El retrato de Anabella
Para Jorge Rangel Guerra
Dentro de veinte o treinta minutos, se repitió Anabella, con la mano aún sobre el teléfono. La penumbra empezaba a inundar la recámara, lo cual era preferible ya que en media hora estaría a oscuras y nadie podría percatarse del desorden ni del polvo ni... Media hora. ¡Madre mía! Corrió hacia el espejo, pero la penumbra no era un buen juez. Era necesario encender la lámpara. Dio unos pasos hacia el conmutador. Sus dedos temblaban, las largas uñas sobre las cuales el esmalte estaba quebrado. ¡Ahora! Al momento de encender cerró los ojos, oprimiéndolos, y después con lentitud, con terror, los abrió poco a poco. Despiadado, el espejo la mostró tal cual; el pelo alborotado, hecho nudos, la piel reseca; toda ella una absoluta desgracia. Sólo los ojos —esos ojos violetas cantados por juglares, plasmados en óleos por pintores—, sólo ellos no la abandonaban; ahora, estaba convencida de que hasta el día de su muerte serían bellos... Aunque más lo eran si ella maquillaba los párpados y delineaba con el lápiz las cejas. Y volvían a ser los mismos ojos con que había observado y deleitado al público de la Scala de Milán. ¡Esa gloriosa noche! Pero había que restaurar el resto. A gatas inició la búsqueda de los tarros de cosméticos. Y con ese placer con que un pequeño recupera sus juguetes, iba encontrándolos; faltaba el tubo de labios y después de mucho lo halló debajo de la cama, junto a la bacinica, llena desde hacia quién sabe cuántos días... Pero nadie va a meter sus narices aquí. Mañana la quitaré. Mañana haré limpieza general... Mañana es mi cumpleaños. Mañana será la fiesta y todo estará perfecto y yo estrenaré el vestido negro y... ¡Madona, Madona! ¿Qué voy a ponerme en este momento? Corrió al clóset y repasó el vestuario... sucios, o desgarrados, o pasados de moda... Pero no, allí estaba su traje George Sand, con una ligera mancha de vómito en la solapa de terciopelo, que con un poco de agua se quitaría. Con pasos torpes, golpeando contra los muebles y la pared llegó al baño. El lavabo estaba lleno de medias en remojo. Quitó el tapón y las hizo a un lado. Abrió el grifo, sus dedos tallaron la mancha que dejó de ser blanca para convertirse en negra y crecer. Corrió de regreso a la recámara y empezó a maquillarse. Desde luego ninguna sobrina vale la pena, no hay por qué apurarse tanto. Pero esta Mina era la hija de Teresa, la única hermana a quien, de alma y corazón había querido. Y viajar desde Milán a México... un largo trayecto... miles de horas... El día anterior, Mina llamó avisando que habían llegado a la ciudad y que Franco, su marido, iba a una convención de hoteleros en Acapulco, pero que pasarían tres o cuatro días en la ciudad de México. Entonces Anabella los invitó a la fiesta. Hasta allí todo iba bien, pero de pronto, Mina llamó para decir que los compañeros de Franco querían salir mañana temprano, en el coche de un amigo, para conocer Taxco. Y suplicó: ¿No te molestaría que fuéramos a verte hoy mismo? Anabella pasó varios segundos muda... No; pueden venir... aunque la casa está hecha un asco, y yo también... si no les importa... (empezó a limpiarse la crema, y luego, sin temblar, se aplicó el maquillaje). No; lo importante es darte un beso, tomar una copa contigo por el cumpleaños, y dejarte los regalos que te manda mi madre. Además, no te preocupes, Franco es bohemio, nuestras amistades de Italia son artistas, intelectuales. Él te conoce, te conoció hace muchos años, me ha descrito tus ojos mil veces. ¡Y yo no te conozco! Estaremos allá en media hora. El maquillaje debe secarse en diez minutos; mientras, puedo vestirme. Se quitó la bata... Cuando sonó el timbre de la puerta ella estaba contemplándose en el espejo. Quedó satisfecha. A tumbos otra vez, por el pasillo oscuro, llegó hasta la puerta y les abrió. Soltó a reír, una risa incontenible, juvenil, llena de dicha. Mina la abrazó y besó repetidas veces. Luego vino el turno de Franco. —Avanti per piacere. —En español —suplicó Franco—. Mina y yo hemos vivido seis meses en Barcelona y hemos estudiado español, seis años. Nada de italiano. Anabella cerró la puerta y quedaron en oscuridad absoluta. Esto, de momento, desconcertó a la pareja, pero la risa de Anabella los tranquilizó. —Soy un gato, tengo ojos de gato y por lo tanto puedo ver a oscuras, pero me olvidé de que ustedes no... —mientras hablaba encendió una lámpara—. Siéntense por favor, donde prefieran... Mina y Franco, con azoro al contemplar el increíble desorden de la estancia, eligieron el sitio que les pareció menos sucio. Ambos se sentían avergonzados, en cambio Anabella los observaba complacida, sonreía, se carcajeaba, volvía a besarlos. Pero si eres idéntica a Teresa, y este Franco es bello. ¿Qué quieren tomar? ¿Tequila o café? —Café. —Tequila. Anabella desapareció por el corredor. —Esto es una inmundicia —murmuró Franco—, hace años que no se limpia esta sala. Sobre la mesita los ceniceros rebosaban; la ceniza y las colillas habían caído a los lados, junto a vasos con restos de diversas bebidas, en algunos de los cuales flotaban moscas ahogadas; dentro de un florero de cristal cortado, la muerte de unos crisantemos esparcía su peste desde una agua turbia, llena de natas. Cuando ella regreso con una botella de tequila en la mano. Franco preguntó: —¿Puedo hablarte de tú? —¡Naturalmente! Somos de la familia. —Entonces, nos vas a permitir que te ayudemos a limpiar. —Sí, ¡está todo hecho un asco!, van dos días que paso en cama con un resfriado espantoso y no he tenido tiempo. Lo decía tranquila, sin sentirse ofendida. Franco y Mina iniciaron la limpieza. El caos en la cocina era aún peor. No había dónde colocar la basura a menos que se decidieran a dejarla caer sobre el piso, pero también allí... ¡había ya tanta!... Una hora después, la cocina y la sala tenían un aspecto menos deprimente. Regresaron a sus asientos. Desde algún rincón Anabella gritó: —Estoy buscando unos vasos limpios. —Los que trajo no lo estaban. En uno de ellos flotaban extraños residuos que despertaron la repugnancia de Franco, pero, por fortuna para él, Anabella le sirvió en el menos sucio y dejó para sí misma el otro. Sirvió generosamente, como si fuera agua. —Los regalos... —dijo Mina—, entregándole tres cajas tan limpias y decoradas que resultaban fuera de lugar... —¡Mi cumpleaños, mi cumpleaños! —gritaba como una pequeña. Una seda de dibujos grises y lilas ondeó por varios segundos en sus manos. ¡Bellísima, bellísima! La arrojó sobre el sofá, encima de las otras dos cajas y aclaró: —Esas no las abriré hasta mañana. Así hacía desde niña. Nunca abrí todos mis regalos el mismo día. De esa manera prolongaba mi cumpleaños, y así la fiesta no terminaba, ¡había secretos, maravillosos secretos, dentro de esas cajas que yo no abría! ¡Salud! De un trago bebió más de la mitad de su vaso, y a continuación se puso a tararear Madame Butterfly, como lo hace una persona que está a solas. Absorta, con la mirada perdida, dejó de estar allí y se encontró en su hogar, en Milán. El cuarto de juguetes donde de niños, Lucio, ella, Martina y Teresa, jugaban y reñían. Un espacio estrecho, sí, pero que podía albergar todas las dimensiones del mundo... Allí nacieron los más bellos sueños, allí empezó a cantar. Franco y Mina aprovecharon la oportunidad para observar la estancia: los muebles, los cuadros, los adornos, eran hermosos a pesar del polvo y la mugre que los cubría. Franco se acercó a una consola repleta de objetos y retratos. Una fotografía de Anabella, jovencita, en el papel de Susuki; una figurilla olmeca y una carita sonriente como las que habían visto por la mañana en el Museo de Antropología; luego una figura fálica, junto a un abanico —francés sin lugar a dudas—, con paisajes bucólicos, muy destruido por el tiempo; venían más fotos con distintas Anabellas y distintos acompañantes; había también cajitas laqueadas, muñecos de biscuit, una botella de refresco, y una fuente de cobre llena de huevos de ónix. Sobre las paredes colgaban extrañas cruces de diversos tamaños. —Huicholes —dijo Anabella al ver que él las observaba—. Un arte increíble... una vez tuve un amante huichol. Me lo encontré en la Alameda. Vendía cruces y collares, ¡guapo como él solo!, y con el pretexto de comprarle todo, me lo traje a casa, pues le dije que no me alcanzaba el dinero. Y aquí mismo, allí donde estás tú sentada, me le eché encima y lo obligué a amarme. —Se atacó de risa y de tos—. ¡No saben cuántas travesuras he hecho! De muchas no me acuerdo. Al huichol le gustaba que yo le cantara. Era muy tierno, muy joven, vivió conmigo como seis o siete meses, hasta que vino su esposa y se lo llevó. No me acuerdo quién, siguió después de él. Pero hay que tener muchos esposos y amantes mexicanos para entender este país. De otra manera se queda uno en la superficie, sin ahondar en los misterios, en las creencias. Yo no entendería el día de muertos si no hubiera amado a un tarasco. Escucha Mina, escucha tú también Franco: Están recién casados y... —Estáis —corrigió Franco. —Este muchachito pendejo, en México no se usa el vosotros... No me hagas correcciones porque corres el riesgo de que nunca termine de contar lo que quiero contar. Adoro hablar, pero las palabras me pierden, es como meterse dentro de un laberinto en el que no se encontrará la salida hasta después de mil intentos. Yo no sé que les iba a decir, y es que la voz para mí es esencialmente un instrumento musical. Dios me dio ese don... Los dones se pierden, como todo en la vida, pero a diario estudio, practico... En esta semana no he podido hacerlo por la tos, estoy muy ronca, y yo soy mezzo-soprano. —Tía, quiero aclararte que no somos recién casados. —¿No? Pues no sé por qué se me ocurrió... Tal vez porque tienen cara de ser felices... Como si fueran amantes. —Es que nos queremos, a pesar de los años —respondió Mina. —¿Cuántos? —Casi siete. —¿Siete? Toda una eternidad, yo con ninguno he podido durar tanto. Claro, es mi temperamento, los artistas necesitamos renovarnos, cambiar, o de otro modo traicionamos nuestra vocación. Pero tú... Es natural... A tu madre fue a quién más quise de todos mis hermanos. Tal vez porque ella era más pequeña que yo y reñíamos poco, en cambio con Lucio y con Martina siempre estuvimos en guerra. Nos peleamos hasta por correspondencia. Por eso dejé de escribirles desde hace años. ¡Salud! Para qué, ¿no creen? Además, no los amo, y, yo soy una mujer que sabe amar, de eso hay miles de testimonios. A Teresa, por lo contrario, le guardo mucho cariño. También a ella le gustaba oírme cantar, y aquel que ama mi canto es correspondido por mí. —Yo nunca te he escuchado —interrumpió Mina—, pero Franco sí. —En New York, en la Butterfly. ¡Nunca lo olvidaré —dijo Franco—. Seguía de pie a un lado de la consola, tomó el retrato de Anabella-Susuki, se acercó con él a Mina y después de limpiarlo con el pañuelo se lo entregó. —Sí —dijo Anabella—, en el Metropolitan, en 1963... Una breve temporada. Mi esposo era entonces un empresario... —Soltó una carcajada estruendosa—. Ya no me acuerdo de su nombre... Ernest, o Erwing... o... Al rato se los digo. —Contempló a Franco y sonrió—: De manera que tú me escuchaste, te gusté y me recuerdas... —Sí, pero fue en 1953; yo tenía entonces diez años —aclaró Franco.
Pero Anabella no lo escuchó, o no quiso escucharlo. Mina examinaba el retrato. —Aquí estabas preciosa, tía, con razón Franco no te olvidó. Anabella contempló el retrato, dijo: —Pero ése no es de Nueva York, es de Milán... Iba a decir: en 1938, pero prefirió omitir la fecha. Comentó: poco antes del desastre. Unos meses después dejé Europa... Y desde entonces no regreso. —Deberías volver, a mi madre le daría un gran gusto, y hasta Martina y Lucio llorarían de emoción. ¿Sabes que para nosotros eres una especie de leyenda? La tía que canta y que viaja por todo el mundo llena de aplausos y de éxitos. Yo y mis hermanos, y mis primos, te teníamos de ídolo y te envidiábamos. A veces teníamos la esperanza de que llamaras a alguno de nosotros para acompañarte. Anabella resplandecía. Se sirvió más tequila. —Qué hermosos... —Volvió a carcajearse—. Debo confesarte que en la vida he tenido más amores que aplausos. Los hombres me enloquecen. No me dejes a solas con tu marido porque empezaré a hacer de las mías. Pero también he tenido éxito. El año próximo, en la temporada de Ópera Internacional, cantaré aquí, en Bellas Artes... ¡Me han insistido tanto! pero por una u otra razón; mejor dicho, ¡por uno u otro pantalón!, nunca he cantado en México. Me refiero a cantar en grande, en serio, porque sí he dado algunos recitales, soy bastante conocida, y apreciada. Es una virtud de esta ciudad, sabe dar al gran artista el lugar que se merece. Yo puse como condición que sólo cantaría en la Carmen de Bizet, y desde luego exijo que venga a dirigirme Zefirelli. Todo está aceptado desde hace dos años; pero no han podido traerlo; y yo con otro director, no acepto. Aquí me quieren mucho, tengo miles de amigos, siempre me están invitando a pasear. Salud. También doy conferencias, charlas sobre música y sobre otros temas. —De nuevo la risa y la tos la sofocaron; esta vez el ataque fue más largo, cuando se recuperó continuó—: La semana pasada fui a un internado de muchachitas ricas. Me invitó la directora, la muy pendeja no me conocía bien, y después de presentarme me dijo que me dejaba a solas con ellas para hablarles de arte. Y con voz aflautada agregó: “Pero de arte con mayúsculas, como sólo usted, Anabella, sabe hacerlo. Escúchenla bien niñas.” ¡Y nos dejó solas! Y yo empecé... —otra vez el ataque de risa y tos— a hablarles de amor, ¡con mayúsculas!, les conté mis mejores momentos; al principio parecían no entenderme. Me miraban con ojos brillantes y no sabían si reírse o no, pero acabaron por reír como locas. Y yo seguía con mis anécdotas, una tras otra; les conté lo del huichol, y de un cubano estupendo, y de un albañil que vino un día a arreglarme una pared y terminó arreglándome otra cosa. La directora regresó sin que nos diéramos cuenta, y de repente se puso a dar gritos para callarme. ¡Vieja delicada! ¡Melindrosa! ¡Pinche! Por poco y me saca a patadas... Y yo muerta de la risa. Gritándolas: Ciao, niñas, ciao... Yo me divierto: no dejo que la tristeza se apodere de mí, y tengo tragedias. ¿Quién no las tiene? Pero me defiendo, no me doblego, yo vine al mundo a ser feliz y a hacer feliz a quien esté conmigo. ¿No dices salud, Franco? Franco tomó su vaso y lo chocó con ella. Dijo: —Por tu éxito de Susuki, y por tu futuro gran éxito en Carmen. Mina se levantó a colocar el retrato en su lugar, y se puso a ver las otras fotografías. Tomó una de ellas. Anabella abrazada por un marinero. El fondo era un paisaje bellísimo. —¿Dónde es esto? —Acércamela, querida, no distingo desde aquí... ¡Ah! es Acapulco; y de éste sí me acuerdo, se llama Max, holandés, de Rotterdam... —Mira Franco: Acapulco. —Precioso —exclamó Franco. —Sí, como muñeco, tenía veintitrés años. —Pasado mañana estaremos allí. —Me va a parecer un sueño. —¡Era un sueño! Sus ojos, sus músculos. No sabes qué maravilla. Me estremezco de pensar en él, tengo una memoria epidérmica, ¡tan fiel!; y tú, Mina ¿no heredaste nada de tu tía? —¡No! Por desgracia, mi voz es insignificante, canciones populares, no más. —Yo digo de lo otro. —¿Cómo? —Los hombres, ¿nada más éste? —y señaló a Franco. Mina soltó a reír: —Me basta—. No creo que pueda amar a otro. Bueno sí, a otros dos: mis hijos. —¡Dos hijos! ¿Pero, están locos? —Tenemos cuatro —dijo Franco. —¡Qué espantoso! Los italianos siguen siendo subdesarrollados. Los tres rieron. Mina colocó al joven de Rotterdam junto a la botella de refresco. Otra foto, a color, llamó su atención: la tomó. Por el aspecto de Anabella era mucho más reciente; se veían en su rostro los pasos del tiempo, pero los ojos, eran casi los de una niña, bellos e inocentes, ¿cómo podían conservarse así? Daba la impresión de que el alma de Anabella era incontaminable, indestructible, una fuerza que podría salvarla del mayor dolor, quizá, hasta de la soledad... Junto a ella un hombre recargaba la mejilla en la peluca de la tía. Era un hombre atractivo; tal vez Mina no podía decir “bello”, pero había algo notable en él, algo agazapado dentro de los ojos negros, unos ojos que parecían poseer el mismo secreto que los de Anabella. La nariz y la boca eran de buen trazo; tenía una frente amplia, hermosa, y el pelo abundante y largo, también lo era. Mina sintió una emoción extraña, ajena a ella, porque eso, sólo lo había sentido por Franco... hacía años. Con la foto en la mano caminó hacia su tía. —¿Quién es él? —preguntó. Anabella tomó la fotografía. Suspiró profundamente, pareció triste. —Es Pedro, mi esposo. —¿Qué es él? —inquirió Mina al tomar otra vez la foto. —Músico, un gran pianista; si es que aún existen genios en el mundo, él es uno... —¿Desde cuándo están casados? —inquirió Mina. —Pregúntame mejor: ¿desde cuándo te abandonó? —¿Desde cuándo? —Desde el día de la boda, ese día salió para Varsovia. Un gran pianista... le dieron una beca, de seis años. Franco se acercó y contempló la foto. Mina se sentó al lado de Anabella. —Lo amas, ¿verdad? Anabella asintió. —Y entonces, ¿por qué no lo sigues? Tienes dinero —dijo Franco—, puedes hacerlo. Yo no comprendo los amores imposibles, con dinero uno tiene lo que quiere. Anabella soltó a reír, tomó más tequila. —¡Por mi maridito santo! —brindó—. No se pongan tristes por mí; eso pasó hace dos años y siete meses. Ahora ya no quiero pensar en él... o cuando lo hago me remonto al tiempo anterior a la boda. Casi dos años de amor, amor en grande, como si fuera el primero... ¡Qué tipo! ¡Qué modo de amarme! —¿Más que los otros? —inquirió Franco. —Más, mucho más; no puedo afirmar que él haya sido el amante perfecto; tuve mejores —¡hasta en su tiempo! Porque lo engañé varias veces—, y tal vez encontraré todavía alguno que supere a todos. Pero con Pedro cometí la máxima estupidez. Me enamoré. ¿Y qué se puede hacer contra eso? Es como una droga a la que, si te acostumbras, no le puedes hallar sucedáneo. Las cosas del espíritu son laberínticas, ciegas. —Pero... —preguntó Mina sin dejar de contemplar la foto—. Si habían pasado dos años tan felices, ¿por qué la boda? ¿Y por qué su partida el mismo día? Anabella suspiró, le quitó la foto a Mina y le dio un largo beso a Pedro. —Ya te lo dije, travesuras del espíritu, del alma. Por primera vez me sentí necesitada de atarme, de que nuestra unión no fuera lo mismo que las anteriores. Yo fijé la fecha de la boda, y él aceptó con gusto; era incapaz de negarse a lo que yo pedía. Cuando me dijo, después de la ceremonia, que se iba en dos horas, lo consideré un miserable, pero él me afirmó que no sabía lo de la beca, que se había enterado unos días antes, y que ya a esas alturas no quiso decírmelo ni cambiar los planes. Yo sabía que desde mucho tiempo atrás él había hecho la solicitud y que desde luego tenía posibilidades de, algún día, irse a Polonia. Fue una de esas bromas del destino. Por otro lado, para Pedro la boda no significaba más que un trámite legal que carecía de valor o de sentido. Pero, yo lo pedía, y él siempre me complació. —¿Y no te pidió que lo acompañaras? —preguntó Mina—. ¿No te escribe? —Sí... —Anabella estaba ahora triste—. Unos tres o cuatro meses después, me pidió que lo alcanzara. No recuerdo sus frases, pero cuando terminé de leer la carta, comprendí que a él no le importaba... Sostenemos correspondencia; de cuando en cuando él me escribe, y a veces yo le contesto. ¡Qué tipo! —la risa, sus carcajadas juveniles llenas de picardía y dicha retornaron, al igual que la tos—. ¡Qué tipo! ¿Quieren conocerlo más? —¿Cómo? —inquirió Mina. —En mi cuarto tengo un póster de él, desnudo. Vengan, vale la pena verlo. Mina se quedó inmóvil, su corazón latía en forma extraña, y sus manos estaban húmedas. —No, yo no. Vayan ustedes. Anabella tomó de la mano a Franco y lo condujo, muerta de risa, hacia su recámara. Mina se puso de pie y regresó el retrato de Pedro a su lugar. Había una foto de Anabella sola; en vestido de noche, con joyas. Una Anabella decorada, lista para actuar. Ellos regresaron. —Soberbio, ésa es la palabra para calificarlo —dijo Anabella. —¿Por qué no fuiste a verlo? —le preguntó Franco. —Bueno, creo que es más interesante esto; por ejemplo, esta foto. —Se la pasó a Franco—. Me encanta cómo estás aquí, tía. ¿Podrías regalármela? Anabella se acercó a ver de qué foto se trataba. —Claro que puedo regalártela. Pero ésta no es mi favorita... Tengo una en que me veo tal y como soy, mejor que aquí, es preferible que te regale ésa, para que se las enseñes a Lucio, a Martina, a todos esos sobrinos que no conozco. Que vean cómo es Anabella, tal como tú me estás viendo ahora... Caminó al extremo de la estancia, y de otra consola, también repleta de chucherías, tomó un retrato, tamaño postal, con marco de plata. —¡Ésta! Mira; es en el bosque de Chapultepec; me la tomó Pedro hace unos cuatro años. Anabella espiritual: los ojos más bellos y dulces que nunca, la boca entreabierta, a punto de hablar. Irradiaba ternura como sólo una mujer enamorada puede hacerlo. No había arrugas en ella, no existía la edad, era la representación del amor. —¿Bella, verdad? Martina se morirá de envidia... Puedes también enseñársela a los vecinos, y si quieres, puedes publicarla en un diario de Milán. Hace tanto tiempo que no me ven... Vengan, hace falta una copa. De nuevo se llenó el vaso, y a pesar de las negativas de Franco también le sirvió a él. —Ah, queridos míos, hay que vivir, hay que amar, es la única receta para aproximarse a lo eterno... Por eso les conté mis aventuras a las niñas del colegio; no por mala intención, yo no soy una pervertidora de menores, pero quiero que todo mundo sepa, sobre todo esas niñas lindas, tontas, ignorantes, que tal vez nunca se enteren de lo que es el placer. Y sólo miles de placeres, ¡miles!, pueden conducirla a uno, algún día, al amor. Pero las cosas deben hacerse con pasión, sin límite, sin sombra de moral; de otra manera sólo alcanza uno un remedo, una limosna. ¡Qué caras ponían! ¡Qué locura! ¡Qué maravilla saber que el juego del amor es inextinguible! Terminó su vaso y volvió a llenárselo. Su rostro cada vez se alteraba más. —¿Del amor? no quieres más bien decir del ¿placer? —preguntó Franco—. Y aún lo segundo, se acaba. —No siempre, es cuestión de espíritu, de temperamento. Yo estoy decidida a morir haciendo el amor. ¡Ningún sufrimiento habitará en mí, mientras sea capaz de amar! Se quitó los zapatos y subió los pies en el sofá. Empezó a tararear otra vez Madame Butterfly, y sus ojos se clavaron en Franco. Una sonrisa diferente apareció en sus labios —una sonrisa nueva para ellos que al principio no se percataron de la transformación. —Mina... vete —pidió Anabella. —¿Cómo dijiste? Anabella empezó a desabrocharse su saco George Sand. —Ve a la cocina, prepara más café... En lugar de obedecer, Mina se sentó en un sillón, y asombrada vio que Anabella se desvestía: se puso de pie, y, sin ningún pudor se desabrochó el pantalón y lo dejó caer sobre la alfombra. Quedó desnuda. A pesar de la edad su cuerpo era hermoso. Franco, frente a ella, la miró turbado. Anabella empezó a reír. —¿Soy bella, verdad? Tu rostro es bello también, tu cuerpo debe serlo, quítate la ropa, necesito sentir tu calor. Franco volteó a ver a Mina, como si ella pudiera decirle qué debía hacer. Pero lo inesperado del acto los tenía a ambos desconcertados. Anabella caminó hacia él murmurando: —Por favor... por favor... Franco se levantó. Con voz ronca, le dijo: —Anabella, estás fuera de razón, no sabes lo que haces. —Sí sé; siempre he sabido qué quiero hacer, y en este momento te quiero a ti. Vas a gozar mi cuerpo. Tengo una abstinencia de más de diez días, casi soy virgen... Es como si te hubiera estado esperando. Sí; te esperaba a ti... acércate... Trató de abrazarlo y Franco se retiró. —Anabella... El alcohol te hizo mal. —Se volvió a su esposa—. Mina... por favor... Mina con la boca entreabierta, contemplaba estupefacta la escena. —Aprisa, mi amor, te necesito. Empezó a acariciarle el rostro. Sus manos temblorosas acariciaron también los hombros y pecho. Murmuraba cosas ininteligibles, sonreía, su mano derecha descendió y trató de abrirle el pantalón. El luchó para impedirlo, se volvió desesperado hacia Mina. —Mina, ¡haz algo! ¿O no te importa? Mina caminó hacia ellos. —¡No te acerques, bruja cabrona! Es mío. Se entabló una lucha entre los tres. Anabella reía. Mina lloraba. —Tía... —imploró—, tía. ¡Debes calmarte! ¡Te lo ruego!... ¡Te lo exijo! ¡Suéltalo! ¡Estás loca!: ¡Mírame! Tía Anabella, soy yo, Mina, la hija de Teresa. Siguieron varios segundos de lucha sorda, hasta que lograron dominarla y por la fuerza la sentaron en el sofá. Anabella se puso a dar gritos, y luego soltó a llorar como una niña. Mina tomó la seda y la cubrió con ella. Esforzándose por ser suave suplicó: —Tía, debes acostarte. Nosotros ya nos vamos. Anabella volvió a tararear. Mina la besó en la frente. Tomó de la mano a Franco y echaron a caminar hacia la puerta con miedo de que la tía tratara de impedir la fuga. Entonces ella, con tristeza, dijo: —Mina, olvidas mi retrato. —Lo tomó y caminó hacia ellos con pasos lentos. La seda cayó en la alfombra—. Enséñaselo a todos, así me verán tal como tú me viste. Fueron muy buenos en visitarme... Gracias. Se quedó en el umbral, desnuda, temblando, murmurando: Pedro... Pedro... y poco a poco, su rostro se suavizó hasta convertirse en el mismo del retrato.
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