Carajo, esto es el acabose. Aunque ignoro si sea el momento exacto –uno nunca sabe cuándo cerrar la boca o cuándo unas palabras graves nacerán en la frente– pero a dar curso vengo a todo lo que se está ahogando dentro y fuera de mí: las escamas infantiles, el sabor de miseria, la impasible visión de los espejos. Bajo el viento abro el tercer postigo. Veo cómo las hojas se espuman y se esfuman; veo caballos del alba pasar a tumbos sobre el lomo del río; niños sin frazadas; árboles huecos que cayeron del cielo; gritos hundidos dentro de si mismos: los veo ser descubiertos por luciérnagas y alertados por un perro de aguas que conoce años ha la suerte de los náufragos. ¿Y? Ahora yo, oteando tu cadáver a última hora vestido con ropa limpia, oigo el triste silbato que me obliga a bajar apresuradamente de la cubierta para oler el aceite que te untaron en las orejas. En tu garganta hay címbalos, peces que no conocían la superficie del mar. Y ahora yo el desterrado lluevo sobre los cirios, doy vueltas y vueltas a tu cuerpo sin sangre y me detengo. Como si entrara a una librería desconocida hojeo tus párpados en busca de la última palabra cuyo significado te dolía. ¿Quién se cortó la lengua ante el espejo? ¿Quién no desea comprar una sombrilla si ya han anunciado la tormenta de mierda? Sin responder a los crespones que la nostalgia anuda a mis zapatos y que cada mañana que se pudre veo, voy al encuentro del viejo español que hace estallar el iris de las niñas cuando tose o habla. Mis huesos, sin otra cosa que calor, se van agazapando en las esquinas. Mis cabellos cuelgan de la levadura de los árboles, mis duelos se nutren en el plato del vagabundo y llego ante él sin vísceras. Con el pellejo temblando como gelatina me empotra en la pared: lo escucho. Sólo su nombre retuerce mi ocio y me reanima. Pero yo, siempre yo por debajo de todo, sigo pensando que gritar es cosa de mudos y que escuchar es intercambiar ecos con barcos fantasmas o con muertos que han perdido la esperanza de vengarse.
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