El tío Quintín
Para Nedda y Enrique Anhalt
I Al tío Quintín lo veo con frecuencia; casi a diario porque está en una rinconera del vestíbulo de arriba y cruzo por allí a cada rato. A veces —mentalmente o de viva voz— lo saludo: los buenos días, las buenas noches, o le digo una frase amable, sin interrumpir el paso. Creo que es el único retrato suyo que perdura y por lo tanto justifico, hasta cierto punto, que ninguno de mis hermanos se acuerde bien de él. ¡Y cómo no, si el menor de nosotros hace muchísimo que cumplió el medio siglo! Pero... olvidarlo al grado de llegar a dudar de su existencia, eso sí que no, una cosa es la avanzada edad y otra el reblandecimiento cerebral. ¡Nadie se acuerda de él! ¡Es el colmo! Mi esposa Eunice me dice que no debo irritarme, y entonces me irrito más. Admití las dudas, incluso las bromas, pero la negación absoluta, ¡jamás! Precisamente para precaverme de esto último no le pregunté a Horacio, mi hermano mayor, ya que está casi amnésico y es capaz de responder iracundo: —¿Cuál tío Quintín? ¡Nunca tuvimos un tío Quintín! Lo que habría provocado un serio disgusto entre nosotros; él tiene serios disgustos con todos, nunca le gustaron las medias tintas y los años lo han vuelto carrascaloso. Supongo que por un oculto y atávico condicionamiento de: Primero las damas, acudí inicialmente a mis hermanas. No lo deploro... pero... He aquí los resultados: Beatriz escuchó mi pregunta con sorpresa, un destello de inquietud apareció en sus ojos y en seguida pasó a su habitual indiferencia. Beatriz fue muy hermosa (parece increíble, pero lo es hasta la fecha), de rasgos finos y bien trazados, de esos que no se alteran ni con las inclemencias del tiempo ni con las del alma. No despierta envidias porque sus deficiencias, de otro orden, son tan grandes como océanos y eso mitiga los celos. ¡Cómo nos reíamos de ella cuando chica! Se creía cuanta mentira urdíamos. Es tan cándida que si en carne propia no hubiera tenido tres hijos seguiría pensando que los trae la cigüeña. El mundo para ella nunca fue más lejos que su vista —su pensamiento no osó tanto— y en los últimos años se ha vuelto cegatona. Sin quitarme la vista de encima su rostro tomó esa expresión displicente que adquiere cuando no entiende si se trata de un insulto, una broma, ¿o qué? En suma: no respondió. El abismo de sus ojos —tan próximos a mí— me espantó un poco, como si esa nada pudiera tragarme. Preferí no insistir, me dio miedo el vacío. Unos días después de mi frustrada (y casi espeluznante) tentativa vino Elena a visitarnos y en la primera oportunidad que nos dejó abrir la boca se lo pregunté. Me miró con burleta, movió coquetamente la cabeza de izquierda a derecha y viceversa, sonrió, y dijo: —¿Qué... otra de tus invenciones? Tal majadería implicaba una respuesta de la misma índole, pero todavía no empezaba yo a tartamudear cuando ella saltó a hablar de sus nietos. Es obvio que le interesan más las invenciones de sus hijos. Aunque no lo demostré, quedé bastante molesto. No esperaba yo eso de ella. Confiaba en su buena memoria ya que es la más joven de nosotros —si mal no andan mis cuentas, cerca de los sesenta, ¿o los setenta?— y es la que se conserva mejor de todos. Se ve tan joven que donde no la conozcan bien ha de presumir de que es nuestra sobrina. Sin embargo a mí no me dan gato por liebre, puso tanta vehemencia en cautivarnos con su charla que supongo era un disfrazado empeño de no nombrar al tío Quintín. ¡A saber qué mar de fondo hay en eso! Para colmo —otro más— tampoco mi memoria se encuentra en condiciones óptimas, muchas veces se me escapan los recuerdos que quiero apresar. Por ejemplo: trato de recordar alguna escena en la que Elena y el tío Quintín aparezcan juntos y no lo consigo. Y las hay por docenas, por cientos, seguro que las hay. ¿Me estaré olvidando de él yo también?... Me temo que sí, y por ello me urge encontrar los recuerdos ajenos; así recuperaré los propios. ¡Ay, tío Quintín, haz acto de presencia en la cabeza de alguien más! Y conviene que te apures o corres el riesgo de no haber existido ni para mí. ¡Qué incertidumbre! Con suerte y una mañana me pregunto al pasar por el vestíbulo de arriba: ¿Y éste, quién será? Ya una vez me sucedió con un dizque bisnieto y se armó una de aquéllas. Luego, aunque no quise ser descortés no supe a quién dar disculpas —se parecen tanto unos a otros—; la gente se ha vuelto muy difícil de identificar y no tengo la menor idea de quién será el o la ofendida. No es que chochee, sino que la explosión demográfica familiar ha sido francamente severa, y no puedo quejarme porque bastante mal ejemplo di yo mismo; pero mi capacidad de retención tiene un límite. Mil veces me he preguntado quién habrá sido ese mocoso. Pero por mucho que me intrigue no lo indagaré, lo juro. Ese día no di mi brazo a torcer. Me hice como si no fuera yo quien preguntó por su origen y me puse a chiflar, tan campante como si nada. Al fin y al cabo que ni me importa saberlo. Y si me lo dicen se me va a olvidar. De todos modos creo que deberían tener la amabilidad de enterarme en lugar de ofenderse. Ay, tío Quintín, soy capaz de llegar a la conclusión de que no existes y que sólo eres una antigüedad más que compré un domingo en La Lagunilla. ¡Con todo el cariño que me diste! Me traías unos alfajores muy buenos, eso no lo puedo haber inventado. Ya hablé de Beatriz y de Elena, falta Sara. Mi hermana Sara, desde hace como veinte años, poco después de quedar viuda... (A esta pobre se le ha muerto todo mundo: los cinco o siete hijos que tuvo con Atenor, toditos los nietos... ¡Ni los perros le duran!... Está siempre sola; lo que no deja de tener sus ventajas, me imagino.) Esta Sara —repito para que no se me escape— come los martes en casa de la prima Lucrecia, así que un martes me hice el aparecido, incluso fingí sorpresa de encontrármela, y en un momento que estábamos solos también le pregunté a ella —como si no tuviera importancia la cosa y como si me hubiera olvidado de que estamos peleados, aunque tengo la impresión de que ella ya se olvidó del pleito—, le dije, muy afectuoso y en tono festivo: —¿Te acuerdas del tío Quintín? Me miró muy compungida, con cara de mártir: —¡Ay hermano! —respondió y echó largo suspiro—. A mí se me ha olvidado todo. A veces no sé en qué día estoy ni cómo me llamo. —Pero te acuerdas de él —afirmé yo, lleno de esperanza. —¿Qué enfermedades tuvo? —me preguntó como si este dato fuera fundamental para ubicarlo. —¡Ay, Sara! ¿Cómo quieres que me acuerde? —Tú deberías saberlo, ¡me llevas diez años! —Razón de más para recordar menos —me respondió con una lógica que me sonó a prestada. —Acuérdate… —le rogué, y la ayudé un poco con información—. Tenía una frente muy amplia y brillante... un aspecto distinguido... de manos muy grandes y fuertes... —¿Fue el de la leucemia, o el de la apoplejía? —No seas extravagante, Sara, nadie se moría de leucemia en ese tiempo. —¿No fue la de fiebre puerperal? —¡Era hombre, no mujer! —¿No tuvimos también una tía Quintina? —¡No, Sara, no! —Sí; una bigotuda, picada de viruela, que le gustaba el pulque; Pero no era tía sino prima, en segundo o tercer grado, de mamá. —El tío Quintín era pariente de papá, no de mamá. —¿No te habrás confundido, Efrén? —¡No soy Efrén, Sara, soy Marco Tulio! —¡Ay, sí! ¡Qué ida estoy! ¿Cómo está Gloria? —Muerta desde hace veinticuatro años; mi esposa actual se llama Eunice —lo digo a gritos y agrego para mí: con razón me peleo con esta estúpida cada vez que nos vemos. —Sí, ¡claro! Gloria fue de cáncer... —no se refiere a su signo, desde luego—. ¡Y Eunice está mal de los riñones! Cuídala mucho porque de la nefritis a la nefrosis no hay más que un paso, ¡y es enfermedad mortal!... Un yerno de Beatriz murió de eso. Intento huir. Pero ya es demasiado tarde. He caído en la trampa: ni la prima Lucrecia ni yo logramos que deje de hablar de enfermedades. Tuve que quedarme a comer, Lucre me quería enseñar no sé qué y no me dejó ir. Nos dio una sopa de fideo seco con mucho perejil y un parmesano que de tan bueno parecía auténtico, unas tortitas de papa con ensalada de coliflor cruda y entre bocado y bocado estuve en espera de que el tío Quintín hubiera padecido alguna enfermedad exótica capaz de despertar la memoria de Sara. Inútil. Supongo que el tío Quintín fue sano como roble (ya sé que el roble no es ejemplo de salud sino de fortaleza, pero no recuerdo ahora el ejemplo de salud), ¿de qué habrá padecido?, ¿de qué habrá muerto? Y Sara habla sin tregua —¡fue siempre tan lenguaraz! — y con una claridad de pensamiento científico y una riqueza de vocabulario digna de un perito, vamos, cual eminente catedrático en su mejor momento (a mí esa lucidez me huele a demencia); y se sabe unas palabras tan largas y difíciles que parecen trabalenguas (hice que me las repitiera por fastidiarla). De hoy en adelante no vuelvo a admitir las monsergas sobre su mala memoria: ¿cómo no se le olvida ningún síntoma? ¿ni los terminajos? Nos habló del síndrome de Guillain-Barré. Al llegar aquí pretendí hacerme el culto y la interrumpí. —¿No será William? —con mi mejor pronunciación. Y ella, fulminándome con una mirada, recalcó: —Guillain-Barré, unido con guión, es apellido... ¡francés! Y se explayó en el tema de la intrincada afección del sistema nervioso que se expresa por parálisis progresiva. De allí saltó a arteritis nodosa y a tromboangeítis obliterante; éstas últimas según colegí, son afecciones de las arterias. ¡Qué ociosidad de aprenderse tanta paparrucha! Y con tales especulaciones sobre tan ingratos temas me echó a perder los riñones al jerez que comíamos. (Mis hermanas son una calamidad. Esta Sara, la Elena y las dos que ya murieron —Fermina y Rocío— se convirtieron en auténticas enciclopedias médicas —la pobre de Beatriz no pasó del catarro y el mal de ojo, y para todo recomienda un té o una aspirina—. Pero en cambio las otras son médicas empíricas, diagnostican y recetan impunemente —también mi esposa Eunice se estaba contagiando pero le puse el alto a tiempo—, y se les ha pegado esa autosuficiencia de ciertos galenos que tratan a todos como si fueran niños o tarados. Pero estas Hipócrates de bolsillo no se concretan a la sabiduría, ¡también padecen todo lo que saben! Además de que se repartieron las enfermedades con la cuchara grande a nosotros los hermanos nos dejaron nada más la cirrosis, la gota y las enfermedades venéreas... ¡A estas alturas... cuando ya casi ni bebemos... ni nada! Me gustaría morirme de algo rarísimo que ellas no conozcan ni de nombre para ver sus jetas verdes de envidia, aunque, ¿cómo las voy a ver? Bueno me las imaginaré desde ahora y me consolaré.) Acabé a la greña con la Sara, ¡no soporté tanta pedantería!, y en venganza me puse a ridiculizar al pobre de Atenor, a quien esta cacatúa mientras más años de muerto tiene, más clama que lo idolatró; ya se le olvidaron los agarrones que se daban y las majaderías que le decía. Perdóname, Atenor, no quise ofenderte, siempre fuiste un buen cuñado y te aprecié en todo lo que valías. Lo único que te reprocho es que nunca le hayas dado una paliza a esta infeliz. Volví a la casa con agruras e hipertensión, rojo todavía del berrinche, y sin nada nuevo sobre ti, tío Quintín. Te has de haber muerto de viejo y por eso no te recuerda Sara. Si hubieras tenido cuando menos tuberculosis, o gangrena en ambas piernas, no te habría olvidado y nos habría descrito cómo olía tu cuarto, qué dolores tenías, qué demacrado y enloquecido te viste en los últimos instantes, con el grito de desesperación en la boca, el rictus de la muerte... II Nosotros somos hijos de don Horacio de la Peña y de doña Elenita Salamanca. Nuestras raíces más remotas proceden de la antigua aristocracia pulquera, rubro cuya mención desagrada a las mujeres de la familia, a los varones no nos da pena admitirlo, aunque ahora ni quien sepa lo que fue eso. Éramos nueve, ya perecieron las más viejas: Fermina y Rocío. Me sé bien las fechas de nacimiento de la primera y de la última de mis hermanas, porque mi madre decía con frecuencia: “Mis partos fueron: del 893 al 913”; lo que quiere decir: de Fermina a Elena. Ahora el único que queda del siglo XIX es Horacio: nació en el noventa y siete o noventa y ocho, siempre me confundo con sus años; en cambio con Sara no puede haber confusiones, es del novecientos, y papá acostumbraba decir: “Ésa va con el siglo”. A ella la sigue Lorenzo, luego viene Efrén, y tras éste, Beatriz, después, yo; tampoco conmigo hay pierde porque nací con la Revolución, pero, fuera de la familia, no tengo nada de bélico. La última es Elena. Mi madre se casó muy jovencita, en cambio mi padre ya no se cocía al primer hervor. Siempre lo vi muy viejo; los viejos de antes lo eran más que los de ahora. El tío Quintín nunca se vio tan anciano como mi padre, pero sí se le notaba que correspondía a otra época a aquel tiempo en que la vejez tenía una elegancia que se ha perdido por completo. Además, él era muy elegante. Hablando de su elegancia viene a mi mente un recuerdo fresco: Entro corriendo en la sala y de pronto tropiezo con unas piernas de hombre, mis manos chocan con un paño gris muy suave, sedoso como los gatos. El tacto me hace adivinar al tío Quintín. La ratificación viene al ver su leontina de oro que va de un bolsillo a otro de un chaleco de brocado negro. Recuerdo la corbata granate que usaba ese día, y me sorprende —como algo extraño en él— que esté fuera de lugar y con el fistol a punto de caer al suelo. (La leontina la contemplé muchas veces, incluso jugué con ella, tenía pequeñas piezas y en cada tercer eslabón llevaba incrustado un brillante o un diamante. ¿Qué sería de ella?, ¿quién la heredó?...) Después me encuentro su rostro sofocado y sonriente. Yo intento seguir a donde iba pero él se pone a jugar conmigo y da pasos laterales a derecha o a izquierda para impedir que avance. Me dice: “Soy la Gran Muralla de China”. Empiezo a protestar y a rebelarme porque no me deja seguir cuando aparece mi madre y me calmo. Quintín me levanta y me acerca a ella para que la bese. Qué hermosa se veía: el rostro arrebolado por el calor, los ojos soñadores y ardientes. “La Gran Muralla...” ...¡Oigo con toda claridad sus palabras! ¡Sí existes, tío! ¡Claro que sí! Ay, cuando uno empieza a dudar se cunde de sombras y engaños. Esta parentela de chiflados es capaz de afirmar un día que jamás tuvieron un hermano de nombre Marco Tulio. Pero no, no será fácil borrarme, dejo demasiados testimonios: hijos, nietos, bisnietos... ¡Hasta para dar y prestar! Me casé tres veces, he enviudado dos y deseo que mi esposa Eunice no sea imprudente y le dé por emprender el viaje a la eternidad antes de que me llegue a mí el fin; ya es demasiado tarde para otro matrimonio; para evitar ese riesgo la escogí bastante menor que yo. Me habitué a decir para todo: mi-esposa-Eunice, porque al principio al referirme a ella pensaba en Rosa o en Gloria y si estaba distraído esos nombres le decía, y no le hacían ninguna gracia. Con Rosa contraje nupcias en el 35 y me dio tres hijos. Era muy snob, y llevó esa manía al máximo: hasta morir de apendicitis, ¡era la enfermedad de moda!, en el 40; en la actualidad ni quien se muera de eso. Dos años más tarde me casé con ese encanto de fiereza que fue Gloria, me la mató el cáncer en el 61; con ella tuve ocho críos, cuatro hombres y cuatro mujercitas. La viudez me duró un año y a los cincuenta y dos me aceptó mi esposa Eunice, ella iba a cumplir treinta. ¡Qué mujer!, ¡tres veces gemelos! Ante esa amenaza al tercer parto la ligaron. La estadística no es mi fuerte, las cifras y las multitudes me exasperan, en castigo, como reza el refrán: lo que no quieras ver en tu casa lo has de tener. Para dar una somera idea de la gravedad de reproducción de mis descendientes diré que de los tres hijos de Rosa salieron veintisiete nietos. Sólo me cabe agregar que los otros fueron peores... Tengo bisnietos de veinte años para abajo y nietos mayores que mis gemelos menores. ¡Y todavía se ofenden porque no los reconozco! Me deprimen estas cuentas, más vale que retome la alegría del descubrimiento, redescubrimiento, del tío Quintín. Con franco optimismo emprendí la encuesta entre mis hermanos. Aquí están los casos: Descartado Horacio por las razones que ya expuse, acudí a Lorenzo. Este hermano es afable, le encantan las bromas y el trago, ¡se echa unas carcajadas que hacen retumbar las paredes! Fue bien parecido, muy alto, le encantan los cuentos colorados, y siento que uno de sus mejores rasgos es tener una pizca de ingenuidad —a Beatriz le tocó una montaña. Y yo opino como Confucio: el peor vicio de la humanidad es la estupidez. —¿Te acuerdas del tío Quintín? —pregunté. Lorenzo tiene ojos grandes (él y Beatriz se parecen mucho) y los agrandó más todavía cual si anduviera escudriñando en su interior para responderme. Sonreí. Era un buen principio: no había rechazo sino interés y búsqueda. Le ayudé con los datos que daba a todos, agregando, y haciendo hincapié en ello, lo de su elegancia, los paños tan finos que usaba, y un detalle más: su barba perfectamente cuidada, como la de Sir Walter Raleigh (es decir, la de los cigarros). Mis datos —aunque parezca imposible— le hacían crecer más y más los ojos y pensé que se le iban a salir de las cuencas. —Sí... —musitó— unas manos enormes, y no delicadas sino fuertes. —¡Exacto! —Un día me dio unas nalgadas. —¿De veras? —exclamé en el colmo de la dicha y envidiándolo. —Estaba furioso porque le hice correr mucho. ¿Te acuerdas qué difícil era alcanzarme? Mi alivio y agradecimiento no tenían límites, le respondí pletórico de generosidad. —¡Eras una flecha! —Pero a papá no le corría porque me iba peor. Sólo una vez lo hice, y no me quedaron ganas. En cambio a mamá la hacía rabiar a cada rato, y —pero eso fue otro día— una vez, que le dice al tío que me alcanzara. —¿Al tío Quintín? —¡Claro! Fue en el año en que vino a vivir con nosotros, cuando le dieron la recámara del abuelo. —Yo de eso no me acuerdo —comento con tristeza. Y agrego con voz temblorosa—. ¿Te acuerdas de su leontina? —¿La de los brillantes —y sacude la mano derecha con gozo infantil—. ¡Claro que me acuerdo! ¡Una vez la rompí! En ese momento una señora, joven, le lleva un niño de brazo. Mi hermano, sorprendido, se vuelve a verme e inquiere: —¿Y éste, quién es? —¡Lorenzo! Si no reconozco a los míos cómo pretendes que sepa quiénes son los tuyos. —¿También a ti te pasa? —Diariamente. —¿Quién eres, engendro? —le pregunta al crío apretándole cariñosamente la barbilla. —Es Gustavito, don Lorenzo. —¿Es tuyo? —Sí. —¿Y tú quién eres? —Muriel, la esposa de Gustavo. —¿Quién es Gustavo? —Su bisnieto, nieto de Lorenzo Arturo, hijo de su hijo Lorenzo Felipe. —¡Claro! ¡Claro! —pero es evidente que no tiene la menor idea de quién se trata. Se vuelve hacia a mí para salvarse—. Perdón que te interrumpí, ¿qué me decías? —Eras tú el que me contaba que un día rompiste la leontina del tío. —Sí, sí —vuelve a sacudir la mano—. ¿Te acuerdas del reloj del comedor? —Desde luego. —Pues una vez también lo rompí. —Eso me lo has contado muchas veces —digo tratando de disimular mi impaciencia, y para que no se me vaya a escapar por el vericueto de un asunto que no me interesa abordo el tema de los alfajores. —De eso no me acuerdo —responde enfático. Pero añade con placer—. Los pirulíes y las pepitorias que vendía doña Marcolfa me encantaban. Y como infante glotón empieza a enumerar todos los caramelos habidos y por haber sin tomar en cuenta mis interrupciones (¡en mala hora hablé de alfajores!) ni mi cara de tragedia a pesar de que trata tópicos dulces como: ...las zarzamoras en almíbar (que por esta época comíamos). —Yo les ponía encima cucharadas y cucharadas de nata —me dice relamiéndose los labios. —¡Sí, Lorenzo, sí, eran deliciosas! Cuéntame lo que ibas a contar: que mamá le pidió al tío Quintín te alcanzara un día que la hiciste ponerse furiosa. Los ojos de Lorenzo empiezan a sufrir de nuevo esa dilatación de que ya hablé, cuando llega Gema —la mayor de sus hijas— empujando la silla de ruedas donde dormita su madre, mi cuñada Julia. Aprecio a ambas y me levanto a saludarlas con gusto. Mi hermano observa intrigado el vehículo y exclama: —¡Esa es mi silla, no la de ella! —Papá... —protesta Gema suavemente—. Tomé la que me quedaba más cerca. —Después me la dejan toda sucia —dice furioso. Gema hace caso omiso de la impertinencia paterna y me pregunta: —¿De qué hablan tan animados? —Del tío Quintín —digo yo. —Del tío Everardo —dice él. Lo contemplo atónito. —¡No, Lorenzo! Te estás confundiendo: hablamos de Quintín. —¡Qué Quintín ni que ojo de hacha! No me acuerdo de ningún tío Quintín. —¡Sí te acuerdas! —ataco vehemente. No permitiré que se desdiga—. El de la leontina de eslabones que un día rompiste. —¡Esa leontina era de papá! —¡Era del tío Quintín! —¿Quién puede saber mejor...? Yo tengo más años que tú —me grita. Lo interrumpo aleve: —Razón de más para recordar menos —mi brillante respuesta medio me reconcilia con Sara. Me mira iracundo y es infinita ventaja que esté paralítico; de no estar así me habría correteado para darme “mi merecido”, como me hacía de chico. Mi superioridad me envanece. Lo ignoro. —Mis hermanos —le digo a Gema serenamente— están chocheando. Pobres. Sin duda alguna tú oíste hablar miles de veces sobre el tío Quintín. —Claro, tío —responde con suavidad. —¿Por qué le das por su lado? —brama su padre—. Quien chochea es él, ¡acuérdate que ya nos habían advertido! —¿Quién les advirtió qué? —bramo también yo. La ofuscación me ciega. ¡Un complot! Quisiera averiguarlo allí mismo pero entre Gema y no sé quién más me toman de los brazos y me conducen a la sala. Suplico a Gema me dé información sobre esa frase pero ella me dice que no me la dará. No tiene importancia. Además (recomienda) debo calmarme y recordar mi alta tensión arterial. Un whisky me va bien. —¿Legítimo? —Escocés puro. Aquí no servimos de otro —me responde, afectuoso, no sé qué sobrino. —Lo pregunto porque en casa de no sé cuál de tus tíos me dieron una falsificación. —Japonesa —afirma el sobrino, compadeciéndome. —¡Peor aún! ¡Francesa! Después —tal y como sucede en mi casa— se llenó el salón de gente desconocida y muy ruidosa; por suerte a poco rato me avisaron que ya había llegado mi chofer. Naturalmente no me despedí de Lorenzo. III Esta tarde viene Efrén a visitarme, siempre que me enfermo lo hace. Desde niños, si yo estaba en cama y él recibía invitación para un cumpleaños o un paseo, no lo aceptaba; prefería quedarse a cuidarme, es decir, a leerme cuentos o contarme historias. Es el hermano que más me ha querido y, consecuentemente, a quien más quiero. Mis tres esposas invariablemente se llevaron bien con las suyas; incluso mi esposa Eunice conserva relación hasta la fecha con dos de sus divorciadas: Sabina y Carla. Admito a la primera con gusto porque es muy bonita, la segunda me choca por quejumbrosa. Estoy enfermo por culpa de Lorenzo, es decir: del complot; es decir: de todos ellos. Menos Efrén, de eso estoy seguro. Él no tendrá la desfachatez de negar —o dudar con perversa mala memoria— la existencia del tío Quintín. Esto es una confabulación familiar con el propósito de burlarse de mí. Así me hicieron varias veces cuando éramos chicos, y si se acabó el relajito fue porque yo resulté más ingenioso que ellos. Sí, deben estar coludidos, porque la amnesia colectiva no existe, y la unidad de criterio, entre ellos, ¡menos aún! Efrén ya pasó de los ochenta pero, salvo el hecho de no recordar nunca con quién está casado —olvido justificadísimo— no da muestras de decrepitud, tiene agilidad mental y buen juicio. Es necesario que norme mi conducta: si Efrén no se acuerda del tío Quintín, no debo violentarme. Es imprescindible tener presente que yo mismo he dudado. No tocaré el tema primero porque mi esposa Eunice dice que se me está volviendo obsesión. Por tanto, coloqué el retrato del tío en la mesita que está enfrente de mí. Estoy en la sala de televisión y Efrén subirá a verme aquí. Tendrá que ver el retrato más temprano que tarde, y si él nombra al tío Quintín, no voy a cometer la grosería de no contestarle. Llega y lo primero que digo es: —¿Cómo está tu esposa? —Si me aclaras a quién te refieres... —A Tere. —¿A Teresa? ... Hace mucho que no sé de ella. —¿Está fuera de la ciudad? —Estás confundido, Marco Tulio, mi esposa actual —y desde hace diez años—, es Eugenia Mariscal... ¿Ya te acordaste? —¡Buen principio! ¡Qué imbécil soy! —me reprocho colérico—. Vas a creer, como todos, que estoy desquiciado. Es la tensión Efrén, me llegó a doscientos ochenta. —Lo sé. Por eso estoy aquí. ¿Cómo te sientes? —No tan grave como se sentirían, en caso idéntico, Sara o Elena, pero mal, ¡bastante mal! A veces, como si flotara. Dime, ¿cómo está Eugenia? —Perfectamente. El laconismo y la solemnidad de su voz me cohíbe; tengo la certeza de que nuestra entrevista no se va a desarrollar en buenos términos y no estoy preparado para otro ataque más. —¿Te pasa algo? —inquiero. —A mí, nada. Sin embargo parece que a ti sí. —¿Qué quieres decir? —y no puedo evitar que mi tono sea demasiado alto. Advierto entonces que la seriedad del rostro de Efrén es forzada, que abajo de ella asoma una sonrisa, y, finalmente no puede evitarlo, sonríe. —Calma, no grites, no estamos en combate. —Es la tensión —me disculpo. —Es la conciencia —me responde, y antes de que me dé tiempo de ponerlo en su lugar, pregunta—: ¿Por qué has hecho tantos desatinos? —¿Desatinos? —grito—. ¿Yo? —Tú y nadie más. ¿Cómo se te ocurre retar a golpes a Lorenzo?... Como si fueran niños de primaria, con el agravante de que uno de los colegiales está paralítico, ¡por Dios, Marco Tulio! —¡Son falsos! —No lo son. Es la pura verdad. Has hecho el ridículo más grande de tu vida, y frente a todos los invitados. —¿Qué invitados? —Estaban en un bautizo. —Yo no sabía, pasé de casualidad, ¡no me invitaron! —¿Y no viste a la gente? —Vi a muchos desconocidos, me pareció natural... Lo de siempre. —Ahora dime: ¿qué necesidad tenías de herir a Sara? —¡Herir yo a Sara! ¡Esto es un complot, Efrén! ¡Y tú estás en el bando enemigo! ¿Herir yo a Sara?... ¡Permíteme que me ría! ¡Con Sara incluso el cáncer ha fracasado! Es tan fuerte que tú y yo moriremos, y ella seguirá tan campante como si nada. ¿Herir yo...? —¿Por qué la enteraste de las infidelidades de Atenor? (La vergüenza y la ignominia caen sobre mí. De eso no me acordaba. Pero me suena a verdad, me suena...) —¿Lo hice? —pregunto contrito—. ¡Pobre Atenor! Con razón sentí que algo le debía... No tuve la culpa, te lo juro, Sara me sacó de mis casillas... ¿Le hablé de la Delfina? —Y de la Azucena. —¡Pobre Chuchena!... La traicioné. Te repito que Sara es tremenda, ¡no me explico cómo me sonsacó! —¡Inocente de ti! —exclama con sorna Efrén. Lo veo a los ojos y no podemos evitarlo: estallamos en carcajadas. Efrén se calma primero y me reconviene, propone reconciliaciones, disculpas, y me da consejos a los que yo asiento de buena fe, pero sin dejar de reír. De pronto oigo que mi hermano pregunta: —¿Y este retrato? —¿No lo reconoces? —¿El abuelo de Eunice? —inquiere con candor. —¿Tú también... bruto? —y lo digo sin pensar en la famosa cita, pero Efrén está en culto, o en ido, y no se ofende. —¿Quién es? —¡El tío Quintín! —El tío Quintín —repite parsimoniosamente. —¿Te acuerdas de él? —No... tal vez... —lo veo hacer esfuerzos— ...Casi nada. ¿De dónde lo sacaste? —Lo heredé —respondo dignamente. —¿Como la vajilla de tu tía la baronesa? —Bueno... tú y yo siempre supimos que eso era una broma, jamás pretendí. —Sí pretendiste, pero no lo lograste. —¡Bueno, una broma es una broma! Esto no. Encontré el retrato en una caja vieja, y es el tío Quintín. —Y si estás seguro, ¿cuál es el problema?, ¿por qué te ofuscas? —Es que... tengo mis dudas... —(Tampoco cito a Poe.) —¡Ay, Marco Tulio! —y sacude compasivamente la cabeza. IV Estoy desolado. Ayer comprobé, sin la menor posibilidad de duda o error, la existencia del tío Quintín. Me siento como si la Gran Muralla China, íntegra, me hubiera caído encima. Ya rompí el retrato; conservo el marco porque es Art Nouveau; pieza digna de museo. Y fue precisamente Horacio quien aclaró el asunto. Desde que me anunció mi esposa Eunice que vendría a visitarme me eché a temblar, ya estoy cansado de altercados. Pero sucedió algo muy distinto. He aquí la escena. Después de un saludo —para mi gusto excedido de afecto— me dijo de sopetón: —Sé que estás indagando sobre el tío Quintín. Como la andanada era directa me puse en pie de guerra. —¡Sí, invento parientes! —No, Marco Tulio —reprochó conciliador, cariñoso—, eres el de mejor memoria. —¿Cómo? —presentí una emboscada—. ¿No te unes a las hordas para negar su existencia? —Quisiera... pero no tiene objeto. Tú y yo podemos arreglar esto solos. Y no seas tan quisquilloso, no te ofendas con la familia; debe ser verdad que recuerden muy poco... o nada. —¿Tú lo recuerdas? —Sí; bastante, y siempre estuve convencido de que sólo Rocío y yo nos acordábamos de él... —¿Te acuerdas del año en que vino a vivir con nosotros? Me mira azorado. —Pero... ¡qué memoria! Por aquel entonces tú tendrías dos o tres años cuando más. —¿Y no volvió otra vez? —No... —y añade, entre solemne y desconcertado— Nunca... Él... se enamoró de mamá. En ese momento me cayó encima la primera piedra de la Muralla... Sucede en las mejores familias —me he repetido mil veces, pero no me consuela—. Después de todo... la madre de uno... Es como para morirse: ojalá me diera una tromboangeítis obliterante y fulminante en este mismo instante. ¡Ay!... Quisiera tener la limpieza de alma que hace a Horacio estar seguro de que el asunto no llegó a mayores. Quisiera tener igual certeza. Pero mi imaginación no olvida ese fistol a punto de caer al suelo, esa corbata fuera de lugar... ¡Ay nanita! ¡Ay, mamacita!
México, junio de 1985
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