, pues para entonces Italia seguía estando de moda y una antología titulada Delitia italorum poetarum, como la del polaco, sería tremendamente atractiva para el poeta.

Toda vez que yo no soy hombre de fichas ni quién para meterme en estas honduras, y como presumiblemente ni María Rosa Lida de Malkiel en su artículo “Para las fuentes de Quevedo”, ni J.R. Cuervo en el suyo “Dos poesías de Quevedo a Roma” dicen nada sobre esta johnsoniada, pues de otra manera Blecua lo habría recogido; y como hasta ahora no se ha sabido que mi amigo Pring-Mill haya usado el norte que le di la tarde de Coyoacán en que con Isabel Fraire, Jorge Prestado y otros amigos cercanos hablamos de Marco Bruto, de lo poderoso que es el dinero y de ese inacabable milagro de la permanencia y la duración de lo fugitivo, no estoy dispuesto a dejar pasar estos días sin llamar públicamente la atención sobre ese fugaz instante londinense de 1778 en que el señor Cambridge señala tímidamente la existencia de un poeta español que se atreve a coincidir con Horacio tan sólo para que, como una entre mil otras veces, la majestuosa mano de Johnson apartara de su mente tal idea, como quien aparta un mal pensamiento o una mosca.

Y volviendo a lo mismo, ¿qué es eso de Janus Vitalis. Estoy seguro de que alguna vez lo supe, para olvidarlo más tarde. No sé incluso si llegué a comunicárselo a Pring-Mill, como debo de haber creído que era mi deber. Pero en fin, yo no soy erudito y no tengo por qué recordarlo, aparte de que el año del cuarto centenario se termina y no deseo que eso suceda sin rendir este apresurado homenaje a nuestro gran poeta, homenaje que con igual pretexto rendiría al gran Samuel Johnson si este año fuera 1984 y en San Blas se conmemorara el segundo centenario de su muerte.

 

 

 

 



Sobre la traducción de algunos títulos

 

Cuando yo era chico, ignorar el francés era ser
casi analfabeto. Con el decurso de los años
pasamos del francés al inglés y del inglés a la
ignorancia, sin excluir la del propio castellano.


Jorge Luis Borges, Prólogos

 

 
 

 

En ninguna forma el tema de estas líneas serán las divertidas equivocaciones en que con frecuencia incurren los traductores. Se ha escrito ya tanto sobre esto que ese mismo hecho demuestra la inutilidad de hacerlo de nuevo. La experiencia humana no es acumulativa. Cada dos generaciones se plantearán y discutirán los mismos problemas y teorías, y siempre habrá tontos que traduzcan bien y sabios que de vez en cuando metan la pata.

Desde que por primera vez traté de traducir algo me convencí de que si con alguien hay que ser paciente y comprensivo es con los traductores, seres por lo general más bien melancólicos y dubitativos. Cuando digamos en media página me encontré consultando el diccionario en no menos de cinco ocasiones, sentí tanta compasión por quienes viven de ese trabajo que juré no ser nunca uno de ellos, a pesar de que finalmente he terminado traduciendo más de un libro.

Estamos en un mundo de traducciones del que hoy ya no podemos escapar. Lo que para Boscán era un pasatiempo cortesano, para Unamuno resultaba un imperativo ineludible. En el siglo xvi Boscán se afanaba en dar a conocer a los españoles las leyes que dictan los buenos modales, puestas en orden por Baltasar Castiglione; Unamuno, en el xx, las que rigen el comportamiento humano, según Arturo Schopenhauer. O sea la diferencia que va de moverse en un salón de baile a hacerlo en el Universo.

Hay errores de traducción que enriquecen momentáneamente una obra mala. Es casi imposible encontrar los que puedan empobrecer una de genio: ni el más torpe traductor logrará estropear del todo una página de Cervantes, de Dante o de Montaigne. Por otra parte, si determinado texto es incapaz de resistir erratas o errores de traducción, ese texto no vale gran cosa. Los ripios con que el argentino Bartolomé Mitre se ayudó no enriquecen la Divina comedia, pero tampoco la echan a perder. No se puede.

En todo caso, es mejor leer a un autor importante mal traducido que no leerlo en absoluto. ¿Qué le va a suceder a Shakespeare si su traductor se salta una palabra difícil? Pero existen los que no lo leen porque alguien les dijo que estaba mal traducido. Y los que esperan aprender bien el francés para leer a Rabelais. Ridículo. Da igual leerlo en español. No se vale despreciar las traducciones de Chaucer cuando uno apenas puede con el Arcipreste de Hita. Por principio, toda traducción es buena. En cualquier caso, pasa con ellas lo que con las mujeres: de alguna manera son necesarias, aunque no todas sean perfectas.

La traducción de títulos es cosa aparte. Los cambios que algunos experimentan al pasar de una lengua a otra generalmente no son errores del traductor. En ningún país de lengua española habrá quien ponga por título Odiseo al Ulysses de Joyce. Alguien de la editorial no se lo permitiría. Digan lo que digan sus críticos, excepto cuando se descuidan es difícil que los editores se equivoquen. Si un título contemporáneo cambia totalmente, lo normal es que haya habido un acuerdo entre autor y editor. El gusto de verse traducido hace que al primero le importe muy poco cómo se llame su libro en otro idioma.

Podría dar ahora una larga lista de títulos curiosamente traducidos; pero como sé que están en la mente de todos no lo voy a hacer y me concretaré a los siguientes:

1) La importancia de llamarse Ernesto. En este momento no recuerdo quién lo tradujo así, pero quienquiera que haya sido merece un premio a la traición. Traducir The Importance of Being Earnest por La importancia de ser honrado hubiera sido realmente honesto; pero, por la misma razón, un tanto insípido, cosa que no va con la idea que uno tiene de Óscar Wilde. Claro que todo está implícito, pero se necesitaba cierto talento y malicia para cambiar being (ser) earnest (honrado) por “llamarse Ernesto”. Es posible que la popularidad de Wilde en español comenzara por la extravagancia de ese título.

2) El otro día me acordaba de La piel de nuestros dientes, de Thornton Wilder. Cuando vi ese título por primera vez admiré como de costumbre a los norteamericanos por esa facultad tan suya de estar siempre inventando algo. ¿Cuándo tendríamos nosotros la audacia de titular así ya no digamos una obra de teatro, pero ni siquiera una clínica dental? Título original: The Skin of our Teeth. Palabra por palabra: La piel de nuestros dientes, nombre que en México llevó al teatro a miles de personas. Imposible no acudir al diccionario. En inglés, encontré con alegría, “to scape with the skin of our teeth” significa, sencillamente, escapar por poquito, salvarse por un pelo. Pero es evidente que si el traductor hubiera escogido algo como Por un pelito ni él mismo hubiera ido a ver la puesta en escena.

3) Uno siente también cierta atracción irresistible hacia cualquier novela que se llame Otra vuelta de tuerca, como José Bianco tituló su excelente traducción de The Turn of the Screw de Henry James. En lugar de La vuelta del tornillo, que no quiere decir nada en español, Bianco cambió sabiamente “la” por “otra” y “tornillo” (screw) por “tuerca”, con lo que Otra vuelta de tuerca quiere decir aún mucho menos, pero suena tan bien que nuestros intelectuales usan ya esa extraña expresión como si todo el mundo (y ellos mismos) supieran su significado. Si Bianco hubiera querido dar el equivalente exacto habría puesto algo tan vulgar como La coacción, lo que convertiría el título de una novela de fantasmas en algo vagamente gansteril o forense. No cabe duda: el mejor amigo del traductor es el Diccionario, siempre que éste no se halle en manos del lector. Según mi Oxford Advanced Learner's Dictionary of Current English,to give somebody another turn of the screw” significa “to force somebody to do something”: “forzar a alguien a hacer algo”, coaccionarlo, conminarlo, pues. ¿Pero quién iba a ser tan poco sutil o poético como para poner en español La conminación a una novela de Henry James? Aunque no diga nada en nuestro idioma, Otra vuelta de tuerca y se acabó. Y uno se lo agradece a Bianco. Y otros cometen el disparate de soltar ese dicho en contextos que no tienen nada que ver.

4) Por un morboso deseo de molestar a mis amigos (estímulo sin el cual prácticamente nadie escribiría) he dejado para el final la traducción del título de los títulos, el que con más entusiasmo han recibido, aceptado, adoptado y usado nuestros buenos poetas, novelistas, ensayistas, simples aficionados y. ay, genios a la altura de Jorge Luis Borges (lo que absuelve a todos los anteriores); el título más sonoro y el que denota más enojo cuando hay que enojarse: El sonido y la furia de William Faulkner, que suena tan bien y sugiere tanto desde que alguien sin mucho amor al Diccionario tradujo literalmente el pasaje de Macbeth en que éste propone que la vida es un cuento contado por un idiota, pero a quien jamás se le ocurrió que las palabras siguientes en que se apoya: “full of sound and fury”, iban a ser traducidas por otro quizá no tan idiota pero quien ni de broma intentó preguntarse qué cosa fuera eso de un idiota “lleno de sonido y furia”.

De las frases hechas puestas en circulación por escritores, pocas he visto tan usadas como esa de “el sonido y la furia” que sean más la piel de sus dientes cuando se ven apurados o su otra vuelta de tuerca cuando quieren ser enfáticos; pocas tan repetidas como ese sonido y esa furia que nunca estuvieron en la mente de Macbeth, o de Shakespeare (quien incluso añade signifying nothing) cuando las introdujo en contexto tan dramático; y que al mismo tiempo recuerden más la importancia de ser curioso cuando de traducir títulos se trata.

Como en los casos de Wilde, James y Wilder, Faulkner fue afortunado al usar una frase hecha, casi un refrán para titular uno de sus libros. No así quienes usan pomposamente la traducción literal del título del mismo. ¿Pero cómo no ser indulgentes con los amigos o meros mortales cuando el propio Borges, quien ha gastado cuarenta años estudiando el inglés y aún el celta, repite la misma distracción en el prólogo a su libro Prólogos (“los concretos cielos de Swedenborg, el sonido y la furia de Macbeth, la sonriente música de Macedonio Fernández”, p. 8, Torres Agüero Editor, Buenos Aires, 1975) y Antonio Machado (Dios me perdone) en el mismo tono (“un cuento lleno de estruendo y furia”, p. 250, Juan de Mairena, Clásicos Castalia, Madrid, 1971) y a Astrana Marín le da miedo ser literal y en vez del “sonido y la furia” pone “con gran aparato” (p. 1625, W. Shakespeare, Obras completas, 10a. ed., Aguilar, Madrid, 1951) y últimamente alguien convierte sound en “rumor” y fury en “cólera”, en algo ya no tan tremendo sino apenas en eso: ese suave “rumor” y esa “cólera” un tanto mansa.

Por ahora yo sólo me atrevo a proponer a ustedes que vean en su Concise Oxford Dictionary lo que “sound and fury” quiere decir en el texto de Shakespeare: únicamente “bla, bla, bla”. ¿Lo sabía Faulkner? Por supuesto, pues quien habla en su libro es efectivamente un idiota. En todo caso, es de suponer que el Diccionario lo sabe bien. Ábranlo y encontrarán (algunos con cierto sonrojo, espero) en la p. 1203, 2a. columna, línea 4, bajo la entrada sound: mere words (sound & fury). Esto es “meras palabras”, que nosotros decimos “bla, bla, bla”, o sea lo que en definitiva dice un idiota.

Y, probable y tristemente, la literatura en general.

 
 

* En este español en el original inglés, tal como lo anotó Boswell.