Material de Lectura

El miedo de perder a Eurídice1

 


Pero, aun sin saberlo, las palabras del sueño le dejaron la inexplicable sensación de haber recibido un mensaje o de haber escuchado el dictamen de un oráculo. Aunque, por supuesto, las palabras mismas, la formulación se había desvanecido cuando despertó.

Hay escenarios que cuentan, de por sí, una historia. Lugares que, al describirse, se narran. Tal, por ejemplo, el interior entrevisto de un palacio veneciano a cuya puerta comparece, abotonándose el chaleco con la mano izquierda, un criado de librea. El conde Ucello, descendiente de alguno de los Dogos, lo habita. Todo palacio, en Venecia, es un escenario teatral que evoca el histrionismo de Wagner y la suntuosa melancolía del Palazzo Guistiani. Gruesas cortinas de terciopelo rojo y rojas tapicerías de caída majestuosa, moderadamente deterioradas, acentuarán la clausura y propiciarán el tibio erotismo que habría fluido, por mediación de la pluma de oro de Mathilde Wesendonk, a lo largo del segundo acto de Tristán. 

¿No es la ciudad entera, después de todo, la más intencionada y desmesurada escenografía?

El rojo de los muros exteriores se desnuda, por aquí y por allá, insinuando la intimidad de la morada con cierta refinada impudicia. Hasta hace poco eran tres en la casa pero el joven sobrino del conde se ha ido. El conde pasa sus días en el breve jardín que asoma al campiello de los Arcángeles. Una hiedra tenue, ambarina, cubre ese revés del palacio que mira al jardín, diminuta floresta de naranjos, jazmines, coralillos, rosales espinosos que no han sido podados en mucho tiempo, yerbas silvestres, intrusas, que nadie arranca, florecillas invasoras que desbordan setos cuidadosamente trazados y gatos que se acomodan en algún sitio protegido y lo habitan, en silencio discreto, dos o tres meses. El conde dedica largos ratos a hojear álbumes de pintura y sale únicamente, de vez en cuando, para ir a la Academia donde examina con infinita paciencia, a través de una lupa montada en oro y sostenida por un amorcillo, las Alegorías de Bellini. En el Museo lo saludan con respeto y procuran dejarlo a solas para que pueda contemplar sin prisas al hombre que sale del caracol y contempla, él mismo, a la serpiente. Cuando aparece, los turistas se inquietan un poco, sin saber, si deben aplaudir o no, adivinando la irrupción en escena de un actor de viejos prestigios, injustamente olvidado. En ocasiones, se detiene algunos instantes, en el salón contiguo, frente a La Tempestad y luego, después de echar un último vistazo a sus Alegorías, sale velozmente como si el tiempo lo presionara, atraviesa el puente y se dirige, sin ningún rodeo, al palacio rojo que, al semiabrirse para engullir a su dueño, despide la iridiscente y trémula luminosidad de una valva por los reflejos del sol que multiplican los cristales biselados de las ventanas, los rayos que inciden en los numerosos espejos y los destellos multicolores que proyectan las lámparas de Murano. Por no aludir al sobrino que se ha ido, el señor y el criado hablan, dicen los vecinos, de catarros y de rosas. Los mismos vecinos han creído atisbar al joven en la terraza del tercer piso, o descendiendo al jardín por la escalera descubierta que comunica, por afuera, todos los niveles de la casa, pero han comprendido en seguida que se trataba tan sólo del criado, vestido con la ropa del heredero y los más observadores apuntan que se ha hecho ondular el cabello y lo ha aclarado, para acentuar el parecido, uno o dos tonos. La edad del conde es imprecisa: quienes lo han visto de cerca le atribuyen casi la vejez o casi la juventud, sin poder determinar de qué depende la incertidumbre del paso del tiempo en ese rostro hermoso, en ese perfil de moneda antigua, en esos ojos intensos y evasivos, en esos modales ágiles o excesivamente fatigados. Los que pasan frente a la puertecilla del jardín a horas fijas se extrañan de verlo una y otra vez en la misma posición, inmóvil, con una pluma en la mano, y mientras hay quien supone que escribe largas cartas al que tan intempestivamente se ha marchado, otros jurarían que no escribe sino dibuja, pretendiendo reproducir de memoria acaso, la alegoría del hombre que sale del caracol y contempla a la serpiente. Así se justifican sus visitas a la Academia, esas excursiones que lo arrancan por breves lapsos de su inquietante ensimismamiento. Con más envidia que simpatía se le atribuye una inútil fortuna acrecentada con la viudez reciente (de una napolitana tan pródiga que lo habría dejado, a la vez, libre e imperdonablemente rico) y una disposición egoísta que no se habría alterado ni aun con la presencia del único hijo de su hermana, muerta casi al mismo tiempo que su mujer.

El conde sale al jardín por las mañanas, cuando los músicos de La Fenice empiezan a ensayar la obertura de El Buque Fantasma que iniciará, pronto, la temporada musical de invierno. Lo espera un sillón de mimbre con cojines de cretona floreada, ya muy desteñida, una manta escocesa y una mesita. Las lluvias lo desplazan, eventualmente, a la terraza cubierta. Pero la figura se ha mimetizado al aura melancólica del pequeño jardín salvaje, se le ha vuelto tan consubstancial que los transeúntes cotidianos creen distinguirlo, al espiar entre las forjas de la puertecilla indiscreta, detrás de un seto, incrustado en la verdura, aun cuando el sillón no esté visible y un vientecillo helado sugiera el aguacero. En un café lejano del campiello de los Arcángeles, alguien ha hablado de una góndola vacía vista en Isola Bianca, a donde nadie acude desde que fueron incinerados allí los huesos de viejos huéspedes del cementerio de San Michele y donde ahora, se murmura con cierto énfasis que sugiere tanto repugnancia como fascinación, sólo proliferan serpientes. La góndola del conde no es ya una góndola como las otras: a medida que la historia es contada más lejos del palacio por gente que jamás ha visto en persona al protagonista, la góndola se va volviendo más lúgubre y la imagen del dueño más ambigua. Una y otra, ya casi fantasmales, han sido detectadas en más de una de las pequeñas islas bajas de la periferia, deshabitadas, cenagosas, inquietantes espejos de los orígenes de la ciudad, donde la tierra y el agua no respetan sus mutuos límites y se confunden en un lodo plomizo, oscilante y tembloroso. Cuando la bruma se aposenta y toda la ciudad simula levitar en ella como si fuera a emprender el vuelo o, ya reblandecida estuviera a punto de entregarse, sin ninguna resistencia, al abrazo ávido del mar; cuando los puentes y los peldaños resbalosos de musgo que descienden al agua amoratada de los canales interiores no se distinguen de la bruma, en una lechosa turbiedad indiferenciada; cuando el granate de la Venecia interior se fermenta en ese humo neblinoso, húmedo, y el mármol de la fachada de Venecia se derrama en una espuma cenicienta de modo que la ciudad-isla se vuelve su propio espejismo y flota sobre la laguna velada, rosácea, irreal, ya casi desvanecida, el conde ha sido visto, al mismo tiempo, en San Trovaso, en campo Santa Margherita, en San Rócco, en S. Giovanni e Paolo y en Santa María Formosa, en los Frari y en S. Zanipolo. Se habla, a veces, de su muerte: golpeado en la cabeza con un candelabro de plata, por un desconocido, lo ha descubierto el criado, a la mañana siguiente, en la alcoba; o de su desaparición: nadie lo ha visto después de aquella tarde, en aquel puente, en tal otro callejón, con un paraguas negro, abierto, a pesar de que apenas llovía. Se le atribuyen historias cuya autenticidad está suficientemente comprobada pero cuyos protagonistas fueron otros. La verdad es que el conde se ha esfumado y es inútil asomarse a la reja para espiarlo en el jardín (pero también es cierto que se aproxima el invierno y que la neblina y el viento glacial se prestan a la truculencia). Es un hecho que ha dejado de frecuentar la Academia. Ni las Alegorías, que están cerca de la entrada, ni el Giorgione del salón contiguo han reclamado su maniática, minuciosa, contemplación. La púrpura cardenalicia de los muros del palacio, purificada por la lluvia, parece asumir para sí un luto que no es exclusivo del palacio, ni de esas paredes, porque toda Venecia llora su duelo cada invierno como un coro de plañideras, pero los vecinos prefieren atribuirlo a la desaparición del conde para aislar allí, como se condenaban las puertas de las casas donde había muerto una víctima de la plaga en los llamados siglos oscuros, un luto que se ostenta, a lágrima viva, en las fachadas más dilapidadas y en las que disimulan con cierto recato la proximidad de la muerte. Una nota folletinesca de indudable ingenio se debe a un bebedor de grappa asiduo a la tertulia que se congrega cada domingo en la tarde en el bar que está a la vuelta del Palacio, un modesto establecimiento que algún bromista ha bautizado el palacio de Minos: el criado ha extraído el cuerpo en la madrugada y ha ido a tirarlo al mar o, mejor, lo ha dejado insepulto en Isola Bianca, donde todo el mundo sabe que pululan las serpientes. Como hace frío, no deja de llover y la vida en Venecia es tan provinciana son bienvenidos para romper la monotonía, los relatos que huelen a vampiro. Y pensar que la verdad es tanto más simple y que, para leerla bastaría dejar que el escenario se contara: violar la memoria sellada de los espejos y clavar como mariposas en alfileres las palabras que el viento ha ido enredando entre las indecisas floraciones de las lámparas de Murano.

Habría aparecido entonces un tercer personaje (“hasta hace poco eran tres... pero el joven sobrino del conde se ha ido...”). No, no el criado que en la verdadera historia es un oscuro figurante, sino una jovencita inglesa que habría llegado a Venecia al expirar el verano y se habría mudado a los pocos días al palacio Ucello, que conocería ese otoño las intermitencias de una furtiva y vertiginosa historia de amor escrita sobre otra, impaciente y expedita. La pareja furtiva se escurrió una mañana, muy temprano, por la angosta puerta forjada del campiello y se dirigió al embarcadero más cercano, donde los jóvenes subieron al vaporetto procedente de Lido, con destino a la Stazione F.S.S. Lucia. De la escena que se representó la víspera, ya muy entrada la noche, supieron, además de los tres personajes que miman la figura de este episodio veneciano, las colgaduras rojas que los abuelos del conde mandaron instalar cuando Wagner las puso de moda, allá por el otoño de 1858; los espejos, únicos sobrevivientes del Ottocento junto con el escritorio laqueado y el retrato de la tía bisabuela pintado por Rosalba Carriera y las desproporcionadas lámparas, mecidas peligrosamente por el viento de la laguna, cómplices en el secreto que siempre debería hacerse en torno a las palabras alteradas, a los reproches destemplados que aluden a mentiras y locuras, a traiciones, a heridas mortales, a las escenas de celos, en una palabra, confundiendo la intemperancia de las voces con la armoniosa melodía que emite el buen cristal, humedecido, cuando es despertado por una mano ducha o por el viento.

Pero ¿bastaría? porque el ruido de toda esa efusión verbal y el estrépito melodramático de la pantomima gesticulada podrían disimular para siempre, de no saber leer entre líneas, la violenta angustia soterrada de otro discurso no proferido: “¿Quién revelará jamás la causa secreta e insondable de todo mi dolor?” (Inicio de largo lamento melancólico dirigido por el rey Mark a su sobrino: escena en el Jardín: segundo acto de Tristán e Isolda).

El Giorgione de la Academia le habría comunicado al conde, como presagio, su inminencia premonitoria, ese extraño color de los jardines en las tardes plomizas, cuando se aproxima una tormenta eléctrica. Ahora que ya empieza el verano a nadie le extraña, y parece lo más natural, que hayan vuelto a abrirse las ventanas sobre el jardín y que el mismo criado que sacude las persianas con un plumero demasiado grande se asome luego a la puerta que da al Canal, abotonándose el chaleco con la mano izquierda irreprochablemente enguantada. El conde, en un sillón de mimbre, escribe en un cuaderno y, aunque empieza a hacer calor, se cubre las piernas con la manta escocesa. Escribe para conjurar, volviéndolo palabras, un recuerdo inoportuno: “Hay ciertas tardes melancólicas cuando parece que el mundo está a punto de acabarse”.

 

1  1979