Material de Lectura

 


Las formas del fuego


El mandarín
La verdad
El rajá
Rúnica
La caza
El reino de los cabiros
La ciudad de las puertas de hierro
Carnaval





El mandarín

 
Yo había perdido la gracia del emperador de China.
No podía dirigirme a los ciudadanos sin advertirles de modo explícito mi degradación.
Un rival me acusó de haberme sustraído a la visita de mis padres cuando pulsaron el tímpano colocado a la puerta de mi audiencia.
Mis criados me negaron a los dos ancianos, caducos y desdentados, y los despidieron a palos.
Yo me prosterné a los pies del emperador cuando bajaba a su jardín por la escalera de granito. Recuperé el favor comparando su rostro al de la luna.
Me confió el develamiento y el gobierno de un distrito lejano, en donde habían sobrevenido desórdenes. Aproveché la ocasión de probar mi fidelidad.
La miseria había soliviantado los nativos. Agonizaban de hambre en compañía de sus perros furiosos. Las mujeres abandonaban sus criaturas a unos cerdos horripilantes. No era posible roturar el suelo sin provocar la salida y la difusión de miasmas pestilentes. Aquellos seres lloraban en el nacimiento de un hijo y ahorraban escrupulosamente para comprarse un ataúd.
Yo restablecí la paz descabezando a los hombres y vendiendo sus cráneos para amuletos. Mis soldados cortaron después las manos de las mujeres.
El emperador me honró con su visita, me subió algunos grados en su privanza y me prometió la perdición de mis émulos.
Sonrió dichosamente al mirar los brazos de las mujeres convertidos en bastones.
Las hijas de mis rivales salieron a mendigar por los caminos.




La verdad

 
La golondrina conoce el calendario, divide el año por el consejo de una sabiduría innata. Puede prescindir del aviso de la luna variable.
Según la ciencia natural, la belleza de la golondrina es el ordenamiento de su organismo para el vuelo, una proporción entre el medio y el fin, entre el método y el resultado, una idea socrática.
La golondrina salva continentes en un día de viaje y ha conocido desde antaño la medida del orbe terrestre, anticipándose a los dragones infalibles del mito.
Un astrónomo desvariado cavilaba en su isla de pinos y roquedos, presente de un rey, sobre los anillos de Saturno y otras maravillas del espacio y sobre el espíritu elemental del fuego, el fósforo inquieto. Un prejuicio teológico le había inspirado el pensamiento de situar en el ruedo del sol el destierro de las almas condenadas. Recuperó el sentimiento humano de la realidad en medio de una primavera tibia. Las golondrinas habituadas a rodear los monumentos de un reino difunto, erigidos conforme una aritmética primordial, subieron hasta el clima riguroso y dijeron al oído del sabio la solución del enigma del universo, el secreto de la esfinge impúdica.




El rajá
 
Yo me extravié, cuando era niño, en las vueltas y revueltas de una selva. Quería apoderarme de un antílope recental. El rugido del elefante salvaje me llenaba de consternación. Estuve a punto de ser estrangulado por una liana florecida.
Más de un árbol se parecía al asceta insensible, cubierto de una vegetación parásita y devorado por las hormigas.
Un viejo solitario vino en mi auxilio desde su pagoda de nueve pisos. Recorría el continente dando ejemplos de mansedumbre y montado sobre un búfalo, a semejanza de Lao-Tsé, el maestro de los chinos.
Pretendió guardarme de la sugestión de los sentidos, pero yo me rendía a los intentos de las ninfas del bosque.
El anciano había rescatado de la servidumbre a un joven fiel. Lo compadeció al verlo atado a la cola del caballo de su señor.
El joven llegó a ser mi compañero habitual. Yo me divertía con las fábulas de su ingenio y con las memorias de su tierra natal. Le prometí conservarlo a mi lado cuando mi padre, el rey juicioso, me perdonase el extravío y me volviese a su corte.
Mi desaparición abrevió los días del soberano. Sus mensajeros dieron conmigo para advertirme su muerte y mi elevación al solio.
Olvidé fácilmente al amigo de antes, secuaz del eremita. Me abordó para lamentarse de su pobreza y declararme su casamiento y el desamparo de su mujer y de su hijo.
Los cortesanos me distrajeron de reconocerlo y lo entregaron al mordisco sangriento de sus perros.




Rúnica
 
El rey inmoderado nació de los amores de su madre con un monstruo del mar. Su voz detiene, cerca de la playa, una orca alimentada del tributo de cien doncellas.
Se abandona, durante la noche, al frenesí de la embriaguez y sus leales juegan a herirse con los aceros afilados, con el dardo de cazar jabalíes, pendiente del cinto de las estatuas épicas.
El rey incontinente se apasiona de una joven acostumbrada a la severidad de la pobreza y escondida en su cabaña de piedras. Se embellecía con las flores del matorral de áspera crin.
La joven es asociada a la vida orgiástica. Un cortesano dicaz añade una acusación a su gracejo habitual. El rey interrumpe el festín y la condena a morir bajo el tumulto de unos caballos negros.
La víctima duerme bajo el húmedo musgo.




La caza
 
La duquesa guarda, montada a caballo, una actitud pudorosa y gentil. Increpa al azor aferrado en el puño y lo despide en seguimiento de un ave indistinta.
El azor dibuja un vuelo indeciso y acierta con el rumbo.
La belleza de la señora me distrae de seguir el curso de la caza. Resalta de lleno en el campo uniforme.
Yo recojo del suelo y oculto recatadamente un chapín de cordobán, escapado de su pie.
La duquesa nota la pérdida en una tregua de la activa diversión.
Me abstengo de contestar sus preguntas inquietas, donde se traspinta el enfado. Un paje saca a plaza la vergüenza de mi hurto.
La duquesa ríe donosamente al adivinar la señal de una pasión en el más intonso de sus villanos.




El reino de los cabiros
 
Unas aves negras y de ojos encarnizados se alojaban entre los mármoles derruidos. Infligían la afrenta de las harpías soeces. Andaban a saltos menudos y alzaban un vuelo inelegante.
La vega de la ciudad abundaba en arbustos malignos citados, para memoria de la venganza y de la amargura, en más de un libro sapiencial.
Un busto de mirada absorta, ceñido de una guirnalda de yedra, se alzaba a cada momento sobre su pedestal roto. El suelo de los jardines violados había dado albergue, un siglo antes, a las víctimas de una histórica epidemia.
La luz del día regurgitaba de una rotura del globo del sol, y la noche, duradera cual las del invierno, estaba a cargo de un astro, de orbe incompleto y de través.
Unos hombrecillos deformes brotaban del suelo, en medio del sopor nocturno. Salían por una apertura semejante al escotillón de un tablado. Sus ojos eran oblicuos y el cabello lacio y espeso invadía la angosta zona de la frente. Respondieron a mi interpelación valiéndose de un gesto lúbrico y hube de asestarles el puño sobre la faz dura, como de piedra. La mano me sangra todavía.
Yo no contaba otra amistad sino la de una mujer desconsolada, atenta a mi bien y a las memorias de un mundo superior. No sabría decir su nombre. Yo olvidaba, en el principio de cada mañana, su discurso.
Ella misma me puso en el camino del mar y me señaló una estrella sin ocaso.
A poco de soltar las velas al viento próspero, vi alzarse, desde el sitio donde me había despedido con lamentos, una interminable espiral de humo.




La ciudad de las puertas de hierro
 
Yo rastreaba los dudosos vestigios de una fortaleza edificada, tres mil años antes, para dividir el suelo de dos continentes. Las torres se elevaban muy poco sobre las murallas, conforme la costumbre asiática. La antigüedad de aquella arquitectura se declaraba por la ausencia del arco.
El paso de Alejandro, el vencedor de los persas, había difundido en aquel país un rumor imperecedero.
Yo observé, desde un mirador de las ruinas, la disputa de Sergio y de Miguel, dos haraganes de origen ruso. Se les acusaba de haber asesinado y despojado a un caballero, cuando lo guiaban a través de un páramo. Se apropiaban las reses heridas por los cazadores del vecindario. Superaban la perfidia del judío y del armenio.
Miguel se retiró después de infligir a su adversario un golpe funesto y se encerró en la hostería donde yo me había alojado. Ninguna otra persona se había dado cuenta del caso.
El herido murió la noche de ese mismo día, profiriendo injurias y maldiciones. Miguel no podía, a tan larga distancia, conciliar el sueño y llamaba a voces los compañeros de alojamiento para salvarse de alucinaciones constantes. Yo contribuí a serenarlo y lo persuadí a esperar, sin temor, hasta la mañana.
Lo dejamos solo cuando empezaba a dormirse.
Volvimos a su presencia después de entrado el día. Lo encontramos ahogado por unas manos férreas, distintas de las suyas.




Carnaval
 
Una mujer de facciones imperfectas y de gesto apacible obsede mi pensamiento. Un pintor septentrional la habría situado en el curso de una escena familiar, para distraerse de su genio melancólico, asediado por figuras macabras.
Yo había llegado a la sala de la fiesta en compañía de amigos turbulentos, resueltos a desvanecer la sombra de mi tedio. Veníamos de un lance, donde ellos habían arriesgado la vida por mi causa.
Los enemigos travestidos nos rodearon súbitamente, después de cortarnos las avenidas. Admiramos el asalto bravo y obstinado, el puño firme de los espadachines. Multiplicaban, sin decir palabra, sus golpes mortales, evitando declararse por la voz. Se alejaron, rotos y mohínos, dejando el reguero de su sangre en la nieve del suelo.
Mis amigos, seducidos por el bullicio de la fiesta, me dejaron acostado sobre un diván. Pretendieron alentar mis fuerzas por medio de una poción estimulante. Ingerí una bebida malsana, un licor salobre y de verdes reflejos, el sedimento mismo de un mar gemebundo, frecuentado por los albatros.
Ellos se perdieron en el giro del baile.
Yo divisaba la misma figura de este momento. Sufría la pesadumbre del artista septentrional y notaba la presencia de la mujer de facciones imperfectas y de gesto apacible en una tregua de la danza de los muertos.