Julieta Campos o el rito de la escritura como acto de liberación1
Julieta Campos, escritora que nació en Cuba y residió en México desde 1955 hasta su muerte en 2007, fue doctora en Filosofía y Letras y traductora. Su producción crítica en La imagen en el espejo, Oficio de leer y Función de la novela. Su obra narrativa: Muerte por agua o los gatos, Tiene los cabellos rojizos y se llama Sabina (premio Xavier Villaurrutia, 1974) la sitúa como uno de los representantes del nouveau román entre los hispanoamericanos, ya que la palabra, en sus textos líricos y eminentemente intelectuales, es un objeto válido por sí mismo y no de comunicación. Su novela: El miedo de perder a Eurídice (serie Nueva Narrativa Hispánica de Joaquín Mortiz) presenta una historia de amor, que es todas las historias posibles, la búsqueda del paraíso, en un mundo de islas y de arte, pero sobre todo es el testimonio de la fascinación de la palabra por sí misma en el hallazgo de la perduración infinita. De este texto y de su actividad literaria nos habló la escritora. —La escritura, como proyecto —nos dice Julieta Campos—, estuvo ahí desde el principio de la adolescencia, como una prolongación casi natural de una avidez que durante la infancia se gastó como afán de lectura; el mar, los cuentos de hadas y las vidas de los mártires cristianos llenaron mis años de niña con espacios fantaseados cuya realidad, sin embargo, desplazaba muchas veces la más inmediata, de la casa y de las cosas. Supongo que sería alrededor de los doce o trece años cuando empecé a anotar impresiones en un diario. Puede que haya sido la pérdida de la infancia lo que suscitó aquel primer intento, seguramente muy elemental, de escritura. Asocio el comienzo de la escritura con la sensación de pérdida. Pero también lo asocio con la fantasía de viaje. Cuando pienso en un diario, pienso en un diario de viaje. En Eurídice el personaje que inventa el espacio imaginario del libro, Monsieur N., lleva un diario de viaje, que es un espacio metafórico del espacio de la escritura: es el sitio del encuentro entre todos los proyectos. Escribí una primera novela, Muerte por agua, mientras mi madre se iba muriendo. En ese libro las palabras son como una tela de araña que recoge lo que flota en el aire, lo que podría volar y desperdigarse. Lo que flota en el aire son las vibraciones que emiten tres seres cuyas identidades son difusas, se prolongan más allá de los límites de sus cuerpos e invaden territorios ajenos. Esa tela de araña que segregan las palabras envuelve a los tres personajes —¿que aluden, acaso, al triángulo edípico?— en un encantamiento semejante al que suscita, alrededor de los rostros y los cuerpos impresos en la cartulina, el color sepia que rodea a las figuras en los daguerrotipos. Por otro lado, habría en la escritura una ambivalencia. Alucinar un objeto de amor que se desvanece y, a la vez, exorcizarlo. —¿Por qué vino a México? —Yo estudiaba en París y tenía veinte años. Me encontré a Enrique González Pedrero, que no se parecía en nada a mí y se parecía mucho. La gente solía creer, al principio, que éramos hermanos. En París, empecé a vivir en México. Vivíamos entre mexicanos. Yo adopté a México antes de que me adoptara a mí. Muchas veces, los latinoamericanos descubrimos lo que es nuestro cuando lo miramos desde lejos y París ha propiciado siempre ese encuentro desde la lejanía, con estos ámbitos nuestros donde la geografía invade y penetra por los poros, donde la palabra telúrico se cae por su peso. Mi encuentro con lo latinoamericano se dio en París y fue doble. En aquel espejo las imágenes nacionales, la cubana, la mexicana, reflejaban también su anatomía menos periférica, su identidad más profunda. —Julieta Campos nos habla de la relación que existe entre sus novelas: —En Muerte por agua los tres personajes, diluidas sus diferencias por obra de esa lluvia interminable que borra límites, anega, aísla, no salen de su claustro: un espacio cerrado y a-isla-do del exterior. La lluvia vuelve a la casa isla, prolongación de ese mar que encierra a la otra isla, más grande, donde está la casa y la protege, como a un castillo rodeado de un foso, del mundo exterior. El personaje único de Sabina ha salido de ese claustro y mira al mundo, mirándose en el espejo del mar. Un diluvio universal borra primero las fronteras, en un universo simbiótico, sin identidades singulares. Cada día se cierra sobre sí mismo en la obsesiva y recurrente repetición de algo que ya ha sido. La memoria, el pasado, se devora a los personajes, de una manera parecida a como Venecia va siendo tragada inexorablemente por la laguna. Después, en Sabina los tiempos son múltiples pero también se anulan como transcurrir, puesto que coinciden —pasado y futuro— en un presente amplificado al infinito gracias al conjuro de las palabras. Creo que la obsesión con la fotografía, en uno y otro libro, tiene algo que ver con esto. La fotografía detiene el gesto, lo extrae del tiempo, lo rescata. Y, a la vez, le roba al fotografiado algo de su alma. No es muy distinto lo que ocurre con las palabras, que apresan en sus redes a la temblorosa, y tan evasiva, vibración de la vida. Cuando se dice, al final de Sabina: “éste no es el fin sino el principio” se cierra un círculo en ese tiempo cíclico, circular, donde el fin es siempre el principio, donde se inscribe el espacio imaginario de la creación. Yo pienso que hay una cierta continuidad entre mis libros y sus personajes y me imagino a Sabina como sobreviviente de aquel naufragio, de aquel diluvio universal, que invadía las páginas de Muerte por agua. Las palabras se le ofrecen, como islas propicias. Así se ligaría ese texto con otro, más reciente, El miedo de perder a Eurídice: la escritura emerge del naufragio del mundo. Salen a flote como islas, los textos. Las palabras son rebotes del obstinado silencio de las cosas. —¿Cómo estructura sus obras? ¿Parte de un esquema inicial o sobre la marcha va conformando sus elementos? —Un libro suele empezar con el informe deseo de aliviarse de algo y de ponerlo afuera. Curiosamente, eso de lo que queremos aliviarnos nos va a colmar, aunque sólo sea de una manera transitoria, cuando ya esté afuera, objetivado. Pero empieza como una presión que rompe los diques que opone la inercia, la vida que sólo demanda fluir tranquilamente hacia su acabamiento. Una presión que rompe, también, las tentaciones del ocio y su canto de sirenas, el de una lectura gratuita, por el puro placer de leer, como se leía en la infancia, por el puro placer de dejarse saciar sin interrupción por el fluir generoso, y adormecedor, de una lectura pasiva, de un recibir constante. Escribir es romper esa inercia. Restablecer una unidad perdida, pero no de una manera pasiva, puramente receptiva. Al principio, eso que pugna por decirse acaba por condensarse en una frase, que suele estar ligada a una imagen, suelen estar implícitos los elementos que van a descomponerse y luego a rearticularse en el texto: cierto ritmo, cierta respiración. Yo diría que en ese microcosmos está, latente, el libro completo. Luego, casi siempre, cuando el libro se ha empezado a escribir, pretendo construir un diseño de la arquitectura que esa imagen previa parecía estar imponiéndome o, para decirlo de otra manera, creo descubrir la gramática de esa casa que voy a habitar por un tiempo. Pero la escritura misma va configurando el organismo del libro, que tiene sus exigencias y que se vuelve cuerpo en el papel, que las palabras van volviendo cuerpo. Me imaginé Eurídice como el contrapunto entre dos discursos: uno racional, reflexivo, y el otro apasionado, poético. Surgió de una alianza, una conciliación, entre un proyecto de pensar el vínculo entre Julio Verne y William Golding y sus respectivos vínculos con la isla y los náufragos (a partir de Dos años de vacaciones y El señor de las moscas) y el proyecto de vivir, en mi relación singular con un texto, un mito que a mí me seduce: el de Odiseo buscándose entre islas y naufragios. Cuando me senté a escribir surgió, de alguna parte, una frase: “Yo voy a escribir una historia y esa historia es la historia de un sueño”. Luego, algo me obligó a escribir: “Érase una vez una pareja”. Y, casi al mismo tiempo, brotó otra frase: “En el principio fue el deseo”. El libro escogía su camino más allá de mis proyectos conscientes. —Dentro del campo de la narrativa latinoamericana contemporánea ¿en qué corriente se sitúa y qué elementos cree aportar (estilísticos, de estructuración…)? —Yo creo que tiene razón Octavio Paz cuando sugiere, en El arco y la lira, que cada obra crea y agota su propia técnica. Por supuesto, uno puede hablar de estilo, o tendencias, o corrientes. Pero queda algo irreductible —¿le parece?—. En cada obra, algo que la hace distinta a todas las demás y, en cierto sentido, inexpugnable. Me siento más cerca, desde luego, de los que no pierden de vista la textura imaginaria del espacio de la ficción y dejan que en sus textos se relaje la cautela de la vigilia para dejar que prevalezca otra lógica, que se parece tanto a la que engendran los sueños. —¿Piensa usted que la abolición de una historia, de una anécdota, aleja al lector de la lectura en vez de acercarlo? —La vida no tiene un diseño muy evidente ¿verdad?, salvo el que se dibuja con la infalibilidad del transcurso de una flecha hacia su blanco, entre el nacimiento y la muerte. O acaso nuestro afán por contar historias sea una manera de diferir al infinito el cumplimiento de ese único diseño, el que nos dibuja constantemente, devolviéndonos al vacío de donde vinimos, horadándonos para hacerle sitio a la muerte. Creo que en el gesto de Sheherezade, en su formulación de historias para aplazar el momento de su muerte está algo que se repite cada vez que alguien vuelve a enfrentarse con una página en blanco. Con los libros podemos hacer lo mismo que con los sueños: quedarnos con sus mensajes explícitos o explorar sus contenidos latentes. Los hilos sueltos, los dibujos inconclusos, siguen, como en los sueños, una enigmática cartografía, la cartografía del deseo. Pienso que toda escritura cuenta una misma historia, que tiene que ver con la muerte y también con el deseo. En otras palabras, se cuenta una historia aunque no se cuente. —Una constante de su reflexión crítica y de su creación es el tema del artista que da testimonio del mundo y se contempla a sí mismo en el acto de concebir su obra. ¿Puede hablarnos de esta preocupación? —La obsesión con la especularidad es antigua: los alejandrinos ya la conocieron. Me refiero a la metáfora del espejo y al juego de los reflejos. No todos se adhirieron en la antigüedad a la noción aristotélica del arte como imitación. Longino y Filóstrato advirtieron desde entonces la importancia de la imaginación. El tema del espejo tiene que ver con esto. Cuando el artista se mira en el acto de crear y se introduce en el espacio de la obra mirándose en el acto de crear está proponiendo al espectador, o al lector, que entre al juego laberíntico de especularidades. La obra, que puede formularse como otras metáforas o encerrar varias en su interior, como las cajas chinas, se vuelve entonces, además, una metáfora del arte mismo: se refleja en un espejo que la refleja. Lo que la obra dice no es el mundo sino los reflejos —deformados o enriquecidos— que proyecta la imaginación del creador, que multiplica el mundo en infinitos espejos. Por supuesto, en última instancia, lo que se refleja en el espejo es una obsesión por la muerte y por el tiempo y una cierta melancolía. En la pintura es más detectable esta preocupación que en la literatura, pero ha estado presente en ambas, sobre todo en las épocas en que el universo deja de ser percibido como certidumbre y armonía. Puede decirse que reaparece una y otra vez a lo largo de toda la modernidad y se acentúa desde el fin du siècle que seguimos viviendo en muchos aspectos. —¿A qué se debe la presencia constante, la carga de simbolismo del agua, del mar, en sus obras? —Pienso que alguien como Bachelard ha dicho mucho más de lo que yo podría decirle acerca del simbolismo acuático. También Mircea Eliade ha explorado los símbolos del agua y todo lo que se relaciona con ella como la forma espiral, laberíntica, del caracol. Prefiero contarle, mejor, algunas vivencias personales. Quizás el ruido del mar fue uno de los primeros que oí. La familia vivía muy cerca del malecón, es decir, del mar abierto donde el oleaje rompe violentamente y parece siempre a punto de invadir la calle y la ciudad. Mi infancia estuvo marcada por el mar. De la mano de mi padre recorría ese borde marino de La Habana que entonces me parecía tan largo, infinitamente largo, caminando y a veces corriendo sobre el muro de contención que separaba la calle de los arrecifes. Y con mi madre iba a nadar a aquellas piscinas, construidas entre arrecifes, donde se bañaban por un lado las mujeres y por otro los hombres. Jugaba, buena parte del día, en un portal frente al mar. A lo lejos iban y venían barcos y yo sabía, además, que uno de mis abuelos había sido marino y que mi padre había venido del otro lado de aquel mar. Mi padre nació en Cádiz. Hace apenas unos años estuve allí y sentí una emoción absolutamente infantil cuando me paré en un muelle, frente al mar y recuperé, idéntica, mi sensación frente al mar de La Habana. Pero el mar era también la muerte: había traído, desde New York, el cadáver de mi otro abuelo, que murió allí de pulmonía. —Usted que ha ejercido la crítica literaria, ¿cómo juzga a los críticos actuales que practican esa disciplina? ¿existe verdadera crítica en México? —Por supuesto, aunque no abunda. Pienso en Paz, en Xirau, en José Emilio Pacheco, en Tomás Segovia, en García Ponce, que crean no sólo cuando escriben sus libros sino cuando reflexionan sobre los libros ajenos. Me interesa la crítica que establece un vínculo apasionado con la obra, no la que se propone matarla y hacer su disección. —¿Con qué criterio elige autores y temas para su crítica literaria? —Sólo escribo sobre una obra o sobre un autor cuando me despiertan resonancias, ecos, que me incitan a explorar esa otra geografía que, sin ser la mía, puede propiciar —uno lo detecta— el encuentro de un sendero nuevo para pasar, como Alicia, al otro lado del espejo. —¿Habría alguna diferencia primordial entre El miedo de perder a Eurídice y sus obras anteriores? —Pienso que recoge imágenes, temas, obsesiones que siempre han estado presentes pero que ahora exigieron otro tratamiento, generaron un organismo distinto, quizá porque suscitaron otros reflejos, se mostraron en otras facetas. Creo que uno cuenta siempre la misma historia, aunque pretenda contar muchas historias distintas o pretenda no contar ninguna. Explícitamente, en algún momento se alude en este libro a una historia de amor que en Sabina se insinuaba sin llegar a contarse. Aquí es rescatada y se convierte en leitmotiv. La novela surgió, en la antigüedad, como una hibridación del relato del viaje y la historia de amor. En este libro el relato establece el vínculo con aquellos núcleos de las más viejas narraciones. Por otra parte, se me ocurre que hay un rastro que conduce de Muerte por agua a Eurídice y que completa de alguna manera un ciclo como el de los viejos cuentos que narran la aventura de un personaje que se desprende de su lugar de origen —casa, familia— para hacer un viaje que lo hará pasar por numerosas pruebas, inclusive una muerte figurada hasta encontrarse con la propia identidad y, a la vez, con el amor. Pienso en el tránsito del espacio concluso de la casa, rodeada de lluvia en el primer libro, al mirador desde el cual se contempla el proyecto del viaje (el personaje, en Sabina, se sumerge en el mar como en las aguas primordiales, en una especie de inicio de viaje subterráneo o descenso al infierno y, por supuesto, una muerte figurada) y, por último, el viaje mismo que sería el momento de Eurídice. Todo viaje imaginario es, de alguna manera, el cumplimiento de un proceso iniciático que tiende a repetir el gran mito de los orígenes: el que atraviesa el proceso renace del caos, como surgió el mundo en un principio. La escritura es un viaje imaginario y los libros marcan etapas de ese viaje, ciclos que parecen completarse o cerrarse en un momento dado para dar comienzo a otros. —Eurídice encierra distintas “historias”, pero ¿cuál sería el eje fundamental del texto? ¿Serían esos núcleos temáticos que usted señala? ¿Hay otros temas o hilos conductores? —En el libro hay varias escrituras sobrepuestas, como en los palimpsestos, lo que sugiere y suscita varias lecturas posibles. Esa linterna mágica que aparece al final puede tener algo en común con aquel laberinto óptico que proponía Leonardo y es, por supuesto, una variante de la obsesión especular de la que ya hemos hablado. El tema de la pareja, el tema del amor, alude al cumplimiento de un deseo de volver a los orígenes, de recuperar el paraíso, de reencontrar una totalidad. Hay en el amor una ruptura con el tiempo que marcan los relojes, el tiempo de la historia. Al final la pareja sabe que repite un gesto, un acto arquetípico, que ritualiza el amor y entra, a través de ese acto, a un tiempo fuera del tiempo, sagrado, mítico. El acto poético hace lo mismo. Cuando digo acto poético me refiero al acto de creación que no siempre produce un poema, en el sentido literal. También puede producir, eventualmente una novela. El trazo de una isla sinuosa en una servilleta blanca, genera el espacio imaginario del libro, de la escritura que es en sí un viaje y el diario que registra el viaje. La isla es el espacio imaginario por excelencia y fue siempre el espacio de la utopía. Ahora sabemos que las utopías, al realizarse o al pretender realizarse, suelen volver infiernos la imaginación del paraíso. Ya no hay islas afortunadas, como decía Camus. Sólo, en todo caso, las del amor, ese sueño, y las de ese otro sueño, la poesía. Yo diría que sólo en la escritura, en el arte, se concilian el deseo y su objeto. Si Eurídice es un conjuro para invocar la Isla (mi espacio imaginario, mi noción de paraíso) es también una probeta alquímica. —¿Cómo una probeta alquímica? —En la probeta de los alquimistas, no se le olvide, se celebraban las bodas de una pareja incestuosa que conciliaba los dos principios opuestos, pero complementarios, de lo masculino y lo femenino. La isla era el espacio metafórico de ese encuentro, o uno de ellos, porque la riqueza simbólica de la tradición hermética fue infinitamente rica. —¿Qué problemas le planteó la composición de esa novela? —Al principio hubo dos tonos, o dos discursos, uno mucho más racional y el otro mucho más apasionado, como el juego alternado de una armonía y una melodía. Si el texto definitivo es algo, sería, justamente, la conciliación entre esos dos registros o tonos, que acaban por disolverse el uno en el otro, por imbricarse. Pero prefiero que nos detengamos aquí. Volviendo a los alquimistas: la Obra era protegida, mediante el secreto, de cualquier naufragio. Hay que dejar que el libro se diga. ¿No le parece?
1 Entrevista de Ambra Polidori, publicada en Unomásuno el 9 de junio de 1979.
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