Material de Lectura

 width= Alberto Moravia


Selección y
traducción de
Guillermo Fernández


Nota de
Mariapía Lamberti


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Nota introductoria

 

El presente material de lectura nos propone cuatro cuentos del autor quizá más conocido y representativo de la Italia contemporánea, inteligentemente seleccionados por Guillermo Fernández.

El reconocimiento oficial del que goza Alberto Moravia, en contraste con otros escritores coetáneos de calidad literaria acaso superior, pero cuyo “fenómeno” se considera limitado en el tiempo, no se puede explicar solamente con el hecho de ser el único escritor vivo de su generación (nació en Roma, con el nombre de Alberto Pincherle, en 1908). En Moravia sorprende la singularidad de que en sus sesenta años de producción literaria ininterrumpida, ni su temática, ni su estilo han tenido modificaciones sustanciales. Cuando publicó, en 1929, a los 21 años de edad, su novela Los indiferentes (compuesta sin embargo entre los 17 y los 19 años), los parámetros fundamentales de su camino literario estaban irreversiblemente delimitados, y con plena madurez. De hecho, muchos críticos siguen señalando esta opera prima como la obra maestra de nuestro autor.

Moravia, se sabe, es el novelista de la burguesía. Pero la gran novela del jovencito enfermizo que firmaba con seudónimo, no recorre las veredas de los grandes novelistas burgueses de origen decimonónico, realistas o naturalistas que fueran: su retrato de la clase dominante nada tiene que ver con los grandes frescos de un Thomas Mann o de un Galdós. Moravia se concentra directamente sobre la crítica del sistema de valores del mundo burgués, entendido este último como factor condicionante de una época, y no sólo como clase social. De ahí que el férreo determinismo que atenaza a sus personajes no derive de elementos naturales (de donde el término de naturalismo), sino de estas superposiciones innaturales que condicionan el ser moral e intelectual del hombre contemporáneo. Si se entienden estas premisas, se comprenderá tanto la indiscutida fama de un escritor que inició una nueva etapa en el realismo literario (realismo antiburgués, lo definiría yo), como la imposibilidad objetiva de una evolución temática.

Y se comprenderá otro fenómeno desconcertante en la producción moraviana: indiferencia, vacío moral, aburrimiento, incomunicabilidad —las actitudes morales que definen al mundo moraviano— por ser “determinadas” por la superestructura de la época burguesa, no comprometen sólo al burgués propiamente dicho, sino a todas las clases sociales, hasta el proletariado “revolucionario”. Opresores y oprimidos: hombres y mujeres.

Sin embargo, esta nivelación moral de las dos clases —y de los dos sexos— en lucha, no es tan radical. También en el frío pesimismo moraviano se abre el resquicio de una posibilidad dinámica, evolutiva. La clase oprimida tiene un germen vital del que carece la clase opresora: si comparte la oquedad moral y la cerrazón intelectual de aquélla, tiene a cambio todavía íntegro su potencial afectivo. Asimismo, el sexo oprimido, si no tiene otros valores que los del sexo opresor, posee a cambio el instinto y la posibilidad de la rebeldía, de la liberación.

En la producción moraviana estas dos perspectivas se afirman paulatinamente con la inserción de la clase popular en sus novelas y cuentos, y con el pasaje de la tercera a la primera persona narrativa, esta última preferentemente femenina. Esta es además la evolución estilística más notoria en toda la obra de Moravia.

La presente antología viene a dar por lo tanto una panorámica completa de las características de este autor.

“Cortesana cansada” (1927) pertenece al momento ideal (y cronológico) de Los indiferentes, en que la tercera persona narrativa y la minuciosa descripción ambiental permiten ahondar —como el “correlativo objetivo” en la poesía hermética contemporánea— en las dos personalidades en juego, enfrentadas en una lucha de soledades impenetrables, lucha de sexos y clases sociales a un tiempo.

“El monstruo redondo” (1976) nos presenta, valiéndose ya de un yo femenino narrador, un ejemplo de autoanálisis despiadado, cuento sin resolución —típicamente moraviano— donde la intelectualidad desprovista de espiritualidad, propia del mundo burgués, desemboca en una tortuosa desviación sentimental y existencial que encierra a la protagonista en un callejón vital sin salida.

Este yo narrador es femenino; pero la verdadera mujer, portadora de todas las fuerzas que en el sexo “débil” reconoce Moravia, la encontramos en “El supercuerpo”, de la misma fecha que el anterior. Aquí la protagonista, a pesar de todas sus limitaciones humanas e intelectuales, revela una alentadora carga explosiva de rebeldía al sistema machista.

“El nene” (1954), en fin, nos ofrece un ejemplo casi tierno de esta capacidad afectiva viva y vital del pueblo —el pueblo romano— que rescata miserias económicas, morales e intelectuales.

 

Mariapía Lamberti

 


 

La cortesana cansada

 

Lentamente, cerrando la puerta con un empujón del dorso y mirando a la amante, el joven entró a la estancia. En la calle, su fantasía se había encarnizado en una especie de rabioso afán de imaginar una María Teresa cargada de otoños, de senos pesados, con un vientre gordo y tembloroso en las junturas fofas de las ingles, con las caderas enormes y contrahechas; en fin, una María Teresa en los umbrales de la vejez, a la que sería bueno abandonar ahora que ya no tenía dinero para mantenerla. Estas imágenes de decadencia —que su imaginación complaciente exageraba con virulencia hasta convertirla en cruel caricatura— lo envalentonaron un poco mientras andaba por las calles con el alma llena de angustia y los puños apretados al fondo de los bolsillos vacíos.

Pero ahora, teniendo a la amante sobre las rodillas, en el diván muelle de la sala, se daba cuenta de que la imagen inventada para preparar la separación inminente de nada servía frente a la realidad. Adiós la anhelada repugnancia hacia ese cuerpo que había querido imaginar exhausto y derrengado, adiós la fría ruptura que había premeditado: “María Teresa he venido a decirte…”

Ahora, como todos los otros días, el deseo lo asaltaba de nuevo. Al mirar aquella querida cabeza de facciones duras y finas, se daba cuenta de que estaba equivocado. Ni vejez ni cansancio. Un lienzo blanco y suave le circundaba la cabeza, como un turbante; debajo, el rostro ovalado aparecía ya totalmente maquillado. Acababa de salir del baño y envolvía su cuerpo aún húmedo con una bata esponjosa, semejante a las que les ponen sobre los hombros a los púgiles cansados. Pero en su cara serena había un aire de victoria. Un indecible malestar invadía al joven viéndola tan insensible a la propia desnudez y a la impresión desfavorable que eso podía provocar (la bata había resbalado de sus hombros y ahora estaba sobre las rodillas del amante, pero ella no parecía preocuparse por eso y, agachándose de lado, encendía un cigarrillo); tan lejos de sus mezquinos cálculos de vejez y juventud (¿qué importan los años —parecía decir su descuidada impudicia-, qué le importa el tiempo a un cuerpo consagrado por tanto oro y tanta admiración?); tan distinta de la imagen egoísta que había querido crearse. “Es la última vez que estoy con ella”, seguía pensando el joven, con amargura, y abrazaba ávidamente aquellos miembros inertes.

No se lo confesaba, pero la habría amado más, mil veces más, con un amor entero, aunque mezclado totalmente con la compasión (estás vieja, mi pobre María Teresa, pero me tienes a mí), si hubiera sentido bajo sus manos inquietas una carne más floja que ésa, una piel aún más ajada y marchita. Le habría dado todo su amor a una pobre mujer madura que, no sin disgusto, hubiera tenido sobre sus rodillas, apretada contra su pecho. En efecto, esos senos que a cada respiración parecían intentar en vano remontarse hasta el ápice de otros tiempos; las caderas cómodas y poderosas que le entumecían las rodillas; el dorso vasto y opulento, antiguo desierto de carne en el que había desaparecido el surco dorsal, hablaban de la decadencia de la mujer. “Se acabó Marité”, pensaba al observarla, “se te acabó la juventud y la belleza”. Pero si dejaba de ver aquel cuerpo sentado, entreveía en la sombra el rostro firme y duro bajo el esmalte vivaz de los afeites. Dudaba entonces de sus ojos y una rabia pueril y avara lo invadía ante la idea de tener que dejar a otros amantes una mujer aún deseable.

—Es hora de salir —dijo finalmente, cansado y aburrido, empujándola —vístete.

Ella se levantó inmediatamente, envolviéndose en la bata con un gesto teatral, como si se tratara de un armiño regio.

—No, no me voy a vestir —respondió después de un momento—. Esta noche cenamos en casa. Además... tengo que decirte algo…

Ahora estaba sonriente y parecía contenta, con la misma sonrisa empalagosa y pérfida que habría podido tener si, adelantándose al amante en (sus mismas intenciones, hubiera estado a punto de mandarlo a paseo. De mala gana, pero muy inquieto, el joven le preguntó qué pasaba. Ella dudó, luego le respondió que estaba esperando una llamada telefónica muy importante. “Ah, es todo”, exclamó él en su fuero interno, como si de verdad hubiera temido ser echado a la calle por la amante que había decidido abandonar. ¿Quién era la persona que debía telefonear?, le preguntó poco después. Un hombre que la quiso mucho, respondió María Teresa, titubeante. ¿Cuándo? Mucho tiempo atrás; y agregó que lo había encontrado el día anterior, en la calle; se reconocieron y hablaron de tiempos pasados; que él era ahora muy rico, pero no había entendido bien si por una herencia o con su trabajo. Pero el joven ya no la escuchaba; esas noticias reencendían sus celos irracionales y melancólicos: conque hubo una María Teresa hace mucho tiempo —pensaba—, joven, niña, púdica; sin esa sonrisa cansada ni esa bata eternamente desteñida. ¡Otros la amaron antes que él!

Se sobresaltó al oír que cerraban la puerta. La mujer había salido. Transcurrieron diez minutos de silencio e inmovilidad, diez minutos de malestar odioso e intolerable.

Ella entró de nuevo llevando la charola del té. El silencio se prolongó mientras ella disponía las tazas, la tetera y los bizcochos. El joven la miraba, sin poder evitar una sonrisa malhumorada, invadido de un amor huraño viéndola tan escrupulosa y atenta, ya no como amante, sino como ama de casa. Ella le preguntó cuánta azúcar quería y él sintió de repente un gran deseo de abrazarla. Dos cucharaditas, querida, dos cucharaditas, respondió en cambio, nervioso. El calor de la bebida deshacía el halo que lo poseía; masticaba el pan tostado y bebía grandes sorbos de té caliente; comía y bebía sin apartar su mirada de la figura de la mujer inclinada sobre el vapor de la tetera. Así, en silencio, como la humedad de un abrigo mojado que se tiende a secar sobre la estufa, se evaporaba su celoso malestar.

Al terminar de beber el té, anocheció de pronto. Pero ambos permanecieron allí, mudos e inmóviles en la gris penumbra, mirando fijamente las tazas vacías. María Teresa se levantó, fue a encender una lámpara y se sentó junto al teléfono, del cual llegaría dentro de poco la voz misma de su juventud, como desde el antro oscuro de una sibila. El joven también se levantó y caminó un poco por la sala. Había un escriño en un rincón; su mirada cayó sobre uno de los cajoncitos, y lo abrió. El cajoncito contenía muchas caras mezcladas y confusas como los juegos de cartas cuando termina la partida y se han hecho las cuentas; y, prontamente interesado, se sentó junto al escriño.

—Mira, mira —dijo, despacio, sacando un paquete de fotografías descoloridas y observando a la mujer de arriba a abajo—. Mira cuánta gente… Mis predecesores…

Sin hablar ni dando a entender que esa indiscreción le disgustara, la mujer lo veía con su mirada inexpresiva y tranquila que le hacía daño como un hierro puntiagudo que hurga en una llaga anestesiada. Sin embargo, no había razón para estar tan serena, pensaba él con encono; cualquier otra ya le hubiera arrancado de las manos las fotografías y las hubiera guardado inmediatamente en el escriño. Todos los retratos anémicos la contemplaban con caras demacradas de prisioneros que reían al ver de nuevo la luz. De nada había servido sepultarlos en aquel cajón como en el recuerdo. Ahora, redivivos, debían parecerle inseparables de los años lejanos que transcurrieron al lado de su cuerpo joven. Todos estaban allí, años y hombres, en las manos irónicas del joven, acusándola. ¿De qué? De no ser la misma de otros tiempos. Testigos y juez, todos presentes. El proceso comenzaba.

Acusada: ¿reconoces a este hombre? Tenías dieciocho años cuando lo encontraste. Llevabas el cabello alto y denso sobre la frente descubierta, el alto cuello almidonado, masculino, te lastimaba el cuello y el maxilar; el busto joven y espléndido, sostenido por las varillas del corsé, explotaba róseo bajo las cascadas de encajes del fondo. El cuerpo se contoneaba y ondulaba entre las espirales de la falda; sabías correr y adelantar con gracia los pies en el aire y las miradas indiscretas no podían ver más arriba de los botines abrochados hasta media pantorrilla. Pero en los café-cantantes floreales y humosos, a los sonidos prestigiosos y melancólicos del can-can, las bailarinas alzaban cadenciosamente las piernas calzadas de negro hasta sus frentes rizadas; y todo alrededor eran muslos ligados con listones rojos, agitándose en una arremolinada espuma de encajes nunca demasiado espesos, candidos y profundos. Dieciocho años y las mejillas no sabían nada de colorete, sino que, púdicas, aún sabían teñirse de rubor; los labios no estaban pintados, sino limpios y túmidos atrayendo las miradas; los ojos nada sabían de colirios y pestañas postizas, sino que, inocentes, los primeros cansancios los rodeaban de una aureola culpable. Este hombre te hizo bailar el último vals y el primer tango. ¿Y este otro? ¿Y éste?

El joven había tomado algunas de aquellas fotografías y se las iba mostrando a la mujer, preguntándole nombres y fechas, ni más ni menos como se procede con las pruebas del delito cuando un imputado se resiste a confesar su crimen. Y como un acusado que no quiere reconocer su culpabilidad, ella alargaba el cuello, aguzando la mirada sobre las caras olvidadas; escrutaba los rostros pálidos y resignadamente iba nombrándolos uno por uno, con voz reacia y aburrida. Éste era B., un actor de teatro que ahora trabajaba en el cine; ese otro era un conde que murió en la guerra; aquel otro era S., un banquero fracasado, que acaso ya había muerto. Finalmente sacó él la fotografía de un hombre gordo, de párpados bolsudos, vestido de frac. ¿Quién era éste? ¿Un mesero?

En su apática y abstracta indiferencia se despertó al fin una cierta conmoción. Era un industrial milanés, respondió ella, con acento apesadumbrado, el más rico de todos.

—Me regaló una villa —agregó luego, con aire trasoñado—, una hermosa villa de dos pisos, rodeada por un jardín —y miraba al frente con ojos fascinados, como si ante ella se dibujara, piedra sobre piedra, la arquitectura de su antigua mansión—. Después de un largo silencio, añadió: —Sí, sí; ahora sería yo muy rica —y concluyó, como hablando consigo misma—: Si hubiera conservado todo lo que me han dado.

El joven callaba. Semejante añoranza le parecía monstruosa; después de haber vivido toda una vida llena de comodidades se reprochaba ahora el no haber sido previsora y avara. La vio alzarse, murmurar “¡Qué frío!” y, tiritando de pies a cabeza, apoyarse de espaldas a la estufa. Era el fin del proceso. Acusada: ¿tiene algo que agregar? ¿No? Puede retirarse. Está condenada a volverse vieja, condenada a las arrugas, a los cabellos grises, a las pasiones apagadas, a los recuerdos helados. Todo se acaba realmente: casas, amantes, fiestas, vestidos y sonrisas. María Teresa se hundía en las cenizas de su pasado, como un barco en la noche.

El esculcó todavía en el cajón. Habían estampas japonesas de una obscenidad deliberada y casi ritual; fotografías pornográficas de las que venden en los puertos y en los suburbios equívocos de las grandes ciudades; viejas postales ilustradas con las calles y plazas de París, de Berlín, de Viena, de San Petersburgo, y toda esa gente poco después enloquecida, arruinada, destrozada, desaparecida, fotografiada cuando aún estaba viva y lozana, paseando por las calles, con sombreritos y sombrillas, o en carrozas tiradas por caballos y todas sus baratijas. Habían también paquetes y paquetes de cartas de amor escritas con una caligrafía aún pretenciosa, con tintas desvaídas de colores caprichosos, amarradas con listones también descolorí dos. El joven apenas si miró aquellas cosas viejas, pero sacó del cajoncito y sopesó en su mano un minúsculo revólver de acero niquelado y cacha de nácar.

—¿Y esto, para qué lo tienes? —le preguntó.

—Para defenderme —respondió ella con naturalidad, volteando sin prisa la cabeza del arma que él apuntaba hacia su sien, por juego—. Además —prosiguió luego con resignación complacida—, estoy segura de que moriré de muerte violenta.

Pronunció estas palabras con convicción. Evidentemente, la tragedia moderna, entre cuatro paredes, halagaba su imaginación de aventurera exhausta y desesperanzada; era lo único que le quedaba por hacer: un fin de novela policiaca. Un cuarto de hotel de tercera clase, al amanecer, con muebles patas arriba, la cama revuelta y ensangrentada, las huellas digitales, el aire viciado por los perfumes, el sueño y la muerte; y luego las breves notas de los periódicos: ése debería ser su fin.

Decía estas cosas mirando ora al joven, ora el revólver, con sus ojos brillantes y tentadores, que hubieran querido seducir también a la muerte. Dejó de hablar de sí misma y le contó la historia de una amiga suya a la cual habían matado dos años antes en circunstancias oscuras; y concluyó la historia, un poco melodramática, bajando la cabeza y contemplando su propio cuerpo sentado, exhalando un profundo suspiro:

—Yo también acabaré de ese modo.

Pero el joven comenzó a reír a carcajadas.

—¡Qué ideas las tuyas, Marité!

Exclamó y, guardando el revólver en el cajoncito, se sentó a su lado pasándole el brazo por la cintura. No, prosiguió malignamente, tratando de persuadirla, ella no moriría violentamente, sino en su cama, de enfermedad, vieja y sola. No era una mujer fatal, no debía hacerse ilusiones. Las mujeres fatales ya no existían; sólo podían verse en las películas.

Mientras decía estas palabras en tono punzante, intentaba abrazarla; mas ella lo rechazó con firmeza, disimulando apenas su contrariedad.

—¡Ahora me dices cosas desagradables! —dijo con la boca apretada.

Se puso de pie y cogió una botella de coñac y una copa.

—Vieja y sola —seguía repitiendo él, mientras tanto.

La vio encogerse de hombros descuidadamente y, enarcando las cejas y cerrando los párpados para no recibir en los ojos el humo del cigarrillo pegado al labio inferior, servirse un poco y beber. En ese momento sonó el timbre del teléfono.

Sin prisa alguna posó la copa y descolgó el auricular.

—¿Quién habla? —pregunto inmediatamente—. ¡Ah!, ¿su secretario? —agregó, desilusionada.

Estuvo escuchando en silencio, con actitud irresuelta y ansiosa, como buscando un pretexto para exponer sus razones.

—¿Así que no puedo hablar con él siquiera un minuto, ni siquiera un solo minuto? —preguntó finalmente.

Pero era obvio que la persona que llamó había interrumpido la comunicación. Ella insistió:

—Solamente un minuto…

Colgó el aparato con lentitud y miró hacia el frente, confundida.

—Y bien, ¿obtuviste lo que querías? —preguntó el joven.

La pregunta la sobresaltó y se le quedó mirando con gran curiosidad, como si lo viera por primera vez; pero nada le respondió.

La copita contenía aún un poco de licor; lo bebió, miró el fondo y, diciendo lentamente “es hora de preparar la cena”, se puso de pie. Ambos salieron, uno tras otro, de la sala llena de humo.

En el corredor oscuro la tomó de los hombros, la atrajo hacia él y la besó. Le pareció que ella se abandonaba y correspondía a su beso, si no con afecto, sí con el deseo de quien tiene necesidad de consuelo y se aferra a los gestos que le son más familiares. Le pareció también que ella temblaba. Pero al llegar a la cocina la vio inclinarse sobre las hornillas y encender el fuego con el mismo semblante irreflexivo y duro.

Era la primera vez que cenaban en casa; el joven, ignorante de las virtudes domésticas de María Teresa, creyó que se trataría de una cena fría con víveres comprados en las tiendas. En cambio, grande fue su sorpresa al ver que la amante se disponía a cocinar. Hubiérase dicho que la cocina era totalmente nueva. Las paredes, de azulejo blanco no tenían manchas ni resquebrajaduras; la campana no daba muestras de humo; las tres hornillas de hierro colado eran nuevecitas; jamás se había sacado sal, pimienta, azafrán, canela ni azúcar de los pomos de porcelana alineados sobre las repisas; las flamantes sartenes de cobre y de aluminio colgaban de los ganchos con sombreros en un perchero. La cocina era virgen y helada. Se adivinaba la casa desierta a la hora de comer, la dueña comiendo siempre afuera, la ausencia de cocinera y de sirvientes. Era una cocina modelo, de las que uno ve en los escaparates de almacenes de artículos domésticos. Para completar la impresión sólo faltaba la cocinera de hierro esmaltado, con su inmóvil perfil de enfermera y su mirada fija e inexpresiva, que va de una a otra hornilla con menudos y tiesos pasos de autómata.

Sin descuidar la figura, con ciertos gestos precisos y expertos que revelaban una práctica perfecta, María Teresa preparó la cena de esa noche. Una sopa de verduras finamente cortadas, dos bistecs empanizados, espinacas y papas, y para terminar, un budín de chocolate que había preparado esa mañana y guardado en la hielera. Sentado a la mesa con cubierta de mármol, en medio de la cocina inundada de luz blanca, el joven la veía ir y venir en torno a las hornillas, con las mangas arremangadas y su semblante aún más duro y atento. La vio tomar un puñado de sal y ponerle con precaución en el caldo, probarlo en la punta del cucharón de madera con la misma boca pintada que minutos antes, en el corredor, ella había abandonado a la suya. De vez en cuando, entre las acciones prácticas, la bata mal fajada se le abría por delante: era entonces una mujer desnuda que se inclinaba sobre las sartenes con un cucharón en una mano, un tenedor en la otra, exponiendo el pecho a los vapores de los guisos, tiñéndosele el vientre con los reflejos rojos de las hornillas encendidas.

La lámpara iluminaba el centro de la cocina, y los brillantes azulejos reverberaban con los reflejos; la estancia era un cubo de luz blanca con dos amantes adentro, como dos cadáveres bien conservados dentro de un bloque de hielo mortuorio. María Teresa iba y venía entre esas cuatro paredes; sentado a la mesa con cubierta de mármol el joven la miraba. Estaba desconcertado, casi escandalizado. De vez en vez bajaba los ojos hacia el piso con diseño de losanges, sintiendo que sobre ese tablero había perdido a su reina de rostro duro y encantador. Él no era un cartero ni un portero, pensaba, para servirse alegremente algo de beber y de un jalón sentar sobre sus rodillas a la cocinera, con todos sus cucharones y su delantal. Ésta no era la mujer que amaba. Pero ya María Teresa se había sentado a la mesa, no sin presumir sus virtudes de ama de casa.

Comieron en silencio, sin dirigirse la mirada. Viéndola cocinar, dijo al fin el joven, cualquiera pensaría que no había hecho otra cosa en su vida.

—He hecho muchas cosas —respondió sordamente, sin levantar los ojos del plato.

La bata se le había abierto de nuevo, dejando ver sus senos que temblaban a cada movimiento, como animados por una vida independiente.

Cayeron nuevamente en un largo silencio.

—Te he dicho que ese señor al cual he telefoneado —prosiguió finalmente, limpiándose la boca con la servilleta y volviéndola a poner sobre las rodillas desnudas— me quiso mucho… A decir verdad, fue el primero… Yo tenía dieciséis años…

Estas palabras resucitaron en el joven los celos de poco antes, pero esta vez mezclados con un acerbo y melancólico sentido de piedad. Luego era cierto: María Teresa había tenido dieciséis años; verdaderamente había vivido una estación florida; había sonreído, llorado, bailado, amado, gozado de una hermosa edad. Ahora guardaba silencio, recogiendo las migajas del pan con dedos titubeantes, y parecía cansada.

—Es muy rico, pero ahora me niega un poco de dinero que le pido…

El joven la miraba, pensando que debería estar conmovido como ante alguna desdicha, pero no sabía cuál era.

—¿Realmente necesitas ese dinero? —le preguntó al fin, con dulzura.

La mujer estalló en una carcajada ruidosa, seca, despectiva.

¡Claro que tengo necesidad de dinero! ¡Necesito dinero! Realmente lo necesito… ¡Me urge tenerlo! —repitió entre sollozos mezclados con su amarga carcajada.

¿Para qué? ¿Para comprarte vestidos, para hacer un viaje? —insistió él.

La vio menear negativamente la cabeza, ligeramente embarazada: no; necesitaba dinero para irse de la ciudad, para retirarse a vivir en el campo. Estaba cansada de vivir con tanto desorden, entre tanta gente. Quería aislarse en una ciudad pequeña, tal vez en su ciudad natal, vivir sola en una casita de pocos cuartos, con un jardín, dijo, acariciándose el hombro desnudo con una mejilla.

El interrumpió a este punto, con una sonrisa incrédula. ¿Un jardín? Entonces también con flores. Sí, contestó ella, claro que también con flores, ¿por qué? Por nada, dijo el joven, y poniéndose de pie comenzó a pasearse por la estancia.

—Pero como no quiere darme ese dinero tendré que resignarme —concluyó con una voz clara y temblorosa que le llenó la boca de saliva.

Terminaron de cenar. María Teresa se levantó también, apiló los platos y los aventó ruidosamente en el fregadero. El joven siguió de pie, entretenido, mirando a la mujer que, con su atento semblante de siempre, contemplaba sin disgusto el chorro de agua que caía en el fondo sucio de los platos y apartaba las plastas de grasa coagulada y demás residuos de comida, mientras se hurgaba los dientes con las uñas largas y esmaltadas.

Más tarde, en la noche, la vio voltearse hacia el borde de la cama y acurrucarse como para dormir. Entonces le dio las buenas noches y se alzó para marcharse. Había sido suya durante más de dos meses; ahora ya no tenía dinero y debía dejarla. Pero al momento de salir de las sábanas enmarañadas se dio cuenta de que ella lloraba. Ya no estaba acurrucada, sino tendida de espaldas, con un brazo sobre los ojos, como los niños. La sombra impedía vislumbrar las lágrimas, pero un reflejo de luz jugaba sobre la gran mueca pueril que le contraía las comisuras de la boca. Lloraba sin hacer ruido, sin sacudimientos, silenciosamente, como escurre la sangre de un cuerpo herido de muerte.

Se le quedó mirando; luego se inclinó hacia ella y, apartando el brazo que cubría sus ojos, le preguntó qué le ocurría. Nada, respondió ella, no le ocurría nada: sólo estaba pensando en la llamada telefónica. La vio reclinar la cabeza en su hombro, con un gesto que le pareció flébil y resignado, repitiendo obstinadamente:

—No me pasa nada, de veras…

Pero un momento después, cerrando los ojos amargamente, como si estuviera pidiendo limosna en una esquina, tendiendo la mano a los transeúntes, agregó con lentitud:

—Pero es duro… Es duro verse en la necesidad de mendigar la vida por primera vez.

El joven no sabía qué decir. Miraba ese rostro duro y firme como un perfil de medalla, los ojos apretados como invocando al sueño, la espalda gorda y blanca bajo los mechones cortos y agudos de la nuca. Frente a tanta inmovilidad, le parecía que ella jamás había hablado; dudaba de sus ojos y de sus oídos. Hubiera querido ver de nuevo la mueca llorosa, oír nuevamente la voz quejumbrosa. Al mirarla creía que estaba viendo el rostro de la existencia, revelada y parlante en ciertos momentos, ahora otra vez inmóvil y. muda. Poco duró esta contemplación. Luego, no sin esfuerzo, él se puso de pie y entró al baño; cuando se hubo vestido, entró de puntillas a la recámara.

—Me voy, Marité. Adiós —dijo en voz alta.

—Hasta mañana —contestó ella sin abrir los ojos.

Salió del cuarto y del apartamento y bajó por las escaleras hasta el portón del edificio. Se detuvo bajo el umbral, indeciso, y se puso a escuchar el tañido de la campana de una iglesia vecina, que retumbaba en el silencio del barrio desierto. “Las diez y media”, pensó. “Todavía tengo tiempo para meterme en un cine.” Esta idea le gustó, lo entusiasmó, sin que ni él mismo supiera por qué. Sentía un insaciable deseo de la promiscua oscuridad poblada de aventuras fáciles y de paisajes lejanos. “Que María Teresa se vaya al diablo”, pensó al fin; y esforzándose para dominar el profundo malestar que lo oprimía, cerró tras de sí el portón y se encaminó hacia el centro de la ciudad.

 


 

El nene

 

Un día que mi mujer andaba de mal humor le dijo la verdad a aquella buena señora que nos traía la ayuda de la Sociedad Asistencial de Roma y que no dejaba de preguntarnos por qué traíamos tantos hijos al mundo: “Si tuviéramos dinero, en la noche iríamos al cine… Pero como no lo tenemos, nos vamos a la cama y así nacen los hijos”. La señora se sintió ofendida al oír tales palabras y se fue sin decir nada. Yo regañé a mi mujer porque no es bueno decir siempre la verdad, y antes de decirla uno debe saber con quién trata.

Cuando era joven, antes de casarme, a veces me entretenía leyendo la nota roja del periódico de Roma, en la que cuentan todas las desgracias que le pueden suceder a la gente, como robos, asesinatos, suicidios, accidentes callejeros. Y de entre todas estas desgracias, la única que me parecía imposible que pudiera pasarme, era la de convertirme en lo que el periódico llamaba “un caso piadoso”, es decir una persona tan desgraciada que inspira compasión sin que le haya ocurrido ninguna desgracia en especial, sino así nomás, por el solo hecho de existir. Era joven, como ya he dicho, y aún no sabía lo que significa mantener a una familia numerosa. Pero ahora, con asombro, veo que poco a poco me he convertido en un verdadero “caso piadoso”. Leía, por ejemplo: viven en la más negra de las miserias. Bien, yo vivo ahora en la más negra de las miserias. O bien: viven en casas que de casa sólo tienen el nombre. Bien, yo vivo en Tormarancio, con mi mujer y seis hijos en un solo cuarto alfrombrado de colchones y, cuando llueve, el agua va y viene como en los muebles de Ripetta. Y en otra ocasión: la infeliz, cuando supo que estaba embarazada, tomó una decisión criminal: deshacerse del fruto de su amor. Pues bien, de común acuerdo tomamos esta decisión, mi mujer y yo, al descubrir que estaba embarazada por séptima vez. En fin, decidimos abandonar a la criatura en una iglesia, tan pronto como lo permitiera el clima, confiándola a la caridad del primero que la encontrara.

Mi mujer gracias a la intercesión de esas buenas señoras, se fue a parir en el hospital y, luego, apenas se sintió mejorada, regresó a Tormarancio con el nene. Al entrar al cuarto, me dijo: “¿Me creerías que, a pesar de que un hospital es un hospital, me hubiera gustado quedarme ahí con tal de no regresar nunca?”

Era un nene hermoso y robusto, con un galillo muy fuerte; así que por la noche, cuando se despertaba y comenzaba a llorar, ya no dejaba dormir a nadie.

Cuando llegó el mes de mayo y el aire se puso bastante tibio como para andar en la calle sin abrigo, salimos de Tormarancio y nos fuimos a Roma. Mi mujer cargaba al nene apretándolo contra su pecho, envuelto en un montón de trapos, como si fuera a dejarlo en un campo cubierto de nieve. Al entrar a la ciudad, tal vez para demostrar que no le dolía, empezó a hablar sin darse punto de reposo, alterada, jadeante, con los cabellos al aire y los ojos desorbitados. A veces hablaba de todas las iglesias donde podíamos dejarlo, haciendo hincapié en que debía ser una iglesia frecuentada por gente rica, porque si lo recogía alguien tan pobre como nosotros, más valía quedarnos con él; en otras me decía que era preferible una iglesia dedicada a la Virgen, porque la Virgen también había tenido un hijo, y podía entender ciertas cosas y le concedería su deseo. Su modo de hablar me cansaba y me ponía histérico, pues yo también estaba mortificado y me inquietaba lo que estaba haciendo, pero me repetía que era necesario no perder la cabeza, mostrarme sereno y animarla. Hice alguna objeción, al menos para interrumpir aquel río de palabras, y luego propuse: “Una idea… ¿Qué tal si lo dejamos en la Basílica de San Pedro?” Ella se quedó pensando un instante, luego repuso: “No, ésa es más bien una plaza de armas… ni siquiera lo verían… Prefiero hacer la prueba en una iglesia chiquita que está en la calle Conotti, donde están todas esas tiendas elegantes… Allí va mucha gente rica. Ése es el lugar”.

Tomamos el autobús y, viéndose entre tanta gente, por fin se calló. De vez en cuando envolvía al nene de nuevo, apretado entre su cobijita, o le descubría el rostro, con precaución, para mirarlo. El nene dormía, con su carita blanca y chapeteada, hundida entre los trapos. Estaba mal vestido, como nosotros. Lo único bueno que llevaba eran sus guantitos de lana azul, y tenía las manitas de fuera, bien abiertas, como si los presumiera. Nos bajamos en la plazoleta Goldoni, y de inmediato mi mujer reinició con su parloteo. Se detuvo frente al escaparate de un joyero y, mostrándome las joyas expuestas en repisitas forradas de terciopelo rojo, me dijo: “Mira cuánta belleza… La gente viene a esta calle a comprar joyas y puras cosas bonitas… Aquí no vienen los pobres… Entre tienda y tienda van a rezar un rato a la iglesia… Tienen buena disposición… Ven al nene y se lo llevan”.

Decía esto mirando las joyas, apretando al nene contra su pecho, con los ojos de par en par, como si hablara para sí misma. Yo no tuve el valor de contradecirla. Entramos a la iglesia. Era pequeña, pintada de color amarillo, jaspeado, como si fuera de mármol, con muchas capillas y el altar mayor. Mi mujer dijo que la recordaba distinta, y que ahora, viéndola bien, no le gustaba ni tantito. Pero mojó los dedos en el agua bendita y se santiguó. Después, con el nene en brazos, comenzó a recorrer lentamente la iglesia, examinándola con una actitud descontentadiza y desconfiada. De la cúpula, a través de las lumbreras, caía una luz fría pero clara. Mi mujer iba de capilla en capilla, mirándolo todo: bancas, altares, cuadros, para ver si era el caso de dejar ahí al nene. Yo caminaba detrás de ella, a una cierta distancia, sin perder de vista la entrada. Entró de repente una señorita alta, vestida de rojo, de cabellos rubios como el oro. Se arrodilló, forzando la estrechez de su falda, rezó tal vez ni siquiera un minuto, se persignó y salió sin mirarnos. Mi mujer, que había visto todo, me dijo de pronto: “No, no me gusta… Aquí viene gente como esa señorita, que tiene prisa de divertirse y ver tiendas. Vámonos”. Y diciendo esto, salió de la iglesia.

Remontamos un buen trecho por el Corso, siempre corriendo, mi mujer adelante y yo tras ella. Cerca de la Plaza Venecia entramos en otra iglesia. Ésta era más grande qué la otra, muy oscura, llena de telas, doraderas y vitrinas abarrotadas de corazones de plata que brillaban en la oscuridad. Había mucha gente y, a ojo de buen cubero, consideré que se trataba de gente adinerada; las señoras con sombrero, los hombres bien vestidos. Un sacerdote manoteaba desde el púlpito, predicando. Todo mundo estaba de pie, mirando hacia él, y pensé que eso era bueno porque nadie nos observaría. Le dije a mi mujer, en voz muy baja: “¿Quieres que lo dejemos aquí?” Me dijo que sí, a señas. Nos dirigimos hacia una de las capillas laterales, muy oscura; no había nadie y casi no se veía. Mi mujer cubrió el rostro del nene con una punta de la cobija que lo abrigaba y luego lo dejó sobre una silla, tal y como se deja un bulto estorboso, para sentirse más libre. Luego se arrodilló y estuvo rezando un largo rato, con la cara entre las manos, mientras yo, sin saber qué hacer, miraba los cientos y cientos de corazones de plata de todos los tamaños, que tapizaban las paredes de la capilla. Finalmente mi mujer se puso de pie, cariacontecida; se persignó y, paso a paso, se alejó de la capilla, y yo tras ella, a cierta distancia. En ese momento, el predicador gritaba: “Y Jesús dijo: ¡Pedro!, ¿adónde vas?” Lo percibí de inmediato, porque me pareció que me lo preguntaba a mí. Pero cuando mi mujer se disponía a apartar la cortina para salir, una voz nos hizo brincar a los dos: “Señora, dejó un paquete en la silla”. Era una mujer vestida de negro, una de esas beatas que se pasan todo el santo día entre la iglesia y la sacristía. “Es cierto”, dijo mi mujer, “gracias… Se me olvidaba”. En fin, recogimos el bulto y salimos de la iglesia más muertos que vivos.

Ya fuera de la iglesia, mi mujer dijo: “Nadie quiere a mi pobre hijo”, más o menos como un vendedor que piensa vender pronto la mercancía y luego ve que en todo el mercado no hay nadie que se interese por ella. Mientras tanto, ella había empezado a correr de nuevo, con su modo enajenado, casi sin tocar el suelo con los pies. Fuimos a dar a la Plaza de los Santos Apóstoles. La iglesia estaba abierta y, tan pronto como entramos, al verla tan grande, tan espaciosa y oscura, mi mujer me susurró al oído: “Esto es lo que necesitamos”. Caminó decididamente hacia una capilla lateral, dejó al nene sobre una banca y, como sí el pavimento le quemara los pies, sin persignarse, sin rezar, sin siquiera darle un beso en la frente, se alejó de prisa hacia el portón de la iglesia. Pero sólo había dado unos cuantos pasos cuando la iglesia retumbó con un llanto desesperado: era la hora de mamar, y el nene, puntual, lloraba porque tenía hambre. Quizás mi mujer perdió la cabeza al oír un llanto tan fuerte. Primero corrió hacia la puerta, luego volvió sobre sus pasos, siempre corriendo, y, sin ponerse a pensar dónde estaba, se sentó en una banca, tomó al nene en brazos y se desabrochó para darle el pecho. Pero no acababa de sacarse completamente la teta —que el niño, como un verdadero lobo, agarró a dos manos, callándose al instante—, cuando una voz grosera comenzó a gritar: “Esas cosas no se hacen en la casa de Dios. ¡Fuera, fuera! ¡A la calle!”

Era el sacristán; un viejito con barbita blanca, y con una voz más grande que él. Mi mujer le dijo, levantándose y cubriendo lo mejor que pudo la cabeza del nene y el pecho: “La Virgen, sin embargo, en los cuadros siempre tiene a un niño en brazos”. El sacristán le respondió: “Y tú quisieras ser como la Virgen. ¡Presuntuosa!” Basta. Salimos de la iglesia y fuimos a sentarnos en el jardín de la Plaza Venecia; allí mi mujer le dio el pecho al nene hasta que éste se hartó y se durmió de nuevo.

Ya era de noche. Estaban cerrando las iglesias y estábamos muy cansados, como idiotas, sin que se nos ocurriera nada. Me desesperaba el hecho de tener que pensar en algo que no tenía ganas de hacer, y le dije: “Mira, ya es tarde y no aguanto más. Tenemos que decidirnos”. Ella me contestó, con amargura: “Pero es tu sangre… ¿Quieres abandonarlo en cualquier esquina así nomás, como si fuera el cucurucho de tripas para los gatos?” Le dije: “¡Claro que no! Pero ciertas cosas se hacen pronto, sin pensarlo mucho, o nunca se hacen”. Y ella: “Lo que pasa es que tienes miedo de que me arrepienta y me lo lleve otra vez a casa… ¡Ustedes los hombres son unos cobardes!” Comprendí que no debía contradecirla en esos momentos y le contesté con moderación: “Te comprendo, no te apures… Pero date cuenta de que por muy mal que le vaya, siempre le irá mejor que si crece en Tormarancio, en un cuarto sin excusado ni cocina, entre las cucarachas en invierno y las moscas en verano”. Esta vez, ella no dijo nada.

Sin saber adónde ir, tomamos por la calle Nazionale, recorriéndola hasta la Torre de Nerón. Poco más adelante, vi una callecita que subía, totalmente desierta, con un coche gris, cerrado, parado frente a un portón. Tuve una idea: fui hacia el coche, moví una de las manijas y la portezuela se abrió. Le dije a mi mujer: “¡Pronto, éste es el momento…! Déjalo en el asiento trasero”. Obedeciendo, ella dejó al nene bien acomodado en los asientos posteriores, y luego cerré la portezuela. Hicimos todo esto en un instante, sin que nadie nos viera. Luego la tomé del brazo y nos alejamos corriendo hacia la Plaza del Quirinal.

La plaza estaba desierta y casi a oscuras, con pocos faroles encendidos bajo los palacios y todas las luces de Roma brillando en la noche, tras los parapetos. Mi mujer se acercó a la fuente bajo el obelisco, se sentó en una banca y de pronto empezó a llorar, agachada, dándome la espalda. Le dije: “¿Y ahora qué te pasa?” Y ella: “Ahora que lo he abandonado, siento que me falta… Que me falta algo aquí, en el pecho, donde se me colgaba… ”

Le dije, por no dejar: “Bueno, es natural. Pero ya se te pasará”. Se alzó de hombros y siguió llorando. Luego, de repente, se le secó el llanto como se seca la lluvia en la calle cuando sopla el viento. Se levantó, furiosa, y dijo, señalando uno de los palacios: “¡Ahora mismo entro ahí y hago que me reciba el rey y le cuento todo!” “¡Detente!”, le grité, jalándola de un brazo, “estás loca. ¿Qué no sabes que ya no hay rey?” Y ella: “¿Y eso a mí qué me importa? ¡Voy a hablar con el que se quedó en su lugar! Alguien ha de estar”. En fin, ella corría ya hacia el portón, y no quiero ni imaginar el escándalo que habría armado si yo no le hubiera dicho de pronto, desesperado: “¡Óyeme…! Cambié de idea… Regresemos al coche nos llevamos al nene… Quiero decir que nos quedamos con él… Al fin y al cabo, da lo mismo uno más que uno menos…” Esta idea, que era la principal, suplantó inmediatamente a la de hablar con el rey. “¿Crees que esté ahí todavía?”, dijo, mientras se encaminaba rápidamente hacia la callecita donde estaba el coche gris. “Claro que sí”, le contesté. “No han pasado ni cinco minutos”.

En efecto, el coche aún estaba ahí; pero en el preciso momento en que mi mujer se disponía a abrir la portezuela, un hombre maduro, chaparro, con pinta de autoritario, salió del portón, gritando: “ ¡Quieta, quieta! ¿Qué busca en mi coche?” “¡Busco algo que es mío!”, respondió mi mujer sin voltear a verlo y agachándose para recoger el bulto con el nene que estaba en el asiento, pero el otro insistía: “¿Pero qué es lo que se lleva? ¡Este coche es mío, mío! ¡No entiende?”. Hubieran visto a mi mujer. Irguiéndose, lo embistió de esta manera: “¡Pero quién te quita nada! No tengas miedo, nadie te quita nada. ¡Mira cómo escupo tu coche!” Y, dicho y hecho, le escupió la portezuela. “Pero ese bulto… ”, siguió diciendo el hombre, asombradísimo. Y ella: “No es un bulto… Es mi hijo… ¡Mira!”.

Le destapó la cara al nene, mostrándoselo, y agregó: “Tú, ni naciendo otra vez, podrás tener con tu mujer un nene tan bonito como éste… ¡Y no te atrevas a ponerme las manos encima, porque grito y llamo a los policías y les digo que querías robarme a mi hijo!”. En fin, le dijo tantas cosas, que al pobre hombre, con la cara roja y la boca abierta, por poco y le da un ataque. Finalmente, sin prisa alguna, se alejó del coche y me alcanzó en la esquina de la calle.

 


 

El supercuerpo

 

Pudiera decirse que mi marido, desde hace algún tiempo, divide mi persona en dos partes muy distintas; una de ellas, irritante, superflua, negativa; la otra, lisonjera, necesaria, positiva. No me costó ningún trabajo comprender que la primera empieza del cuello para arriba; la segunda del cuello hacia abajo. Cuando hablo, mi marido me interrumpe, se burla de mí, me remeda, me trata como a una idiota. En cambio, cuando estoy tendida en la cama o camino frente a él, sin hablar, su mirada acaricia mi cuerpo con una extraña aprobación, totalmente mezclada con un sentimiento de lástima. Naturalmente, su actitud provoca en mí una análoga tendencia disociadora. Mientras le hablo, siento que mis ideas se confunden cada vez más, que mis palabras son siempre más tímidas, inciertas, embrolladas, siento que mi marido piensa sin cesar: “¡Pero qué idiota! No se puede ser más idiota”. Por lo contrario, cuando estoy acostada o camino sin que él deje de mirarme, me pongo en pose, para que me observe y me contemple mejor. Y siento que ahora mi marido no deja de pensar: “¡Pero qué cuerpo estupendo tiene la idiota de mi mujer!”

Para entender la actitud de mi marido, es necesario decir que es un productor cinematográfico, de ésos que lo son de la noche a la mañana, absolutamente faltos de ambiciones artísticas, especializado en películas comerciales, un descocado. Lo conocí precisamente durante el rodaje de una película erótica, en la cual yo era la estrella. Y se enamoró de mí. Yo lo miraba objetivamente; más bien vulgar, si he de ser sincera, pero bueno y afectuoso. Acepté casarme con él, más que nada porque ya me había cansado de su insistencia. Pero tiempo después de habernos casado, harta ya de exhibir en la pantalla, en primeros planos gigantescos, las formas provocadoras de mi cuerpo, le expuse brutalmente mi ultimátum: o me hacía protagonista de un filme serio, de arte, o me quedaba en casa, simplemente como su mujer. De inmediato me prometió todo lo que yo quería. Pero luego, habiéndose apagado la pasión, volvió a pensar en mí como la protagonista ideal de sus acostumbradas películas eróticas. No me lo decía porque le faltaba el valor, pero me lo daba a entender con su modo de mirarme, como ya he dicho, con una mezcla de admiración y lástima.

Su admiración lastimera se ha acentuado últimamente, viendo el fracaso que ha .sufrido una película suya que prometía ser todo un éxito: Se ha vuelto tratable, se diría que siempre está a punto de explotar en furores ciegos e incontrolables. Sus miradas, entre la contrariedad y la complacencia, se han vuelto tan frecuentes y tan pesadas, que me crean una embarazosa conciencia de mi cuerpo, y no dejo de pensar: “¿Qué está haciendo mi seno derecho? ¿Explota y se desborda fuera de la blusa o se está quietecito en la copa del portabustos? ¿Mi vientre asoma desnudo fuera de los pantalones o se esconde, calmado y serio, con el cinturón por encima del ombligo? ¿Qué le sucede a mi nalga derecha? ¿Se alza, se agacha, se mueve más que la izquierda?”

Una de estas noches, mientras estábamos los dos solos en la sala, sentados en el sofá, cada quien por su lado, viendo la televisión, me levanté de improviso, como empujada por un impulso irresistible y sin que me importara un comino lo que hiciera mi seno derecho, mi vientre o mi nalga izquierda, y me lancé a apagar el televisor. Y me senté de nuevo, enfrentando a mi marido:

—A ver, dime. Te está yendo muy mal con la última película, ¿no es cierto?

Rezongó inmediatamente:

—No digas tonterías. Va muy bien. ¡Es un gran éxito!

—¡Pero si en pleno estreno no ha durado siquiera una semana!

—Siempre hablas como idiota. ¿No sabes que los cines tienen otros compromisos? ¡Ya verás cómo se recupera cuando la vuelvan a pasar!

—Los críticos dicen que es una película no solamente fea y vulgar, sino también aburridísima. Yo creo que, por lo menos esta vez, los críticos tienen la razón.

—Los críticos no entienden nada. Es una película que va a ganar un montón de dinero.

Nos quedamos callados, mirándonos, como dos duelistas antes de atacar. Fui yo quien lancé el primer ataque:

—Soy tu mujer, te quiero bien, por eso me duele verte tan nervioso, tan desdichado. Contéstame ahora con sinceridad. Si yo te dijera: está bien, por amor a ti renuncio a la película seria, de autor; acepto ser la protagonista más o menos encuerada de una de esas películas eróticas en las que he logrado, mejor dicho, en las que mi cuerpo, mis senos, mi vientre y mi trasero han logrado tanto éxito, ¿qué dirías tú?

¡Ver para ceer! A pesar de su gordura y de que le faltaba el aire por la rabia, se arrodilló a mis pies y, quitándome un zapato, me besó los dedos, gritando:

—¡Hurra, hurra, hurra! ¡Ésta sí es mi querida, mi queridísima Lucila!

¡Conque ésa era la pura verdad! En su cabeza solamente había una esperanza: reintegrarme al exhibicionismo que me hizo famosa. Y aquella mirada en que se mezclaba la complacencia y el desdén no era más que la del hombre de negocios que ve su “capital” amortizado. Estiré violentamente mi pie, que él, como un loco, seguía cubriendo de besos; le di una patada en pleno rostro y me incorporé rápidamente, diciéndole:

—Desde hace tiempo me miras como lo hacían los mercaderes de carne humana en tiempos de la esclavitud, calculando el precio de venta más conveniente. Pero no. No me vas a vender hoy ni mañana ni nunca. Para rabia tuya, para tu consternación, estos senos se alargarán, colgarán como dos bolsillos ajados; este vientre se deformará como una vieja bolsa del mandado; estas caderas se ensancharán como las amuras de un barco carguero, antes de que puedas sacarles siquiera un fotograma. Y ahora te digo adiós.

Estaba tendido en el suelo, de espaldas, viéndome, tocándose la boca con los dedos, sobándose. Vi cómo se dibujó en sus labios la palabra “idiota”, pero lo previne, gritando:

—¡No, no soy idiota! Recuerda y métete bien en la cabeza lo que voy a decirte: no soy idiota, no soy idiota para nada; y pronto, muy pronto voy a demostrártelo.

Dije estas palabras, le di la espalda y salí impetuosamente, casi corriendo. ¡Pero qué mal se mueve una mujer como yo, qué torpe es cuando no controla al milímetro los desplazamientos de su cuerpo!

Las frases de desafío que le dije a mi marido no eran casuales ni improvisadas. Hacía tiempo que me sentía más segura de mí misma porque dos meses antes Gildo, director de una firma productora, rival de la de mi marido, me había hecho una propuesta de trabajo de acuerdo con mis gustos. “¿Una película artística? ¿Una película de autor?”, exclamó ese jovencito culto, civilizado, moderno y al corriente, quitándose los lentes y clavándome una mirada penetrante, como queriendo escarbar dentro de la mía, como si quisiera establecer, desde un principio, una relación humana, íntima y cómplice.

—Pero mi querida Lucila, yo a usted sólo puedo imaginarla en una película artística, en una película de autor, y nada más. Piénselo bien, dese su tiempo. Venga a verme a mi oficina el mismo día en que usted se decida. Es más, si llegara a tomar tal decisión fuera de horas de trabajo, vaya a mi casa, a cualquier hora. Estaré esperándola.

Acepté, pero con reservas. Estaba consciente de que necesitaba un buen pretexto para abandonar a mi marido, el cual seguramente no hubiera tolerado que volviera a la pantalla en una producción que no fuese la suya. Mi marido me daba ahora el pretexto, y yo, así como estaba, en pantalón y con un suéter ligero, salí a la calle. Gildo vivía no muy lejos de casa; recorrí a pie dos o tres de esas callecitas solitarias y elegantes de nuestro barrio, a un lado de las filas de coches estacionados. Corría y no dejaba de pensar en que iba moviendo descaradamente mi cuerpo; maldecía a mi marido por haber suscitado en mí esta conciencia, pero al mismo tiempo me decía que esta vergüenza terminaría con mi debut en una película digna de mí, que me olvidaría de mi cuerpo, total y definitivamente. Llegué al portón, toqué el timbre y, al oír que preguntaba quién era con su voz bien educada, le contesté de corrido:

—Soy Lucila, ábreme, me escapé de la casa, dejé a mi marido, tengo que hablarte.

¿Qué había entre Gildo y yo para anunciarme de tal manera? Nada, ciertamente; nada, excepto la promesa de darme un papel en una película seria. Eso era todo, pero la esperanza de poder expresarme era ya lo más importante para mí.

El portón se abrió con un zumbido discreto, muy parecido al tono de su voz. Entro, subo a la carrera, meneando todo mi cuerpo desencadenado y violento; no espero a que se normalice mi respiración y toco. Gildo aparece y me arrojo a sus brazos, sollozando. ¿Habéis experimentado la impresión de imponer a alguien alguna cosa para la cual no estaba preparado? Así le pasó a Gildo. Mientras cerraba la puerta y me guiaba hacia la sala, estrechándome afectuosamente, tuve de pronto la clara impresión de que él no quería asumir la parte del amante. Su mano apenas me rozaba el hombro; su mentón oprimía mi cabeza, impidiendo con ello que mi boca subiera hasta la suya. Me llevó hacia un diván, luego se sentó frente a mí, a gran distancia. Entonces dejé de llorar y le dije:

—Perdóname, pero no todos los días abandona una a su marido.

Se quitó los lentes y, clavándome sus ojos magnéticos, me respondió:

—No te preocupes. Comprendo y respeto tu dolor.

Me le quedé mirando, con una atención especial, tratando de descubrir algo que me disgustaba de él, además de la voz demasiado educada. Entonces lo vi. Los ojos bellos, oscuros, hondos, inalterablemente fijos e intensos como los de un hipnotizador, contrastaban de manera desagradable con la nariz torcida, achatada y con la boca informe, aunque carnosa. Para decirlo de alguna manera, había nacido con esos ojos; en cambio, la nariz y la boca hacían pensar en que se los habían plasmado a la buena de Dios, como a quien ha sido víctima de un accidente grave. Gildo prosiguió sonriendo:

—Ahora voy a decirte cómo te veo en la película que vas a interpretar para nosotros. Pon atención, porque todavía no hay nada escrito, nada definido. Te veo simplemente como te vería en la pantalla, en la película terminada, sentado en una butaca en la sala de proyección de la productora.

Se quedó callado un momento, reflexionando, y continuó:

—Veo a una mujer muy hermosa, atormentada por un drama típicamente existencial. Esta mujer posee una mente, un alma; pero todos se obstinan en considerar solamente la importancia de su cuerpo. Entonces ella, para vengarse, decide ser como todos la quieren, nada más que un estupendo, maravilloso y fascinante trozo de carne. Obsedida por su afán de venganza, se propasa, se excede, se comporta, para decirlo pronto, como una ninfómana. La veo desencadenarse entre un sinnúmero de amantes; su cuerpo incansable, su desnudez no perdona. La veo subiendo escaleras, entrando a los cuartos, arrojándose a las camas, paseando en apartamentos, asomándose a las ventanas, saliendo a los balcones. Y vestida solamente con su propia belleza, en una continua exhibición de su cuerpo. Pero eso sí, óyeme bien, esta mujer no se comporta de esa manera porque le guste; ella sufre al hacer todo eso, y lo hace solamente para vengarse de la incomprensión de los hombres. Como si dijera: habéis querido hacer de mí nada más que un cuerpo. Muy bien. Seré como vosotros queréis. Es más, seré un supercuerpo. ¿Qué te parece? El título de la película podría ser precisamente: “El supercuerpo”.

Tuve todo el tiempo disponible para preparar mi respuesta, porque él había estado hablando con lentitud, casi al mismo ritmo de la película imaginaria en la cual decía verme. Y le contesté inmediatamente:

—Ahora te diré lo que yo veo. Veo a un productor bribón que, sabiendo muy bien lo que les da a ganar mi cuerpo, quiere hacer conmigo una película erótica más, otra película comercial, con el pretexto de querer hacer un drama existencial. Veo al mismo bribón diciendo una sarta de sandeces creyendo que soy una idiota que se deja llevar por las narices. Veo, en fin, que esta idiota lo manda al carajo y vuelve otra vez con su marido el cual, por lo menos, no sabe nada de dramas existenciales y sólo le interesa hacer dinero.

Así fue que salí de su apartamento y regresé a mi casa, a dormir junto a mi mercader de carne humana. Desde esa noche renuncié a ser la protagonista de una película seria. Por su parte, mi marido no ha vuelto a pedirme que regrese al cine.

 

 


El monstruo redondo

 

Leí a Platón hace ya veinte años, cuando era estudiante de medicina y estaba a punto de terminar la carrera. De esa lectura recuerdo especialmente la fábula del andrógino, según la cual, en los orígenes de la humanidad, hubo un monstruo redondo, con dos cabezas, cuatro brazos, cuatro piernas, dos traseros y dos sexos. Zeus, preocupado por la vitalidad del monstruo, decidió debilitarlo y lo partió en dos mitades, de la misma manera —como dice Platón— que se parte un huevo duro con una cerda cortante. Desde entonces estas dos mitades, una de sexo femenino y la otra de sexo masculino, van por el mundo, anhelantes, buscando a la otra mitad de sexo diferente que las complete y les permita restablecer al monstruo redondo de los orígenes. ¿Por qué se me ha quedado esta fábula en la memoria? Porque, por lo menos en lo que a mí toca, no se trata de una fábula, sino de una verdad. No obstante mi profesión, mi cultura, mi inteligencia de mi mitad masculina. Esta búsqueda continua y desesperada me hace cometer verdaderas locuras, como ahora, por ejemplo, que trepo por las escaleras de un caserón popular, en busca de un cierto Mario, un joven camarero que trabaja en un balneario, en brazos del cual me he sentido completa hace apenas diez días, mientras vacacionaba en un hotel del Circeo.

Naturalmente, el elevador está descompuesto; y así, cuando llego al sexto piso después de haber subido doce tramos de escaleras, tengo que descansar, por lo menos un minuto, frente a la puerta de su apartamento recuperando el aire. Sobre la placa de latón está escrito, en caracteres cursivos, “Elda-moda”, tal vez para dar una impresión de elegancia. Elda es el nombre de la madre de Mario, y esa placa presuntuosa e ingenua contrasta con la modestia de la puerta de madera mal pintada de gris, con el rellano estrecho y bañado por un sol cruel, con la escalera angosta y sucia, con todo el edificio. Ya recobré el aliento. Extiendo la mano y toco el timbre.

La puerta se abre inmediatamente, como queriendo denotar la pequeñez del apartamento. Bajo el umbral aparece una mujer con mandil negro, de sastre, una cinta métrica de caucho sobre el hombro y muchas hebras de hilo blanco en el pecho; es sin duda la madre de Mario. Es una mujer todavía guapa, pero derrotada y ceñuda. La maternidad, el trabajo y la mala comida la han deformado. Debe tener más o menos mi edad, tal vez algunos años menos, pero yo parezco ciertamente más joven, dado que yo me tiño el cabello, y el de ella tiene ya muchas canas.

Me mira con desconfianza, pregunta qué deseo. Le respondo con una mentira que tiene, sin embargo, un fondo de verdad:

—Soy la doctora de su hijo. Me habló por teléfono ayer en la noche y me dijo que no se sentía bien, que deseaba que lo viera. Y aquí estoy.

¿Por qué digo que es una mentira que tiene algo de verdad? Porque así comenzó nuestro amor: en un sofocante cuarto de servicio del hotel donde vacacionaba, con Mario tendido en un catre revuelto, víctima de un cólico. Yo estaba sentada al borde del catre, sosteniéndole la mano; él se retorcía lo menos posible. Mientras tanto, sus ojos angustiados no dejaban de buscar los míos.

La madre no se asombra de mi presencia ni del pretexto; parece que se ha acostumbrado a este tipo de cosas. Me dice con voz resignada:

—Voy a ver si está.

Me da la espalda sin invitarme a pasar, y desaparece tras una tela que, a guisa de cortina, separa la entrada del apartamento. Al quedarme sola no sé si entrar o no. Pero entro, corro un poco la tela y miro. Hay un pequeño corredor, con una puerta vidriera al fondo, sin duda el baño. Y otras tres puertas. Calculo: una da a la cocina; la segunda, al cuarto de trabajo; la tercera, al cuarto de Mario. ¿Dónde duerme la madre? Probablemente en el cuarto de trabajo, en un sofá-cama. Entre estas reflexiones, digamos topográficas, paro la oreja.

La puerta que, según yo, da al cuarto de Mario, está entreabierta y puedo percibir la voz de él, disputando en voz baja con la madre. La madre sale de repente, y yo no tengo tiempo de echarme para atrás. Me dice con su triste tono materno:

—Lo siento, pero no está.

La miro directamente a los ojos, pero ella resiste mi mirada. Exclamo furibunda:

—¡Usted miente! Su hijo está aquí, acabo de oír su voz.
Y diciendo esto quiero lanzarme hacia la puerta de la recámara de Mario. Pero al mismo tiempo Mario sale del cuarto y lo tengo de frente.

Tiene el cabello negro y brillante, totalmente alborotado; viste sólo un calzoncillo y una playera. Parece que acaba de levantarse de la cama. Noto que tiene una toalla doblada bajo la axila. Pienso en que no lo recordaba tan pequeño, tan bien proporcionado y tan velludo. Sin embargo experimento una sensación que me empuja hacia adelante, un impulso urgente y bochornoso que, de no dominarme, me haría correr hacia él, abrazarlo, estrechar mi cuerpo contra el suyo: ni más ni menos como la mitad platónica que, tras una larga búsqueda, ha encontrado al fin la otra mitad. Abro la boca y pronuncio:

—Mario…

Pero me quedo donde estoy, paralizada, pensando que Mario, por un motivo que ignoro, ya no quiere saber nada de mí; que, por lo tanto, he cometido un error al venir a buscarlo en su casa con el estúpido pretexto de una visita médica. Y así es. Mario me mira, ceñudo, un momento y, claro, de esa boca tan amada no se hace esperar la invectiva humillante y brutal, la palabra tradicional del hombre joven contra la amante madura. Y a esto hay que sumar las diferencias de clase y de cultura que, en mi platónica imaginación, yo había considerado como elementos destinados a integrarse recíprocamente. Y para colmo no faltaba el habla romana, tan adecuada para liquidar en un dos por tres la más tenaz de las relaciones amorosas con frases de fondo dialectal, como: “¿Pero se puede saber qué quieres?” “¿Pero quién te conoce?” “¿Pero ya te viste en el espejo?” “¡Nada más mira lo que esta vieja pretende!”, y así por el estilo.

Estas frases me afectan y me persiguen mientras quiero poner los pies en polvorosa, como una gallina que huye, velozmente y esponjada, bajo los escobazos de una ama de casa enfurecida. La madre, de pie junto a la puerta, ve a Mario, luego a mí, indecisa, pero serena. Podría decir que le inspiro una experta simpatía. La dejo atrás y llego al rellano, pero no lo suficientemente aprisa para no ver, último vejamen, cómo entra Mario al baño azotando la puerta vidriera.

Después de ese escándalo, me suceden cosas insólitas. Todas las mañanas, a eso de las cinco, me despierto sobresaltada y me pongo a pensar en Mario; mejor dicho, no pienso en él como cuando se dice: “Siempre pienso en ti”, lo que en el fondo indica no pensar y abandonarse al sentimiento; pero repito imaginariamente la escena humillante de cuando salí de su casa. Veo aparecer a Mario, que me mira de pies a cabeza, que me insulta y luego va a encerrarse en el baño, azotando la puerta. A este punto, pensaréis que me volteo hacia otro lado y me vuelvo a dormir. Si pensáis así, quiere decir que no conocéis la diferencia que hay entre recordar y revivir. Recordar significa extraer de la memoria a una persona, un acontecimiento; contemplarlos como se contempla una vieja cadenilla que estaba guardada en un cajón, y volver a guardarlos ahí, en el cajón de la memoria, sin pensar más en eso. En cambio, revivir significa experimentar una y mil veces las sensaciones que esa persona y ese acontecimiento despertaron en nosotros mientras los vivíamos. De hecho, se recuerda solamente una vez; pero se revive una infinidad de veces. Pero a nadie se le ocurre revivir las sensaciones desagradables. Se reviven solamente las sensaciones placenteras; las otras, siempre trata uno de olvidarlas. Entonces, ¿cómo se explica que yo, todas las mañanas, vuelva una y otra vez por medio de la memoria a la escena de la casa de Mario, deteniéndome sobre todo en los detalles más crueles y humillantes? ¿Por qué me detengo, obtusa y fascinada, a saborear de nuevo ese agudo dolor, como si se tratara de una perturbadora delicia? Me pongo a pensar en eso largamente y llegó a la conclusión de que, durante esas reevocaciones matutinas y mediante una misteriosa alquimia psicológica, el dolor se transforma en placer. No faltará quien diga: masoquismo. Es posible. ¿Pero cómo conciliar entonces el masoquismo con el anhelo de reencontrar la otra mitad para formar de nuevo al mítico monstruo redondo de que habla Platón? ¿Es acaso completa una persona dividida en dos partes, una de las cuales humilla, ultraja y degrada a la otra?

Sí, por lo visto. Después de un par de meses, mi dolor voluptuoso al fin comienza a ser algo insípido, débil. La escena en casa de Mario es una cosa pálida, borrosa, como una película vieja estropeada por el tiempo y el uso. Desgraciadamente, ya me acostumbré a ese lúgubre deleite; todas las mañanas tengo la necesidad de experimentar el sufrimiento de aquellos pocos y atroces minutos. Así que he tomado una decisión quizá increíble, pero más o menos lógica, si se considera mi situación actual: me presentaré nuevamente en la casa de Mario, con el mismo e indecente pretexto de la visita médica, haré que me corran de nuevo de la misma manera humillante. Quizás Mario me jale de los cabellos, me arroje al suelo y me empuje a patadas hasta el rellano de la escalera. Y volveré a mi casa con una buena provisión de vejámenes, como un drogadicto que se surte de su estupefaciente predilecto para poder seguir adelante durante un largo periodo de tiempo.

No lo dudo ya y ejecuto mi proyecto. Me presento muy temprano en el caserón popular, subo a pie los seis pisos (el elevador sigue descompuesto), toco el timbre, la madre viene a abrir la puerta y suelto la mentira de la visita médica. Espero que la madre me rechace, aunque con su tristeza mezclada con la simpatía; espero que Mario salga y me insulte. Pero nada de eso. La madre me invita a pasar, triste como siempre:

—Vaya directamente. Está acostado. Es en la última puerta, a la derecha —y se va.

Más muerta que viva, me encamino y toco a la puerta. Me dice que entre. Éste es su cuarto, pequeño y tapizado de ilustraciones de artistas y jugadores de balompié, recortadas de las revistas. Mario yace tendido en posición supina, vestido solamente con un calzoncillo y una playera, como la otra vez, con las manos enlazadas bajo la nuca. No se levanta, no se mueve; se limita a decirme con un tono rudo y gentil al mismo tiempo:

—¿Pero se puede saber por qué no te dejas ver? ¿Porque me porté un poco brusco esa mañana? De veras que eres extraña.

De repente todo aquel deseo de arrojarme sobre él, de abrazarlo, de estrechar mi cuerpo contra el suyo, se me pasó como por encanto. Y sucedió algo automático, mecánico. Me siento al borde de la cama, le tomo el pulso y cuento las palpitaciones. Él protesta, primero titubeando, luego con decisión, pero no le hago caso. Con frialdad profesional rechazo sus intentonas de abrazo, me levanto, abro mi recetario, garabateo una receta y se la doy. Y sin darle tiempo para que se recupere de su asombro, salgo del cuarto, del apartamento, y bajo por las escaleras.

Mientras subo al coche para iniciar mi cotidiano rol de visitas, casi siento las ganas de reír. Efectivamente, ahora recuerdo que el monstruo redondo de Platón, según parece, caminaba cómicamente con sus cuatro brazos y sus cuatro piernas, formando una especie de rueda, tal y como lo hacen los acróbatas y ciertas divinidades de la India. ¡Exactamente igual! ¿Qué otra cosa puede hacer un ser tan extraño cuya unidad consiste en la desunión, su fuerza en la debilidad y sus alegrías en el dolor?