Polaris
La Estrella Polar resplandece con pavorosa luz a través de la ventana norte de mi cuarto. Ahí luce, siempre, durante las largas e infernales horas de oscuridad. Cada año, en el otoño, cuando los vientos del norte quejan y maldicen, y en el pantano los árboles de rojizas hojas murmuran entre ellos, en las breves horas de la madrugada, bajo la astada luna menguante, me sentaba en la cornisa de la ventana y observaba esa estrella. Titubeante, bajaba Casiopea de las alturas como si las horas la vistieran; mientras Charles Wain, moviéndose con dificultad en la húmeda bruma del pantano, se sumerge entre los vacilantes árboles que inclina el viento de la noche. Justo antes del alba, Arturo cintila toscamente sobre el cementerio de la colina lejana y Coma Berenice luce siniestra en el misterioso Este. Pero la Estrella Polar continúa brillando espantosa en el mismo sitio de la negra bóveda, como un vigilante ojo insensato que se esfuerza por transmitir algún mensaje extraño del que nada recuerda, excepto que, alguna vez, tuvo un mensaje que comunicar. A veces, cuando está nublado el cielo, puedo dormir. Recuerdo con claridad la noche de la gran Aurora, jugaban sobre el pantano impresionantes luces demoniacas. A los rayos de luz sucedieron nubes; entonces pude dormir. Y fue bajo una astada luna menguante que vi por primera vez la ciudad. Yacía serena y somnolienta sobre una rara plataforma entre extrañas cumbres. Eran de pálido mármol sus paredes y sus torres; también sus columnas, cúpulas y enlosados. Había, en sus calles de mármol, pilares de mármol cuyos capiteles estaban tallados con la imagen de graves hombres desafiantes. El aire era tibio y tranquilo. Y en lo alto, a escasos 10 grados del Cenith, refulgía esa vigilante Estrella Polar. Largo tiempo contemplé la ciudad, mas no llegó el día. Cuando la roja Aldebarán, que parpadeaba débilmente en el cielo sin detenerse nunca, se había desplazado una cuarta parte de su camino alrededor del horizonte, hubo de nuevo oscuridad y silencio. Al despertar, ya no era el que había sido; la visión de la ciudad se había grabado en mi memoria y en mi alma se habían levantado otros vagos recuerdos de cuya naturaleza no estaba seguro. Poco después, en las nubladas noches en que pude dormir, vi con frecuencia la ciudad; algunas veces bajo los ardientes rayos amarillos del sol que jamás se detenía en su lenta circunvolución alrededor del horizonte. Y, más maliciosa que nunca, la Estrella Polar vigilaba en las claras noches. Gradualmente llegué a preguntarme cuál sería mi sitio en esa ciudad en la rara plataforma de la cavidad entre las cumbres. Satisfecho al principio con mirar la escena como un observador incorpóreo, deseaba ahora aclarar mi relación con ella y que mi mente se comunicara con la de los graves hombres que diariamente conversaban en las plazas. Me dije: —Esto no es un sueño; ¿por qué medios puedo demostrar la grandiosa realidad de esa otra vida en la casa de piedra y ladrillo, al sur del siniestro pantano y del cementerio de la colina, donde la Estrella Polar atisba cada noche tras mi ventana del norte? Una noche, mientras oía el discurso en la amplia plaza de las estatuas, sentí un cambio y noté que al fin tenía forma corpórea. Ya no era ningún extranjero en las calles de Olathoe que yace en la planicie de Saskia, entre las cimas de Noton y Kadiphonek. Mi amigo Alos era quien hablaba y su discurso fue uno de los que más gustaron a mi alma. Era el discurso de un patriota y hombre verdadero. Esa noche llegaron noticias de la catarata de Daiko; avisaban del avance de los Inutos, corpulentos demonios de amarillos ojos, aparecidos hacía cinco años, provenientes del desconocido oeste, para asolar los confines de nuestro reino y sitiar muchas de nuestras ciudades. Habiendo conquistado las plazas fortificadas al pie de las montañas, los caminos de la llanura les quedaban abiertos, a menos que cada uno de nuestros conciudadanos resistiera con la fuerza de diez hombres. Porque las corpulentas criaturas eran poderosas en las artes de la guerra y desconocían los escrúpulos de honor que refrenaban, en la conquista implacable, a nuestros esbeltos hombres de ojos grises de la tierra de Lomar. Alos, mi amigo, era el comandante de todas las fuerzas de la planicie y en él radicaba la última esperanza de nuestro pueblo. En esta ocasión habló de los peligros que habíamos de enfrentar y exhortó a los hombres de Olathoe, los más valientes entre los Lomarios, para que mantuvieran la tradición de sus ancestros que, cuando se vieron obligados a emigrar hacia las tierras del sur de Zobna, antes del avance de la gran sabana de hielo (como han de abandonar un día nuestros descendientes la tierra de Lomar), se opusieron valiente y victoriosamente a los bien armados caníbales velludos de Gnophke que se interponían en su camino. Alos no quiso que peleara ni sufriera las fatigas y penalidades de la guerra, porque yo era débil y dado a extrañas fantasías. Pero mis ojos eran los más agudos de la ciudad, a pesar de las largas horas que dediqué cada día al estudio de los manuscritos Pnakóticos y a la sabiduría de los Padres Zobnarianos; así, deseando salvarme de la inacción, mi amigo me recompensó con ese servicio que, después que nada, era lo primero en importancia. Fui enviado a la torre de observación de Thapnen para ser los ojos de nuestro ejército. Posiblemente los Inutos tratarían de conquistar la ciudadela a través del angosto paso entre las cumbres del Noton, para sorprender, de esta manera, a la guarnición. Mi obligación era dar la señal del fuego que alertaría a los soldados de guardia, para salvar la ciudad del inminente desastre. Subí solo a la torre porque todo hombre de cuerpo robusto era necesitado en los pasajes bajos. No había dormido en muchos días; mi cerebro estaba trastornado y adolorido por la excitación y la fatiga; aun así, mi propósito era firme, porque amo a mi tierra natal de Lomar y a la ciudad de mármol de Olathoe que yace entre las cimas de Noton y Kadiphonek. Pero mientras permanecía en la más alta cámara de la torre contemplaba estremecerse la astada luna menguante, roja y siniestra, entre los vapores que flotaban sobre el distante valle de Banof y a través de una abertura del tejado brillaba pálida la Estrella Polar, agitándose como animada, gesticulando como una tentación y un demonio. Me pareció que su espíritu murmuraba malignos consejos, conduciéndome hacia una somnolencia traidora con una dañosa, rítmica promesa que se repetía una y otra vez:
Soñador, vigilante, hasta las esferas seis y veinte mil años he girado y vuelvo al punto donde ando ahora. Luego han podido levantarse otras estrellas hasta el eje de los cielos. Estrellas que tranquilizan y estrellas que bendicen con un dulcísimo olvido. Sólo cuando mi ciclo termina puede el pasado turbar tu puerta.
En vano luché contra el letargo tratando de unir esas palabras con alguna ciencia celestial aprendida en los manuscritos Pnakóticos. Pesada y bamboleante mi cabeza se inclinó hasta mi pecho y cuando volví a mirar, estaba en un sueño con la Estrella Polar vigilándome torva, a través de una ventana, por encima de los horrendos árboles que se inclinan vacilantes sobre un pantano de sueño. Y sueño todavía.
Algunas veces, en mi desesperación y vergüenza, grito frenético suplicando a las criaturas de ensueño a mi alrededor que me despierten antes que los Inutos se apoderen del paso tras la cumbre de Noton y tomen por sorpresa la ciudadela; pero estas criaturas son demonios que se ríen de mí y me advierten que no estoy soñando. Se burlan de mí mientras sueño, en tanto los corpulentos adversarios amarillos están, posiblemente, deslizándose callados sobre nosotros. No he cumplido con mi deber y he traicionado a la ciudad de mármol de Olathoe; le he demostrado mi perfidia a mi amigo y comandante Alos. No obstante, esas sombras de mis sueños se mofan de mí. Dicen que no existe ninguna tierra de Lomar, sólo en mis imaginaciones nocturnas; y que en esos reinos donde la Estrella Polar brilla en lo alto y la roja Aldebarán se desliza lenta alrededor del horizonte, no ha habido nada, excepto hielo y nieve por millares de años; y que nunca ha habido ningún hombre, excepto amarillas criaturas corpulentas, cegadas por el frío, que ellos llaman “esquimales”. Y mientras me revuelvo en mi agonía culpable, frenético por salvar la ciudad cada vez más amenazada, y forcejeando vanamente por liberarme de este sueño absurdo de una casa de piedra y ladrillo al sur de un pantano siniestro y de un cementerio bajo la colina, la Estrella Polar, monstruosa y maligna, mira desde lo alto de la negra bóveda, cintilando espantosamente, como un vigilante ojo insensato que se esfuerza por comunicar algún mensaje; nada recuerda, excepto que, alguna vez, tuvo un mensaje que transmitir.
1918
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