Material de Lectura

La noche de Coatlicue

 

Para Christopher Domínguez Michael

Creo que mi lugar está con los dioses derrotados
y conquistados. Dioses que fueron arrojados
a las profundidades más recónditas por su propia
naturaleza, negando aquella que los caracteriza.
Aquellos que siguen a estos dioses no tienen nada
que temer: Pueden sobrevivir porque la victoria
se gana siempre en la derrota.

MASAHIKO SHIMADA


Lo conocí en una vieja cantina del Centro. Era uno de tantos parroquianos, de esos que pasaban, se quedaban un par de tragos y luego se marchaban. Al verlo así, con su trajecito luido, brilloso por el uso, sus zapatos baratos y su viejo portafolios de piel descascarada, nadie se podría imaginar que era poseedor de un secreto, ni mucho menos, por supuesto, que hubiera vivido tantos años. Cetrino, enjuto, de fuertes rasgos indígenas, siempre frente a sus inevitables tequila y cerveza, el licenciado Borunda era todo menos un ser mitológico de esos que parecen provenir del sueño o de la pesadilla. Y sin embargo comenzaré diciendo que era la personificación misma de todo aquello que se ocultaba debajo de la Ciudad de México, en el antiguo lago fósil que durante la temporada de lluvias, año con año, amenaza siempre con regresar.

Nos hicimos amigos o cómplices a partir de la frecuentación de la misma cantina, Los viejos tiempos, ubicada en la esquina de la Plaza Santo Domingo, a un lado de donde antaño estuvo instalada la Inquisición, frente a los puestos donde los evangelistas escribían cartas para familias lejanas, falsificaban títulos y pasaportes o hacían tarjetas de presentación e invitaciones a fiestas de quince años, casamientos o funerales.

Borunda trabajaba en el Archivo Muerto de la Secretaría de Hacienda a un lado del templo de Santo Tomás, cerca de donde alguna vez estuvo la Biblioteca Nacional. Vivía en la calle de Regina en un viejo departamento de renta congelada. Su vida al parecer era simple. Un alcoholismo suave, tranquilo, casi indiferente, le permitía vivir sus días con decoro e incluso con alguna dignidad: al estar sumido en aquel estado de intoxicación permanente era como si un sonámbulo o un ser de otro mundo o de otro tiempo estuviera hablando frente a uno. Esta despersonalización era el signo fundamental de su carácter.


Borunda trabajaba en el Archivo Muerto de la Secretaría de Hacienda a un lado del templo de Santo Tomás, cerca de donde alguna vez estuvo la Biblioteca Nacional. Vivía en la calle de Regina en un viejo departamento de renta congelada. Su vida al parecer era simple. Un alcoholismo suave, tranquilo, casi indiferente, le permitía vivir sus días con decoro e incluso con alguna dignidad: al estar sumido en aquel estado de intoxicación permanente era como si un sonámbulo o un ser de otro mundo o de otro tiempo estuviera hablando frente a uno. Esta despersonalización era el signo fundamental de su carácter.


En muchas de nuestras pláticas, a las que a menudo se sumaban un librero de viejo de la calle de Palma y un profesor de preparatoria jubilado, abundaban los temas del esoterismo mexicano: la identidad secreta de la Virgen de Guadalupe, la existencia de sectas que todavía, a principios del siglo XXI, veneraban a Tláloc y Huichilobos, y que, se decía, llevaban a cabo sacrificios humanos. A menudo discutíamos si Quetzalcóatl y Xólotl, los dioses gemelos que representaban a Venus en el crepúsculo y al amanecer, eran la misma deidad, si el Panteón Azteca no era sino una sola entidad dispersa en múltiples facetas, como ocurría con el hinduismo, o si se trataba de innumerables deidades menores cuya multiplicación incontrolada estaba sujeta a los caprichos de un rico imaginario colectivo que se manifestaba, aún hoy, con el culto a multitud de santos.

Todo esto transcurría entre tequilas, cantantes de boleros y, sobre todo, ante la inevitable presencia de Lupita, la mesera de la cantina que, allá por los tiempos en que los tranvías aún cruzaban la ciudad, había sido su querida, una desdichada prostituta de Peralvillo que habitaba lo que Borunda llamaba “los labios de la tierra”, aludiendo a lo que antaño había sido la orilla del lago fósil, frente a Tlatelolco.


Una tarde, mientras conversábamos, al calor de los tequilas, me confesó su secreto. Era un lunes, lo recuerdo bien porque no había nadie en la cantina. Borunda y yo éramos los dos únicos comensales y ya había pasado la hora de comer. Llovía a cántaros sobre la ciudad. Ríos de lodo corrían a los lados de la calle. Esporádicos relámpagos rasgaban el lento atardecer.

—Estoy tan cansado —dijo mirando hacia los ventanales opacos donde la lluvia se agolpaba como un molusco tratando de entrar—… a veces todavía me parece oler las aguas estancadas del viejo lago y me parece que la Santa Inquisición sigue existiendo. ¿Sabe usted?, llevo vagando en estas calles más de doscientos años.

Le eché una mirada burlona pero no me atreví a contradecirlo. Algo en su silencio logró ponerme muy incómodo. ¿Qué podía decirle? El alcohol, pensé, ya había hecho su trabajo. Aun así, después de dejar pasar algunos minutos y de darle un par de tragos a mi tequila, algo me impulsó a preguntarle:

—¿Y ha cambiado mucho la ciudad desde entonces?

—Sólo le pido que no se burle y a las pruebas me remito —respondió tajante.

Llamó a Lupita y cuando la tuvo enfrente la miró a los ojos y le preguntó:

—Lupe, a ver, ¿desde cuándo me conoces?

Lupita lo miró con la sorpresa de alguien que está revelando un secreto largamente compartido. Después de guardar silencio unos instantes, sopesando su respuesta, dijo con resignación:

—Desde hace como cuarenta años. Yo tenía dieciséis.

—¿Y qué ha pasado desde entonces?

—Qué sigues siendo el mismo viejo… Tú no te puedes morir.

Después de mirarlo con resentimiento, Lupita se dio vuelta y pensé en lo horrible que sería, de ser verdad, vivir cerca de una persona para la que no pasa el tiempo.

Como si me estuviera leyendo el pensamiento, Borunda me contó cómo había conocido a Lupita, una huérfana abandonada que se dedicaba a vender su cuerpo en una época en que a nadie le importaba la pornografía o la prostitución infantil. Se la llevó a vivir a una vecindad de Peralvillo y fueron felices a su manera pobre y tosca. Tuvieron un hijo que nació con malformaciones y que murió antes de cumplir un año. Dos nacimientos trágicos más y un embarazo que acabó en histerectomía acabaron con la juventud de Lupita. Un día ella lo dejó sin decirle nada, pero vivir en el Centro era una condena. Meses después, Borunda se la encontró por el rumbo de la Merced ofreciéndose por unos pesos. Borunda se hizo su cliente regular, pero ella se negó a regresar con él. La imposibilidad de envejecer de Borunda la abrumaba. Él la amaba según me confesó, como nunca lo había hecho antes.

—Tuvieron que pasar más de ciento cincuenta años para encontrar a quién amar… ¿no le parece terrible?

Sería el alcohol o que afuera llovía a cántaros y que en realidad yo no tenía nada que hacer en mi departamento de Tlatelolco, no lo sé: el hecho es que algo me hizo quedarme a escuchar la historia de Borunda, y si bien su edad era de suyo algo fantástico, lo que vendría habría de ser aún más increíble. He aquí su relato:

“Hace doscientos, en 1790, aquí, muy cerca en el Zócalo, se encontraron dos piedras: una era el Calendario Azteca y la otra, monstruosa, era la Coatlicue. Muy cerca de ellas, en el centro de la Plaza, fueron hallados también —y en esto los historiadores siempre se equivocan al omitirlo en las crónicas— un altar de sacrificios con los huesos de un animal enorme que parecía corresponder a un felino o un reptil, que se perdieron por la superstición o el horror que causaron los hallazgos entre las autoridades virreinales y el pueblo.

“En tropel, la gente acudía a verlas, unos para venerarlas y otros para escupirlas y deshonrarlas. Las viejas creencias habían regresado. Yo acudí a verlas muchas veces. En aquellos tiempos trabajaba en la Real Aduana, justo aquí enfrente —dijo señalando hacia los ventanales de la cantina—, pero en mis ratos libres, que por fortuna eran muchos, me dedicaba a leer antiguos manuscritos y otros documentos, de los que ahora llaman códices. Por aquel entonces tenía apenas cuarenta años y sabía interpretar el náhuatl con las habilidades de un tlacuilo. Lo hablaba a la perfección porque mis ancestros eran, por el lado de mi madre, de origen náhuatl y por el de mi padre éramos otomíes. Ambos provenían de familias muy antiguas y contaban con algún dinero, por lo que pude asistir al Colegio de Santiago Tlatelolco, muy cerca de donde vive usted. Así fue como aprendí a escribir en tres lenguas y al final el español me eligió como su hablante, pero para dominar una lengua que no es la de uno se necesitan varias vidas, lo mismo que tuvieron que pasar generaciones para que los españoles pudieran entender la lengua de mis ancestros.

“Dejo esta breve digresión para continuar mi relato acerca de las piedras. Interpretar el Calendario Azteca o Tonalámatl no representaba ningún problema: era evidente, y esto hasta los inquisidores lo sabían, que se trataba de una especie de reloj de piedra: la manera en que los antiguos repartían el año para hacer sus fiestas y conmemoraciones, para medir el tiempo de la cosecha y de la siembra, para saber cuándo llegaría Tláloc y cuándo Quetzalcóatl. También, se marcaban ahí puntualmente el tiempo y la manera de las ofrendas. Frente al Tonalámatl y sobre la Piedra de los Sacrificios se sacaba el corazón de los ungidos para mantener al tiempo en movimiento. El cráneo del sol en el centro de la piedra, ahora que no puedo mirarlo, todavía me mira en sueños.

“Una noche, ya en la madrugada, con el fin de no ser molestado y poder mirar con detenimiento aquellos monumentos, me dispuse a contemplar a la Coatlicue, la Virgen Madre, que era de las esculturas la que más me intrigaba. Había tomado pulque con mezcal para darme valor. La luna llena, imponente, Coyolxauhqui en pleno, iluminaba el Zócalo con una luminosidad harinosa y salina. Todavía siento escalofríos al recordar aquella noche perdida en mi memoria. El osario de la Catedral, su parte más antigua, parecía derretirse, y sus relieves pétreos agitarse lentamente frente a mis ojos. La Coatlicue estaba recargada a un lado, mirando hacia la calle de la Moneda. No había un alma en la plaza, ni siquiera los Dragones virreinales se atrevían a acercarse. Muchos de ellos eran de origen indígena y los otros, al ser católicos o criollos, miraban con horror aquella figura abominable. Más de cien años después, cuando leí por primera vez los nocturnos de Xavier Villaurrutia, encontré las palabras exactas de lo que le ocurre a la ciudad cuando la ilumina la luna llena. Recuerdo que olía a pantano. Las acequias, si bien se habían cegado, seguían manando aquella sustancia fangosa, los restos de un lago moribundo que aún hoy se niega a desaparecer y que nos recuerda su presencia permanente cuando llueve, como ahora.

“Un relámpago irrumpió en la oscuridad anunciando la llegada del anochecer. Borunda hablaba como hipnotizado, con la vehemencia de alguien que ha guardado un secreto durante años y ha encontrado por fin la manera de revelarlo.

“No sé en qué momento percibí el movimiento de la diosa —prosiguió—; el hecho es que las dos cabezas de serpiente, el collar de cráneos, el rostro de cangrejo, la falda de culebras, las garras de ocelote, todo aquello petrificado e inmóvil de pronto se puso en movimiento y un rugido espeso, burbujeante, como proveniente del lodo más profundo, estalló en la noche… su eco aún hoy sigue resonando en mis oídos.

“Por supuesto, la Coatlicue no es azteca, es algo mucho más antiguo y espantoso. Tengo para mí, a juzgar por lo que percibí aquella noche, que se trata de un ser real que siempre ha habitado el lago mohoso y subterráneo. Los dioses no desaparecen, ¿sabe usted?, sólo se retiran y éste es el caso de la Coatlicue. En aquel momento no lo entendí así o no quise hacerlo. Creo que a partir de ahí mis sesos se averiaron. Obsesionado con reconciliar las creencias de mis antepasados y mi propia convicción guadalupana, concluí que la Coatlicue era la Virgen de Guadalupe, cuyo culto había traído al continente americano Santo Tomás Apóstol, el Gemelo de Cristo, unos años después de la Crucifixión.

“Si en aquella época tal hipótesis era un disparate, hoy me lo parece menos. No creo que Santo Tomás haya venido a México, las semejanzas entre la Guadalupana y la Coatlicue son de orden simbólico: una da a luz a Jesucristo y la otra a Huichilobos, ambas después de un embarazo milagroso…”


Llegó la hora de cerrar. Borunda me invitó a su casa, ubicada a unas calles de ahí, en la calle de Regina. Según me explicó mientras caminábamos en la noche húmeda, en épocas remotas muy cerca de ahí se hacían rituales a la Coatlicue consistentes en sacrificar niños deformes porque para los aztecas los recién nacidos con tres piernas, dos cabezas, cubiertos de escamas, síndromes y otras marcas de nacimiento, eran especialmente preciados para el culto de la diosa.

Su casa, ubicada en una vieja vecindad, tenía tres habitaciones. En todas partes había cosas sucias y oxidadas. Olía a humedad, a cosa vieja, como olía todo el centro de la ciudad, como si nunca se hubiera podido quitar de sus cimientos la pestilencia del fango. Entre las repisas de un librero improvisado con tablones de madera y ladrillos vi diversas estatuillas, réplicas demasiado perfectas, a mi modo de ver, de piezas prehispánicas. Había una pequeña estatuilla de barro negro verdoso que representaba a la Coatlicue en todos sus detalles. Una reproducción del clásico grabado de León y Gama presidía la pequeña sala y justo enfrente había un altar dedicado a la Virgen de Guadalupe. Vi las constelaciones en su manto, las mismas que marcaban el inicio del solsticio de verano y la llegada de las lluvias, la crecida del lago, el tiempo de la cosecha. La Virgen de Guadalupe y la Coatlicue me resultaban tan disímiles que cualquier parentesco me parecía monstruoso. La Coatlicue era una figura repugnante, un ser sin pies ni cabeza, una especie de alebrije prehispánico. La Virgen de Guadalupe, en cambio, emanaba una gracia maternal. Mientras abría una botella de mezcal y servía un par de tragos en sendos caballitos de barro, pareció leer mi pensamiento.

—Es imposible encontrar algo que las relacione a simple vista, salvo el hecho incontrovertible de su divinidad.

A pesar de su ebriedad, Borunda no abandonaba el tono ceremonioso al hablar.

—La Coatlicue es la Virgen de Guadalupe desollada, vista desde dentro, lo que se oculta en su interior: un ser multiforme, muda encarnación de la vida y de la muerte.

En algún momento el mezcal hizo sus estragos y me sumergí en una especie de letargo. Miraba a Borunda, pero mis oídos no podían escuchar lo que salía de sus labios. Sus palabras parecían salir del fondo de una cloaca. Literalmente burbujeaban, eran de una vibración fangosa, repugnante.

Luego me encontré en el baño. Estaba desmayado. Mi estómago no había soportado tales cantidades de alcohol. Al otro lado de la puerta Borunda preguntaba si me encontraba bien. El baño era mohoso, musgoso, sucio abandonado. Un baño de vecindad que emanaba los colores y los olores del antiguo lago fósil. No quise abrir la puerta. Me sentía mal. Estaba asustado. Le tenía miedo a aquel hombre que me hablaba al otro lado de la puerta. En un cesto descubrí un montón de folletones viejos, de hacía veinte, treinta años. En aquellas revistas amarillentas de publicaciones sensacionalistas había encabezados que me dejaron estupefacto: nace niño de dos cabezas, y entre los párrafos el nombre de Lupita y de Borunda. Niño de tres piernas y un brazo, imágenes impactantes. Una foto horrible de un ser ensangrentado presidía aquellas palabras. Ha parido a varios monstruos que han nacido muertos y lo sigue intentando. El vértigo me invadió de nuevo. Entonces se abrió la puerta con un estrépito. Vi a la Coatlicue y a la Virgen al mismo tiempo. de pronto ahí estaba también Lupita, la mesera. Es una alucinación, pensé antes de desvanecerme por completo.


Me despertó Lupita en la cama de Borunda. Me miró con ternura. No me sorprendió ver a una mujer muy joven.

—No te preocupes, ya todo está bien. Yo me encargo, mientras, descansa. Esta vez vivirá nuestro hijo, ahora sí va a nacer…

En el piso del baño, amontonado como un disfraz de piel, vi mi propio cuerpo, el traje que había llevado durante treinta años y del que había sido despojado. Lupita lo dobló como si se tratara de una escafandra de hule y lo metió en una bolsa de basura. Ya era Borunda. Lupita regresaría conmigo al anochecer. Había que prepararse para los rituales dedicados a la Diosa. Lupita debía embarazarse de nuevo. Nunca más supe de mí mismo.