Ante esta colección de sonetos de Tomás Segovia, * uno puede preguntarse qué es lo que hace decidirse a un poeta por una forma poética en lugar de otra, esto es, por qué elige una determinada angulación para mirar lo que mira y de qué manera esta angulación influye en la cosa mirada, o dicho de otro modo, en qué grado la cosa sería otra si la angulación fuese también otra.
Un poeta aprende con el tiempo que el mundo mirado a través de un cierto tipo de métrica no es el mismo mundo contemplado con otra. Escribir con versos de siete sílabas puede llevar a consecuencias formales e incluso éticas y ontológicas muy diferentes a las de escribir con versos de once o de ocho, o con versos libres. La responsabilidad, el riesgo y la fortuna comienzan con la forma; por lo menos, quien se equivoca en la forma se equivoca en todo. Pero a esta verdad acompaña otra que es casi su contraria: no hay forma infalible, y uno, en mayor o menor medida, se equivoca siempre, pues lo que importa a la hora de la hora no es el método sino el terreno, que es siempre novedoso e irrepetible, y si se quiere permanecer de pie hay que reorientar mínimamente las propias armas, dándole a cada momento un nuevo giro y un nuevo brillo, sin traicionarlas. Todo esto viene a cuento porque en esta colección de poemas de Tomás Segovia asistimos —y no es la emoción menor que otorga su lectura— a una continua tensión entre el erotismo que constituye el tema de todos ellos y la malla en que ese erotismo se despliega o, si se quiere, queda atrapado: el soneto. Toda poesía, independientemente de la forma que adopte, consigue siempre darnos el efecto doble de un despliegue y de una captura, de una distensión exitosa aunada a un sabio ceñimiento. Bajo esta luz, cada uno de los sonetos de Tomás Segovia representa un pequeño drama de acoso y batida, tanto temática como formalmente. Hay asaltos y rendiciones no sólo en los cuerpos sino en la sintaxis: la frigidez de la forma se ve obligada aquí a desmentirse parcialmente, a recurrir a zonas y pendientes insólitas, azuzada como está por una corriente y un ritmo verbales que no le dan tregua y le muerden los flancos. No espere el lector, pues, el mueble pulcro y fino, sino el borbotón raudo. Que este borbotón esté contenido por las exclusas del soneto parece por momentos algo secundario, lo cual es la mejor prueba de maestría formal; la forma parece accidente más que forma; consigue hacernos olvidar su largo uso en la tradición y se nos aparece como recién horneada, acabada de inventar aquí y ahora para el poema que leemos y para ningún otro. De esta suspensión de la tiesura formal se valen las mismas palabras para volverse más anchas, más sueltas, más inocentes y procaces. El que la mayor parte de estos sonetos votivos termine en versos que señalan directamente los órganos del amor no obedece a ningún efectismo o provocación; indica al contrario que la forma ha sido abierta y habitada de veras, sin remordimientos, desde el principio, hasta dar al final del camino con las palabras claves del deseo erótico, que no serían tales si pudieran pronunciarse en cualquier momento, impunemente, fuera de toda tensión y medida. El poema desemboca en ellas, se sujeta al suelo por ellas; más aún: se reintegra a ellas, porque ellas son su verdadera fuente y su sostén más puro. Decir estas palabras es siempre riesgoso pero siempre necesario, y aunque no se las pronuncie —es lo que nos enseña este admirable puñado de sonetos—, su presencia, desde algún fondo, guía todo el ritual erótico. Parecería que para Tomás Segovia el soneto no es una forma qué llenar, sino qué vaciar, como se dice vaciar o fundir una figura en bronce, pero vaciarlo es también desnudarlo, y aun elegir la desnudez como modo del pensamiento. La desnudez que funda la condición votiva de estos sonetos parte de la mirada. No de aquella que “desnuda con los ojos”, sino la mirada que se entrega, que se despoja. Los sonetos de Segovia son formas de ofrecimiento. Modos de exponerse, seducciones, reclamos. El ofrecimiento en acto contiene seguramente la contraparte del ruego. Es, indisolublemente, dar y pedir. Ofrecer a cambio: eso es un voto, un proceso restitutivo ya en la religión, que restituye por ejemplo la vida en un mundo futuro; ya en la política, donde se ofrece cumplir una promesa a cambio de un voto; así en el amor, que gana una preferencia a cambio de un compromiso. Inevitablemente, estos sonetos nos evocan la poesía epigramática griega, ya de carácter erótico, ya de carácter votivo. Votivos eran aquellos epigramas labrados en inscripciones que se ofrecían en memoria de un voto hecho a alguna divinidad (al modo de nuestros ex votos). Segovia funde en estos poemas el orden votivo con el erótico. El poeta se despoja y se ofrece. Los primeros veinte sonetos, que provienen del libro Figura y secuencias (1979) (los restantes cinco están incluidos en Partición, 1983), forman parte de una sección titulada “Visita a un oratorio arcaico”. Esta visita a un lugar de devoción, en el caso de que ese culto haya fenecido, impone no obstante una actitud solemne. La sensación es de ingreso a un recinto cultural cuyos ritos son oscuros no por desconocidos sino por cegadores. Un templo donde el poeta, más pagano cuanto más fervoroso, entra con una lengua que casi reza, una lengua de desprendimiento que recita. Recitar y rezar fueron alguna vez una misma palabra que corrió suertes diversas, aunque no tanto como para hacerse ajenas. Rezo y recitación son modos solemnes de repetición. Como el amante que sabe que renueva un antiguo ritual, el poeta y el religioso ofician: su oficio es celebrar al tiempo que ofrecer. El amante lo entiende bien cuando sale de sí y experimenta la disolución en una desnudez muy anterior y posterior a su ser particular. Así el creyente, cuando se despoja, hace suyas —puesto que re-cita— las palabras de la oración, tal como el poeta reza según la lengua. Segovia ingresa al oratorio arcaico —que es griego, pues como él dice: “Si ninguna otra traducción interviene, la transcripción simple de un cuerpo desnudo está siempre en griego”— no a orar, entra a ad-orar. Oratorio, adora-torio, recinto de ruego y entrega, devocional, votivo: el cuerpo.
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