Hay paz en el país, y fuera también; los confines están tranquilos como nunca, y hoy, en los protegidos campos, los labradores cantan y surcan la tierra. Al iniciarse la dulce primavera, el pueblo recuerda las leyendas y las hojas tiemblan en las ramas celestes, y también, secretamente, tiemblan los boyardos. Por supuesto, el Príncipe pensativo está decidido a purificar el mundo. Mete el palo hasta el cuello de los hombres para que el culo encuentre la campanilla. No hay piedad ni demoras para quien se opone a la justicia. Religioso, el Príncipe, a la vez que el palo, prepara las velas y el pudding de trigo. Respetuoso con las buenas costumbres, para los grandes —sean paisanos o turcos— tiene palos diferentes, horcas soberbias para distinguir sus jerarquías. Puede verse a los visires en sus alturas, empalizados sobre majestuosos chopos, y para los santos, los curas y los obispos tiene madera santa y olorosa. Y he aquí que las Cortes del país se reúnen para agradecer al Príncipe la paz. Él está en su trono. Silencioso. El alma cubierta de adargas. Y mientras amigos y cortesanos con armaduras brindan y alzan las copas de vino en honor de las hazañas de Su Majestad, el Príncipe piensa en los palos que se merecen
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