José Vasconcelos
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El fusilado
Súbitamente resuena un grito humano; casi simultáneamente, una descarga de fusilería; los caballos se encabritan, instantáneamente se propaga la confusión. No podemos ver a distancia, pero escuchamos tiros y voces extrañas, alguien exige imperioso la rendición: oímos súplicas patéticas: “No tire”. “No me mate”. Queremos embestir y nos cierra el paso un grupo enemigo… Recuerdo las bocas oscuras de las pistolas apuntadas a quemarropa. Nos entregamos; se nos desarma y, después de breve deliberación, se reanuda la marcha… Los vencidos, por delante. Avanzábamos atontados, incapaces todavía de reflexión; únicamente recuerdo que yo repetía mentalmente: emboscada, emboscada, palabra que viene de bosque; así es una emboscada. Al principio no queríamos resignarnos; secretamente nos aferrábamos a la ilusión de que sobrevendría algo imprevisto o de que, haciendo un esfuerzo, toda la horrible y sencilla ocasión se desvanecería como un mal sueño; pero un dolor físico, clavado fuertemente en el corazón, nos obligaba a confesar nuestra desgracia; de adentro de nuestras conciencias salía una nube gris que empañaba la luz del sol y la hermosura del campo. De sobra conocíamos la práctica brutal de ejecutar a los prisioneros; la reserva de nuestros capturadores era suficiente aviso… Mientras duraba la marcha, mi imaginación estuvo trabajando con rapidez y profundidad que no me había conocido antes. Íbamos a ser víctimas de una repugnante injusticia, y, sin embargo, no me preocupaba el momento próximo, sino la totalidad de mi vida anterior. Los hombres me parecían irresponsables, y todos los sucesos un tejido absurdo y cruel donde lo único natural e inevitable es morir. Largo sería contar lo que pensé. Al caer la tarde, las sombras de aquel último crepúsculo se me metían en el pecho, sentí frío y desaliento… De no contenerme la voluntad, me habría puesto a llorar y suplicar por mi vida, según vi hacerlo a algunos prisioneros nuestros, que supusieron éramos también unos desalmados. No me resignaba a morir; pensaba en el desamparo de los míos y en tantas cosas que tenía proyectadas… El botín que me arrebataban; aquella hermosa, mi compañera de los días felices, ¡qué importaba!, ya la sentía yo, un poco atrás de mí, llena de aplomo, conversando con el capitán enemigo; pronto se las arreglaría la perra para salvarse; volvería al fausto de las ciudades, a despertar la codicia en todos los ojos… De todas maneras, tarde o temprano, así había de ser, el valiente las toma y las deja sin reproche. Pero la otra, la que me lloraría, y los pequeños huérfanos…, huérfanos, ¡horrible palabra!, ¡y peor aún el gesto de piedad que la acompaña! Y me sacudió esta idea: “Si yo mostraba abatimiento, eso dejaría una huella de debilidad en el alma de mis hijos; en cambio, si me mantenía firme, si los entregaba, confiado en Dios, único repartidor de fortunas y penas, entonces ellos también adquirirían un temple altivo. La muerte de su padre no sería una escena lacrimosa: iba yo a legarles un molde altanero donde podrían ensayar sus almas…” ¡Y me erguí en los estribos! Frecuentemente me había ocurrido salir de las situaciones apuradas imaginando una actitud de audacia –cuando sufrimos un gran bochorno anhelamos correr, arrogantemente, a galope de caballo–; así las penas y situaciones dolorosas se alivian al instante si nos las representamos en panorama, si mentalmente las incorporamos a la estatuaria… Inmediatamente me entristeció pensar en lo bueno que hubiera sido dejar escrita aquella teoría; pero, reflexionando me dije que tal aflicción mía no era sino un pretexto para rehusar la muerte, pues ni aquella teoría ni la más original de las teorías se pierden porque un hombre muera; otros la pensarán tarde o temprano, y todas ellas existen independientemente del azar de que alguien las descubra o se dedique a escribirlas. Otra bella teoría perdida, pero perdida para mi gloria personal, no para la riqueza del mundo. Meditando así, me puse risueño, pero sin ironía; siempre desdeñé a los ironistas. Una gran luna amarillenta se había levantado por el cielo crepuscular y ahora iluminaba el campo. A distancia comenzó a divisarse un caserío… El jefe mandó hacer alto, cruzó algunas palabras con sus inferiores y en seguida nos dividieron en dos grupos. Seis más y yo, que era el jefe vencido, recibimos orden de permanecer allí. Todos comprendimos; se sintió pasar un escalofrío general, que a nosotros se nos disolvió en el cuerpo y nos entumeció los miembros. Los demás comenzaron a desfilar; yo me mostraba indiferente, a fin de dar consuelo a los compañeros, que se despedían cabizbajos. Sin embargo, no me atrevía a buscar la mirada de mi amiga; con esa rápida penetración que se posee en los últimos instantes, me la representé ganándose amores nuevos. Se fue con su mirada dura de los últimos días, la que le observé desde que se inició el fracaso; pero no obtuvo la satisfacción cruel de compadecerme. ¡Recuerdo su silueta voluptuosa, bañada de luna!... Largo rato la miré y, al recordar a la esclava de sólo unas semanas antes, me llené de rabia y la injurié bellacamente; pero como ella iba ya a distancia en que no podía escucharme, y nadie la quería en la tropa, todos soltaron la risa, yo, contagiado, me reí también y recobré la calma. No me quedaba odio en el pecho; nadie lo tiene cuando va a morir; todo lo contrario, la conciencia rebosa energía. Cierto que los miembros flaquean por miedo del dolor físico, pero el ánimo se pone alerta. La vida entera, rápidamente recordada, parece un incidente de un camino muy largo. Comienza a borrarse la noción del tiempo, a un grado que lo más reciente se confunde con los sucesos remotos, y viceversa. Mejor dicho, todo aparece renovado y luminoso; la misma idea de la muerte nos revela aspectos piadosos de redención. Y parece que todo nuestro ser implora: “Señor, recíbenos en tu seno, perdónanos el haber vivido y condúcenos, líbranos pronto de todo esto…” En un momento quedamos alineados; nadie hablaba, pero sentíamos con precisión rara todos los movimientos de nuestros ejecutores. El sonido metálico y unísono de la preparación de los rifles nos causó un fuerte estremecimiento; pero no intentamos huir; todo sucedía muy de prisa. Como en un delirio vimos que nos apuntaron los rifles; salió el fogonazo y un violento golpe de costado nos derribó en tierra… Desde entonces ya no supe lo que fue de mis compañeros; recuerdo haber visto mi cuerpo destrozado y contrahecho por las contorsiones de los últimos instantes; pero me aparté de él sin amargura, contemplándolo casi con disgusto; igual, ni más ni menos, que cuando se desecha un traje usado. Entré en seguida en un período de somnolencia durante el cual me daba cuenta perfecta de que subsistía, aunque de una manera extraña, sin apoyo en ningún elemento. Poco tiempo después recuerdo haber pasado, a la hora del crepúsculo, por una calle de la ciudad donde fui relativamente famoso, y esto lo digo sin vanidad, tan sólo para explicar la conversación que escuché: “Pobre Fulano –aquí mi nombre–; lo mataron; después de todo no era malo, sino excesivamente díscolo…, por aquí viven sus hijos…” Ni siquiera me ocupé de ver quién era el que hablaba ni qué más decía: ¡desde acá se ven tan efímeras las cosas del mundo que no inspiran el menor interés! La mención de mis hijos me puso a pensar y advertí que no experimentaba aquella honda y casi dolorosa ternura que únicamente los padres conocen; en seguida me lo expliqué: yo no tenía ya corazón y el dolor depende de que éste, mal hecho, se tuerce con la pena; en cambio, el espíritu puro tan sólo conoce la alegría. Sin embargo, en aquellos instantes yo no estaba para problemas, me dedicaba por entero a adaptarme a mi nuevo estado; sin exageración, puedo calificarlo de delicioso: mis poderes centuplicados; en mí ya no regía la ley newtoniana de la pesantez; podía ir y venir a mi antojo no sólo en el espacio, sino también en el tiempo; vagaba por los aires y los campos; no me interesaba el bullicio pequeño de las ciudades; me sentía hecho como de luz de halo; rozaba ligeramente con el aire al avanzar y esto me producía un goce delicadísimo, semejante a la impresión de ver correr el agua, o a la que produce la flecha que señala la trayectoria de una fuerza en los diseños de los libros de mecánica. Así entraba y penetraba en el mundo, sin perder mi unidad… Desde el principio sentí ganas de presentarme en la tierra para informar a los hombres de la beatitud que aquí alcanzan los blandos de corazón, porque pueden penetrar el universo, en tanto que las almas duras se desmoronan como lodo seco y podrido, se confunden con el humus terrestre. Necesitan pasar a la fragua de los volcanes, a la prueba del fuego, para tornar a convertirse, primero, en gas y, después, en aliento de vida. De aquí justamente, procede el mito de los infiernos. En realidad, sucede que la conciencia perversa tarda millares de años para volver al estado humano, donde podrá intentar, una vez más, su liberación. En cambio, los buenos como ya lo he dicho, se ligan con las fuerzas superiores e intervienen en la obra del universo. Ya lo sé, mis revelaciones serán inútiles; la ley es que cada quien sea el autor de su propia salvación. Sin ejercitar los sentidos corpóreos, puesto que ya no tenía yo cuerpo, todo lo percibía y entendía directamente con la inteligencia; sin embargo, me quedaba un extraordinario desarrollo del tacto, ese tacto nervioso que quizá es la base de todos los sentidos corpóreos, algo como la sensibilidad que imaginamos en la corriente eléctrica. Me daban tentaciones de usar este poder a fin de comunicarme con los hombres; pero, aparte de las dificultades de procedimiento, ¡es tan difícil hacer comprender ciertas cosas a los que todavía están metidos en cuerpos! Veía, por ejemplo, las mesas de los espiritistas, tartamudeantes, obtusas, ridículas; ¡no es posible rebajarse a usarlas! Pasaba enseguida a ejercitar contactos sobre la membrana cerebral de los médiums en las sesiones medianímicas; pero, apenas se ponían a hablar, lanzaban tal cúmulo de incoherencias y dislates que me alejaba, disgustado de la máquina humana como medio de expresión. En fin, para todos los que se preocupan de estos asuntos tengo un consejo: no busquen la verdad ni en las pruebas físicas ni en el balbuceo de los médiums ni con ningún procedimiento anormal; búsquenla en la inspiración del genio y en el secreto de los sueños. Desde que estaba en el mundo, yo había concebido escribir un libro intitulado Las hipótesis del sueño, y aquí he venido a confirmar plenamente mis atisbos; el misterio se ilumina en los sueños… Ahora me encuentro atareadísimo en la más interesante de las ocupaciones. ¿Cómo lo diré? Parece que rozo con la eternidad; el pasado se me va apareciendo tal como fue, vivo y hermoso; en seguida, me prolongo en otro sentido y veo el porvenir, igual, ni más ni menos, que cuando ejercitamos la memoria para recordar, sólo que aquí los hechos recordados se nos presentan intangibles, aunque realísimos, mucho más reales que en la evanescente realidad terrestre. Lo mejor de todas nuestras emociones, extendido a lo largo de una vía luminosa e infinita. ¡Allí se encuentra lo sublime de todos los tiempos! Me diréis que también está allí lo monstruoso, puesto que toda acción queda fotografiada para siempre en el panorama sin términos; sí, pero nadie lo mira; como no hay quien lo ame, nadie lo evoca; y jamás resucita, se confunde con la nada. En cambio, lo hermoso y lo noble reviven sin cesar. Y aquel, mi apasionamiento excesivo, que en el mundo me causaba martirios, y la censura de las gentes, aquí transformado en afán inmenso, me sirve para abarcar más eternidad. Al ir descubriendo estos prodigios comprendí que no andaba muy descaminado en el mundo cuando sostenía conmigo mismo la tesis de la conducta como parte de la estatuaria; es decir, resuelta, grande, de manera que pueda representarse en bloques; acción que merezca la eternidad. Porque lo ruin y lo mediocre no subsisten; el asco o la indiferencia lo matan. Antes de ir más lejos he querido dejar consignados estos avisos. Ya que en vida no pude escribir tantas teorías como se me confundían en la mente, me complazco en reparar la pérdida de unas cuantas vanidades con el lampo de verdad que dejo apuntado. Los eternos incrédulos alzarán los hombros diciendo: “¡Bah!, otra fantasía”; pero pronto, demasiado pronto, verán que tengo razón. Descubrirán, como he descubierto yo, que aquí no rigen las leyes corrientes, sino la ley estética, la ley de la más elevada fantasía. 1919 |