a D.G.
Supongamos un desierto, supongamos que sólo las fuerzas paternales te conducen por el desierto y la brava gente tan impenetrable, pensarás que es natural que no sepas cómo hacer: juntarás entonces rodillas con mentón los ojos muy abiertos y los puños contra el pecho, sin motivo llorarás pero con muchas ganas atrapada en ese amor que no te guía y no aparece; supongamos que no hay drogas no hay bebidas [ni pretextos, sabrás, lo sabés, que despertar es recorrer esas praderas de hombres exigentes, de arriesgados tés donde la música es una plaga, un contagio doloroso, una cristalería que se derrumba: te gustará sentir el aluvión de las aguas que te bajan [de los ojos y pedir piedad porque una voz que te suena implacable [y hermosa te despierta no sé qué resonancias, no sé qué desdichas pero no el árbol querido y viejo de los sueños, pero no esa infancia a todo preferida; el cuerpo y los deseos, la soledad y el miedo.
Fiesta en casa
Como un tierno lobizón que se transforma impongo una luz propicia para aparecer. Enardecidos, clamamos en silencio por el ardor y convertimos en jungla nuestros dramas. ¿Quedarán por lo menos adherencias en los dedos? Suena la música que viene de países y que nos conmueve: bailamos y con las uñas nos agujereamos la piel. ¿Podrá perderse lo que nunca se tuvo? La luna intenta corregir mis tentaciones: ya no seré nunca mis peligrosos recuerdos sino esta forma del jazz que me persigue. Romper una copa, dar un puñetazo, gemir.
Suburbios
Metida en sus sombras la noche sonríe como un drogado confuso que no ha encontrado un taxi para regresar. Tras las ventanas iluminadas alguien vive. Tras las luces de altas paredes alguien espera el día de la libertad. Las calles de la noche devoran a los imprudentes que creen en el sueño como en una recompensa. La muerte me lanza requiebros, me corteja, con su cuello de ánfora me rodea, me acaricia con su mirada de espuma, pero yo no puedo, nunca desearé esa oscura carne.
El hombre en el pozo
Me saco de la ciénaga con una mano; vuelvo a caer, me tiro del cuello con una mano: un canturreo de pájaros me enloquece mis pasos en el barro son campanadas para mis hijos; vastas mujeres ardientes reaparecen vuelvo a caer, me tiro del cuello con una mano.
Arte poética
a Paco Urondo
Hay algo que titila en el plexo hay una punta hiriente a la altura del poder de maldición nada puede salir de este derrumbe sólo lo que queda después de una gran devastación, [la paciencia un recuerdo ha trepado por la memoria y se intensifica los focos revientan sobre la perplejidad ¿es posible que hayamos llegado a tal extremo? debo excluirte, hijito querido, ruidito del amor de las maldades calientes a las que no puedo renunciar me sube el pavor y se me atranca entre los dedos balbuceo y el tormento se desorbita las palabras las palabras un clima inalcanzable para siempre el borde nunca el abismo.
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