Orfeo
Te escribo este correo desde el año de 2012. Si lo recibes envía tu respuesta de regreso.
Aquellas escuetas palabras fueron emitidas desde el Orfeo, un programa experimental en el que el matemático e ingeniero en sistemas Tomás Mireles había estado trabajando en los últimos meses. Su hipótesis era la siguiente: era posible enviar mensajes por internet hacia el pasado. Internet se había convertido en una suerte de inconsciente colectivo atrapado entre innumerables conexiones y sitios olvidados, ocultos, pero siempre presentes. Siguiendo a Freud y a Jung, el inconsciente desconoce la historia, ergo sería posible establecer contacto con zonas del pasado dispersas en la red. Las matemáticas más avanzadas no lo desmentían. Tampoco el hecho de que casi nunca se borraban los datos, sino sólo sus entradas. Una gigantesca memoria omnipresente se había venido construyendo a lo largo de la historia de la comunicación electrónica. Sin embargo, intentar comunicarse con el pasado era como enviar mensajes al espacio en busca de vida extraterrestre, o como el cliché de la botella del náufrago con un mensaje adentro. Nadie había reparado en aquel hecho que a Tomás le parecía muy simple. Por eso había diseñado para el Orfeo una poderosa arquitectura cibernética.
Durante varias semanas Tomás emitió el mismo mensaje en diversos idiomas al vacío de la red.
Finalmente, luego de muchos intentos, algo pasó.
La respuesta había llegado. Orfeo había llegado a su destino: el pasado.
Re: ¿Es una broma? Mi nombre es Dora Cervera y vivo en la Ciudad de México. Es octubre de 1997. ¿Sigo viva en el 2018?
Cuando Tomás Mireles vio el mensaje parpadeando en la pantalla no podía creerlo. No sólo había entablado contacto, sino que se trataba de una mujer que sería difícil ubicar por su cercanía. De comprobarse el hallazgo una nueva puerta de investigación se había abierto. Gracias al súper ordenador de la universidad buscó el nombre en las diversas redes sociales. Era como ir por una aguja en un pajar. ¿Qué edad tendría Dora en 1997? ¿Seguiría viva?
Los resultados arrojaron ocho casos que coincidían con el nombre ubicados en la Ciudad de México.
Mireles escribió un nuevo mensaje en el Orfeo.
Re: ¿Cuántos años tienes? ¿Qué sistema utilizas?
Días después llegó la respuesta de Dora:
Re: Tengo 17. Utilizo Netscape.
¡Netscape! Eso sí que era arcaico. Dora tenía ahora treinta y dos años. Eso reducía la búsqueda a dos objetivos posibles de los ocho encontrados. Tomás pensó en la manera de aproximarse a las dos Doras Cervera que había hallado. De inmediato les escribió un mensaje:
¿Usted recibió un correo electrónico en 1997 proveniente del 2018?
Pasaron un par de semanas. Ninguna respondió. Desilusionado, Tomás siguió realizando su trabajo cotidiano en la universidad. Era monótono, aburrido. Quizás se trataba de una falla. O le había contestado desde el presente siguiendo la broma. De pronto, una madrugada —acostumbraba quedarse hasta tarde para continuar con sus experimentos— recibió un mensaje de Dora desde 1997:
Re: ¿Sigo viva? Te escribí hace unos minutos y no me contestaste.
Sus mensajes podían llegar de inmediato y las respuestas del pasado tardaban días o semanas. Tomás respondió:
Re: No lo sé. No he podido localizarte. Te he buscado en la red. ¿Hay algo más que deba saber de ti? Re: Vivo con mis padres en la colonia Roma. Estoy por comenzar a estudiar en la escuela de música. Mi grupo predilecto es Oasis. Ahora mismo estoy escuchando “Stand by me”.
Tomás buscó de nuevo en los perfiles de Facebook, Hi5, Linkedin, Diaspora y muchos más, recorrió por medio de una araña web blogs, páginas enteras, pero no dio con ningún resultado confiable. Todavía no había comprobado nada. Necesitaba pruebas tangibles de su descubrimiento. Si Dora había estudiado música era probable que ahora se encontrara en cualquier parte del mundo, así que amplió el espectro a todas las Doras Cervera posibles y repitió su segundo mensaje al presente, esta vez de envío masivo:
¿Recibiste un mensaje en 1997 desde el 2018?
Volvieron a pasar varias semanas sin respuesta. Seguramente había quedado como el típico mensaje de un loco y lo habían mandado al depósito de los correos no deseados. Él habría hecho lo mismo.
En sus ratos libres se dedicó a revisar las matemáticas del Orfeo. No había fisuras. Consultarlo con sus maestros y colegas era impensable. Sin pruebas se habrían reído de él. Pero sí se atrevió a escribir a los matemáticos más destacados: Penrose en Inglaterra, Butler y Nakajima en Harvard, Michaelovsky en Moscú. Ninguno le contestó. Debieron tomarlo por loco. Pero sabía que si el Orfeo encontraba una corroboración, las consecuencias serían vastísimas. Las cosas que se podrían evitar: el 9/11, la prevención de desastres y muertes. Además, las puertas de su beca de doctorado en el MIT se habrían abierto y por qué no: el Nobel mismo. Era vanidoso: soñaba con la fama. Sin embargo, pasaron las semanas y reinaba el silencio. Cuando ya casi se había olvidado del asunto y se encontraba enfrascado en su tesis doctoral —una pesada corroboración de cosas que ya se habían escrito antes acerca de la programación de sistemas que nacían obsoletos— recibió de nuevo un mensaje de Dora:
Re: ¿Ya diste conmigo? Re: No, imposible encontrarte. Hay setenta Doras Cervera posibles en todo el mundo y ninguna me ha respondido. Re: Entonces es posible que ya esté muerta.
Tomás se dio cuenta de que había cometido un grave error. Era una chica de diecisiete años. Es la edad en la que permean los fantasmas de la muerte o la gloria eterna. Y sí, Dora bien podía haber muerto, o acaso hubiera dejado de usar la computadora, o se habría casado y usaba el apellido de su esposo. Cualquier cosa era factible. Respondió con ánimo esperanzador:
Re: No, no te desanimes ni pienses esas cosas. Estoy seguro de que todavía andas por ahí. Actualmente hay más de mil quinientos millones de usuarios de la red. Encontrarte no es tarea fácil ni para el más poderoso de los buscadores. Pero a ver: dentro de unos días, el 13 de diciembre, allá en 1997, se va a registrar una nevada histórica en Guadalajara. Escríbeme cuando te enteres.
A los pocos días recibió la respuesta:
Re: Sí nevó!!! ¡Entonces es cierto que me estás escribiendo desde el futuro! La verdad pensé que todo esto era una broma.
El problema de Tomás residía en que el Orfeo utilizaba grandes cantidades de memoria y energía de la supercomputadora de la universidad. Ya estaban llegando quejas de que el sistema estaba fallando o que andaba muy lento. Tenía que abandonarlo antes de causar una catástrofe o su despido. Tomás copió la última conversación completa y la envió a todos los contactos con el nombre de Dora Cervera. Pero tampoco aquello sirvió. Silencio.
Se le ocurrió una última idea: encontrarse con Dora ese año en los próximos días.
Re: Nos vemos en 2018 Dora: no puedo comunicarme más contigo, pero dentro de veinte años, el 12 de junio de 2018, a las ocho de la noche, habrá un concierto en Bellas Artes. Espero que no te moleste que sean los Preludios de Shostakovich. Los va a tocar Keith Jarrett. Si recuerdas esto, encontrémonos a la entrada. Anótalo en alguna parte o imprímelo, y entonces es posible que comprobemos que esto ha sido verdad. Voy a ir vestido con un saco de cuero negro y una playera de Oasis.
Desactivó el Orfeo y lo ocultó en un archivo encriptado en la computadora. Faltaba un par de semanas para el concierto. Durante ese lapso repasó las teorías sobre los viajes en el tiempo, los ordenadores cuánticos, las paradojas implicadas. La más interesante —y desalentadora— era la del físico David Deutsch, quien postulaba que era posible viajar al pasado, pero a un pasado alternativo y no al pasado propio del viajante. Trasladando esta teoría a su conversación con Dora, pensó que quizás había entrado en contacto con un pasado diverso al suyo y, siguiendo esta lógica, Dora no existía en el pasado de Tomás, sino en otro pasado parecido o casi idéntico. De existir ahora, esa mujer jamás habría recibido un mensaje desde el presente de Tomás. O lo habría recibido y lo habría borrado como se hace con los correos spam.
El doce de junio recibiría una respuesta concreta. En una tienda de trivia rocanrolera encontró una playera de Oasis, que se puso con un poco de vergüenza: no era un grupo que le gustara. Hubiera preferido usar su clásica playera de Pink Floyd, algo más acorde a sus cincuenta años. Así que el día precisado llegó al concierto con una hora de anticipación. Le encantaban los Preludios de Shostakovich, sobre todo en la versión de Keith Jarret. Si su experimento fracasaba al menos disfrutaría de la música. Se paseó por todas partes antes de que se iniciara el concierto. Observó a los espectadores que iban llegando al teatro. Pidió un whisky en el bar. Estaba nervioso. Se situó en el descanso de las escaleras que subían al segundo piso para observar mejor. No sería difícil ubicar a una mujer en sus treintas, sola, acudiendo a una cita, acaso nerviosa, buscando a ciegas. Pensó en lo absurdo de la situación. Al escucharse la segunda llamada se bebió un segundo whisky. Cuando llegó la tercera llamada y no aparecía ningún objetivo posible, dudó en entrar. ¿Y si Dora venía tarde? Decidió quedarse en su puesto en el descanso de las escaleras. Esperaría quince minutos y después regresaría a su casa. En el camino compraría una botella y celebraría su fracaso. De pronto, frente a él, se encontró reflejado de cuerpo entero en un muro de mármol negro y sintió que el universo se había multiplicado de alguna forma. El reflejo en aquella piedra tallada le daba a su presencia un aire arcaico: una pintura, un tenue fresco en un mural a punto de borrarse. Multitudes de Tomases esperaban en millones de universos paralelos a un número infinito de Doras. Todo se dividía y subdividía a su alrededor. Se encontraba en un pequeño islote de repeticiones. De alguna forma sintió que se había vuelto irreal. Tocó el reflejo en el mármol y sintió que su mano se hundía como en un charco en la pared. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Era como si lo hubiera atravesado. Abajo, el pasillo se había vaciado. Provenientes de la sala se escucharon los primero acordes cromáticos y poderosos del primero Preludio, pero fue como si escuchara también el eco de millones de pianos tocando al mismo tiempo. Una desconocida ley de la naturaleza había sido violada. ¿Dónde se encontraba realmente ahora? Bajó corriendo las escaleras rumbo a la salida. De pronto escuchó unos tacones frenéticos subiendo los escalones del exterior para entrar al palacio. También percibió una lluvia de taconeos. El corazón le latía frenético. Una mujer de la edad de Dora entró al recinto. Casi choca con ella. Sintió directa su mirada y pasó del lado. Un hombre idéntico a él la recibió unos pasos atrás de donde se encontraba. ¿Tomás? ¿Dora? La mujer asintió. Miró la playera de Oasis del otro Tomás, y sonrió. ¡Un encuentro después de veinte años! Pero el concierto ya dio inicio, oyó decir a su duplicado con cierto nerviosismo. Ya no podemos entrar, respondió Dora. Era una mujer atractiva, de una belleza irrefutable. Alta, morena, de ojos oscuros. Deberíamos de ir a otra parte, sugirió Tomás. Sí, hay mucho de qué hablar. El otro Tomás volteó a verlo un breve instante con la extrañeza de quien sospecha una presencia pero no encuentra nada, y salió de la sala del brazo de Dora. Tomás, el doble, el multiplicado, se quedó en el umbral, viéndolos cómo se perdían en la noche. Nadie parecía notarlo a su alrededor. Se dirigió de nuevo al bar, pero el mesero ignoró su presencia. Se dio cuenta de que se había convertido en un fantasma, de que había desaparecido por completo. Le consoló la idea de que una versión de sí mismo se había encontrado con aquella mujer joven y hermosa. Mientras tanto los preludios para piano de Shostakovich seguían sonando majestuosamente en la sala de conciertos, cada vez más tenues, como si el volumen fuera bajando, hasta que sólo reinó el silencio. Nadie lo vio quedarse ahí sentado esperando para pedir una imposible copa de whisky. Cuando cerraron el bar sólo encontraron un par de boletos para el concierto abandonados sobre la mesa.
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