La corona de hierro
Yo podría también en este umbral, junto a la precaria armadura de tu olvido, enumerar los hechos construidos y destruidos por el amor; yo podría si alguno de los dos lo quisiera, si alguno de los dos mirara hacia ese sitio, en el remoto estallido de algún verano, en el arco de un día de serpientes, en la claridad de una convalecencia gozosa en el reflejo de una tarde abandonada en el túnel de lo que no pude decir, y esta enumeración inventora de frutos y luces de guerra, donde el corazón ennegrecido chisporrotea igual que una hoguera que el invierno luce en el pecho como un coral amargo.
Yo podría tal vez en otros vestigios, en otros vendajes donde la herida haya sido apagada, en la otra historia de tus ojos donde el abismo vuelve a ser la florecilla silvestre de los días de la infancia; yo podría, te digo, enumerar aquí esos hechos y también aquellas tardanzas que las lluvias de octubre practicaron en mi pecho, esa humedad de lo muerto que a veces no comprendemos y cuyo olor impregna nuestra alma de sumisa nostalgia. Podría entonces con mis carencias de mar, con mi máscara que no fue tallada en ningún taller audaz del alma, caminar por esos actos que tú y yo transcurrimos, que tú y yo hicimos pasar. Ninguna otra fuerza entonces, ninguna otra religión que alimentar con esa cierta placidez del desamparo por esa libertad congénita ante la enfermedad de los dioses; sólo esas palabras con su aire de carne, con su bosque de sangre, con sus extrañas colindancias con el hierro, enumeradas al borde del mundo por aquellos que deciden partir y extraviar la semejanza de su lenguaje con el lenguaje de los poseedores de su ciudad. Aún entonces tal vez, y siendo así no lo supimos, cuando la noche, ella misma, puso en las sienes de la ciudad la antigua corona y la soledad era un perrillo faldero que lamía las manos de sus dueños, y los astros, más acá de su lejanía, retocaban el olvido de los hombres y todos se acomodaban en sus propias estatuas para describirse a sí mismos aquello que llamaban sus incertidumbres. Ésa sería la súplica y el desdén, tu tierno ademán, el autobús donde no consigues escaparte, la habitación donde no consigues la paz, el libro que no te regresa la antigua pasión, el rojo descubrimiento; ése sería el nuevo encuentro, la antigua manera de comenzar, de devolvernos; tu cuerpo desnudo envuelto por la penumbra de la cortina como por una desnudez más amorosa aún y más imposible, la aparición del mar en la mano que lleva la caricia como una lámpara, todo lo que al besar un cuerpo nos incumbe; tus senos donde la blancura enciende sus primeras señales, tu vientre donde la oscuridad alumbra mis manos, tus cabellos de día de lluvia,, tus ojos de anochecer sobre los edificios y sobre las cúpulas, mientras bajamos los escalones del deseo escuchando el golpe del viento en las más altas ventanas, y en todos los sitios donde la noche enciende los cuerpos enlazados como antiguos y eternos sistemas de navegación. Y toda tú caída de tus ojos, parte de ti caída de tu alma, sin súplica elocuente, herida por el beso que te reconoce y te alza, te desordena y te copia en todos los modos del amanecer, entraste en ese rumor, en esa sombra que me envolvía lejos de aquellas costas donde el olvido y el mar alzan la noche y la palidez de las manos da a lo acariciado un atavío remoto que no alcanzamos nunca. Vasto conocimiento y vasta ignorancia; en la noche de esa mirada, en la ciudad oculta por las uñas de sus habitantes, por el cansancio de sus desórdenes y la prisa de sus incertidumbres, ¿qué otra palabra, qué otra caricia donde el coro de las antiguas sirenas saque a relucir los gestos de nuestra infancia caída, de nuestra anciana infancia a la sombra implacable del mar? Si, yo tal vez pude decírtelo, tú pudiste tal vez escucharlo, o tal vez soltando la cortina que te envolvía, alzando los hombros o tarareando una canción que no recordabas bien, caminaste, cruzaste frente a mí o hablaste mientras te vestías en la otra habitación, diciéndome: "Está bien, está bien, ¿pero estamos seguros de algo?" Y esa seguridad que me hubiera gustado invocar, esas constancias de las que tu cuerpo quizá guarda memoria, o esos momentos en que yo despertaba y aún con los ojos cerrados, heridos por el sol, repetía como tú: "¿Pero era seguro? ¿Pero era verdad?" Y recordaba tu sonrisa que mezclaba la noche con el alma más íntimamente que lo oscuro, y combatía con ese ademán estricto del vacío, con la pereza del desconsuelo que casi era el alivio, la sordera final,, la calle en silencio. Y fue así como todo fue cumplido, como no debiste preguntarme; fue así como se hizo innecesario responderte cuando ya no queda otra alabanza, ningún otro sonrojo, ninguna otra adversidad, ningún otro olvido, que aquellos que establecen nuestros propios silencios. Así se ha cumplido todo, y ahora en este sitio somos discípulos de esta noche milenaria y confusa, de esta música atroz, de esta ciudad, de estas palabras donde es necesario dejarte y dejarme. Alimentados por el pan cautivo y la leche cautiva aquí recordamos y olvidamos, aquí nuestros ojos cambian de ojos, aquí entregamos el sueño. …y por las calles de la ciudad el invierno se yergue como un guerrero blanco.
De Relación de los hechos
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