Material de Lectura

 

La palabra mágica

 

 

Lo fugitivo permanece y dura

Sobre la traducción de algunos títulos

 


 
 


Lo fugitivo permanece y dura

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 


Ahora que se habla tanto de Quevedo con motivo de los cuatrocientos años de su nacimiento, quiero recordar que hace unos ocho estuvo en México Robert Pring-Mill, profesor del Saint Catherine's College, de Oxford, Inglaterra, y especialista en Quevedo, con quien una larga tarde lluviosa conversamos en mi casa acerca de buscones, nobles conjurados para asesinar a Julio César, elogios del dinero, sueños infernales y, naturalmente, de sonetos, y entre éstos, por supuesto, del perfecto (que en esa oportunidad Jorge Prestado dijo en voz alta y de memoria)

Buscas en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!,

y en Roma misma a Roma no la hallas:
cadáver son las que ostentó murallas,
y tumba de sí propio el Aventino.
Yace donde reinaba el Palatino;
y limadas del tiempo, las medallas
más se muestran destrozo a las batallas
de las edades que blasón latino.
Sólo el Tíber quedó, cuya corriente,
si ciudad la regó, ya, sepultura,
la llora con funesto son doliente.
¡Oh, Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura,
huyó lo que era firme, y solamente

hasta llegar al archifamoso endecasílabo:

lo fugitivo permanece y dura.


—Eso está tomado de Janus Vitalis —exclamé yo de pronto viendo a Robert, seguro de que inmediatamente me diría:

—Dr. Johnson.

Pero no lo dijo.

Entonces me levanté y busqué en mis estantes la Vida de Samuel Johnson de Boswell, y encontré en el tomo II de la edición Everyman's, p. 181, pero leí en voz alta en la reducidísima versión de Antonio Dorta publicada por Austral:

“Mencionado el viaje de Horacio a Brindis, observó Johnson que el arroyo que describe puede verse ahora exactamente como en aquel tiempo y que a menudo se ha preguntado cómo puede ocurrir que pequeñas corrientes, como ésta, conserven la misma situación durante siglos, a pesar de los terremotos, que cambian incluso las montañas, y de la agricultura, que produce tales cambios en la superficie de la tierra. CAMBRIDE: Un escritor español ha expresado ese pensamiento de una forma poética. Después de observar que la mayoría de las edificaciones sólidas de Roma ha perecido totalmente, mientras el Tíber sigue permaneciendo igual, dice:

Lo que era Firme huió solamente
*
lo Fugitivo permanece y dura.

JOHNSON: Eso está tomado de Janus Vitalis:

………immota labescunt;
Et quae perpetuo sunt agitata manent.”

Como en realidad lo que más les interesaba en ese momento (como en tantos otros) era conversar, el gran hombre y sus interlocutores siguen hablando como si nada, y como si ese poeta español, que no era otro que Quevedo, careciera de importancia, y lo más probable es que en realidad para ellos careciera de importancia, pues en ese año de 1778 en que el diálogo tuvo lugar (133 años despues de la muerte del poeta) el único escritor español que todavía contaba en Inglaterra era Cervantes, quien había mostrado a Smollet, a Sterne y a Fielding, entre otros, las posibilidades de esa para entonces extraña cosa que hoy llamamos antihéroe, y de paso una nueva manera de narrar.

Lo que sí ya resulta más extraño es que los eruditos de hoy sigan hablando de este verso maravilloso sin hacer caso para nada de la observación un tanto despectiva de Johnson, ni explicarnos qué cosa sea Janus Vitalis, que Quevedo debió de conocer, pero que hoy todo el mundo ha olvidado.

Pero hay algo más. En los Poemas escogidos de Quevedo preparados por José Manuel Blecua para los Clásicos Castalia, leo en nota que un humanista polaco, Nicola Sep Szarynski, publicó en 1608 un epigrama que según Blecua constituye la fuente de los versos primeros y últimos del soneto, y es posible, pues para entonces Italia seguía estando de moda y una antología titulada Delitia italorum poetarum, como la del polaco, sería tremendamente atractiva para el poeta.

Toda vez que yo no soy hombre de fichas ni quién para meterme en estas honduras, y como presumiblemente ni María Rosa Lida de Malkiel en su artículo “Para las fuentes de Quevedo”, ni J.R. Cuervo en el suyo “Dos poesías de Quevedo a Roma” dicen nada sobre esta johnsoniada, pues de otra manera Blecua lo habría recogido; y como hasta ahora no se ha sabido que mi amigo Pring-Mill haya usado el norte que le di la tarde de Coyoacán en que con Isabel Fraire, Jorge Prestado y otros amigos cercanos hablamos de Marco Bruto, de lo poderoso que es el dinero y de ese inacabable milagro de la permanencia y la duración de lo fugitivo, no estoy dispuesto a dejar pasar estos días sin llamar públicamente la atención sobre ese fugaz instante londinense de 1778 en que el señor Cambridge señala tímidamente la existencia de un poeta español que se atreve a coincidir con Horacio tan sólo para que, como una entre mil otras veces, la majestuosa mano de Johnson apartara de su mente tal idea, como quien aparta un mal pensamiento o una mosca.

Y volviendo a lo mismo, ¿qué es eso de Janus Vitalis. Estoy seguro de que alguna vez lo supe, para olvidarlo más tarde. No sé incluso si llegué a comunicárselo a Pring-Mill, como debo de haber creído que era mi deber. Pero en fin, yo no soy erudito y no tengo por qué recordarlo, aparte de que el año del cuarto centenario se termina y no deseo que eso suceda sin rendir este apresurado homenaje a nuestro gran poeta, homenaje que con igual pretexto rendiría al gran Samuel Johnson si este año fuera 1984 y en San Blas se conmemorara el segundo centenario de su muerte.

 

 

 

 



Sobre la traducción de algunos títulos

 

Cuando yo era chico, ignorar el francés era ser
casi analfabeto. Con el decurso de los años
pasamos del francés al inglés y del inglés a la
ignorancia, sin excluir la del propio castellano.


Jorge Luis Borges, Prólogos

 

 
 

 

En ninguna forma el tema de estas líneas serán las divertidas equivocaciones en que con frecuencia incurren los traductores. Se ha escrito ya tanto sobre esto que ese mismo hecho demuestra la inutilidad de hacerlo de nuevo. La experiencia humana no es acumulativa. Cada dos generaciones se plantearán y discutirán los mismos problemas y teorías, y siempre habrá tontos que traduzcan bien y sabios que de vez en cuando metan la pata.

Desde que por primera vez traté de traducir algo me convencí de que si con alguien hay que ser paciente y comprensivo es con los traductores, seres por lo general más bien melancólicos y dubitativos. Cuando digamos en media página me encontré consultando el diccionario en no menos de cinco ocasiones, sentí tanta compasión por quienes viven de ese trabajo que juré no ser nunca uno de ellos, a pesar de que finalmente he terminado traduciendo más de un libro.

Estamos en un mundo de traducciones del que hoy ya no podemos escapar. Lo que para Boscán era un pasatiempo cortesano, para Unamuno resultaba un imperativo ineludible. En el siglo xvi Boscán se afanaba en dar a conocer a los españoles las leyes que dictan los buenos modales, puestas en orden por Baltasar Castiglione; Unamuno, en el xx, las que rigen el comportamiento humano, según Arturo Schopenhauer. O sea la diferencia que va de moverse en un salón de baile a hacerlo en el Universo.

Hay errores de traducción que enriquecen momentáneamente una obra mala. Es casi imposible encontrar los que puedan empobrecer una de genio: ni el más torpe traductor logrará estropear del todo una página de Cervantes, de Dante o de Montaigne. Por otra parte, si determinado texto es incapaz de resistir erratas o errores de traducción, ese texto no vale gran cosa. Los ripios con que el argentino Bartolomé Mitre se ayudó no enriquecen la Divina comedia, pero tampoco la echan a perder. No se puede.

En todo caso, es mejor leer a un autor importante mal traducido que no leerlo en absoluto. ¿Qué le va a suceder a Shakespeare si su traductor se salta una palabra difícil? Pero existen los que no lo leen porque alguien les dijo que estaba mal traducido. Y los que esperan aprender bien el francés para leer a Rabelais. Ridículo. Da igual leerlo en español. No se vale despreciar las traducciones de Chaucer cuando uno apenas puede con el Arcipreste de Hita. Por principio, toda traducción es buena. En cualquier caso, pasa con ellas lo que con las mujeres: de alguna manera son necesarias, aunque no todas sean perfectas.

La traducción de títulos es cosa aparte. Los cambios que algunos experimentan al pasar de una lengua a otra generalmente no son errores del traductor. En ningún país de lengua española habrá quien ponga por título Odiseo al Ulysses de Joyce. Alguien de la editorial no se lo permitiría. Digan lo que digan sus críticos, excepto cuando se descuidan es difícil que los editores se equivoquen. Si un título contemporáneo cambia totalmente, lo normal es que haya habido un acuerdo entre autor y editor. El gusto de verse traducido hace que al primero le importe muy poco cómo se llame su libro en otro idioma.

Podría dar ahora una larga lista de títulos curiosamente traducidos; pero como sé que están en la mente de todos no lo voy a hacer y me concretaré a los siguientes:

1) La importancia de llamarse Ernesto. En este momento no recuerdo quién lo tradujo así, pero quienquiera que haya sido merece un premio a la traición. Traducir The Importance of Being Earnest por La importancia de ser honrado hubiera sido realmente honesto; pero, por la misma razón, un tanto insípido, cosa que no va con la idea que uno tiene de Óscar Wilde. Claro que todo está implícito, pero se necesitaba cierto talento y malicia para cambiar being (ser) earnest (honrado) por “llamarse Ernesto”. Es posible que la popularidad de Wilde en español comenzara por la extravagancia de ese título.

2) El otro día me acordaba de La piel de nuestros dientes, de Thornton Wilder. Cuando vi ese título por primera vez admiré como de costumbre a los norteamericanos por esa facultad tan suya de estar siempre inventando algo. ¿Cuándo tendríamos nosotros la audacia de titular así ya no digamos una obra de teatro, pero ni siquiera una clínica dental? Título original: The Skin of our Teeth. Palabra por palabra: La piel de nuestros dientes, nombre que en México llevó al teatro a miles de personas. Imposible no acudir al diccionario. En inglés, encontré con alegría, “to scape with the skin of our teeth” significa, sencillamente, escapar por poquito, salvarse por un pelo. Pero es evidente que si el traductor hubiera escogido algo como Por un pelito ni él mismo hubiera ido a ver la puesta en escena.

3) Uno siente también cierta atracción irresistible hacia cualquier novela que se llame Otra vuelta de tuerca, como José Bianco tituló su excelente traducción de The Turn of the Screw de Henry James. En lugar de La vuelta del tornillo, que no quiere decir nada en español, Bianco cambió sabiamente “la” por “otra” y “tornillo” (screw) por “tuerca”, con lo que Otra vuelta de tuerca quiere decir aún mucho menos, pero suena tan bien que nuestros intelectuales usan ya esa extraña expresión como si todo el mundo (y ellos mismos) supieran su significado. Si Bianco hubiera querido dar el equivalente exacto habría puesto algo tan vulgar como La coacción, lo que convertiría el título de una novela de fantasmas en algo vagamente gansteril o forense. No cabe duda: el mejor amigo del traductor es el Diccionario, siempre que éste no se halle en manos del lector. Según mi Oxford Advanced Learner's Dictionary of Current English,to give somebody another turn of the screw” significa “to force somebody to do something”: “forzar a alguien a hacer algo”, coaccionarlo, conminarlo, pues. ¿Pero quién iba a ser tan poco sutil o poético como para poner en español La conminación a una novela de Henry James? Aunque no diga nada en nuestro idioma, Otra vuelta de tuerca y se acabó. Y uno se lo agradece a Bianco. Y otros cometen el disparate de soltar ese dicho en contextos que no tienen nada que ver.

4) Por un morboso deseo de molestar a mis amigos (estímulo sin el cual prácticamente nadie escribiría) he dejado para el final la traducción del título de los títulos, el que con más entusiasmo han recibido, aceptado, adoptado y usado nuestros buenos poetas, novelistas, ensayistas, simples aficionados y. ay, genios a la altura de Jorge Luis Borges (lo que absuelve a todos los anteriores); el título más sonoro y el que denota más enojo cuando hay que enojarse: El sonido y la furia de William Faulkner, que suena tan bien y sugiere tanto desde que alguien sin mucho amor al Diccionario tradujo literalmente el pasaje de Macbeth en que éste propone que la vida es un cuento contado por un idiota, pero a quien jamás se le ocurrió que las palabras siguientes en que se apoya: “full of sound and fury”, iban a ser traducidas por otro quizá no tan idiota pero quien ni de broma intentó preguntarse qué cosa fuera eso de un idiota “lleno de sonido y furia”.

De las frases hechas puestas en circulación por escritores, pocas he visto tan usadas como esa de “el sonido y la furia” que sean más la piel de sus dientes cuando se ven apurados o su otra vuelta de tuerca cuando quieren ser enfáticos; pocas tan repetidas como ese sonido y esa furia que nunca estuvieron en la mente de Macbeth, o de Shakespeare (quien incluso añade signifying nothing) cuando las introdujo en contexto tan dramático; y que al mismo tiempo recuerden más la importancia de ser curioso cuando de traducir títulos se trata.

Como en los casos de Wilde, James y Wilder, Faulkner fue afortunado al usar una frase hecha, casi un refrán para titular uno de sus libros. No así quienes usan pomposamente la traducción literal del título del mismo. ¿Pero cómo no ser indulgentes con los amigos o meros mortales cuando el propio Borges, quien ha gastado cuarenta años estudiando el inglés y aún el celta, repite la misma distracción en el prólogo a su libro Prólogos (“los concretos cielos de Swedenborg, el sonido y la furia de Macbeth, la sonriente música de Macedonio Fernández”, p. 8, Torres Agüero Editor, Buenos Aires, 1975) y Antonio Machado (Dios me perdone) en el mismo tono (“un cuento lleno de estruendo y furia”, p. 250, Juan de Mairena, Clásicos Castalia, Madrid, 1971) y a Astrana Marín le da miedo ser literal y en vez del “sonido y la furia” pone “con gran aparato” (p. 1625, W. Shakespeare, Obras completas, 10a. ed., Aguilar, Madrid, 1951) y últimamente alguien convierte sound en “rumor” y fury en “cólera”, en algo ya no tan tremendo sino apenas en eso: ese suave “rumor” y esa “cólera” un tanto mansa.

Por ahora yo sólo me atrevo a proponer a ustedes que vean en su Concise Oxford Dictionary lo que “sound and fury” quiere decir en el texto de Shakespeare: únicamente “bla, bla, bla”. ¿Lo sabía Faulkner? Por supuesto, pues quien habla en su libro es efectivamente un idiota. En todo caso, es de suponer que el Diccionario lo sabe bien. Ábranlo y encontrarán (algunos con cierto sonrojo, espero) en la p. 1203, 2a. columna, línea 4, bajo la entrada sound: mere words (sound & fury). Esto es “meras palabras”, que nosotros decimos “bla, bla, bla”, o sea lo que en definitiva dice un idiota.

Y, probable y tristemente, la literatura en general.

 
 

* En este español en el original inglés, tal como lo anotó Boswell.