Trasládese el lector, de tenerlo a bien, al México de 1913. Usurpa la presidencia —imposible y salvaje restauración— Victoriano Huerta. Del norte del país baja la oleada constitucionalista. En la cresta, los guerreros populares: Villa, Obregón, Blanco.
La capital: noche del 6 de diciembre. Un crítico dominicano, y profesor de la Escuela de Altos Estudios, dicta una conferencia que al punto se inscribe en el corazón de nuestro pensamiento literario. No sobra decir que el medio de comunicación "conferencia" habíase tornado sumamente exitoso a partir del ciclo organizado por Jesús T. Acevedo, en el Casino de Santa María, en 1907. Un año después del arribo, a la ciudad y a la redacción de la revista Savia Moderna, del sustentante. Su nombre (preclaro): Pedro Henríquez Ureña.
Aplícase el conferenciante a la búsqueda, erudita y sagaz, del verdadero Juan Ruiz de Alarcón; examen que asimismo decanta la literatura y el espíritu mexicanos.
La clave radica en "el sentimiento discreto, el tono velado, el matiz crepuscular" de nuestra poesía. Notas éstas que alimentan —fuego bajo— la producción del dramaturgo que, sarcasmos feroces aparte, impuso su huella, foránea, diversa, intrusa, mexicanísima, a la escena española de los Siglos de Oro. Toda Lope, toda Calderón, etcétera. El trazo discreto de las emociones hace de Juan Ruiz de Alarcón un autor no ibérico, nacional.
Y si el hallazgo del tono crepuscular, del efluvio discreto de la musa patria, ha pervivido entre líneas o abiertamente, hay otras iluminaciones que son una cantera inédita. A guisa de ejemplo, la que subraya Xavier Villaurrutia. Dijo Pedro Henríquez Ureña, aquella noche de 1913, que: "…Alarcón crea, dentro del antiguo teatro español, la especie, en éste solitaria, sin antecedentes calificados ni sucesión inmediata, de la comedia de costumbres. No sólo la crea para España, sino también para Francia: imitándole, traduciéndole, no sólo a una lengua diversa, sino a un sistema artístico diverso, Corneille introduce en Francia, con Le menteur, la alta comedia, que iba a ser en manos de Molière labor fina y profunda. Esa comedia, al extender su imperio por todo el siglo xviii, vuelve a entrar en España para alcanzar nuevo apogeo, un tanto pálido, con don Leandro Fernández de Moratín y su escuela, en la cual figura, significativamente, otro mexicano de discreta personalidad artística: don Manuel Eduardo de Gorostiza".
El ensayo de Henríquez Ureña merece, pues, amplia difusión; una lectura más dilatada que la que verificaron Castro Leal y los Contemporáneos (entre otros). El texto demuestra la avidez con la que los ateneístas se asomaron a los asuntos mexicanos. Su publicación contribuye a la revisión obligatoria de Henríquez Ureña y del grupo.
Un año después, en 1914, Pedro Henríquez Ureña abandona el país, al que regresa en los años 20. Amén del descubrimiento de Juan Ruiz de Alarcón, nos legaba: sabrosas crónicas teatrales y operísticas, ensayos aparecidos en la revista Nosotros, la coautoría de la Antología del Centenario, el caudillaje compartido del Ateneo y el magisterio sobre los Siete Sabios (más aquello que se me escape).