Material de Lectura

 

Don Juan Ruiz de Alarcón*


Aquí vengo, señores, en apariencia —muchos lo habréis oído decir ya— a sostener una tesis difícil, arriesgada e imprevista, que no faltará quien declare carente de todo fundamento. Vengo a sostener —nada menos— que don Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza, el singular y exquisito dramaturgo, pertenece de pleno derecho a la literatura de México y representa de modo cabal el espíritu del pueblo mexicano.

Así formulada, rotunda y sin atenuaciones, la tesis es discutible, y acaso no deba quedar en pie. Estoy en la obligación, pues, de justificarla definiéndola, explicándola, limitándola.

La tesis que ahora voy a exponer no es nueva ni en mí. Surgió tan pronto como tuve necesidad de definir mis opiniones sobre Alarcón, y me atrevía a lanzarla al público hace cerca de dos años, en mi cátedra de Literatura Española en la Escuela Preparatoria de la Universidad Nacional: aquí presentes hay testigos. Los valiosísimos descubrimientos de mi distinguido compañero y amigo don Nicolás Rangel, con los cuales se prueba que Alarcón abandonó su país natal cuando había andado ya más de la mitad del camino de su vida, me dieron audacia para desarrollar mi antigua tesis.

Implica ésta, para ser justamente inteligible, la exposición de lo que es lícito entender por literatura mexicana y aún por espíritu mexicano. Exige, además, la declaración previa de que no se pretende demostrar que todo Alarcón es explicable por su sola calidad de mexicano: creo, antes que nada, en la personalidad individual, y no en la nacional, como origen del genio. Las cualidades de nación y de época forman el marco que encuadra las individualidades. ¿Necesitaré añadir que, al clasificar a Alarcón como mexicano, tampoco intento probar que sus obras son copia de las costumbres de Nueva España, y mucho menos del lenguaje y los hábitos del populacho —en quien suele equivocadamente pensarse que reside el carácter local? "Pocas personas saben comprender con delicadeza las cuestiones relativas al espíritu de los pueblos," dice Renán en su clásico ensayo sobre La poesía de las razas célticas.

Creo indiscutible la afirmación de que existe un carácter, un sello regional, un espíritu nacional en México. Para concebirlo, para comprenderlo, hay que comenzar, a mi juicio, por echar a un lado la fantástica noción de raza latina, a que tanto apego tiene el demi-monde intelectual. Sólo ha de hablarse de cultura latina, o, en rigor, novolatina: es decir, cultura de los pueblos que hablan idiomas romances, y que a Roma deben étnicamente muy poco, y en civilización mucho, pero no todo, porque lo más proviene de las fuentes griegas y hebreas y del vivificador contacto con los grupos germánicos en la Edad Media.

En México, como en toda la América de habla castellana, el elemento primordial es el español: el espíritu nacional no es otra cosa que espíritu español modificado. Modificado principalmente por el medio y luego por las mezclas: así lo prueba la unidad fundamental de la familia hispanoamericana, que la distingue de la familia española europea (hasta en signos externos como la pronunciación) y que establece un parentesco mucho más cercano entre los pueblos más disímiles del Nuevo Mundo que entre cualquiera de ellos y España. El pueblo español, mucho más definido que los aborígenes de América —definido por siglos de vida nacional, por la lenta modulación de la cultura, que es al cabo la que hace surgir las voces de los pueblos, el espíritu de las naciones—, hubo de imponerse, de constituir el núcleo mental, el centro espiritual de las sociedades nuevas que aquí se organizaron.

Las modificaciones principales las recibió del medio, pero más que del físico (cuya influencia no ha de exagerarse), del medio social especialísimo que crearon las condiciones nuevas, las nuevas organizaciones y adaptaciones que exigía la vida en América, a raíz de una conquista sin precedentes en la historia. Después, al normalizarse esta vida, al definirse las costumbres, los grupos sometidos, aborígenes o no, que al principio se limitaron a continuar oscuramente sus tradiciones propias o se convirtieron en simples imitadores del vencedor, fueron dando, a medida que se fundían con él, su contribución de carácter, de personalidad, al conjunto. En el caso de México, los elementos indígenas (como en las Antillas los africanos) han ejercido poderoso influjo en la vida nacional durante todo el siglo xix. Las sociedades hispano-americanas adquirieron, así, su espíritu peculiar, el cual sólo espera el auxilio de una cultura más extensa y más alta que la alcanzada hasta ahora para manifestarse en plenitud.1

La existencia, inevitable e indiscutible, del espíritu nacional, del carácter regional, del local a veces, no implica en todos los casos, empero, la existencia de literaturas nacionales o regionales. ¿Existe una literatura hispano-americana? ¿Existen literaturas americanas?

Problema semejante al nuestro se discute en los Estados Unidos, poseedores de una literatura muy superior a la de las Américas españolas. La voz más autorizada acaso en el país, la del sabio y sereno William Dean Howells, ha dicho: "La literatura norteamericana no es sino una modalidad (a condition) de la inglesa". Igual debe ser, en verdad, nuestra sentencia. En rigor absoluto, nuestra América no ha dado sino una contribución a la gran literatura española —contribución que se propuso incorporar en la de su patria europea el siempre generoso don Marcelino Menéndez y Pelayo.

Pero así como existen características regionales en la literatura de las provincias de España —Andalucía, por ejemplo, o Valencia—, han de existir, y existen, las características nacionales de la producción literaria, todavía informe, en cada uno de los países de la América española. No me refiero únicamente a las obras en que se procura el carácter criollo, la descripción de cosas locales. No: cualquier lector avezado a la literatura nuestra discierne sin grande esfuerzo la nacionalidad, sobre todo, de los poetas. Los grandes artistas, verdad es, se llaman a excepción muchas veces. Pero observando por conjuntos ¿quién no distingue la poesía cubana, elocuente, a menudo razonadora y aún prosaica, de la dominicana, llena también de ideología, pero más sobria y a la vez más libre en sus movimientos? ¿Quién no distingue entre la facundia, la difícil facilidad, la elegancia venezolana, superficial a ratos, y el lirismo metafísico, singular y trascendental, de Colombia? ¿Quién no distingue, junto a la marcha lenta y mesurada de la poesía chilena, los ímpetus brillantes y las audacias de la argentina? Y ¿quién, por fin, no distingue entre las manifestaciones de esos y los demás pueblos de América, este carácter peculiar: el sentimiento discreto, el tono velado, el matiz crepuscular de la poesía mexicana?

Como los paisajes de la altiplanicie de Nueva España, recortados y acentuados por la tenuidad del aire, aridecidos por la sequedad y el frío, se cubren, bajo los cielos de azul pálido, de tonos grises y amarillentos, así la poesía mexicana parece pedirles su tonalidad. La discreción, la sobria mesura, el sentimiento melancólico, crepuscular y otoñal, van concordes con este otoño perpetuo de las alturas, bien distinto de la eterna primavera fecunda de los trópicos: este otoño de temperaturas discretas que jamás ofenden, de crepúsculos suaves y de noches serenas.

Así descubrimos la poesía mexicana desde que se define: poesía de tonos suaves, de emociones discretas. Así la vemos, poco antes de la independencia, en los Ratos tristes, efusiones vertidas en notas que a veces alcanzan cristalina delicadeza, por Fray Manuel de Navarrete; y luego en José Joaquín Pesado, sobre todo en sus finos paisajes, Sitios y escenas de Orizaba y Córdoba, que de seguro requerían más vigoroso pincel, pero a través de los cuales se entrevé un mundo pictórico de extraordinaria fascinación; en las canciones místicas de los poetas religiosos de mediados del siglo (Arango, Guzmán, Martínez); en la estoica filosofía de los tercetos de Ignacio Ramírez; en las añoranzas que llenan los versos de Riva Palacio; en la grave inspiración clásica de Pagaza y de Othón; en Pax animae y Non omnis moriar, los más penetrantes y profundos acentos de Gutiérrez Nájera, poeta otoñal entre todos, "flor de otoño del romanticismo mexicano," como magistralmente le llamó don Justo Sierra; por último, en las emociones delicadas y la solemne meditación de nuestros más amados poetas de hoy, Nervo, Urbina, González Martínez. Excepciones, desde luego, las hay: en Gutiérrez Nájera (Después) y en Othón (Idilio salvaje) encontramos notas intensas, gritos apasionados; y no serían tan grandes poetas como son si les faltaran. Los poetas nacidos en la tierra baja, como Carpio y Altamirano, nos han dado paisajes ardientes. Y sobre todo, me diréis, Díaz Mirón. ¡Ah, sí! Díaz Mirón, que es de los poetas mexicanos nacidos en regiones tórridas, refleja en sus grandes odas los ímpetus de la tierra cálida y en los cuadros del Idilio las reverberaciones del sol tropical. Pero a Díaz Mirón debemos también canciones delicadas como la Barcarola y la melancólica Nox, filosofía serena, como en la oda A un profeta, y paisajes tristes, teñidos de emoción crepuscular, como el incomparable Toque:

¿Dó está la enredadera, que no tiende
como un penacho su verdor oscuro
sobre la tapia gris? La yedra prende
su triste harapo al ulcerado muro.


Si el paisaje mexicano, con su tonalidad gris, se ha entrado en la poesía, ¿cómo no había de entrarse en la pintura? No hace mucho, por una de las inacabables ordenaciones que sufren las galerías de la Academia de Bellas Artes, vinieron a quedar frente a frente, en los muros de una sala, los pintores españoles y los mexicanos contemporáneos. Bastaba llegarse al salón para observar el contraste brusco: de un lado, la cálida opulencia del rojo y del oro, los azules y púrpuras violentos del mar, la alegre luz del sol, las flores vívidas, la carne de las mujeres, en las telas de Sorolla de Bilbao, de Benedito, de Chicharro, de Carlos Vásquez; del otro, los paños negros, las caras melancólicas, las flores pálidas, los ambientes grises, en los lienzos de Juan Téllez, de Germán Gedovius, de Ángel Zárraga, de Diego Rivera, de Francisco de la Torre.2

Así, en medio de la opulencia del teatro español en los siglos de oro, en medio de la abundancia y el despilfarro de Lope, de Calderón y de Tirso, el mexicano Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza da una nota de discreción y sobriedad. No es espejismo de la distancia. Acudamos a su contemporáneo don Juan Pérez de Montalbán, y veremos que nos dice en la Memoria de los que escriben comedias en Castilla, al final de su miscelánea Para todos:3

Don Juan Ruiz de Alarcón las dispone con tal novedad, ingenio, y estrañeza, que no hai Comedia suya que no tenga mucho que admirar, y nada que reprehender, que después de averse escrito tanto, es gran muestra de su caudal fertilissimo.

Si la singularidad de Alarcón se advirtió desde entonces ¿cómo después nadie ensayó explicarla? Abiertamente dígase: Alarcón sólo ha dado tema, por lo general, a estudios académicos; y el juicio académico típico, cualesquiera que sean sus méritos en el análisis paciente y la averiguación minuciosa, desconoce las altas funciones de la crítica: la síntesis, la reconstrucción de la vida espiritual que dio vida a la obra de arte, y la renovación —cada vez que sea necesaria— de los valores literarios. Azorín pide la revisión de los clásicos del idioma. No la revisión: para muchos de ellos hace falta la lectura inicial. Están por juzgar: sobre ellos se trasmiten de generación en generación frases vagas, huecas y sin sentido. Fuera de la magna obra de Menéndez y Pelayo (a quien con grave error se confundiría entre los críticos académicos), fuera de excepcionales monografías, no se ha juzgado aún la literatura española.4

La crítica académica —y especialmente sus más ilustres representantes en este asunto, Hartzenbusch y Fernández Guerra— dio por sentado que Alarcón, a quien tradicionalmente se contaba entre los jefes del teatro nacional había de ser tan español como Lope o Tirso. El desdén metropolitano, aún inconsciente y sin malicia, ayudado de la pereza, vedaba buscar las raíces del carácter propio de Alarcón en su nacionalidad. ¿Cómo la lejana colonia había de engendrar un verdadero ingenio de la corte? La patria, en este caso, resultaba mero accidente.

Hoy debemos pensar que no. ¿No nos dan ejemplo los españoles mismos, reclamando para su literatura a los Sénecas y a Quintiliano, a Lucano y a Marcial, así como a Juvenco y a Prudencio?

Alarcón nació en la ciudad de México hacia 1580: toda probabilidad se inclina a esa fecha. Marchó a España en 1600 o poco antes. Después de cinco años en Salamanca y tres en Sevilla, volvió al país en 1608, y se graduó de licenciado en Derecho por la antigua Universidad de México. De aquí, suponía Fernández Guerra, regresó a Europa en 1611. Don Nicolás Rangel acaba de descubrir que salió de aquí a mediados de 1613, cuando su célebre biógrafo lo imaginaba estrenando comedias en Madrid. Es de creer que a la corte no llegara hasta 1614. A los treinta y tres años de edad, más o menos, abandonó definitivamente su patria: en España vivió veinte y seis más, hasta su muerte. Hombre orgulloso, pero discreto, acaso no habría sido víctima de las acres costumbres literarias de su tiempo si no mediaran su deformidad física y su color moreno (a que parece aludir Lope en una carta), como de mestizo: aunque no hay probabilidad de que lo fuese. Publicó sólo dos volúmenes de comedias, en 1628 y en 1634; sumando las rigurosamente auténticas y exclusivamente suyas (veinte y tres apenas) con las dudosas y escritas en colaboración, no llegan a treinta y cinco, mientras es bien sabido que las de Lope fueron mil ochocientas, ochocientas las de Calderón y cuatrocientas las de Tirso. De seguro comenzó a componerlas antes de 1614, y tal vez algunas escribió aquí: una de ellas, El semejante a sí mismo, se juzga probable; y tanto ésta como Mudarse por mejorarse (que ofrece varias semejanzas con la anterior) contienen palabras y expresiones que, sin dejar de ser castizas se emplean más en México, hoy, que en ningún otro país de lengua castellana. Posibilidad tuvo de representarlas aquí, pues se edificó teatro hacia 1597 (el de don Francisco de León), y se estilaban

fiesta y comedias nuevas cada día,

según testimonio de Bernardo de Valbuena, en su brillante poema de La grandeza mexicana. Colaboró, por los años de 1619 a 1623, con el maestro Tirso de Molina, y en La Villana de Vallecas utilizaron ambos sus recuerdos de América: Alarcón, los de su patria; Tirso, los de la Isla de Santo Domingo, donde estuvo de 1616 a 1618.5

Estos datos aproximados fundan la que llamaré presunción material de mexicanismo a favor de don Juan Ruiz. No bastarían, sin embargo, y exigen el complemento de la prueba psicológica. La curiosa observación de Montalbán, citada mil veces, nunca explicada, como que sugirió al fin a mister James Fitzmaurice-Kelly el planteo del problema: "Ruiz de Alarcón —dice— es menos genuinamente nacional que todos ellos (Lope, Tirso, Calderón), y la verdadera individualidad, la extrañeza, que Montalbán advirtió en él con cierta perplejidad, le hace ser mejor apreciado por los extranjeros que en su propio país (España)".

Menos español que sus rivales: tampoco escapó al egregio Wolf el percibirlo, aunque se contentó con indicarlo de paso. Pero limitemos esta idea. El teatro español de la época áurea, que busca su fórmula definitiva con las escuelas de Sevilla y de Valencia, la alcanza en Lope, y la impone durante cien años de esplendor, hasta agotarla, hasta su muerte en los aciagos comienzos del siglo xviii. No es, sin duda, la más perfecta fórmula de arte dramático. No es sencilla y directa, como el teatro del pueblo helénico, como el teatro de los pueblos germánicos —el de Shakespeare, el de Goethe, el de Ibsen, también el de Wagner—: animada lucha de apariencias individuales a cuyo través se asoma el espíritu a la más profunda intuición de los destinos. Es una fórmula artificiosa, la de la comedia, que pretende vivir por sí sola, bastarse a sí misma, justificarse por su poder de atracción, de diversión, en suma. Dentro de ella caben, y los hubo, grandes casos divinos y humanos; mas no siempre su realidad profunda vence al artificio. Aún el auto sacra-mental, diverso por su objeto y carácter, soporta la pesadumbre de la casi indomable ficción alegórica.

Así y todo, más amplia y rica es la fórmula española que la francesa de los siglos xvii y xviii. No vuelvo a la arcaica querella. No discuto valer de autores. Pongo a Molière entre mis favoritos y jamás huyo de Corneille ni de Racine, aunque sí de los centenares de volúmenes que sobre ellos escriben sus compatriotas, empeñados en sorprenderles tantos secretos como a Platón o a Dante. Digo sólo que la fórmula del teatro francés, que tuvo su arquetipo en la existencia cortesana, sujeta a corto espacio y pocos movimientos y mesurada expresión (por mucho que estas condiciones permitan, más que otras ningunas, penetrar hondamente en el elemento cómico de los usos sociales y crear la especie peculiar de la comedia de costumbres), es fórmula menos libre, menos variada y animada, que la española, hecha para divertir, con su brío y agitación, a una sociedad de vida más ardiente y más franca.

La necesidad de movimiento: ésa es la característica de la vida española en los siglos áureos. Y ese movimiento, que se desparrama en guerras y navegaciones, que acomete magnas empresas religiosas y políticas, es el que en la literatura hace de la Celestina, del Lazarillo, del Quijote, ejemplos iniciales de realismo activo, no meramente descriptivo o analítico; que en los conceptistas y culteranos se ejercita de improvisto modo, consumiéndose en perpetuo esfuerzo de invención; y que por fin, en el teatro, convierte la vida en la apariencia de rápido e ingenioso mecanismo.

Nadie como Lope de Vega para dominar ese mecanismo (en buena parte invento suyo) y someterlo a toda suerte de combinaciones, multiplicando así los modelos que inmediatamente adoptó España entera. Dentro del mecanismo de Lope cupieron desde la vaciedad absoluta hasta la más vigorosa humanidad; pocas veces la tesis; nunca, quizás, el problema ético o filosófico. En Tirso, en Calderón, por un momento en tal cual otro dramaturgo, como Mira de Mescua, esos problemas entraron e hicieron al teatro español lanzarse en vuelos vertiginosos, rara vez con absoluto equilibrio, siempre con la plenitud de la audacia romántica.

En medio de este teatro artificioso pero rico y brillante, don Juan Ruiz de Alarcón manifestó personalidad singular. Entróse como aprendiz por los caminos que abrió Lope, y lo mismo ensaya la tragedia grandilocuente (en El Anticristo) que la comedia extravagante (en La Cueva de Salamanca). Quiere, pues, conocer todos los recursos del mecanismo y medir sus propias fuerzas; día llega en que se da cuenta de sus capacidades reales, y entonces cultiva y perfecciona su huerto cerrado. No es rico en dones de poeta: carece por completo de virtud lírica; versifica con limpieza (salvo en los endecasílabos) y a veces con elegancia. No es audaz y pródigo como su maestro y enemigo, Lope, como sus amigos y rivales: es discreto (como mexicano), escribe poco, pule mucho, y se propone dar a sus comedias significación y sentido claros. No modifica, en apariencia, la fórmula del teatro español (por eso superficialmente no se le distingue entre sus émulos, y puede suponérsele tan español como ellos); pero internamente su fórmula es otra.

El mundo de la comedia de Alarcón es, en lo exterior, el mismo mundo de la escuela de Lope: galanes nobles que pretenden, contra otros de su categoría, o más altos, a menudo príncipes, a damas vigiladas, no por madres que jamás existen, sino por padres, hermanos o tíos; enredos e intrigas de amor; conflictos de honor por el decoro femenino o la emulación de los caballeros; amor irreflexivo en el hombre, afición variable en la mujer; solución, la que salga, distribuyéndose matrimonios aún innecesarios o inconvenientes. Pero este mundo, que en la obra de los dramaturgos peninsulares vive y se agita vertiginosamente, anudando y reanudando conflictos como en compleja danza de figuras, en Alarcón se mueve con menos rapidez; su marcha, su desarrollo son más mesurados y más calculados, sometidos a una lógica más estricta (salvo los desenlaces). Ya señaló en él Hartzenbusch "la brevedad de los diálogos, el cuidado constante de evitar las repeticiones, y la manera singular y rápida de cortar a veces los actos" (y las escenas). No se excede, si se le juzga comparativamente, en los enredos; mucho menos en las palabras; reduce los monólogos, las digresiones, los arranques líricos, las largas pláticas y disputas llenas de brillantes juegos de ingenio. Sólo los relatos suelen ser largos, por excesivo deseo de explicación, de lógica dramática. Sobre el ímpetu y la prodigalidad del español europeo que creó y divulgó el mecanismo de la comedia, se ha impuesto, como fuerza moderadora, la prudente sobriedad, la discreción del mexicano.

Y son también de mexicano los dones de observación. La observación maliciosa y aguda, hecha con espíritu satírico, no es privilegio de ningún pueblo; pero, si bien el español la expresa con abundancia y desgarro (¿y qué mejor ejemplo, en las letras, que las inacabables diatribas de Quevedo?), el mexicano la guarda socarronamente para lanzarla, bajo concisa fórmula, en oportunidad inesperada. Las observaciones breves, las réplicas imprevistas, las fórmulas epigramáticas, abundan en Alarcón, y constituye uno de los atractivos de su teatro. Y bastaría comparar, para este argumento, los enconados ataques que le dirigieron Quevedo mismo, y Lope y Góngora, y otros ingenios eminentes, —si en esta ocasión mezquinos—, con las sobrias respuestas de Alarcón, por vía alusiva, en sus comedias, particularmente aquella, no ya satírica sino amarga, de Los pechos privilegiados (acto iii, escena iii):

Culpa a aquel que, de su alma
olvidando los defetos,
graceja con apodar
los que otro tiene en el cuerpo.

La observación de los caracteres y las costumbres es el recurso fundamental y constante de Alarcón, mientras en sus émulos es incidental: y nótese que diga la observación, no la reproducción espontánea de las costumbres ni la libre creación de los caracteres, en que no les vence. Este propósito de observación incesante se subordina a otro más alto: el fin moral, el deseo de dar a una verdad ética aspecto convincente de realidad artística.

Alarcón crea, dentro del antiguo teatro español, la especie, en éste solitaria, sin antecedentes calificados ni sucesión inmediata, de la comedia de costumbres. No sólo la crea para España, sino también para Francia: imitándole, traduciéndole, no sólo a una lengua diversa, sino a un sistema artístico diverso, Corneille introduce en Francia, con Le menteur, la alta comedia, que iba a ser en manos de Molière labor fina y profunda. Esa comedia, al extender su imperio por todo el siglo xviii, vuelve a entrar en España, para alcanzar nuevo apogeo, un tanto pálido, con don Leandro Fernández de Moratín y su escuela, en la cual figura, significativamente, otro mexicano de discreta personalidad artística: don Manuel Eduardo de Gorostiza.

Aunque en Lope se hallen obras cercanas al tipo, como El premio del bien hablar, nunca podrá confundirse su arte espontáneo y sin tesis con el reflexivo y bien orientado de Alarcón.

Y al llegar aquí confieso (nunca pensé negarlo) que la nacionalidad no explica por completo al hombre. Las dotes de observador de nuestro dramaturgo, que coinciden con las de su pueblo, no son todo su caudal artístico: lo superior en él es la trasmutación de elementos morales en elementos estéticos, don rara vez concedido a los creadores. Alarcón es singular, por eso, no sólo en la literatura española, sino en la literatura universal.

Su nacionalidad no nos da la razón de su poder supremo; sólo su vida nos ayuda a comprender cómo se desarrolló. En un hombre de alto espíritu, como el suyo, la desgracia aguza la sensibilidad y estimula el pensar; y cuando la desgracia es perpetua e indestructible, la hiperestesia espiritual lleva fatalmente a una actitud y a un concepto de la vida hondamente definidos y tal vez excesivos. Ejemplo clarísimo el de Leopardi.

En el caso de Alarcón, orgulloso y discreto, observador y reflexivo, la dura experiencia social le llevó a formar un código de ética práctica cuyos preceptos reaparecen a cada paso en las comedias. No es una ética que esté en franco desacuerdo con la de los hidalgos de entonces, pero sí señala rumbos particulares, que a veces importan modificaciones. Piensa que vale más (usaré las clásicas expresiones de Schopenhauer) lo que se es que lo que se tiene o lo que se representa. Vale más la virtud que el talento y ambos más que los títulos de nobleza; pero estos valen más que los favores del poderoso, y más, mucho más, que el dinero. Ya se ve: don Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza vivió mucho tiempo con escasa fortuna (así nos lo dice Cervantes, en su relación de la fiesta celebrada en Sevilla, el año de 1606, por la cofradía literaria de los Jiménez de Enciso, de la que era socio el mexicano); él mismo alude a sus dificultades y estrecheces de pretendiente, y sólo en la madurez alcanzó la posición económica apetecida. En cambio, sus títulos de nobleza eran excelentes, como que su padre descendía de los Alarcones de Cuenca, ennoblecidos en el siglo xii, y de la ilustrísima casa de los Mendoza, que en el siglo xvii contaba con sesenta mayorazgos (entre ellos ducados, condados y marquesados) y de cuyas diversas ramas habían salido el primer Almirante de Castilla en el siglo xiv y el primer Virrey de México en el xvii, y, para las letras, don Pedro López de Ayala, el Marqués de Santillana, los dos Manriques, Garcilaso de la Vega, don Diego Hurtado de Mendoza. Alarcón nos dice en todos los tonos y en todas las comedias —punto menos— la incomparable nobleza de su estirpe: debilidad que le conocieron en su época y que le censura en su rebuscado y venenoso estilo Cristóbal Suárez de Figueroa.

El honor —¡desde luego!— El honor debe ser cuidadosa preocupación de hombre o de mujer; y debe oponerse como principio superior a toda categoría social, aunque sea la realeza. Las nociones morales no pueden ser derogadas por ningún hombre, aunque sea rey, ni por motivo alguno, aunque sea la pasión más legítima (el amor, o la defensa personal, o el castigo por deber familiar, supervivencia de moral antehistórica). Entre las virtudes ¡qué alta es la piedad! Alarcón llega a pronunciarse contra el duelo, y sobre todo contra el deseo de matar. Además, le son particularmente caras las virtudes que pueden llamarse lógicas: la sinceridad, la lealtad, la gratitud, así como la regla práctica que debe complementarlas: la discreción. Y por último, hay una virtud de tercer orden que estimaba en mucho: la cortesía. Vosotros quizás extrañaréis se os diga que ésta es muy de México; pero yo, que no nací aquí, sé que lo es. Proverbial era el hecho precisamente en los tiempos de nuestro dramaturgo: "cortés como un indio mexicano," dice en el Marcos de Obregón Vicente Espinel. A fines del mismo siglo xvii decía el Venerable Palafox, al hablar de las Virtudes del Indio: "La cortesía es grandísima." Alarcón mismo fue sin duda muy cortés: Quevedo, con su irrefrenable maledicencia, le llamaba "mosca y zalamero." Y en sus comedias se nota una abundancia de expresiones de cortesía y amabilidad que contrasta con la usual omisión de ellas en los dramaturgos peninsulares.

Grande cosa —piensa—, es el amor; ¿pero es posible alcanzarlo? La mujer es voluble, inconstante, falsa; se enamora del buen talle, o del pomposo título, o —cosa peor— del dinero. Sobre todo, la abominable, la mezquina mujer de Madrid, que vive soñando con que la obsequien en las tiendas de plateros. La amistad es afecto más desinteresado, más firme, más seguro. Y ¡cómo no había de ser ésa la experiencia del dramaturgo!

El interés que brinda este conjunto de conceptos sobre la vida humana es que se los ve aparecer constantemente como motivos de acción, como estímulos de conducta. No hay en Alarcón tesis que se planteen y desarrollen silogísticamente, como en ciertos dramas del siglo xix; no surgen tampoco bruscamente, con ocasión de conflictos excepcionales, como en García del Castañar o El Alcalde de Zalamea (pues el teatro de los españoles europeos, fuera de los casos extraordinarios, se contenta con normas convencionales, en las que no se paran largas mientes). No: las ideas morales de este que fue "moralista entre hombres de imaginación" circulan libre y normalmente, y se incorporan al tejido de la comedia, sin pesar sobre ella ni convertirla en disertación metódica. Por lo común, aparecen bajo forma breve, concisa, como incidentes del diálogo; o bien se encarnan en un ejemplo, tanto más convincente cuanto que no es un tipo unilateral: tal es el Don García de La Verdad Sospechosa y el Don Mendo de Las Paredes Oyen (ejemplos a contrario) o el Garcia Ruiz de Alarcón de Los Favores del Mundo y el Marqués Don Fadrique de Ganar Amigos.

El don de crear personajes es el tercero de los grandes dones de Alarcón. Para desarrollarlo, le valió de mucho el amplio movimiento del teatro español, cuya libertad romántica (semejante a la del inglés isabelino) permitía mostrar a los personajes en todas las situaciones interesantes para la acción, cualesquiera que fuesen el lugar y el tiempo; y así, bajo el principio de unidad lógica que impone a sus caracteres, gozan éstos de extenso margen para manifestarse como seres capaces de aficiones diversas. No sólo son individualidades con vida amplia, sino que su creador los trata con simpatía: a las mujeres, no tanto (oponiéndose en esto a su compañero ocasional, Tirso); a los protagonistas masculinos sí, aún a los viciosos. Por momentos diríase que en La Verdad Sospechosa Alarcón está de parte de Don García, y hasta esperamos que prorrumpa en un elogio de la mentira, digno del ingenio de Mark Twain o de Oscar Wilde. Y ¿qué personaje hay, en todo el teatro español, de tan curiosa fisonomía como Don Domingo de Don Blas, apologista de la conducta lógica y de la vida sencilla y cómoda, sin cuidado del qué dirán; paradójico en apariencia pero profundamente humano; personaje digno de la literatura inglesa, en opinión de Wolf; digno de Bernard Shaw, puede afirmarse hoy?

Pero además, en el mundo alarconiano se dulcifica la vida turbulenta, de perpetua lucha e intriga, que reina en el drama de Lope o de Tirso, así como la vida de la colonia era mucho más tranquila que la de su metrópoli: se está más en la casa que en la calle; no siempre hay desafíos; hay más discreción y tolerancia en la conducta; las relaciones humanas son más fáciles, y los afectos, especialmente la amistad, se manifiestan de modo más normal e íntimo, con menos aparato de conflicto, de excepción y de prueba. El propósito moral y el temperamento meditativo de Alarcón iluminan con pálida luz y tiñen de gris melancólico este mundo estético, dibujado con líneas claras y firmes, más regular y más sereno que el de los dramaturgos españoles, pero sin sus riquezas de color y forma.

Todas estas cualidades, que en parte se derivan de su propio genio, original e irreducible, en parte de su experiencia de la vida, y en parte de su nacionalidad y educación mexicanas, todas ellas, colocadas dentro del marco de la tradición literaria española, hacen de Alarcón, como magistralmente dijo Menéndez y Pelayo, en brevísimo juicio que ojalá hubiese ampliado, "el clásico de un teatro romántico" (a semejanza de Ben Jonson en Inglaterra), sin quebrantar la fórmula de aquel teatro ni amenguar los derechos de la imaginación en aras de una preceptiva estrecha o de un dogmatismo ético; dramaturgo que encontró "por instinto o por estudio aquel punto cuasi imperceptible en que la emoción moral llega a ser fuente de emoción estética, y sin aparato pedagógico, a la vez que conmueve el alma y enciende la fantasía, adoctrina el entendimiento como en escuela de virtud, generosidad y cortesía."

Artista de espíritu clásico (entendida esta designación en el sentido de artista sobrio y reflexivo), Alarcón revela en su orientación misma su carácter nacional. Acaso parezca exageración desmedida atribuir tales tendencias clásicas a un país, como México, que nunca ha podido, como ninguno de sus hermanos de América, formarse una cultura propia, disciplinada y superior, única que con absoluto derecho puede llamarse clásica. Pero dentro de las imperfecciones inherentes a la vida colonial, México fue el más clásico solar de la cultura española en el Nuevo Mundo: fue aquí donde se extendió más y dio mayor caudal de frutos. ¿Qué otro pueblo de América —ni el Perú siquiera— recibió falange de humanistas comparable con la que vino a México a seguidas de la conquista, —los que desde luego trajeron la imprenta, la Universidad, las letras latinas y castellanas? ¿Qué otro pueblo de América sería capaz de ostentar un esplendor de cultura autóctona, por igual científica y artística, como el de México en el siglo xviii? Y dentro de esa cultura, el espíritu mexicano se orientó siempre hacia las aficiones clásicas. México produjo a dos, y educó a uno de los mejores poetas modernos en lengua latina, los jesuitas Abad, Alegre, Landívar,* lejanos y brillantes discípulos del arte, lleno de sutiles secretos de perfección, de Horacio y de Virgilio. La afición al espíritu clásico, sobre todo al de Roma, nunca ha faltado en México: no necesito aducir ejemplos. Menéndez y Pelayo no pudo dejar de observarlo: México es, dice, "país de arraigadas tradiciones clásicas, a las cuales por uno u otro camino vuelve siempre."

No está, pues, fuera de las tendencias del espíritu mexicano Juan Ruiz de Alarcón al revelarse clásico de espíritu, tanto por su disciplina artística (en la que, bien se comprende, es el primero entre todos sus compatriotas), como por sus aficiones a la literatura del Lacio, por su afinidad tantas veces señalada, con la musa sobria y pensativa de Terencio. Pero su espontánea disciplina, por lo que tenía de clásica, nunca le impidió apreciar el valor del arte de su tiempo (nunca ha sido del clásico vivir en desacuerdo con su época); no sólo adoptó el sistema dramático de Lope, y puso en él su nueva orientación, sino que estudió con interés toda la literatura de entonces: hay en él reminiscencias, por ejemplo, de Quevedo y de Cervantes (aunque no autorizan, ni con mucho, para tenerle por discípulo de éste, como pretendió Fernández Guerra), y aún del romance popular, con no ser el suyo un espíritu popular, sino aristocrático.

Por eso, hay en su obra ensayos que no pertenecen al tipo de comedia que desarrolló y perfeccionó. De ellos, el más importante es El Tejedor de Segovia, brillante drama novelesco, de extravagante asunto romántico, pero a través del cual se descubre la musa propia de Alarcón, predicando contra la matanza y definiendo la suprema nobleza. Ni debe olvidarse El Anticristo, tragedia religiosa inferior a las de Calderón y Tirso; de argumento a ratos monstruoso; pero donde sobresale, por sus actitudes hieráticas, la figura de Sofía, y donde se encuentran pasajes de los más elocuentes de su autor, los que más se acercan al tono lírico (así el que comienza: Babilonia, Babilonia...).

* * *

Tiene la comedia dos grandes tradiciones que suelen llamarse, recortando el sentido de las palabras, romántica y clásica o poética y realista. Ambas reconocen como base necesaria la creación de vida estética, de personajes activos y situaciones ingeniosas; pero la primera se entrega desinteresadamente a la imaginación, a la alegría de vivir, a las emociones amables, al deseo de ideales sencillos, y confina a veces con el idilio y con la utopía, como en Las aves de Aristófanes y La tempestad de Shakespeare; la segunda quiere ser espejo de la vida social y crítica en acción de las costumbres, se ciñe a la observación exacta de hábitos y caracteres, y a menudo se aproxima a la tarea del moralista psicólogo, como Teofrasto o Montaigne. De la primera han gustado genios mayores: Aristófanes y Shakespeare, Lope y Tirso. Los representantes de la segunda son artistas más limitados, pero admirables señores de su dominio, cultores perfectos y delicados. De su tradición es patriarca Menandro: a ella pertenecen Plauto y Terencio, Ben Jonson, Molière y su numerosa secuela. Alarcón es su representante de genio en la literatura española —muy por encima de Moratín y su grupo— y acaso México deba contar como blasón propio haber dado bases, con elementos de carácter nacional, a la constitución de esa personalidad singular y gloriosa.


* El autor se refiere a los eruditos novohispanos Diego José Abad (Jiquilpan de Juárez, 1727-Bolonia, 1779), Francisco Javier Alegre (Veracruz, 1729-Bolonia, 1788) y Rafael Landívar (Santiago de los Caballeros, 1731-Bolonia, 1793). (N. de la e.)