Material de Lectura

 width= H.P. Lovecraft



Selección,
traducción y nota
introductoria de
Bernardo Riuz



VERSIÓN PDF

Nota introductoria

 


Howard Phillips Lovecraft (1890-1939) resume, toda la inquietud de una época en su literatura. Al afirmar que “la belleza serena y duradera sólo se encuentra en los sueños” se convierte en el sacerdote de una religión prevista por Lord Dunsany que desembocará en las visiones de pesadilla de ese culto a lo numinoso que tantos seguidores posee en la actualidad: Los mitos de Cthulhu.

Traduzco a continuación tres cuentos de su primera época, la misma en que fue escrita The Dream Quest of Unknown Kadath; cuando en su solitaria juventud, en Providence, gustaba —únicamente— de los paseos por el bosque y la lectura de los libros heredados de su abuelo. Los tres relatos embonan con exactitud: en todos ellos se rechaza categóricamente a la vigilia y se la sustituye por los paraísos del sueño. Al mismo tiempo la recurrencia a temas y situaciones míticas (la edad dorada, la continua alusión a dioses vigilantes y poderosos) hacen de Polaris, Celephais y El barco blanco historias paganas, iniciáticas, donde el hombre —como claramente se ilustra en El barco blanco— sigue siendo un hijo bastardo de los dioses que debe buscar su acceso al paraíso de cualquier manera —como hace Kuranes—; aunque su posibilidad de ser derrotado resulta casi inminente —Elton, Kuranes— mientras haya un retorno posible hacia la realidad, a la vigilia.

Muy popular es Lovecraft en la actualidad. Se consiguen fácilmente traducciones de sus textos. Sin embargo el gusto por su prosa, por su adjetivación, se recupera pocas veces en las versiones que conozco. No es éste sino un sencillo homenaje a la memoria de H.P. Lovecraft a través de tres historias poco conocidas en castellano.

BERNARDO RUIZ

Azcapotzalco, D.F., 12 de Octubre de 1979


Polaris

 

 
 

La Estrella Polar resplandece con pavorosa luz a través de la ventana norte de mi cuarto. Ahí luce, siempre, durante las largas e infernales horas de oscuridad. Cada año, en el otoño, cuando los vientos del norte quejan y maldicen, y en el pantano los árboles de rojizas hojas murmuran entre ellos, en las breves horas de la madrugada, bajo la astada luna menguante, me sentaba en la cornisa de la ventana y observaba esa estrella. Titubeante, bajaba Casiopea de las alturas como si las horas la vistieran; mientras Charles Wain, moviéndose con dificultad en la húmeda bruma del pantano, se sumerge entre los vacilantes árboles que inclina el viento de la noche. Justo antes del alba, Arturo cintila toscamente sobre el cementerio de la colina lejana y Coma Berenice luce siniestra en el misterioso Este. Pero la Estrella Polar continúa brillando espantosa en el mismo sitio de la negra bóveda, como un vigilante ojo insensato que se esfuerza por transmitir algún mensaje extraño del que nada recuerda, excepto que, alguna vez, tuvo un mensaje que comunicar. A veces, cuando está nublado el cielo, puedo dormir.

Recuerdo con claridad la noche de la gran Aurora, jugaban sobre el pantano impresionantes luces demoniacas. A los rayos de luz sucedieron nubes; entonces pude dormir.

Y fue bajo una astada luna menguante que vi por primera vez la ciudad. Yacía serena y somnolienta sobre una rara plataforma entre extrañas cumbres. Eran de pálido mármol sus paredes y sus torres; también sus columnas, cúpulas y enlosados. Había, en sus calles de mármol, pilares de mármol cuyos capiteles estaban tallados con la imagen de graves hombres desafiantes. El aire era tibio y tranquilo. Y en lo alto, a escasos 10 grados del Cenith, refulgía esa vigilante Estrella Polar. Largo tiempo contemplé la ciudad, mas no llegó el día. Cuando la roja Aldebarán, que parpadeaba débilmente en el cielo sin detenerse nunca, se había desplazado una cuarta parte de su camino alrededor del horizonte, hubo de nuevo oscuridad y silencio.

Al despertar, ya no era el que había sido; la visión de la ciudad se había grabado en mi memoria y en mi alma se habían levantado otros vagos recuerdos de cuya naturaleza no estaba seguro. Poco después, en las nubladas noches en que pude dormir, vi con frecuencia la ciudad; algunas veces bajo los ardientes rayos amarillos del sol que jamás se detenía en su lenta circunvolución alrededor del horizonte. Y, más maliciosa que nunca, la Estrella Polar vigilaba en las claras noches.

Gradualmente llegué a preguntarme cuál sería mi sitio en esa ciudad en la rara plataforma de la cavidad entre las cumbres. Satisfecho al principio con mirar la escena como un observador incorpóreo, deseaba ahora aclarar mi relación con ella y que mi mente se comunicara con la de los graves hombres que diariamente conversaban en las plazas. Me dije: —Esto no es un sueño; ¿por qué medios puedo demostrar la grandiosa realidad de esa otra vida en la casa de piedra y ladrillo, al sur del siniestro pantano y del cementerio de la colina, donde la Estrella Polar atisba cada noche tras mi ventana del norte?

Una noche, mientras oía el discurso en la amplia plaza de las estatuas, sentí un cambio y noté que al fin tenía forma corpórea. Ya no era ningún extranjero en las calles de Olathoe que yace en la planicie de Saskia, entre las cimas de Noton y Kadiphonek. Mi amigo Alos era quien hablaba y su discurso fue uno de los que más gustaron a mi alma. Era el discurso de un patriota y hombre verdadero. Esa noche llegaron noticias de la catarata de Daiko; avisaban del avance de los Inutos, corpulentos demonios de amarillos ojos, aparecidos hacía cinco años, provenientes del desconocido oeste, para asolar los confines de nuestro reino y sitiar muchas de nuestras ciudades. Habiendo conquistado las plazas fortificadas al pie de las montañas, los caminos de la llanura les quedaban abiertos, a menos que cada uno de nuestros conciudadanos resistiera con la fuerza de diez hombres. Porque las corpulentas criaturas eran poderosas en las artes de la guerra y desconocían los escrúpulos de honor que refrenaban, en la conquista implacable, a nuestros esbeltos hombres de ojos grises de la tierra de Lomar.

Alos, mi amigo, era el comandante de todas las fuerzas de la planicie y en él radicaba la última esperanza de nuestro pueblo. En esta ocasión habló de los peligros que habíamos de enfrentar y exhortó a los hombres de Olathoe, los más valientes entre los Lomarios, para que mantuvieran la tradición de sus ancestros que, cuando se vieron obligados a emigrar hacia las tierras del sur de Zobna, antes del avance de la gran sabana de hielo (como han de abandonar un día nuestros descendientes la tierra de Lomar), se opusieron valiente y victoriosamente a los bien armados caníbales velludos de Gnophke que se interponían en su camino. Alos no quiso que peleara ni sufriera las fatigas y penalidades de la guerra, porque yo era débil y dado a extrañas fantasías. Pero mis ojos eran los más agudos de la ciudad, a pesar de las largas horas que dediqué cada día al estudio de los manuscritos Pnakóticos y a la sabiduría de los Padres Zobnarianos; así, deseando salvarme de la inacción, mi amigo me recompensó con ese servicio que, después que nada, era lo primero en importancia. Fui enviado a la torre de observación de Thapnen para ser los ojos de nuestro ejército. Posiblemente los Inutos tratarían de conquistar la ciudadela a través del angosto paso entre las cumbres del Noton, para sorprender, de esta manera, a la guarnición. Mi obligación era dar la señal del fuego que alertaría a los soldados de guardia, para salvar la ciudad del inminente desastre.

Subí solo a la torre porque todo hombre de cuerpo robusto era necesitado en los pasajes bajos. No había dormido en muchos días; mi cerebro estaba trastornado y adolorido por la excitación y la fatiga; aun así, mi propósito era firme, porque amo a mi tierra natal de Lomar y a la ciudad de mármol de Olathoe que yace entre las cimas de Noton y Kadiphonek.

Pero mientras permanecía en la más alta cámara de la torre contemplaba estremecerse la astada luna menguante, roja y siniestra, entre los vapores que flotaban sobre el distante valle de Banof y a través de una abertura del tejado brillaba pálida la Estrella Polar, agitándose como animada, gesticulando como una tentación y un demonio. Me pareció que su espíritu murmuraba malignos consejos, conduciéndome hacia una somnolencia traidora con una dañosa, rítmica promesa que se repetía una y otra vez:

Soñador, vigilante, hasta las esferas
seis y veinte mil años
he girado y vuelvo
al punto donde ando ahora.
Luego han podido levantarse otras estrellas
hasta el eje de los cielos.
Estrellas que tranquilizan y estrellas
que bendicen con un dulcísimo olvido.
Sólo cuando mi ciclo termina
puede el pasado turbar tu puerta.


En vano luché contra el letargo tratando de unir esas palabras con alguna ciencia celestial aprendida en los manuscritos Pnakóticos. Pesada y bamboleante mi cabeza se inclinó hasta mi pecho y cuando volví a mirar, estaba en un sueño con la Estrella Polar vigilándome torva, a través de una ventana, por encima de los horrendos árboles que se inclinan vacilantes sobre un pantano de sueño. Y sueño todavía.

Algunas veces, en mi desesperación y vergüenza, grito frenético suplicando a las criaturas de ensueño a mi alrededor que me despierten antes que los Inutos se apoderen del paso tras la cumbre de Noton y tomen por sorpresa la ciudadela; pero estas criaturas son demonios que se ríen de mí y me advierten que no estoy soñando. Se burlan de mí mientras sueño, en tanto los corpulentos adversarios amarillos están, posiblemente, deslizándose callados sobre nosotros. No he cumplido con mi deber y he traicionado a la ciudad de mármol de Olathoe; le he demostrado mi perfidia a mi amigo y comandante Alos. No obstante, esas sombras de mis sueños se mofan de mí. Dicen que no existe ninguna tierra de Lomar, sólo en mis imaginaciones nocturnas; y que en esos reinos donde la Estrella Polar brilla en lo alto y la roja Aldebarán se desliza lenta alrededor del horizonte, no ha habido nada, excepto hielo y nieve por millares de años; y que nunca ha habido ningún hombre, excepto amarillas criaturas corpulentas, cegadas por el frío, que ellos llaman “esquimales”.

Y mientras me revuelvo en mi agonía culpable, frenético por salvar la ciudad cada vez más amenazada, y forcejeando vanamente por liberarme de este sueño absurdo de una casa de piedra y ladrillo al sur de un pantano siniestro y de un cementerio bajo la colina, la Estrella Polar, monstruosa y maligna, mira desde lo alto de la negra bóveda, cintilando espantosamente, como un vigilante ojo insensato que se esfuerza por comunicar algún mensaje; nada recuerda, excepto que, alguna vez, tuvo un mensaje que transmitir. 


1918

Celephais

 

En un sueño, Kuranes vio la ciudad en el valle, y más allá la costa del mar, y la nevada cumbre que contemplaba el océano, y las galeras pintadas de alegres colores que salían del puerto hacia lejanas regiones donde el cielo y el mar se encuentran. También en un sueño se hizo llamar Kuranes —otro era su nombre en la vigilia—. Posiblemente le era fácil soñar un nombre nuevo porque era el último de su familia y vivía solo entre los indiferentes millones de londinenses. Pocos hablaban con él, pocos recordaban quién era. Su dinero y sus tierras estaban perdidos; Kuranes no se cuidaba de lo que la gente pensara de él; prefirió soñar y escribir acerca de sus sueños. Quienes leyeron sus escritos se burlaron de él; por eso los guardó. Y, finalmente, dejó de escribir. Conforme se alejaba del mundo, sus sueños se volvían más grandiosos —sería inútil tratar de describirlos—. Kuranes no era moderno, no pensaba como otros escritores. Mientras éstos se esforzaban por alejar de su vida los entretejidos ropajes del mito y mostrar en su fealdad desnuda la cosa idiota que es la realidad, Kuranes sólo contemplaba la belleza. Cuando verdad y experiencia la ocultaban, él la admiraba en la ilusión y la fantasía. Y encontró la belleza en su verdadero umbral, en las nebulosas memorias de los cuentos y sueños de su niñez.

No todos conocen qué maravillas se abren en las historias y visiones de su infancia. Cuando niños, soñamos y escuchamos, razonamos, pero con pensamientos a medias conformados. Y tratamos de recordar en la madurez, cuando somos tontos y prosaicos con la posición de la vida. Sin embargo, algunos de nosotros despertamos, por la noche, con la visión de extrañas fantasmagorías de colinas y jardines encantados; de fuentes que cantan bajo el sol; de dorados riscos que se elevan sobre el murmullo de los mares; de llanuras que se extienden hasta dormidas ciudades de bronce y piedra; y del sombrío acompañamiento de héroes armados que cabalgan sobre caballos blancos, a lo largo de los límites de espesos bosques —y conocemos entonces que hemos visto, a través de las puertas de marfil, dentro de ese mundo maravilloso que fue nuestro antes de convertirnos en sabios e infelices.

Con frecuencia, Kuranes regresaba al viejo mundo de su infancia. Había soñado con la casa donde nació; la gran casa de piedra, cubierta de hiedra, donde vivieron trece generaciones de sus ancestros, y donde él hubiera querido morir. Había luz de luna; se sumergió en la fragante noche de verano; paseó por los jardines; bajó por las terrazas; atravesó los robles grandiosos del parque y anduvo hasta el poblado por la inmensa avenida blanca. La villa parecía muy vieja, desaparecía al final como la luna —que comenzaba a desvanecerse— y Kuranes se preguntó si los picos de los tejados colgaban muertos o dormidos. En las calles crecía largo el pasto y los cristales de las ventanas estaban rotos o firmemente clavados sus paneles. Kuranes no se había detenido, pero caminaba con dificultad, como si lo llamaran hacia una meta. No se atrevió a desobedecer este llamado porque temía comprobar que todo era una ilusión, como las aspiraciones e impulsos de la vigilia que a nada conducen. Bajó, entonces, por una callejuela que conducía a las afueras del poblado, hasta llegar a los acantilados del canal, fin de las cosas —abismo y precipicio donde la ciudad y el mundo se precipitaban abruptos dentro del infinito vacío sin ecos; y donde aun el alto cielo estaba solo, apagado, sin la poniente luna, sin las observantes estrellas. La certeza lo impulsó al precipicio y al golfo, donde flotó hacia abajo, abajo, a lo bajo; tras la oscuridad, aparecieron, sin contorno, sueños no soñados, esferas fantasiosas y luminiscentes que podían haber sido, en parte, soñados sueños y aladas cosas risueñas que parecían burlarse de los soñadores de todos los mundos. Entonces, ante él, una grieta pareció abrirse en la oscuridad, y lejana, vio la ciudad del valle resplandecer radiante, lejos, abajo, lejos, con el cielo y el mar al fondo, en el horizonte, y, cercana a la costa, una montaña cubierta por eternas nieves.

En el momento preciso en que contemplaba la ciudad, Kuranes despertó. Dedujo, por su breve visión, que la ciudad no era otra que Celephais, en el valle de Ooth-Nargai, más allá de las colinas de Tanaria, donde habitó su espíritu, en la absoluta eternidad de una hora, un atardecer de verano mucho tiempo atrás, cuando escapó de su niñera y dejó que la tibia brisa marina lo arrullara mientras se dormía contemplando las nubes del acantilado cercano a la villa. Se quejó aquella vez cuando lo encontraron, porque lo despertaron y llevaron a casa. Ya que, precisamente cuando lo levantaron, estaba a punto de zarpar en un galeón dorado hacia las seductoras regiones donde el mar se encuentra con el cielo. Ahora, al despertar, él estaba tan molesto como entonces, porque había encontrado, después de cuarenta fatigosos años, su fabulosa ciudad.

Pero tres noches después, Kuranes regresó a Celephais. Como antes, soñó primero con el poblado, muerto o dormido, y con el silencioso abismo en que se flota durante la caída; de nuevo apareció la grieta, contempló los relucientes minaretes de la urbe, y vio en el azul puerto las gráciles galeras anclar y navegar; en Monte Aran miró el balanceo de los árboles de yinko con la brisa del mar. Mas esta vez, nadie lo molestó. Y, como un ser alado, descendió suavemente sobre la hierba de una colina, hasta que sus pies descansaron en el césped. Regresó realmente al valle de Ooth-Nargai y a la ciudad espléndida de Celephais.

Kuranes bajó hasta el burbujeante río Naraxa entre pastos perfumados y flores brillantes; atravesó el puente de madera, donde había grabado su nombre numerosos años atrás, la arboleda murmurante y llegó hasta el inmenso puente de piedra cerca de las puertas de la ciudad. Todo estaba como antes, ni las murallas de mármol se habían decolorado, ni las pulidas estatuas de bronce estaban empañadas. Y Kuranes vio que no debía temer que las cosas que conoció hubieran desaparecido; hasta los corredores sobre los bastiones eran los mismos, idénticos, y los recordaba aún como habían sido en su infancia. Cuando entro en la ciudad, tras las puertas de bronce, por avenidas de onyx, los mercaderes y camelleros lo saludaron como si jamás hubiera partido; fue igual el trato que le dieron en el templo de turquesa de Nath Horthath, donde la sacerdotisa coronada por orquídeas le dijo que no hay tiempo en Ooth-Nargai, sólo juventud eterna. Entonces Kuranes caminó por la Calle de los Pilares hasta la muralla que da al mar, ahí contempló a los mercaderes y marinos, y a extraños hombres de las regiones donde el mar encuentra al cielo. Ahí permaneció largo tiempo viendo un sol desconocido sobre el resplandor del puerto, donde centelleaban las crestas de las olas y donde, luminosos, los galeones venidos de sitios lejanos se deslizaban sobre las aguas. Y vio también el Monte Aran levantándose regio sobre la costa, sus más bajas cumbres verdecían con árboles que se balanceaban y su blanca cumbre tocaba el cielo.

Más que nunca, Kuranes quiso navegar en una galera hacia sitios distantes. Había oído numerosos y extraños relatos. Y halló de nuevo al capitán que había querido —hacía mucho— llevarlo con él. Encontró al hombre, Athib, sentado en la misma silla de mimbre donde estuvo antes sentado. Athib pareció no darse cuenta de que hubiera transcurrido el tiempo. Así, ambos remaron hasta una galera fondeada en el puerto, dieron órdenes a los remeros y salieron del puerto. Se adentraron en el ondulado Mar de Cerenarian que conduce al cielo. Se deslizaron, durante algunos días, sobre las onduladas aguas hasta llegar al horizonte, donde el mar se encuentra con el cielo. No se detuvo el navío, flotó con facilidad en el azul del cielo entre aborregadas nubes de color de rosa. Desde la quilla, Kuranes vio a lo lejos tierras extrañas y riveras y ciudades de sorprendente belleza diseminadas indolentes bajo la luz solar que parecía no faltar o desaparecer jamás. Luego, Athib le comentó que su viaje estaba próximo a su fin. Y que pronto entrarían al puerto de Serannian, la rosada ciudad de mármol en las nubes —construida en esa etérea costa donde el viento Oeste flota en los cielos—. Pero conforme se acercaban a la mas alta torre esculpida de la ciudad, y la admiraban, un sonido atronó en alguna parte del cielo. Y Kuranes despertó en su buhardilla en Londres.

Meses después de que Kuranes viera en vano la maravillosa Celephais y sus galeones que atravesaban los cielos; y mientras sus sueños lo llevaban a cuantiosos lugares incontados y magníficos, jamás pudo conocer quién le dijera cómo encontrar a Ooth-Nargai, más allá de las colinas de Tannarian. Una noche voló sobre oscuras montañas donde había solitarias y desvanecidas hogueras muy alejadas entre sí; y raros rebaños hirsutos cuyos jefes tintineaban campanas; y en la más selvática región de este país de él— encontró una aterradora muralla o calzada, antiquísima, de piedras zigzaguenates a lo largo de valles y laderas —tan grandes que ninguna mano humana hubiera podido, jamás, erigirla, y de una longitud tal que jamás se alcanzaba a ver su fin. Más allá de aquel muro, llegó en la gris alba a una tierra de raros jardines y cerezos. Y cuando el sol se levantó, contempló una belleza tal de blancas y rojas flores, verde follaje y verdes prados, blancos senderos, arroyos diamantinos, azules lagos, puentes esculpidos y pagodas de rojos techos, que por un momento olvidó a Celephais en aquella consumada delicia. Pero la recordó de nuevo cuando descendió por un blanco sendero hasta una pagoda de rojo techo y quiso preguntar a la gente de aquella tierra por Celephais; pero no encontró ahí gente, sólo pájaros, abejas y mariposas. Otra noche subió una húmeda escalera espiral de interminable roca. Y llegó a la ventana de una torre desde donde se veían una pradera enorme y un río, iluminados por la luz de la luna llena. Y en la silenciosa ciudad que se extendía más allá de la otra margen del río, pensó que contemplaba un conjunto o imagen anteriormente conocido. Quiso descender y preguntar el camino hacia Ooth-Nargai. No lo hizo. Una medrosa aurora surgida de algún lugar remoto más allá del horizonte mostró la ruina y antigüedad de la ciudad, y el paralizado río rojizo, y la muerte ciñéndose sobre aquella tierra —como se había ceñido desde que el rey Kynaratholis regresó a ella de sus conquistas sólo para encontrar la venganza de los dioses.

Así buscó Kuranes, infructuosamente, la maravillosa ciudad de Celephais y sus galeras que navegan en el cielo hacia Serannian. Mientras, vio muchas maravillas. Una vez, apenas pudo escapar del sumo sacerdote indescriptible, el que usa la sedosa máscara amarilla sobre el rostro y habita solitario en el prehistórico monasterio de roca en la fría y desértica llanura de Leng. Creció tanto su impaciencia durante los turbios intervalos diurnos, que para incrementar sus periodos de sueño comenzó a comprar drogas. El hashish lo ayudó bastante. Lo envió una vez a un lugar del espacio donde no hay formas; pero, donde relucientes gases estudian los secretos de la existencia. Un gas color violeta le comentó que esa parte del espacio se halla fuera de lo que Kuranes llamaba infinito. El gas no había escuchado antes acerca de planetas u organismos, pero identificó a Kuranes, sólo, como uno del infinito donde existe materia, energía y gravitación. Ahora, Kuranes estaba ansioso por regresar a Celephais, la abundante en minaretes, y aumentó sus dosis de drogas. Finalmente, no tuvo más dinero y no pudo comprar más drogas. Así, un día de verano en el que había salido de su buhardilla y vagaba sin rumbo por las calles, llegó a un puente; luego a un sitio donde disminuía y disminuía el número de casas. Y fue ahí donde vino la saturación. Y encontró al cortejo de caballeros venidos de Celephais para llevarlo, allá, para siempre.

Eran hermosos caballeros, rosados caballos cabalgaban. Hacían ruido sus armaduras relucientes, cortas, que cubrían extraños emblemas de los dioses. Kuranes creyó era un ejército: así eran de numerosos los enviados en su honor. Desde que creó Ooth-Nargai, en sus sueños, fue requerido para ser el dios supremo para siempre. Dieron entonces a Kuranes un caballo y lo pusieron al frente de la caballería. Desfilaron majestuosos hacia los ocasos de Surrey y más allá, hacia las regiones donde Kuranes y sus ancestros habían nacido. Era muy extraño, pero según avanzaban, los jinetes parecían galopar hacia atrás en el tiempo. A su paso, en la luz del crepúsculo, veían solamente algunas casas y poblados como habían sido vistos por Chaucer y hombres anteriores. Y vieron algunas veces caballeros en sus monturas acompañados por peones. Cuando la oscuridad aumentó, viajaron con mayor rapidez, hasta que, pronto, volaban pavorosos, como si fueran por el aire. En la húmeda alborada llegaron a la ciudad que Kuranes vio viva en su niñez, y muerta o dormida en sus sueños; vivía ahora, y mañaneros villanos los aclamaban conforme pasaban, calle abajo, los caballeros. Hasta que entraron en el callejón que termina en el abismo de los sueños. Kuranes sólo había entrado una noche en ese abismo y lo maravilló cómo se asemejaba al día. Observó ansioso la columna conforme se acercaban al vacío. Conforme ascendían el precipicio, un resplandor dorado venido del Oeste cubrió la campiña con su brillo. El abismo era un hirviente caos de rosados e hirvientes esplendores. Y voces invisibles aclamaban a la caballería, mientras el séquito se sumergía en el vacío flotando grácil en su descenso entre nubes relucientes y reflejos plateados. Descendieron, sin fin, en su caída; las monturas pateaban el éter como si corrieran sobre arenas de oro. Entonces los vapores luminosos se abrieron para revelar un resplandor inmenso, el brillo de Celephais, la ciudad, y más allá la costa, y la nevada cumbre que contemplaba el océano, y las galeras pintadas con alegres colores que zarpaban del puerto rumbo a lejanas regiones donde el mar encuentra al cielo.

Y Kuranes reinó desde entonces sobre Ooth-Nargai y las regiones cercanas al sueño. Con su corte habitaba un tiempo en Celephais y otro en la magnificente Serannian, en las nubes. Reina aún y reinará feliz por siempre en tanto, al pie de los acantilados de Innsmouth, la marea del canal jugaba burlona con el cuerpo de un vagabundo que había errado a través del poblado semidesierto al alba; jugaba burlonamente estrellándolo contra las rocas cubiertas de hiedra de Trevor Towers, donde un notable y especialmente ofensivo gordo, cervecero millonario, gozaba la comprada atmósfera de la nobleza extinta.

 

 

1920

El barco blanco

 

Soy Basil Elton, guardafaro de North Point, como fueron antes que yo mi padre y mi abuelo. Lejos de la costa, se yergue el faro gris sobre limosos arrecifes sumergidos que aparecen cuando baja la marea; sin embargo, son invisibles si está alta. Desde hace un siglo han pasado frente al faro los barcos majestuosos de los siete mares. Fueron muchos en tiempos de mi abuelo; no tantos en los de mi padre y ahora son tan pocos que hay veces en que me siento extrañamente solo; como si pensara que soy el último hombre sobre nuestro planeta.

Esos antiguos navíos, de tripulantes blancos, vinieron de lejanas costas con valiosos cargamentos; venían de costas más lejanas que las del Este, donde tibios soles brillan y permanecen en raros jardines y festivos templos. Vinieron del mar con frecuencia viejos capitanes que contaron a mi abuelo lo que él a su vez contó a mi padre y lo que mi padre me contó en las largas tardes de otoño. Y leí cosas parecidas en los libros que me dieron aquellos hombres cuando era joven y me alimentaba de prodigios.

Sin embargo, más fascinante aún que el saber de los ancianos y la ciencia de los libros, es la sabiduría secreta del océano. Azul, verde, gris, blanco o negro; terso, encrespado o montañoso; el océano no calla. Todos mis días lo he escuchado y contemplado. Y lo conozco bien. Primero, sólo me contaba historias vulgares de bahías en calma y cercanos puertos; creció su amistad con los años y me habló de otras cosas, de cosas más extrañas y lejanas en el tiempo y el espacio. Algunas veces, al atardecer, las grises nieblas del horizonte me han dejado percibir los caminos del más allá; y algunas veces, por la noche, las aguas profundas del mar aumentaron su fosforescencia y claridad para que viera los caminos abismales. Igualmente, he mirado los caminos que fueron y los que pueden ser. Y también los caminos que son; porque el océano es más antiguo que las montañas y asombra con los sueños y memorias del tiempo.

Cuando la luna se deslizaba suave y silenciosa sobre el océano, acostumbraba llegar del Sur el Barco Manco. Y mientras el mar estaba en calma o agitado, y aunque estuviera en contra el viento o a favor, podía siempre deslizarse con suavidad. Navegaba distante, lejano, y sus largas filas de remeros se movían rítmicamente. Una noche descubrí sobre cubierta a un hombre barbado y togado que parecía invitarme a embarcar con él rumbo a lejanas, desconocidas costas. Con frecuencia, lo volví a ver, después, bajo la luna llena. Y me llamaba siempre.

Muy brillante resplandecía la luna la noche que respondí a su llamado; y anduve sobre las aguas hasta el Barco Blanco sobre un puente de rayos de luna. El hombre que me había invitado me dio la bienvenida en un lenguaje suave; parecía conocerme bien. Y las horas se llenaron con las canciones suaves de los remeros, mientras nos deslizábamos dentro de un Sur dorado por el luciente brillo de esa suave luna llena.

Y cuando el día, rosa y luciente, clareaba, contemplé la verde costa de lejanas tierras, bellas y brillantes y desconocidas para mí. Por encima del mar se alzaban señoriales, arboladas terrazas de verdura donde se mostraban, aquí y allá, los blancos tejados brillantes y las columnatas de extraños templos. Conforme nos acercábamos a la verde costa, el hombre barbado me contaba de esa tierra, la tierra de Zar, donde habitan todos los sueños y pensamientos, bellos y olvidados, de los hombres. Y cuando miré de nuevo sobre de las terrazas, comprobé que era cierto lo que decía; porque entre los paisajes que contemplaba estaban muchas de las cosas que vi, alguna vez, entre la niebla más allá del horizonte y en las fosforescentes profundidades del océano. Ahí estaban también formas y fantasías más espléndidas que las que nadie haya conocido jamás: visiones de jóvenes poetas muertos en la indigencia antes que el mundo conociera sus visiones y sus sueños. Mas no pusimos pie en las inclinadas llanuras de Zar, porque cuentan que el que pisa esa tierra jamás ve de nuevo su costa natal.

Conforme el Barco Blanco navegaba silencioso a lo largo de las templadas terrazas de Zar, contemplamos, más allá del distante horizonte, las cúpulas de una enorme ciudad: Y el hombre barbado me dijo: “Esta es Thalarion, la ciudad de las mil maravillas, en ella se guardan todos los misterios que el hombre vanamente se ha esforzado en alcanzar”. Y acercándome, miré de nuevo y vi que la ciudad era mucho más grande que cualquier otra soñada o conocida anteriormente. Los domos de sus templos llegaban hasta los cielos, por lo que ningún hombre puede contemplar sus cúspides. Y más lejanas que el horizonte se extendían sus torvas murallas grises; sobre ellas apenas se vislumbraban algunos tejados horripilantes y ominosos, adornados aún con ricos frescos y esculturas seductoras. Ansiaba entrar en la fascinante y repulsiva ciudad. Y le supliqué al hombre barbado que me desembarcara en el muelle reluciente al que conduce el colosal puente tallado de Akariel; pero él, con gentileza, rechazó mi petición diciéndome: “En Thalarion, la ciudad de las mil maravillas, muchos entraron, ninguno regresó. Sólo deambulan en su interior demonios y alucinantes cosas que han dejado de ser hombres. Y blancas son sus calles por los huesos sin reposo de aquéllos que miraron a Lathí, el ídolo que gobierna la ciudad”. Así, el Barco Blanco dejó atrás las murallas del Thalarion y siguió, durante varias jornadas, al ave emigrante del mediodía cuyo luciente plumaje era del color del cielo del que llegó.

Arribamos entonces a una agradable costa alegrada por radiantes árboles bajo el sol meridional y por nacientes flores que se extendían sobre el paisaje entero en hermosos vergeles de todos los colores. Desde las enramadas, más allá de nuestra vista, provenían arrebatadores cánticos de lírica armonía entremezclados con débiles risas, tan deliciosas que, en mi avidez, apresuré a los remeros para que nos acercaran a buscar la escena. Y el hombre barbado no habló; simplemente me observaba conforme nos acercábamos a la costa bordeada de lilas. De pronto, un viento nacido en las praderas florecientes y en los frondosos bosques, trajo un olor que me hizo estremecer. Aumentaba el viento y el aire estaba lleno de un hálito letal, era un olor carnal de plaga viva, de ciudades y cementerios descubiertos. Y conforme navegábamos alucinados, alejándonos de la perversa costa, el hombre barbado habló por fin diciendo: “Esta es Xura, la tierra de los placeres inalcanzables”.

Así, el Barco Blanco siguió al ave celestial sobre tibios y benditos mares donde soplaban aromáticas brisas acariciadoras. Infatigables, navegamos días y noches. Y cuando la luna estaba llena, podíamos escuchar las suaves canciones de los remeros, tan dulces como habían sido aquella noche distante en que partí lejos de mi tierra natal. Y por último, anclamos bajo los rayos de luna en el puerto de Sona Nyl, al que protegen dos promontorios cristalinos que forman sobre el océano un arco resplandeciente. Esta es la tierra de la fantasía. Y caminamos hasta la verde costa sobre un dorado puente de rayos de luna.

No hay espacio ni tiempo en la tierra de Sona Nyl; nadie sufre, ni hay muerte. Y ahí viví muchos eones. Son verdes sus huertos y pastizales; lucientes y fragantes son sus flores; azules las corrientes musicales; claros, frescos, sus arroyos; y augustos y solemnes son los templos, ciudades y castillos de Sona Nyl. No hay límites en esa tierra. Donde termina una embelesadora visión surge una más bella. A través de sus campos y ciudades esplendorosas pasean sus habitantes conforme a sus deseos; gente dotada de alegría pura y gracia sin límite. Durante los eones que ahí viví, he caminado feliz por los jardines donde asoman extrañas pagodas entre arbustos placenteros; donde capullos delicados cercan sus senderos. Escalé suaves colinas, contemplé desde sus cumbres fascinantes panoramas de hermosura con ciudades escarpadas que anidaban en florecientes valles. Y he visto refulgir, en el distante e infinito horizonte, las cúpulas doradas de ciudades gigantescas. Y vi el centelleo del mar bajo la luna, las prominencias de cristal y el puerto soñador donde anclaba el Barco Blanco.

Fue de nuevo, bajo la luna llena en el año inmemorial de Tharp, cuando vi lejana la silueta del ave celestial llamándonos. Y sentí la primera excitación de la inquietud. Hablé entonces con el hombre barbado y le expresé mi ansia de partir hacia Cathuria, la remota, la que ningún hombre ha contemplado aunque todos creen que yace sostenida por los pilares de basalto del Oeste. Es la tierra del deseo y en ella resplandecen los perfectos ideales de todo lo que conocemos en todas partes; o, al menos, eso cuentan los hombres. Pero el hombre barbado me dijo: “Cuídate de los peligrosos mares, de los que dicen los hombres que Cathuria yace. En Sona Nyl no hay dolor o muerte, pero ¿quién puede decir qué mentiras hay más allá de los pilares de basalto del Oeste?”. Sin importarme, con la siguiente luna llena abordé el Barco Blanco. Y con el renuente hombre barbado dejé el alegre puerto con rumbo a inexplorados mares.

Y el ave celestial nos precedía en su vuelo y nos guió hasta los pilares de basalto del Oeste; pero esta vez los remeros no cantaban sus cánticos bajo la luna llena. Con frecuencia quise imaginar la tierra de Cathuria con sus espléndidos huertos y palacios y quise preguntarme qué nuevos deleites me esperaban. “Cathuria —quise decirme— es la morada de los dioses; y la tierra de doradas ciudades incontables. Sus bosques son de sándalo y áloe, dulces como los fragantes huertos de Camorin. Y los pájaros alegres trinan entre los árboles sus armónicas canciones. En las verdes y floreadas montañas de Cathuria, hay templos de rosado mármol adornados con cuadros y esculturas deleitosas. En sus jardines murmuran frescas fuentes de plata con música encantada de las aromáticas aguas de los manantiales del río Narg. Y, como sus avenidas, las ciudades de Cathuria están rodeadas por murallas de oro. Extrañas orquídeas florecen en los jardines de sus ciudades. Y de alabastro y coral son los lechos de sus perfumados lagos. En la noche, las calles y jardines son iluminados por alegres linternas construidas con valvas tricolores de tortugas, y resuenan las suaves notas del cantor y el laúd. Y todas las casas de las ciudades de Cathuria son palacios, construidos, cada uno, sobre un fragante canal sobre las aguas del sagrado Narg. De pórfido y de mármol son sus casas, techadas con oro reluciente que refleja los rayos del sol y aumenta el esplendor de sus ciudades, como si desde lejanas cumbres las contemplaran dioses felices. Más bello que ninguno es el palacio de Dorieb; de él unos dicen que es un semidiós y otros que un dios. Alto es el palacio de Dorieb y numerosas las torres de mármol sobre sus murallas. En sus altos salones se reúnen multitudes y cuelgan los trofeos de las edades. El tejado es de oro puro, sostenido por altos pilares de azur y rubí con esculturas tales de héroes y de dioses que quien mira esas altas visiones cree que contempla el viviente Olimpo. Y el piso del palacio es de cristal, bajo él fluyen las iluminadas aguas graciosas del Narg, alegradas con suntuosos peces desconocidos fuera de los límites de la bella Cathuria.”

De este modo me quise hablar de Cathuria; pero el hombre barbado quiso convencerme siempre de volver atrás, a las costas felices de Sona Nyl; porque Sona Nyl es conocida de los hombres mientras que Cathuria jamás, por nadie, ha sido contemplada.

Y en el trigésimo primer día de la persecución del ave, admiramos los pilares de basalto del Oeste. La bruma los amortajaba; por eso ningún hombre puede mirar más allá de ellos o contemplar sus cumbres —que, en verdad, algunos cuentan, llegan hasta los cielos—. Me imploró de nuevo el hombre barbado; pedía volver atrás, mas no hice caso; porque desde la bruma, más allá de los pilares de basalto, imaginé que provenían las notas de laúdes y canciones más dulces que los más dulces cánticos de Sona Nyl. Y me parecieron alabanzas en mi nombre; alabanzas para mí que había vivido en la tierra de la fantasía y más allá de la luna llena. Así, buscando el origen de esta melodía, el Barco Blanco navegó en la niebla entre los pilares de basalto del Oeste. Y cuando calló la música y desapareció la bruma, no contemplamos la tierra de Cathuria, sino un rápido mar impetuoso que vencía nuestra indefensa barca y la lanzaba hacia un final desconocido. Pronto llegó a nuestros oídos el trueno distante de una caída de aguas y apareció ante nuestros ojos, en el lejano horizonte, la titánica pulverización de una monstruosa catarata, donde los océanos del mundo se precipitan en la nada abismal. Entonces, con lagrimas en sus mejillas, el hombre barbado me dijo: “Hemos renunciado a la hermosa tierra de Sona Nyl, nunca la volveremos a contemplar. Más grandes son los dioses que los hombres y ellos han vencido”. Y cerré mis ojos antes de que ocurriera el choque que sabía inminente, negando la visión del ave celestial que batía sus azules y burlonas alas sobre el borde del torrente.

Después del choque, vino la oscuridad. Y escuché el alarido de cosas que no eran humanas y de los hombres. Se levantaron vientos tempestuosos del Este que me congelaron mientras me acurrucaba en la saliente de una roca húmeda aparecida bajo mis pies. Mientras oía un nuevo golpe, abrí los ojos y me contemplé sobre la plataforma de este faro del que partí hace muchos eones. Abajo, en la oscuridad, apareció la enorme, borrosa silueta de un navío quebrándose contra las rocas. Y conforme miraba sobre la desolación vi que la luz se había extinguido, por vez primera, desde que mi abuelo se encargó de su cuidado.

Y en los últimos desvelos de la noche, entré a la torre y vi en la pared un calendario que permanecía como lo había dejado la fecha en que partí. Con el alba, bajé de la torre y vi el naufragio en las rocas; sólo encontré un extraño pájaro azul cielo, muerto, y un solitario casco de una blancura más intensa que la de la espuma de las olas o que la de la nieve de las montañas, destruido.

Y desde entonces, el océano calla sus secretos y muchas veces la alta luna llena ha brillado en los cielos; pero el Barco Blanco del Sur jamás ha vuelto.



1919