Julieta Campos Selección y entrevista preliminar de Ambra Polidori VERSIÓN PDF
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Julieta Campos o el rito de la escritura como acto de liberación1
Julieta Campos, escritora que nació en Cuba y residió en México desde 1955 hasta su muerte en 2007, fue doctora en Filosofía y Letras y traductora. Su producción crítica en La imagen en el espejo, Oficio de leer y Función de la novela. Su obra narrativa: Muerte por agua o los gatos, Tiene los cabellos rojizos y se llama Sabina (premio Xavier Villaurrutia, 1974) la sitúa como uno de los representantes del nouveau román entre los hispanoamericanos, ya que la palabra, en sus textos líricos y eminentemente intelectuales, es un objeto válido por sí mismo y no de comunicación. |
Muerte por agua1
Después de llover, de repente salía el sol al mediodía. Los contornos de las casas, de los árboles, las torres y las cúpulas más altas se dibujaban en la reverberación de esa luz. Un vaho, que alteraba los ritmos de la respiración, subía del asfalto de las calles. La gente caminaba como si cada cual llevara todo el sol en la espalda. Había poca gente en la calle. Las aceras se volvían muy largas, interminables e inútiles, desiertas, aplastadas fatigosamente por la luz, por el calor. La luz derretía los colores y la ciudad confundía y mezclaba sus aristas a la vez que se separaba del mar, se sumergía en las estrías de los reflejos solares, se levantaba un poco del suelo y se quedaba allí suspendida, entre el vaho y el sol. Nadie recibía los golpes de frescura, las bocanadas de aire que salían de los zaguanes. Nadie se acercaba a los círculos de sombra que hacían los árboles, tan escasos, de las avenidas. La ciudad se aletargaba. Se olvidaba de sí misma, se borraba, se desvanecía. Se aplastaba como un insecto de muchos colores, muerto y recubierto por un tenue polvillo amarillo. No había huellas de humedad, ni traza de la lluvia que había rebosado las azoteas, los patios y las calles. Se habían tragado toda el agua y volvían a estar resecos, a la expectativa. El mar, reducido a su ámbito, era un gran estanque que se ondulaba apenas, de cuando en cuando. La ciudad caldeada, ardiente, no era más que una ciudad irreal, la ciudad imaginada de un espejismo. |
Tiene los cabellos rojizos y se llama Sabina1
Y en el paisaje, confundido y esfumado en la luz, vendrían a sucederse, como las imágenes de una linterna mágica, otros paisajes que también son voces y que coincidirían en el milagro de la escenografía, por obra de un artificio literario que sería relativamente fácil. Al mirar el promontorio, el personaje obedece a una exigencia profunda (palabras que tomo prestadas sin saber a quién, o que me son dictadas, lo que viene a ser lo mismo). Su presencia en el parapeto, que es un mirador, que es una terraza se debe a una inspiración súbita que la empuja a salir por última vez antes de irse, a salir para tomar una fotografía que no tomará porque ese movimiento inspirado que la sitúa frente al promontorio tiene otros fines y pronto sustituirá el deseo de la fotografía por la anticipación de una novela. Ese movimiento inspirado, como me atrevo a llamarlo sin temor de caer en un exceso de fantasía, niega la opacidad del escenario, que para cualquier otra mirada permanecería mudo en ese instante, para trasladarlo a la claridad de un discurso ficticio donde la luz, eminentemente irreal, procede exclusivamente de la formulación de muchas palabras que han estado esperando ser enunciadas. En la claridad deslumbrante de esas cuatro de la tarde ideales, perfectas, como sólo podrían serlo de haber sido imaginadas, inventadas y puestas en palabras, su mirada es, paradójicamente, una mirada nocturna. ¿Una mirada que prescinde de lastres inútiles, que vuelve las espaldas a lo cotidiano? Sí pero, sobre todo, una mirada que en un golpe de vista abarca sólo lo rescatable y para la cual se vuelve elocuente el silencio de la escenografía. El personaje ha ido a ponerse, por un movimiento inspirado, en el lugar que le estaba adjudicado desde que el promontorio prefiguró la imagen de una escenografía genial. El personaje no tiene nombre porque no tiene identidad o, si quieres, porque en él, en ella se intercambian ;y coinciden muchas identidades latentes o posibles. La mirada y la anticipación de una novela futura no se distinguen: son, en todo momento, una y la misma cosa. Para que la novela se configure es indispensable el lapso de suspenso abierto por una mirada. El ruido del mar se aquieta hasta enmudecer a las cuatro de la tarde. Y sin embargo en ese lapso de suspenso que abre la mirada sobre la escenografía en el interior del ámbito creado para la novela por una sucesión de palabras angustiosamente atrapadas, el ruido del mar es el único fondo sonoro que sustenta las palabras. Las palabras pretenden sustituir el ruido del mar. Las palabras son el ruido del mar. La duración artificiosamente henchida que abre la mirada del personaje sobre una escenografía involuntaria pero predestinada y perfecta, se inscribe dentro de otra duración idealmente distraída al tiempo y suspendida en un vacío ideal: la duración de unas vacaciones que rompen la molesta insignificancia de lo cotidiano. Se trata de un artificio. Se trata de una novela hecha exclusivamente de palabras. ¿Podrás prescindir de la insistencia con que ellos te llaman? Ellos representan un papel y yo represento un papel: se trata únicamente de que cada cual cumpla su función dentro de la novela. Lo demás no importa. Importa determinar, eso sí, cuál es el papel de ellos y cuál es el mío. ¿Qué exigen de mí y qué me impide abandonar la terraza, el mar, la escenografía, el hotel? Un hotel es un lugar de paso. ¿A qué se debe, pues, esa obsesión de no dejarlo, esa fantasía de prolongar sin término una estancia que debe ser pasajera; que sólo vale, además, por esa necesidad de ponerle un límite, un principio y un fin? El personaje se distrae. Deja de mirar la escenografía para mirar a su alrededor. Entre todas las historias posibles hay también una historia de muchachas en flor. El hotel se ha llenado de jovencitas rubias (hay cuatro en cada cuarto), ruidosas, descalzas que de día se tienden al sol en sus respectivas terrazas, conservando únicamente el pequeño calzón de un diminuto bikini y dejando expuesta la espalda desnuda. Relumbrosa de aceite. Cuando las puertas de sus cuartos se quedan abiertas es posible ver desde afuera las botellas de ron tiradas entre los huaraches, las blusas y los shorts, en un desorden que el cuidado aspecto de las niñas desmentiría. Tratamos de hacer reservaciones en el hotel y nos comunican, en un tono cortés e impersonal que ha cundido una epidemia de cólera. Pensamos que el cólera es una enfermedad estomacal que produce vómito incesante, hasta la muerte. Hacemos, sin embargo, las reservaciones. Al llegar al hotel, observamos con curiosidad a los huéspedes para sorprender cualquier evidencia, en el semblante, en el comportamiento, en el aire exterior, de la enfermedad que nos han anunciado. Pero todos parecen sanos y despreocupados y dan vueltas en pequeños grupos, alrededor de una alberca cubierta, rodeada de arcos romanos, llena de agua que hierve a borbotones. Unos altavoces difunden los acordes frívolos, exquisitamente fin de siglo, del vals de los Bosques de Viena. Los paseantes dan la impresión de moverse al ritmo del vals, aunque no están bailando sino únicamente caminando. Es entonces cuando percibimos que el vals se interrumpe regularmente, para dejar escuchar una voz que pronuncia, distante y ajena, un nombre: de alguno de los grupos se adelanta una persona hacia la piscina y salta, todo al alegre son de Johann Strauss. El agua que, como ya se ha dicho, hierve a borbotones, se lo traga de inmediato. ¿Un sueño que se inmiscuye en el contexto de la novela igual que esa pantalla rota de seda azul que pusiste en la sala como un detalle surrealista? Quizá, pero es fácil descartarlo. Lo importante es la obsesión por la luz. Yo he visto esa misma estela brillante en otras playas, a otras horas, a veces cuando ya se acerca el crepúsculo. La estela va ascendiendo entonces al cielo que se vuelve, en el horizonte, platinado y frío, iluminado detrás de una nube por el último brillo, lunar, de un sol avergonzado de su esplendor diurno. El cielo liso, platino, de esas transiciones hacia la noche puede ser tan fascinante como la estela de mar, reflejo deslumbrante del sol de las cuatro, que seduce a tu personaje. Luego, el resol acerado se va transformando en plomizo y por fin las nubes se emparejan y el cielo, en el horizonte, se pinta de azul añil traspasado por una luz intensa que confunde durante un fragmento de segundo impresionante el cielo y el mar. He visto ese crepúsculo en una isla del Caribe protegida de los vientos y las agitaciones de alta mar por otras islas cercanas, de modo que las playas se recogían tranquilas, al borde de un estanque inmóvil. El Caribe no es uno sólo. Crees reconocer un matiz, una ondulación del agua y algo, de repente, lo singulariza y lo vuelve único. El Caribe es un mito: es Utopía, es la Isla de Robinson. Pero me gustaría que me explicaras ahora, antes de seguir adelante, quién dice esas palabras: “No estoy aquí. Estoy en otra playa, hace veintidós años”. ¿Es el narrador o, en este caso, la narradora, o es el personaje que uno de los narradores, el que acaba por escribir un texto que se empeña en llamar novela, inventa en el momento mismo en que empieza ese discurso imaginario? La narradora y su personaje estarán ligadas como dos hermanas siamesas. Sus corazones latirán con la misma cadencia y una podrá adivinar lo que piensa o siente la otra, porque una y otra serán las dos caras de una misma, casi incestuosa, identidad. ¿Y esa alusión a Hamlet que luego se pierde? Dijiste que la novela habría de ser un continuo ininterrumpido, que podría empezar en cualquier momento y terminar en cualquier momento, acaso como la vida. Mi novela no pretendería reproducir la vida sino, más bien, describir un instante en el que un personaje inventaría negar que el ciclo no se interrumpe nunca: aspiraría a negar, con su presencia imaginaria en un mirador colocado frente a un promontorio espectacular, que la secuencia del tiempo es inalterable. Tampoco allí había mariposas. En la noche cerrada sólo se distinguían los tubos largos de luz morada, cuidadosamente distribuidos para garantizar la salubridad del hotel, un remanso de comodidades modernas en medio de la virginidad de la isla. Nunca vi que los tubos morados atrajeran estos moscones gruesos que se te cuelan por el cuello de la camisa en algunos lugares del trópico. Había, eso sí, muchísimas mariposas, sobre todo pequeños cadáveres achicharrados de mariposas amarillas. El ruido de la descarga no dejaba de estremecer un poco mientras uno se dirigía, con pantalones Daks y camisa Pucci sabiéndose protegido, a sorber vasos helados de rum punch en el bar de la Pequeña Sirena o en la Caverna de Neptuno. Ese barco, encerrado en una botella, lo he buscado inútilmente en Curazao, sintiendo quizá que era como buscarlo en Amsterdam. Lo he buscado inútilmente. Anótalo. ¿No traes tu libreta de apuntes? Lo has buscado entre pulseras y arracadas hindúes, anillos de jade que traen la buena suerte, pomitos de ungüento chinos, bálsamos mágicos para aliviar dolores y para estimular las facultades eróticas, telas de Java, caftanes y estatuillas balinesas. Pero tu búsqueda ha sido inútil y has acabado por comprarte una reproducción de la Santa María que era igual a la Pinta que era igual a la Niña en una farmacia de Montego Bay. Creo que empiezo a entender el porqué de Hamlet, esa premonición del personaje. En una versión cinematográfica, si no me falla la memoria, Hamlet formula frente al mar su célebre duda metafísica: To be or not to be y abajo el mar embravecido de Dinamarca, que tiene algo que ver con Islandia, si no me equivoco. ¿La vocación? La vocación de ser únicamente su propio espejo, de contemplarse como conciencia, en perpetua, monótona, insistente y maniática reflexión sobre la propia vida y la propia muerte. Hamlet entre la tentación de la inmovilidad, de la contemplación pura, y la obligación de realizar un acto que no es sino un acto de venganza, de celos incestuosos y, en última instancia, de identificación póstuma con la figura paterna. Quiero decir que, de una manera oscura ella, al imaginarse como personaje que enuncia mentalmente ciertas palabras que evocan, tal vez para volverlo presente, un momento vivido veintidós años antes tiene una fantasía un poco grandiosa y cree percibir la figura de Hamlet ascendiendo lentamente los escalones del promontorio y ve, al mismo tiempo, que la escenografía es en realidad el original de un grabado donde todo movimiento se hubiera detenido y al pie del cual hubieran escrito con letras mayúsculas HAMLET y, con letras minúsculas, By William Shakespeare. Mi absurda necesidad de justificar la necesidad de lo innecesario, de racionalizar las intuiciones, de convertir en discurso literario los presentimientos más incipientes, los que hubieran podido quedarse tranquilamente sin ser formulados y sin que a nadie le importara un comino. Tu absurdo afán de dejarte deslizar hacia el irracionalismo, de creer en los presagios, en los augurios y en las sigilosas señales del otro mundo. Cuídate del ocio: es un terreno resbaladizo que resbala precisamente hacia el abismo. Abisal es una hermosa palabra que entra muy bien en mi vocabulario. Abisal, malva, ámbar. Déjame asociar libremente. Deslizarme suavemente. Creo que ha llegado el momento de poner algo en claro. ¿Cuál es el tiempo de esa novela que estás escribiendo? ¿El tiempo de ella, la que mira desde el mirador, o el tiempo de ella, la que escribe con tinta verde sobre las hojas anchas de un cuaderno rayado colocado encima de la tabla abierta de un escritorio de maple? ¿Cuál es el tiempo de la novela que podrías o más bien deberías estar escribiendo, que me pregunto si estás efectivamente escribiendo aunque indudablemente tiene ya alguna, aunque sea mínima, consistencia real puesto que puedes referirte en concreto a ciertas palabras enunciadas, pienso que no en alta voz, por un personaje indudablemente femenino, al que has situado en una terraza cuya vista sobre un peñasco que emerge del mar es excepcional y hasta podría decirse privilegiada? El dilema entre un tiempo y otro tiempo es algo que no se decide todavía. Pero hay esto de cierto: la posición de ella, el personaje del mirador, resulta cada vez más incómoda. No se puede reflexionar acerca de la propia vida y la propia muerte (aquí se abren y se cierran comillas) cuando la temperatura al sol es de 38 grados centígrados y no corre la brisa. Sólo consigno un hecho. Y ese hecho es el siguiente: a las cuatro de la tarde del domingo ocho de mayo de 1971, una mujer mira desde la terraza de un cuarto llamado El mirador en un hotel de Acapulco, hacia un punto situado precisamente frente a ella, unos treinta metros más abajo, un punto donde se encuentra un islote escarpado, un promontorio alisado, un peñasco erosionado por el oleaje y hacia la ancha estela que se extiende desde allí hasta el horizonte, una estela dibujada por la reverberación solar sobre la superficie indiferente del mar. El promontorio es amarillo de bordes irregulares, afilándose en su extremo superior. Quince escalones tallados en su base permiten el acceso, desde una plataforma mojada constantemente por el mar, que enlaza ese islote flotante con el macizo de acantilados donde ha sido construido el hotel; plataforma que rodea una poza o piscina marina donde el agua, que penetra por los intersticios de los arrecifes que sostienen la plataforma, se estanca y toma un color esmeralda transparente que deja ver, en el fondo, la arena gruesa y ocre. Este es un hecho real. El único hecho real. Todo lo demás que pueda decirse en torno, acerca o sobre esa mujer y su manera de mirar el mar depende únicamente de la voluntad de un narrador situado en otra terraza, la del cuarto llamado El laberinto, que la convertirá o no en el personaje marginal de un relato al estilo de A sangre fría, y de la fantasía de una narradora sentada, a la vez, en uno de los escalones del promontorio y frente a un escritorio de maple americano, donde escribe con una pluma verde en tinta verde, a lo ancho de un cuaderno rayado que la convertirá, si se decide a hacerlo, en un personaje de reminiscencias shakesperianas, ligeramente anacrónico, desmesurado y ridículo. La mujer que mira el mar el ocho de mayo de 1971 intenta ser por su parte, patéticamente y sin muchos resultados, por un instante, quizás el único de toda su vida, su propio personaje. ¿Recuerda, sueña, anticipa? Recuerda que preferiría olvidar; sueña, Rilke; que mira hacia afuera mientras que es por dentro donde el árbol crece, quiero decir, en este caso, donde se ondula y murmura el mar; anticipa una despedida, oscilando peligrosamente entre esa despedida y un obstinado deseo de petrificar el gesto de adiós que esbozar ingenuamente con la mano izquierda, posada sobre el muro de la terraza como un pájaro tembloroso, indeciso entre el nido y el vuelo. Las palabras la abandonan. ¿Será que la mirada, esa manera de mirar, excluye las palabras? imagina haber tenido una visión e imagina, también, que la visión se ha desvanecido. Imagina la libertad, la apertura, el vuelo. Se imagina a sí misma como objeto obsesivamente acariciado por su mirada. Se imagina mirada por el mar. Se imagina ceñida por el mar. Se imagina el mar. Me imagino, a mí misma, el mar. |
El miedo de perder a Eurídice1
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