Material de Lectura

Nota introductoria

La vida es como uno la piensa, luego
si uno la piensa mala se vuelve loco
de desesperación.
Ramos Sucre, carta a Lorenzo Ramos

Se ha escrito mucho sobre José Antonio Ramos Sucre (Venezuela 1890-Ginebra 1930) y en Venezuela se le profesa culto público y secreto que lectores de otras regiones compartimos en alguna de las dos modalidades. Ante estos cultos no sé qué sentiría Ramos Sucre, aunque él mismo vaticinara que "después" tendría lectores, porque su reino no es de este mundo. Su "después", su "tiempo futuro" no somos nosotros, evidentemente, como su "ahora" no era el de sus coetáneos. Ramos Sucre tiene su "hoy" particular, su "mañana" propio, su "ayer" exclusivo, su realidad no se nos parece.

La casa que él fundó, por serle el mundo inhabitable, está llena de compartimentos secretos: secretos por él, públicos en su verdad. Una verdad siempre despierta en la exaltación de la fantasía, realizada en defensa propia. La verdad de Ramos Sucre es la verdad de la fantasía, cierta echando mano de todos los confines de la tierra, de todas las edades, al trote de un "yo" que el autor hace andar como inexistente por dúctil, firme por preciso (siempre yo) actor o personaje. Fantasía dicta la ley, la forma, los cánones, los comportamientos, ceñido en un lenguaje preciso que le es propio, que es sólo de Ella, que le pertenece.

Ramos Sucre no sólo tiene un mundo propio sino su propio mundo. El de los demás le parece inhabitable: José Balza explica su insomnio diciendo que él era la única conciencia despierta en Venezuela en los negros años de la dictadura de Juan Vicente Gómez, y que no podía darse el lujo de dormir. Claro, nadie resiste no dormir durante años. A los cuarenta años de edad, después de haber estado literalmente despierto durante nueve, Ramos Sucre termina con su vida.

Terminó con su vida, pero no acabó con su propio mundo: un mundo complejo, transitado por múltiples habitantes (la mayoría de ellos "yo"), un rico universo verbal siempre —como él— despierto, todo bajo el sol quemante de la muerte, como si hubiera muerto antes, como si por ello no pudiera cumplirse su deseo: "yo quiero escapar de los hombres hasta después de muerto, y tengo ordenado que este edificio desaparezca, al día siguiente de tirar mi vida, y junto con mi cadáver, en medio de un torbellino de llamas".

Porque desde antes de morir, Ramos Sucre había elegido para fincar su propio mundo el territorio de la muerte. Él ha apostado todas sus cartas a la existencia imposible en la muerte. Y ha ganado. Vive, irritante y vigoroso, sentimental y racional, vive mezclando elementos, cambiando aquí y allá de tono, profuso y encerrado y parco y exultante, y aunque donde vive tampoco duerme nunca, no parece necesitar el sueño: ¿para qué dormir si se habita en la edificación que ha levantado la propia fantasía?


Carmen Boullosa